I. La superación del ánimo de lucro en el contrato de sociedad
El debate sobre la necesidad de que las empresas persigan una función social, que supere el marco naturalmente egoísta de la obtención del máximo beneficio, tiene ya orígenes lejanos, que pueden identificarse en el primer tercio del siglo pasado. En los códigos clásicos, herederos de la ideología liberal predominante en la época en que fueron promulgados, el «ánimo de partir entre sí las ganancias» era la nota definidora del contrato de sociedad, como fin típico de colaboración que justificaba las decisiones de los socios y explicaba el enorme avance que supuso la personificación de un patrimonio a través del doble mecanismo de la limitación de responsabilidad y del reconocimiento de su subjetividad jurídica. La finalidad puramente económica fue precisamente la nota que justificaba la aplicación de un régimen jurídico propio, de carácter eminentemente técnico, que articulaba las relaciones entre los socios y los administradores, cuya actuación sólo se justificaba en la medida en que persiguiera incrementar el patrimonio residual. Frente a ello, las asociaciones se caracterizaban, por oposición a las sociedades mercantiles, por perseguir fines más amplios, casi ilimitados y, de algún modo, más elevados. Por esta razón, el Derecho público se ocupó desde su inicio de regular las asociaciones privadas, miradas inicialmente con desconfianza (1) y, más tarde, objeto del mayor rango del reconocimiento constitucional, como expresión de un derecho fundamental, mientras que el contrato de sociedad, —art. 1665 del Código Civil (LA LEY 1/1889)—, quedaba como paradigma del ámbito propio de la autonomía privada y de la autoorganización.
En España se debe al profesor GIRÓN el mérito de haber emancipado el concepto de sociedad del elemento causal del ánimo de lucro, al punto de que hoy puede decirse que el fin lucrativo no es más que un rasgo característico de determinadas sociedades, pero que carece de poder para definir estructuralmente el contrato de sociedad. Como afirma PAZ-ARES, la evolución actual del Derecho de sociedades se caracteriza por una constante erosión del requisito del ánimo de lucro (2) , y hoy se concibe la sociedad como un criterio estructural o formal, como un contrato de organización, al margen de construcciones causales sobre su finalidad. Por estos motivos, se reconoce el carácter societario de entidades mutualistas (mutuas de seguros, sociedades de garantía recíproca, cooperativas) carentes de ánimo de lucro, y se defiende la neutralidad desde el punto de vista causal de las sociedades de capital, que pueden constituirse con cualquier objeto, incluso con fines carentes por completo de finalidad lucrativa. Hoy se acepta la fungibilidad causal y teleológica del contrato de sociedad. La consagración legislativa de este entendimiento vino de la mano de la Ley de Agrupaciones de Interés Económico, definidas en su artículo 2.2 como sociedades sin ánimo de lucro. Desde entonces puede decirse que la causa del contrato está en el criterio formal del fin común a los socios, y que el contrato de sociedad es un marco estructural, —un «nexo de contratos»—, apto para acoger cualesquiera fines lícitos, egoístas o altruistas (3) .
La DGSJFP ha tenido ocasión de recordar la evolución de la doctrina sobre la superación del ánimo de lucro como causa del contrato de sociedad
La DGSJFP ha tenido ocasión de recordar la evolución de la doctrina sobre la superación del ánimo de lucro como causa del contrato de sociedad en una reciente resolución de 17 de diciembre de 2020. Con ocasión de la inscripción de una modificación de estatutos en una SRL (presidida por la idea inequívoca de vertebrar el régimen societario bajo la idea de la persecución de fines sociales (4) ), el centro directivo recuerda la doctrina tradicional, ejemplificada en la STS de 29.11.2007 (LA LEY 193562/2007), —en la que se aludía al fin lucrativo como causal del contrato de sociedad y principio de justificación de los acuerdos de la junta, lo que impide que se lleven a efecto donaciones con cargo al patrimonio social, salvo acuerdo unánime y con cargo a reservas de libre disposición—, y su superación por la doctrina del propio Centro, que vino admitiendo (RRDGRN 20.1.2015 y 11.4.2016), la autonomía causal del contrato, caracterizado como mera técnica organizativa, con prevalencia de su elemento estructural. Por esta razón, la resolución citada concluye que, en el caso, de los estatutos resultaba que la sociedad carecería de ánimo de lucro en sentido subjetivo (obtención de ganancia partible), pero mantendría un fin de lucro objetivo (obtención de ganancias destinadas a un fin social), en línea con lo que permite expresamente el artículo 2 LSC («las sociedades de capital, cualquiera que sea su objeto, tendrán carácter mercantil»). En el fondo, bajo esta cuestión late la distinción entre el objeto social (que puede ser civil o mercantil, y que describe la empresa que se pretende explotar), y la causa o fin del contrato, respecto de la que el objeto desempeña un papel instrumental (un mismo objeto social, por ejemplo, la construcción de viviendas puede perseguirse con fin de lucro o consorcial, para vivienda de los socios o para albergue gratuito). El problema de la resolución es que confronta, —a diferencia de lo que ocurre en el Derecho comparado—, con la falta en nuestro ordenamiento de una regulación positiva de las sociedades híbridas o de las sociedades portadoras de un fin social no lucrativo, lo que plantea relevantes problemas prácticos (5) .
Puede trazarse un paralelismo, —o incluso verse en su evolución una línea de continuidad—, entre la superación de los fines egoístas (el concepto de la teoría económica liberal del individualismo económico del homo aeconomicus (6) ) con la evolución del concepto de la responsabilidad social corporativa (RSC), y con la doctrina del capitalismo sostenible o equitativo (7) . Podría decirse que perseguir un mínimo de RSC (entendida como la ordenación de las relaciones entre la empresa, su consejo de administración, los accionistas, y otras partes interesadas, que determina «la forma en que se gestionan y controlan las empresas»), (8) mantener los fines de la RSC dentro de sus límites canónicos no convierte a la sociedad en una sociedad sin ánimo de lucro. El problema es el de fijar estos límites, el de definir el concepto de RSC, el de establecer las reglas jurídicas que conforman el estándar jurídico de cumplimiento, y, sobre todo, el de fijar la responsabilidad de los socios o administradores que lo desconozcan.
II. La gobernanza de las sociedades en el marco del nuevo paradigma
La evolución de los sistemas de gobernanza corporativa, y la incorporación de nuevos fines societarios que superen el fin de lucro y el parámetro de la máxima rentabilidad en beneficio de los socios, incide directamente en el régimen jurídico de los deberes fiduciarios de los administradores sociales, de diligencia y de lealtad. Estos deberes, —que se exigen a través de un complejo sistema de acciones, en el que cobra un papel protagonista la acción social de responsabilidad—, se enuncian en la ley con fórmulas deliberadamente genéricas (actuación del buen padre de familia, de un ordenado empresario, de un representante leal), que exigen su concreción desde parámetros normativos de actuación. Y aunque ambos deberes son estructuralmente diferentes, —lo que tiene consagración positiva desde la ley de reforma 31/2014—, el interés social es el parámetro que marca la actuación del administrador diligente y leal. También de los acuerdos que la junta puede adoptar legítimamente como expresión de la voluntad colectiva.
El concepto de interés social presenta una fuerte carga doctrinal, y viene históricamente marcado por la tensión entre la concepción institucionalista y contractualista, con cierto predominio de esta última, al menos en el orden práctico. En el marco de la gobernanza societaria se trata de identificar una pauta de actuación del administrador, que debe actuar con un grado de pericia y de información (deber de diligencia), que permita maximizar la defensa de aquel interés, y que debe perseguir con prioridad el interés social y postergar los intereses propios y ajenos. A quién debe lealtad el administrador, y que criterios permiten justificar la exigencia de responsabilidad por falta de diligencia, son temas que vienen marcando la evolución del Derecho de sociedades desde el primer tercio del siglo pasado.
El origen de la polémica puede identificarse con las teorías desarrolladas en EE. UU. y en Alemania que, con el afán de superar el mero criterio economicista de maximización del valor de la empresa, identificaron una finalidad pública o social en la gestión de las sociedades de capital. Aunque por caminos diferentes (en Alemania la doctrina tendría un origen colectivista, de mayor perfil político, de integración de fines colectivos en la gestión de la empresa, mientras que en EE.UU. la teoría se basaba en la eficiencia tecnocrática en la gestión, con la búsqueda de un mayor margen de maniobra en la actuación de los administradores de las grandes compañías), la idea que se abrió paso fue la de que los gestores de las empresas deberían tomar en cuenta intereses propios del entorno en el que se desarrollan, tanto colectivos, como particulares de determinados grupos de afectados (stakeholders). La implicación de las teorías sociopolíticas del momento resultaba evidente, con la confrontación entre el sistema del capitalismo liberal y las ideas opuestas de distinto signo (9) .
Estas ideas tuvieron diversa plasmación en textos positivos, e incluso en normas de alcance constitucional. En el ámbito propio del Derecho de sociedades, la legislación sobre OPAS, —de alcance federal en los EE.UU.—, permitía a los administradores tomar en cuenta otros intereses diferentes a los de los accionistas, como medida defensiva preventiva frente a una OPA hostil, lo que fue entendido y aplicado como la posibilidad de considerar intereses supraindividuales, propios de la colectividad en la que se desenvolvía la empresa. La evolución de la regla de la Business Judgement Rule (10) (BJR) es también un ejemplo de la posibilidad de invocar intereses de diversa índole para justificar decisiones estratégicas o de negocio, que ponían a salvo la decisión del administrador del juicio retrospectivo del tercero, potenciando el ámbito de su discrecionalidad. Al paso de esta evolución se fue abriendo camino la idea de la necesaria superación de los intereses de los socios, egoístas y cortoplacistas, en la búsqueda de la permanencia de la empresa en el largo plazo. En un primer momento, ambos intereses, —los de los socios y los de los stakeholders—, se presumían alineados precisamente en este escenario del largo plazo, con tolerancia tan sólo de mínimas desviaciones justificadas por el entorno necesariamente cambiante en el que se desarrollaba la conducta el administrador, y por la exigencia de no constreñir más allá de lo necesario sus poderes discrecionales (enlightened capitalism).
No obstante, es de reseñar que esta evolución hacia el escenario regulatorio que de inmediato se va a describir, no se ha alcanzado sin dificultades. Es de obligatoria mención en este lugar la opinión del nobel de economía, MILTON FRIEDMAN (11) , en el luminoso artículo publicado en The New York Times el 13.9.1970, en el que se defendía la tesis de que la única responsabilidad admisible en la dirección empresarial debe venir presidida por el incremento de los beneficios de la empresa, y la maximización del valor de la participación de sus socios. Ello no sólo por razón de su ineficiencia puramente económica, sino también por razón de la ineficacia de las políticas públicas, que con la asignación al Derecho de sociedades de la tutela de intereses colectivos se verían gravemente comprometidas, al retrasar las reformas legales que deberían tutelar más eficazmente dichos intereses.
Sin embargo, la exigencia de tomar en cuenta otros intereses supraindividuales, y el entendimiento de la empresa como una conexión de intereses convergentes, ha sido el leit motiv de las políticas públicas en lo que va de siglo. No se trata tan sólo de buscar una guía o parámetro de actuación en la gestión diligente o leal, sino de implicar a las sociedades en el marco de las políticas públicas que sirven objetivos generalmente admitidos, impregnados de un fuerte componente ético. No se concibe una gestión empresarial que no contemple adecuadamente valores de aceptación general, tanto más cuanto que se ha comprobado, que al menos las grandes corporaciones pueden lesionar directamente estos intereses generales. De esta manera, objetivos como la protección de los derechos humanos, la crisis climática, la conservación de la empresa a largo plazo, son fines que coexisten con los intereses de los tradicionales stakeholders (trabajadores, consumidores, intereses de la comunidad próxima), y que deben ser tomados en consideración imperativamente dentro del marco de los deberes de los administradores sociales, cuya gestión sólo se va a considerar legítima si atiende a compromisos éticos, políticos y sociales.
Al amparo de esta vertiente filantrópica o de compromiso ético-social de la sociedad de capital, se amparan también conductas oportunistas
Estos intereses tradicionalmente han sido objeto de tutela por otros sectores del ordenamiento, —Derecho laboral, administrativo, penal—; la novedad del fenómeno que describimos es la exigencia de que el Derecho de sociedades no resulte ajeno a su protección. A continuación, se hará un breve repaso de la evolución normativa, que viene indudablemente presidida por la idea de la insuficiencia de las normas programáticas o de soft law. No puede, sin embargo, dejar de mostrarse la realidad de que al amparo de esta vertiente filantrópica o de compromiso ético-social de la sociedad de capital, se amparan también conductas oportunistas que ven en ellas una excusa para rebajar la intensidad en la exigencia de los deberes legales; cuando más lejano sea el objetivo que marca las pautas de los deberes fiduciarios, más amplio será el ámbito de la discrecionalidad, y más improbable la exigencia de responsabilidad. Este es el gran riesgo de las nuevas políticas. Llamativamente, los principales adalides de este nuevo capitalismo colaborativo o moralizante, han sido los CEOs de las grandes corporaciones multinacionales y los gestores de los grandes fondos de inversión (12) .
III. La implantación voluntaria de modelos de conducta
Como se dijo más arriba, la posibilidad de distinguir entre el objeto de la empresa y el fin (purpose), al que está sirve, permite incorporar a éste todo tipo de orientaciones filantrópicas y de tutela de intereses colectivos. Esta concepción de la RSC resulta neutra o inocua desde el punto de vista de la eficacia de sus disposiciones, pues permite dar entrada en los estatutos a enunciados programáticos de la más diversa índole, sin un compromiso efectivo. La lectura de los fines de las grandes empresas del IBEX justifica esta afirmación (13) .
Un ejemplo de la evolución de normas de conducta lo constituye la progresiva implantación de políticas públicas que incorporan como objetivos de la empresa la protección de los derechos humanos. Ante la constatación de que las grandes empresas multinacionales tienen mayor impacto potencial sobre los derechos humanos que la mayoría de los Estados (el valor económico de las diez mayores empresas multinacionales es equivalente al PIB de 180 países (14) ), las Naciones Unidas han adoptado diversas iniciativas tendentes a implementar políticas públicas de sensibilización y protección de estos derechos, y de la lucha contra el cambio climático en el ámbito empresarial. Varios son los pasos de esta evolución. Un primer hito viene representado por los Diez Principios Rectores sobre las empresas y los derechos humanos, aprobado por la ONU en 2011, que aunque carente de vinculación jurídica, pretende establecer una pauta de conducta aplicable a todas las empresas, independientemente de su tamaño y del sector en que operen; entre sus objetivos está el establecimiento, —lo antes posible, cuando se inicie una actividad o relación comercial—, de un proceso de diligencia debida en materia de derechos humanos para la identificación, prevención, mitigación, y rendición de cuentas de sus potenciales efectos en esta materia. El texto advierte de que la implantación de estos sistemas en las políticas de gestión de riesgos, y el establecimiento de mecanismos de reparación a las víctimas, puede tener un efecto positivo en la gestión empresarial, permitiendo reducir el riesgo de acciones judiciales contra sociedades y gestores si cumplen con las medidas indicadas. También la aprobación en 2015 de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (LA LEY 22464/2015) incorpora a las empresas objetivos de carácter social, económico y medioambiental, y fija diecisiete objetivos de desarrollo sostenible (ODS), y ciento sesenta y nueve metas con miras en el año 2030.
Otros marcos supranacionales han caminado en la misma dirección. Así sucede con la OCDE y sus Líneas Directrices para empresas multinacionales, de 2011; en mayo de 2018 el mismo organismo publicó una Guía de Diligencia debida en la conducta empresarial responsable. Y el ejemplo ha sido seguido por numerosos Estados y organizaciones privadas, que han publicado documentos con estrategias de actuación, también con un carácter programático o de Derecho no imperativo.
Junto con el objeto de protección de los derechos humanos, bajo la genérica invocación de la sostenibilidad, se van abriendo paso disposiciones más concretas, que afectan no sólo a previsiones estatutarias o guías de actuación, sino a aspectos como la remuneración de los administradores (que no deben verse vinculadas tan sólo al mayor valor de las acciones o al incremento de los beneficios, sino que tienen que incorporar estos fines), o al diseño de estrategias de política empresarial.
En España constituye un ejemplo de actuación estatal la publicación del Plan de Acción Nacional de empresas y Derechos humanos, en 2017, reformado en 2020; y en el ámbito privado, el Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas (2020), con un principio 24 que afirma que la sociedad «promoverá una política adecuada de sostenibilidad en materias medioambientales y sociales, como facultad indelegable del consejo de administración, ofreciendo de forma transparente información suficiente sobre su desarrollo, aplicación y resultados». En su recomendación 12ª se indica al consejo de administración, que, en la búsqueda del interés social, además del respeto a las legales y reglamentos y de un comportamiento basado en la buena fe, la ética y el respecto a los usos y buenas prácticas comúnmente aceptadas, procure «…conciliar el propio interés social con, según corresponda, los legítimos intereses de sus empleados, sus proveedores, sus clientes y los de los restantes grupos e interés que puedan verse afectados, así como el impacto de las actividades de la compañía en la comunidad en su conjunto y en el medio ambiente».
IV. El modelo imperativo: la regulación nacional y la normativa de la Unión Europea
Estos principios programáticos se han ido plasmando sucesivamente en textos positivos, generándose así un cuerpo de Derecho imperativo de diversa entidad e intensidad normativa. En EE.UU. varios Estados han legislado sobre la Benefit corporation, que promueve incluir en los estatutos metas de defensa de objetivos públicos; en Francia la Loi Pacte de 2019, impone tener en cuenta en la gestión de todas las empresas, —no sólo cotizadas—, los impactos sociales y ambientales de su actividad (con la doble opción de incluir en los estatutos una razón de ser como fin social, y la posible inscripción en el registro mercantil como societé a misión, que les permite publicitarse de tal modo, con la consiguiente posibilidad de exigencia de responsabilidad por vulnerar estos objetivos. Una norma similar fue publicada en Italia en 2016 (15) .
Al margen de normas de carácter general, la Ley de Vigilancia de Francia de 2017, obligó a las sociedades francesas de más de 5.000 trabajadores en Francia, o 10.000 en todo el mundo, a prevenir y reparar daños en el medio ambiente y a los derechos humanos, imponiendo la aprobación de un Plan de Vigilancia, tanto de sus filiales, como de proveedores y subcontratistas, con exigencias de información específicas; en Alemania, en junio de 2021 se aprobó la Ley de Diligencia debida en la cadena de suministros, que detalla las medidas que se deben adoptar como pauta de la diligencia debida con carácter preventivo y supervisión administrativa; en la elaboración de todas estas leyes ha estado presente, de una manera u otra, la tensión de la conveniencia de establecer normas específicas de diligencia y, sobre todo, de responsabilidad civil de los gestores de las grandes empresas de capital disperso.
En España puede citarse la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible (LA LEY 3603/2011), que afectó a un conjunto de normas y que trató de promover la «responsabilidad social de las empresas», con la creación de un Consejo estatal de responsabilidad social empresarial, que reconocería a las empresas «socialmente responsables», y que incentivaba la publicación de informes específicos en materia de RSC.
En el marco de la retribución de los administradores sociales, la política retributiva que primaba los rendimientos a corto se identificó como una de las causas detonantes de la crisis financiera. Por esta razón, la reforma operada por la Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014) incluyó un apartado 4 en el art. 217, llamado a constituir la pauta de enjuiciamiento del sistema retributivo de los administradores sociales:
«4. La remuneración de los administradores deberá en todo caso guardar una proporción razonable con la importancia de la sociedad, la situación económica que tuviera en cada momento y los estándares de mercado de empresas comparables. El sistema de remuneración establecido deberá estar orientado a promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad e incorporar las cautelas necesarias para evitar la asunción excesiva de riesgos y la recompensa de resultados desfavorables.»
Como se ve, el precepto pretende dotar a los jueces de un parámetro de enjuiciamiento para anular las retribuciones tóxicas. Pero la norma, en su segunda parte, opta claramente por la política de rentabilidad a largo plazo, y permitirá enjuiciar los acuerdos de la junta sobre la cuestión desde tal parámetro interpretativo. Nos permitimos llamar la atención sobre la dificultad de aprehender el concepto y sobre la dudosa eficacia práctica de tal previsión. Nótese además que, indirectamente, la norma ya apunta la posibilidad de que una concreta actuación del administrador, —de percibir una remuneración que contravenga la regla—, podría constituir un fundamento para la exigencia de responsabilidad, en la medida en que la existencia de un acuerdo de la junta no exonera el comportamiento no diligente o desleal (art. 236.2 LSC).
Las políticas europeas en pos del objetivo de la transición ecológica han cristalizado en una avalancha regulatoria en casi todos los sectores económicos
Espoleada por la convicción política de que la UE está en condiciones de liderar la transformación hacia un modelo económico sostenible en la lucha contra el cambio climático, las políticas europeas en pos del objetivo de la transición ecológica han cristalizado en una avalancha regulatoria en casi todos los sectores económicos, ya de difícil enumeración (16) . Una de las palancas que se ha identificado como instrumento de consecución de estos objetivos ha sido la materia del gobierno corporativo, que curiosamente constituyó uno de los grandes fracasos de las Directivas en materia de sociedades de los años setenta y ochenta.
Planes de acción y normas positivas se vienen desarrollando de la manera más variopinta, a veces con denominaciones llamativas, como la del Reglamento de Taxonomía de 2020, que define las actividades económicas sostenibles, y propende a la transición hacia una economía circular, la prevención y control de la contaminación, y la adaptación al cambio climático. En la materia específica del gobierno corporativo debe citarse la Directiva 2014/95/UE, de 22 de octubre de 2014 (LA LEY 17408/2014), sobre la divulgación de información no financiera e información sobre diversidad por parte de determinadas grandes empresas y determinados grupos, transpuesta al Derecho español por el Real Decreto-ley 18/2017, de 24 de noviembre (LA LEY 18662/2017), por el que se modifican el Código de Comercio, el Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio (LA LEY 14030/2010), y la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas (LA LEY 11987/2015), en materia de información no financiera y diversidad, que estableció para determinadas sociedades, —en particular para las calificadas como entidades de interés público—, la obligación de incluir en el informe de gestión la información no financiera en cuestiones medioambientales y sociales. La norma de emergencia fue luego transformada en la Ley 11/2018, de 28 de diciembre (LA LEY 21270/2018).
La mencionada Directiva está siendo objeto de un intenso proceso de reforma en la actualidad, con una Propuesta de la Comisión sobre la presentación de informes de sostenibilidad empresarial, de 21 de abril de 2021, que sustituye el término de «información no financiera» por el de «informe de sostenibilidad corporativa», y obligará a la etiquetación digital de la información reportada, con acceso desde un punto único europeo, y a la compatibilidad y fomento de la comparabilidad en los datos. Impondrá también procesos de auditoría o due diligence de las actividades de la empresa con impacto en los derechos humanos, medio ambiente y cadena de valor.
Puede mencionarse también el Reglamento 2019/2088 de divulgación de información sobre sostenibilidad en el sector de los servicios financieros, reformado por el Reglamento 2020/852, para impulsar inversiones sostenibles (el aludido Reglamento de taxonomía), con taxonomía apoyada en diversos criterios para acciones públicas, uso de la etiqueta eco, información precontractual, informes periódicos y normas de transparencia.
Como se ve, los deberes fiduciarios de diligencia y de lealtad, definidos a partir del concepto del interés social, han visto desbordados sus límites tradicionales con la entrada de los fines propios de la RSC. El parámetro de enjuiciamiento de la diligencia ya no va a ser sólo el cumplimiento de los estatutos, de la ley, o la persecución del interés social, sino que junto a ellos aparecen otros fines, hoy ya positivizados en normas de derecho cogente, al menos por referencia al establecimiento de una obligación de medios en la conducta de los administradores, que va a ser determinante en la apreciación de la causa de exoneración de la BJR.
El Derecho español no ha sido ajeno al proceso de reforma. Con la publicación de la Ley 5/2021, de 12 de abril (LA LEY 7527/2021), de reforma la LSC, «en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas», se modificó el art. 225.1. LSC (17) , dedicado a la regulación del deber de diligencia de los administradores sociales. La norma reformadora ha añadido que los administradores deberán «subordinar, en todo caso, su interés particular al interés de la empresa» (18) . Las críticas de la doctrina al precepto han sido prácticamente unánimes. A su defectuosa ubicación en el marco del deber de diligencia, —cuando propiamente parece apuntarse a la configuración de un nuevo deber de lealtad—, se suman las relativas a la imprecisa mención al valor del interés de la empresa, en aparente referencia al concepto de interés social (19) . Pero para alterar el concepto de referencia al interés social (20) como pauta de la diligencia debida, de la lealtad del administrador, o incluso como parámetro de legitimidad de los acuerdos sociales, no basta con la modificación aislada de un precepto normativo; si se pretende afectar al núcleo de los deberes legales, ello hubiera exigido una reforma de mayor calado, de cuya conveniencia hemos tenido ya ocasión de dudar (21) . La ausencia de jerarquización de deberes compromete la eficacia del modelo, y mucho nos tememos que el precepto quede en papel mojado en su aplicación jurisprudencial.
Finalmente, resta reseñar que, en el momento en que se edita este comentario, acaba de concluir el plazo de audiencia pública un denominado Anteproyecto de ley de protección de los Derechos Humanos, de la sostenibilidad y de la diligencia debida en las actividades empresariales transnacionales, que se anuncia como incluido en la agenda legislativa más inmediata (22) .
V. LA PROPUESTA DE DIRECTIVA SOBRE DILIGENCIA DEBIDA
El epítome de la ola regulatoria que se viene exponiendo lo constituye la propuesta de Directiva sobre gobierno corporativo sostenible y diligencia debida, que llegó tras un complejo proceso de elaboración (23) . La Propuesta parte de la constatación de que el comportamiento de las empresas en todos los sectores de la economía es fundamental para el éxito de la política de la Unión hacia una economía climáticamente neutra y para cumplir los Objetivos de Desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, incluyendo los objetivos de protección de Derechos Humanos y del medio ambiente. La Propuesta igualmente toma en cuenta que las empresas de la Unión Europea operan en entornos complejos y dependen de cadenas de valor mundiales; por esta razón las empresas europeas pueden tener dificultades para identificar y para paliar los riesgos en sus cadenas de valor relacionados con el respeto de los derechos humanos, o con las repercusiones medioambientales de su actividad.
En este contexto, la norma asume que resulta exigible el establecimiento de procedimientos de diligencia debida, desde la constatación de que la actuación voluntaria con normas de Derecho blando no parece haber dado frutos. En un largo texto de considerandos, se establece que la Directiva tiene por objetivo garantizar que las empresas que operan en el mercado interior deberán contribuir al desarrollo sostenible y a la transición hacia la sostenibilidad de las economías. Las principales obligaciones que pretende establecer el prelegislador comunitario son obligaciones de medios: la empresa debe adoptar las medidas adecuadas de las que quepa esperar razonablemente la prevención o la minimización de los efectos adversos sobre estos valores, tomados como guía del Derecho de la Unión.
En cuanto a su ámbito de aplicación, se distinguen en la Propuesta dos supuestos: a) empresas constituidas en la Unión Europea: de más de 500 empleados, con facturación neta mundial superior a 150 millones; b) empresas de más de 250 empleados y facturación neta mundial superior a 40 millones, siempre que al menos el 50% de su facturación se produzca en sectores de alto impacto. Los sectores de alto impacto incluyen en el textil calzado agrícola pesquero alimentario minero metalúrgico y de hidrocarburos. La Directiva también se aplicará a empresas constituidas en otros Estados no miembros en determinadas circunstancias.
Obligación de diligencia debida para la identificación, prevención, y solución de impactos adversos en los derechos humanos y en el medio ambiente.
La Directiva contempla que los Estados miembros aseguren el cumplimiento de la diligencia debida en todas sus políticas corporativas de buen gobierno, que se deben actualizar anualmente, y deben contener un código de conducta que describa los principios que deben seguir los trabajadores y sus filiales, y los procesos establecidos de diligencia debida, incluyendo medidas de verificación del cumplimiento del código de conducta, y de extensión de su aplicación a sus cadenas de suministros. Deben también establecerse medidas apropiadas para la identificación de impactos adversos en los derechos humanos y medio ambiente provocados por la actividad de la empresa o de su cadena de suministro, resulta exigible la obtención de informes independientes, que deberán nutrirse de información obtenida por medio de los exigibles procedimientos de reclamación, conformados por las consultas con potenciales grupos de afectados. Del mismo modo, se impone a las empresas incluidas en su ámbito de aplicación la adopción de medidas de prevención y mitigación de potenciales impactos adversos, para lo que se exige implementar planes de acción concretos, con medidas tales como la solicitud de garantías contractuales a los socios comerciales de cumplimiento del código de conducta, medidas de apoyo a las pymes cuando el cumplimiento del plan o código de conducta pueda poner en peligro su viabilidad, y con el establecimiento de medidas obligatorias en los casos en los que no se puedan prevenir o mitigar estos potenciales impactos adversos con las actuaciones indicadas, con la imposición de la obligación de abstención de la celebración de nuevos contratos con el proveedor de riesgo, o de prorrogar los ya existentes, llegándose incluso a prever la exigencia de cese temporal de las relaciones comerciales, o incluso medidas de resolución de contratos. El impacto de estas medidas sobre la normativa reguladora de la responsabilidad contractual no es difícil de imaginar, pudiéndose anticipar un campo abonado para la litigiosidad transfronteriza.
La Directiva contempla que los Estados miembros aseguren el cumplimiento de la diligencia debida en todas sus políticas corporativas de buen gobierno, que se deben actualizar anualmente
La Directiva incide especialmente en el establecimiento de procedimientos de reclamación sobre los impactos adversos en los derechos humanos o medio ambiente de sus filiales, o de las cadenas de suministro, estableciéndose una amplia legitimación para presentar reclamaciones por parte de personas afectadas, sindicatos, o representantes de los trabajadores de la cadena de suministro, e incluso por entidades de la sociedad civil activas en las áreas relacionadas. Se incide también especialmente en la obligación de monitorizar la eficacia de las medidas de identificación prevención y mitigación de impactos adversos, al menos cada doce meses, o en todo caso cuando se actualicen los riesgos significativos, debiéndose publicar, como exigencia específica de información, en la página web de la sociedad una declaración anual sobre todos estos aspectos.
Obligaciones de los administradores:
La Directiva impone dos obligaciones esenciales a los administradores de las compañías incluidas en su ámbito, que afectan: a) de un lado, al deber de lealtad con la sociedad, de modo que los administradores deberán tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones en la sostenibilidad, los derechos humanos, el medio ambiente, y el cambio climático, al corto, medio, y largo plazo, instándose a los legisladores nacionales a incluir el incumplimiento de esta obligación como infracción específica del deber de lealtad; y b) como especificidad del deber de diligencia, se establece que los administradores deben velar por el cumplimiento de las obligaciones de diligencia debida impuestas en la Directiva, especialmente con la implementación de una política de diligencia debida que incorpore estos concretos deberes; en esta línea, se incluyen obligaciones de información, y obligaciones de adaptación de la estrategia corporativa de modo que tenga en cuenta los impactos adversos, existentes y potenciales, que se hayan podido identificar, prevenir, o mitigar, en materia de derechos humanos y en relación a aspectos medioambientales. Se concretan igualmente las obligaciones de la lucha de las empresas contra el cambio climático, en línea con los acuerdos de París, con concreción de los objetivos de reducción de emisiones. Se prevé también que los Estados deberán crear una Autoridad Nacional de supervisión del cumplimiento de todas estas obligaciones.
Responsabilidades en caso de incumplimiento de las obligaciones establecidas.
La norma no se detiene en aspectos programáticos, sino que, a la vez que modifica el régimen jurídico de los deberes fiduciarios de los administradores sociales, incide también en la exigencia de responsabilidad y en el establecimiento de incentivos de cumplimiento, del modo que sigue:
- a) Sanciones: los Estados miembros podrán establecer un sistema sancionador para la infracción de las normas nacionales de transposición, que tendrán en cuenta los esfuerzos de la compañía para cumplir o implementar los remedios que le sean exigidos por la autoridad supervisora, las inversiones y las medidas adoptadas para prevenir y mitigar los impactos adversos. Las sanciones deben ser efectivas, proporcionadas y disuasorias, y las sanciones pecuniarias se determinarán teniendo en cuenta la facturación de la empresa.
- b) Responsabilidad civil: las empresas deberán responder civilmente en dos casos: a) cuando incumplan las obligaciones de prevención y mitigación; y b) cuando un impacto adverso, que no habría sido identificado, prevenido, mitigado, o remediado, debido al anterior incumplimiento, provoque daños y perjuicios. No obstante, la empresa no responderá civilmente por los daños provocados sí acredita que cumplió con las obligaciones de solicitar garantías contractuales, y de verificación de su cumplimiento, si estos daños han sido provocados por impactos adversos únicamente imputables a un socio comercial.
Finaliza la Propuesta con la previsión del establecimiento por los Estados miembros de un sistema de ayudas públicas, y se detalla el procedimiento para su implantación.
V. De las musas al teatro: el caso Shell
Las consecuencias prácticas de todo este conjunto normativo en el ámbito de la litigiosidad societaria constituyen un arcano. No obstante, un ejemplo real de cuánto se viene exponiendo lo constituye la reciente sentencia de 26 de mayo de 2021 dictada por el Tribunal civil del distrito de La Haya. La sentencia estimó la demanda formulada por una asociación ecologista holandesa (Milieudefensie), y un grupo de afectados (17.000) y de seis organizaciones no gubernamentales. Se trataba del ejercicio de una acción colectiva, que pretendía una condena de hacer dirigida contra la matriz holandesa del grupo Shell, consistente en la obligación de proceder a una efectiva reducción de un 45% de sus emisiones de CO2 en el año 2030, tomando como referencia su nivel de emisiones en 2019. El Tribunal de Distrito apreció que, aunque Shell no se había conducido de forma ilegal, sin embargo debía reducir sus emisiones a los anteriores niveles por contravenir un deber general de cuidado impuesto en la legislación holandesa. La decisión estimatoria es inmediatamente ejecutiva contra Shell, y no se suspende a pesar de la interposición temporánea del recurso de apelación. Según la sentencia, Shell también estará obligada a hacer significativos esfuerzos para conseguir que esta reducción sea efectiva para sus proveedores y sus consumidores, y extiende el ámbito territorial de referencia no solamente al cumplimiento de las emisiones en Holanda, sino al cumplimiento en todos los estados del planeta donde Shell desempeña su actividad. Además, la sentencia se refiere a todo tipo de emisiones en términos absolutos, no solamente al nivel de intensidad de las emisiones de carbón.
El Tribunal expresamente declaró que Shell tiene total libertad para cumplir con esta obligación de reducción hasta que sea efectiva, dejando pues una libertad de medios. El Tribunal fundamenta su decisión en un estándar de cuidado no escrito, implícito en el Derecho holandés; la sentencia expresamente alude a que tiene en cuenta las exigencias del cambio climático, y la necesaria protección de los derechos humanos universalmente aceptados, que todas las empresas, en todos los sectores de actividad, deben respetar. El Tribunal razona que las consecuencias del cambio climático en Holanda y en la región de Wadden (un grupo de islas en el Mar del Norte), suponen una amenaza para los derechos humanos de los residentes holandeses, y en particular de los habitantes de dicha región. La sentencia apunta al objetivo general, internacionalmente asumido, de limitación del calentamiento global a 1,5 °C, de manera que el constituye un imperativo global la reducción de las emisiones de CO2 en un 45% en el año 2030, para logre el fin de recuperar los niveles de 2010, e invoca expresamente los principios, —a los que se ha hecho referencia en los apartados anteriores de este comentario—, establecidos por las Naciones Unidas, el Acuerdo de París de 2015, la ley de cambio climático holandesa de 2019, y los criterios sobre la cuestión fijados por otras instituciones internacionales (resulta llamativo comprobar cómo el tribunal holandés ha escogido como parámetro del resultado los niveles de emisión previstos para 2019, porque fue la fecha considerada en la demanda). La sentencia no impuso ninguna sanción adicional, ni tampoco medidas concretas para garantizar su cumplimiento.
Desde el punto de vista de la legitimación pasiva, la sentencia se basa en la circunstancia de que la matriz holandesa es la entidad del grupo Shell que define las políticas corporativas, por lo que soporta el deber general de cuidado de no poner en peligro los derechos humanos de los residentes en su territorio. En su motivación, la sentencia toma en cuenta expresamente la existencia de declaraciones y compromisos expresos de Shell en materia de protección de los derechos humanos, en materia de clima, tanto en sus declaraciones estratégicas, protocolos e informes de sostenibilidad, y en particular en las declaraciones de sus CEOS en distintos foros públicos, en las que expresamente se asumieron aquellos objetivos como propios de su estrategia empresarial.
Frente a la sentencia la representación de Shell ha interpuesto recurso de apelación, y ha emitido una curiosa nota auto justificativa (24) , en la que expresamente se afirma que la compañía está satisfecha por la sentencia, que la interpreta como una palanca de aceleración de su estrategia y de su voluntad de afrontar los cambios que impone el objetivo de reducción de las emisiones en la lucha contra el cambio climático, y muestra su convicción de que la resolución contribuirá a que Shell sea una empresa líder en su sector. Sin embargo, la compañía no puede dejar de considerar que existen aspectos que no son razonables en el fallo, especialmente el hecho de que se impongan a Shell obligaciones que deben ser asumidas por toda la colectividad, haciendo a Shell responsable personalmente de una obligación general frente a los desafíos que supone el cambio climático. Se alude también en la nota a la ineficiencia de la medida, pues Shell por sí sola no podrá directamente influir en las opciones en materia energética hechas por sus consumidores, remarcándose que es responsabilidad de los gobiernos el poner en práctica políticas que vayan dirigidas a esa finalidad, pese, —se insiste—, a los esfuerzos de Shell por ser un líder en materia de transición energética. El recurso sostiene que, a pesar de su compromiso, Shell no podrá descarbonizar el planeta en todos los sectores en los que opera, al punto de que la obligación impuesta por el Tribunal es mucho más exigente, y va mucho más lejos, qué los escenarios más ambiciosos considerados por las organizaciones internacionales. Se subraya también que poniendo el foco en una sola compañía, como ha hecho la corte de distrito, los objetivos de lucha contra el cambio climático se van a ver perjudicados, y en cualquier caso se insiste en que no se trata de una responsabilidad privada, sino que corresponde a las políticas públicas el determinar en qué medida se pueden cambiar los hábitos de consumo de energía por todos los agentes implicados. Con todo, la compañía informa de la implantación de una estrategia concreta, que intentará reducir las emisiones en los distintos continentes donde Shell lleva a cabo su actividad empresarial.
El recurso de apelación se ha interpuesto ante la Corte de apelación de La Haya el 22 de marzo de 2022; se trata, —en el sistema holandés—, de una apelación con conocimiento pleno, que obligará a celebrar una nueva vista, y se espera que la sentencia de segunda instancia se dicte en un plazo de dos o tres años.
VI. Conclusión
Cómo agudamente observa el profesor PEINADO (25) , las palabras, —que constituyen la herramienta del jurista—, no son meros fonemas a los que convencionalmente se les asigna un significado; las palabras tienen ideología. Hay palabras proscritas, y palabras de moda, con buena reputación, socialmente aceptadas. Como hemos visto, hoy se habla de resiliencia, de sostenibilidad, de diversidad, de economía circular, y de emergencia climática; todos estos términos conforman un universo semántico axiológico, portador de valores sociales positivos. Frente a ellas, hay otras palabras que han caído en desuso, o que resultan directamente proscritas en el debate público, por ser portadoras hoy de una inevitable carga peyorativa; no es indiferente que un orador emplee los términos mercado, contrato, competencia, interés de la empresa, maximización del beneficio, frente al que utiliza las expresiones anteriores; la complicidad con el receptor se refuerza con el uso de las palabras solidaridad, integración o desarrollo sostenible. Pero hay que tener cuidado; esta característica del lenguaje permite también su manipulación, puesto que el emisor puede deliberadamente confundir al auditorio, ocultando su intención o su ideología con el fácil recurso de cambiar de código semántico.
Algo de esto sucede en el campo de la RSC. El carácter polimórfico del concepto se presta a la utilización de estos términos, de significado ambivalente y poco preciso, utilizados en muchos casos para transmitir valores positivos, que se dicen de aceptación general, de consenso universal. Si la cuestión se plantea en términos de programas de actuación, de normas flexibles de conducta, en definitiva, de principios programáticos, de buena reputación, no resulta singularmente ni llamativo ni peligroso en el ámbito societario. El problema surge cuando estos términos se incorporan a la norma jurídica positiva, al Derecho imperativo; en estos casos surge el riesgo de que la propia polisemia de los conceptos oculte el valor de las normas jurídicas que regulan desde hace décadas la responsabilidad y los deberes de actuación en el seno de las corporaciones; en particular los deberes fiduciarios de los administradores sociales, que por esta vía indirecta pueden quedar en almoneda, con el efecto de difuminar su propio cumplimiento y de diluir la posible exigencia de responsabilidad. Si los administradores sociales deciden tener en cuenta en su gestión, además de los intereses de los socios, los intereses de la comunidad, —entendida como los valores del grupo social en el que la empresa opera—, llevando a cabo conductas filantrópicas, o donaciones a cargo del patrimonio de los socios (haciendo caridad con el dinero ajeno), por muy elevados que sean los fines perseguidos (de protección medioambiental o de promoción de los derechos humanos), esta conducta puede y debe ser enjuiciada dentro del ámbito tradicional de los deberes fiduciarios de diligencia y de lealtad; porque asignar recursos de los socios a terceros puede constituir una conducta desleal, dirigida a perseguir beneficios privados, o reputacionales para el propio administrador. El paraguas de la BJR no debería amparar en todo caso estas conductas. Resulta necesario jerarquizar los plurales intereses que, coyunturalmente, pueda perseguir el administrador societario dentro de la política estratégica de la empresa, debiendo dar prioridad al interés de los socios como único criterio seguro para el enjuiciamiento.
No cabe duda de que las actuaciones anteriormente descritas, —la persecución de objetivos de interés general—, guiadas por fines filantrópicos, pueden suponer un beneficio competitivo y reputacional para la sociedad, en cuyo caso caerían bajo el puerto seguro del criterio mercantil bien fundado, como decisión estratégica o de negocio, adoptada de buena fe, con información suficiente, y por el procedimiento adecuado. Pero si se configuran estas conductas como deberes autónomos del administrador frente a la comunidad en general, al margen de la sociedad a la que se debe por el contrato de administración, se generan incertidumbres, y se amparan situaciones de difícil justificación; se abriría el paso a conductas oportunistas y demagógicas, y se crearían excepciones a la aplicación del criterio mercantil bien fundado. En definitiva, con su incorporación a la norma jurídica, se colabora indeseablemente con la creación de derecho vulgar, disfuncional, comprometiéndose los fines a los que pretende servirse. Un poco de RSC, de la buena, resulta saludable; su exceso puede resultar patológico.