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Incidencia del coronavirus en los contratos privados

Pedro Learreta Olarra

Abogado. Socio Director de Garrigues para el País Vasco y Navarra

Diario La Ley, Nº 9596, Sección Tribuna, 18 de Marzo de 2020, Wolters Kluwer

LA LEY 2464/2020

A la hora de establecer la aplicabilidad de una fuerza mayor y de sus consecuencias exoneratorias en los contratos, en primer lugar habrá que interpretarlos; en segundo lugar, habrá que ponderar las circunstancias temporales, geográficas y personales concurrentes.

Es bien sabido que la incertidumbre y los contratos nunca han hecho buena pareja, pero parece ya igualmente diáfano que vivimos días de intensa incertidumbre, en los que incluso dudamos sobre la incertidumbre misma, porque ignoramos cuáles serán la duración o el alcance de tan incierta situación. No sabemos bien lo que pasa y, sobre todo, difícilmente podemos prever nada de lo que pasará, ni siquiera en breves plazos de tiempo. Más en concreto y en lo que nos afecta como profesionales del Derecho, ninguna o poca certeza albergamos acerca del futuro inmediato de determinadas transacciones comerciales: ¿Se celebrará tal o cual evento? ¿Podrá esta entidad atender a sus compromisos contractuales ante terceros? ¿Se verán alteradas cadenas ordinarias y básicas de esenciales transacciones económicas? Y por esta línea podríamos seguir preguntando sin fin y hasta donde quisiéramos. Así que no está de más detenerse un segundo, mientras la vorágine informativa y la inquietud nos lo permitan, y cuestionarse: ¿Cómo responderán las leyes a semejante situación? ¿Está preparado nuestro sistema legal para lo que está ocurriendo?

El Derecho, en concreto el relativo a la contratación civil y mercantil, resulta en su esencia un instrumento al servicio de la seguridad, que es comúnmente entendida en su vertiente jurídica como la predictibilidad de las consecuencias legales de los actos o conductas. En el campo de los contratos no hay mayor plasmación de este principio de seguridad jurídica que el clásico apotegma pacta sunt servanda, que en una versión castiza podría traducirse como “los contratos deben cumplirse”, así de simple. En nuestro ordenamiento jurídico, por lo tanto, cuando alguien contrata con un adulto o una empresa, y salvo que esté guiado por el avieso ánimo de engañarle, debe razonablemente asumir que cualquiera que sea el contenido del negocio jurídico -o las circunstancias futuras- su contraparte sabe lo que está haciendo, asume sus riesgos y el contrato responde a su verdadera voluntad, razón ésta por la que igualmente debe esperar que atienda sus obligaciones. Y si no lo hace, incurrirá en una responsabilidad.

Con carácter general, por lo tanto, la respuesta del Derecho privado frente al incumplimiento es sencilla: la responsabilidad del incumplidor. Ahora bien, establece el Código Civil español en su artículo 1.105 que “fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables”. Dicho de otro modo, cuando la lesión del derecho del acreedor provenga de un acontecimiento ubicado más allá del ámbito de lo previsible o evitable por el deudor, ninguna responsabilidad será exigible al mismo. Se trata de los supuestos comúnmente identificados como caso fortuito o fuerza mayor, que, aunque con iguales consecuencias, se suelen distinguir por asociarse la fuerza mayor exclusivamente con aquellos sucesos que se originan fuera del ámbito del deudor con violencia insuperable, y que caen fuera de lo que debe preverse en el curso normal y ordinario de la vida, mientras que el caso fortuito coincidiría con el evento que tiene lugar en el interior de la empresa o círculo afectado por la obligación.

Puede pues decirse que en nuestro sistema jurídico la inejecución de las prestaciones contractuales es aceptable solo si es debida a circunstancias ajenas al control del obligado, a hechos que no pudo prever o que, habiendo previsto, no pudo impedir. Desde esta perspectiva, no parece difícil encontrar encaje a buena parte de los acontecimientos ocurridos en estos últimos días, al menos en cuanto puedan afectar a la viabilidad de las prestaciones incumplidas. Así las cosas, y a tenor de lo que hoy -mañana podría ser distinto- sabemos, identificar la epidemia del coronavirus con un evento imprevisto e imprevisible, inevitable y directamente afectante a la capacidad de ejecución de ciertas prestaciones a la luz del citado artículo 1.105 no es ni mucho menos descabellado.

Ahora bien, esto puede ser así ¿siempre? ¿en todo caso? ¿en cualquier momento o lugar? ¿Todo lo que no sabíamos ni podíamos saber constituye una fuerza mayor o un caso fortuito? No, porque como es tan habitual para el Derecho, la respuesta ha de hacerse depender en cada supuesto de las circunstancias concurrentes. Veamos algunas de las más significativas y predecibles.

En primer lugar, habrá que estar sobre todo a lo que las partes hayan previsto en sus pactos, ya que el propio artículo 1.105 del Código Civil (LA LEY 1/1889) contempla la posibilidad de que la obligación (es decir, el acuerdo de los interesados) atribuya al deudor los riesgos o consecuencias del caso fortuito o la fuerza mayor. A la luz del precepto y de la aplicación que del mismo ha hecho nuestro Tribunal Supremo, ninguna duda cabe acerca de la validez de este tipo de cláusulas, siempre dentro de los límites generales de la autonomía de la voluntad (artículo 1.255 del mismo cuerpo legal), de suerte que las estipulaciones surtirán sus efectos exoneratorios siempre que se den las condiciones expresamente contempladas, si bien estarán a su vez sujetas a la interpretación que corresponda en aplicación de lo dispuesto en los artículos 1.281 y siguientes del Código Civil (LA LEY 1/1889).

Deberá examinarse el propio contrato para saber si se consideró al firmarlo la concurrencia de algún evento impeditivo del cumplimiento y si se regularon sus consecuencias

Por lo tanto, la primera medida a adoptar para valorar el impacto de la situación sanitaria sobre las relaciones entre quienes son parte en un contrato debe consistir en el examen del propio contrato, en saber si se consideró al firmarlo la concurrencia de algún evento impeditivo del cumplimiento y si se regularon sus consecuencias. O en su caso, y alternativamente, quizás la revisión de sus cláusulas permita la adaptación de su contenido a las nuevas circunstancias por virtud de pactos de novación modificativa, siempre al alcance de los interesados al abrigo del principio de la autonomía de la voluntad.

Así que, como siempre, antes de concluir nada, revisemos los contratos, veamos lo que dicen e interpretémoslos. Pero no solo. A la hora de establecer la aplicabilidad de estimar si podemos hablar de una fuerza mayor y se dan sus consecuencias exoneratorias, en segundo lugar, habrá que ponderar las circunstancias temporales, geográficas y personales concurrentes. Un mismo hecho, incluso un brote epidémico, podría merecer distinta valoración según la región o ciudad en el que tenga lugar, el día en el que aflore, o el tipo de personas o actividades afectadas. Por ejemplo, un hecho imprevisible al contraerse la obligación puede haberse hecho previsible luego y el deudor ser capaz de reaccionar para poder cumplir sin costes desproporcionados; o una fuerza mayor irresistible puede dejar de ser eximente si pudo preverse o pudo haberse hecho algo para aminorar su impacto o apartar el bien jurídico del peligro, tomando en uno y otro caso las medidas adecuadas.

De forma general, por lo tanto, y a reserva de las circunstancias de cada caso, puede concluirse que solo la previsibilidad de la contingencia hace inexcusable el incumplimiento, aunque aquélla ocurra luego realizando el riesgo previsto de forma irremediable.

En suma, no se trata únicamente de la irresistibilidad propia de la situación, sino también de la capacidad del deudor para estar precavido y de la exigibilidad o no, en consecuencia, de la adopción de medidas preventivas. Habrá ocasiones en que al deudor –o incluso al acreedor- le resulte razonablemente exigible haber tomado iniciativas precautorias para neutralizar el impacto negativo del caso. En este sentido, es ilustrativo el razonamiento de RICARDO DE ÁNGEL cuando, con referencia a una sentencia del Tribunal Supremo de 14 de marzo de 2001 (LA LEY 4706/2001), recuerda que “la apreciación o no de caso fortuito o fuerza mayor viene a reconducirse a la determinación de qué estándar de diligencia era exigible del concreto obligado en cada caso (…) posiblemente como consecuencia de todo lo anterior, el TS ha declarado que no se puede exigir la llamada prestación exorbitante para prevenir los daños o vencer dificultades que hubieran exigido sacrificios absolutamente desproporcionados” .

Nuestro Derecho privado reclama diligencia, no heroicidad. Habida cuenta de ello, puede concluirse que una situación en la que la salud del deudor y sus colaboradores, o las medidas administrativas adoptadas al respecto, hicieran inviable o extremadamente difícil o costosa la ejecución de la prestación -una vez valoradas las circunstancias particulares del caso, esto es esencial recordarlo- podría encuadrarse en el ámbito de aplicación del artículo 1.105 del Código Civil (LA LEY 1/1889) y legitimar la inejecución de una obligación.

Sea como sea, la indeseada incertidumbre inunda también hoy la previsibilidad de las soluciones jurídicas a adoptar. Esperaremos, examinaremos con cuidado lo que ocurra y buscaremos la respuesta más equilibrada. No cabe más planificación en este momento.

Citando de nuevo al maestro DE ÁNGEL, es forzoso en todo caso recordar que “la primera condición que debe tener una solución en Derecho es la de que sea sensata, de sentido común, presidida por la sindéresis. No creo equivocarme al decir que una construcción conceptualmente correcta (en lo que tiene de “discurso”) puede ser un adefesio si no resiste el “común sentido”, esto es, el de la generalidad de los mortales”. Sensatez, prudencia, ponderación. Esa parece la única iniciativa segura.

En definitiva, confiemos en que todo lo que nos preocupa se resuelva pronto, porque sabemos que el Derecho antes o después nos ofrecerá la seguridad jurídica necesaria.

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