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I. Dos obligaciones constitucionales: una puramente retórica y otra necesitada de un específico desarrollo normativo

1. Consideraciones preliminares

El art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) consagra dos distintas obligaciones constitucionales, a saber: de un lado, la de «cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales»; de otro, la de «prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto».

La primera de las mencionadas obligaciones posee un carácter puramente retórico, ya que, en realidad, se trata de una proclamación carente de toda efectividad práctica porque, ni el constituyente en su momento, ni el legislador ordinario con posterioridad, pueden con sus solemnes declaraciones normativas alcanzar a transformar la propia naturaleza de las cosas. Porque es evidente que hay infinidad de supuestos donde las resoluciones judiciales no se cumplen porque no se pueden cumplir (por ejemplo, por la total insolvencia del condenado civilmente a pagar una cantidad de dinero, o por la muerte del condenado a penas privativas de libertad…), o

porque no se pueden cumplir en sus propios términos (por ejemplo, por la imposibilidad de llevar a efecto la exacta prestación de dar, hacer o no hacer de que se trate), sin que dicho incumplimiento, además, lleve aparejado la imposición de una sanción (la ejecución forzosa no entraña, en absoluto, expediente sancionatorio alguno, por tratarse únicamente de una actividad procesal sustitutiva del cumplimiento voluntario de la condena). Por todo ello, en su estricto significado jurídico, la obligación que comentamos no tiene otro valor que el meramente simbólico. En suma, reformulada la misma una vez atendidos tales condicionantes naturales, sociológicos y jurídicos, la cláusula constitucional podría haber rezado algo así como: «es obligado cumplir con las resoluciones judiciales firmes que efectivamente puedan ser cumplidas y en la medida y en la forma en que razonablemente puedan serlo».

La segunda obligación a que se refiere el precepto constitucional, en cambio, si bien en un principio pudiera parecer que pertenece a esa misma clase de proclamaciones retóricas, tan solemnes como inútiles, con que en algunas ocasiones nos obsequia el legislador, en realidad ello no es así. La obligación de «colaboración» con los órganos judiciales «en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto» adquiere todo su sentido y alcanza una inequívoca efectividad práctica cuando el legislador ordinario, al amparo de dicha genérica cláusula constitucional, decide, en primer lugar, imponer en las leyes procesales concretos deberes de colaboración que pesan sobre las partes en litigio o sobre los terceros; y, a continuación, decide igualmente sancionar de algún modo a quienes infrinjan la obligación o deber concreto de que se trate (bien con multas pecuniarias, bien con la pérdida de oportunidades procesales, bien mediante el uso de instrumentos que acarrean perjuicios —tales como la ficta confessio…—).

Dos distintas obligaciones, pues, que, precisamente por serlo, serán analizadas de forma separada a lo largo del presente comentario. Ello no obstante, antes de comenzar con dicho análisis diferenciado nos haremos eco de dos aspectos comunes a ambas, cuales son su titularidad y su inviable articulación directa como fundamento de un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional.

2. Sujetos pasivos de ambas obligaciones constitucionales

Tal y como corresponde a su formulación genérica o indeterminada en el texto constitucional, puede afirmarse que la titularidad de las obligaciones dispuestas en el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) corresponde a todos, sin excepción, sean personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, sean partes procesales o terceros ajenos al conflicto enjuiciado en el proceso.

Las obligaciones dispuestas en el art. 118 CE corresponde a todos, sin excepción

a) Es obvio que sobre quienes recae en primer lugar la obligación de «cumplir» las resoluciones judiciales firmes es sobre las espaldas de aquellos litigantes que hayan sido vencidos en el proceso. Pero de ahí no se puede llegar a la conclusión de que los terceros no se verán obligados en modo alguno a estar y pasar por lo resuelto judicialmente con carácter firme, pues existen determinadas clases de condenas judiciales (las doctrinalmente denominadas «constitutivas») que producen sus efectos erga omnes (por ejemplo, una disolución matrimonial, una declaración de incapacidad…) y, por tanto, en estos casos es la comunidad social en su conjunto la que se encuentra obligada a actuar conforme a la nueva situación jurídica constituida por la sentencia firme (cumpliéndola, pues, aun cuando sea de forma indirecta).

Así lo ha declarado tajantemente la jurisprudencia constitucional: «El cumplimiento de las Sentencias corresponde, como regla general, a quienes en ellas aparezcan condenados, como un deber impuesto constitucionalmente a todos sin excepción alguna (art. 118 CE (LA LEY 2500/1978))» (STC 206/1993, de 22 de junio (LA LEY 2340-TC/1993); también en este sentido STC 1/1997 (LA LEY 916/1997), de 13 de febrero). Tanto es así que, por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha extendido con naturalidad dicha obligación de cumplir con las resoluciones judiciales firmes también a los poderes públicos, y no solo a la Administración (SSTC 166/1998, de 15 de julio (LA LEY 8317/1998), y 228/1998, de 1 de diciembre (LA LEY 10985/1998)), sino incluso a los propios Tribunales, sobre los cuales pesa igualmente la obligación de cumplir lo resuelto por otros diferentes órganos judiciales en las resoluciones que hayan alcanzado la firmeza (por ejemplo, asumiendo lo declarado por un órgano judicial superior al decidir una cuestión de competencia —STC 136/1997, de 21 de julio (LA LEY 9170/1997)—).

b) Y lo mismo, e incluso con mayores y más sólidos fundamentos, cabría predicar de la obligación de «colaborar» con los Tribunales, la cual, en esencia, solo adquiere verdadero sentido si se consideran como sujetos pasivos de la misma, no solo las partes procesales (que, eso sí, siguen siendo los principales afectados de la presente obligación), sino también cualesquiera terceros (testigos, peritos, entidades bancarias, registros públicos, etc.) (véase, en este sentido, el art. 17.1 LOPJ (LA LEY 1694/1985)), pues son incontables los supuestos en que para llevar a cabo un correcto enjuiciamiento de la cuestión litigiosa es absolutamente imprescindible el disponer de materiales (declaraciones testificales, dictámenes periciales, informes técnicos, certificaciones registrales...) que únicamente pueden aportar dichos terceros ajenos al proceso.

3. El acceso indirecto al recurso de amparo del incumplimiento de ambas obligaciones constitucionales

Por último, y por la estrecha relación que notoriamente se observa entre estas obligaciones impuestas por el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) y la efectividad del derecho a la tutela judicial proclamado en el art. 24.1 CE (LA LEY 2500/1978), cabe preguntarse si aquellas pueden, y de qué modo, formar parte de la fundamentación jurídica de una demanda de amparo ante el Tribunal Constitucional.

De entrada, es absolutamente indiscutible que, a la luz de lo establecido en el art. 53.2 CE (LA LEY 2500/1978), el recurso de amparo únicamente puede encontrarse fundamentado en la lesión del art. 14 CE (LA LEY 2500/1978) o en la de los derechos fundamentales y libertades públicas plasmados en la Sección 1.ª del Capítulo II del Título I de la Constitución. De lo que se sigue, en cualquiera de las interpretaciones lógicas capaces de ser suscritas, que el incumplimiento de las obligaciones constitucionales que ahora nos ocupan no puede, por sí solo, tener acceso a la vía extraordinaria del recurso de amparo (en este sentido, por ejemplo, se manifiestan los ya lejanos AATC 92 y 96/1992, de 30 de marzo).

Sin embargo, como bien se apunta en la STC 141/1998, de 29 de junio (LA LEY 8580/1998), en diversos pasajes de la Constitución están previstas concretas garantías procedimentales que no son susceptibles de ser invocadas autónomamente en un recurso de amparo, pero sí en conexión con alguno de los derechos y libertades comprendidos entre los arts. 14 a 30 de la norma fundamental, tal y como ocurre, por ejemplo, en los arts. 71 (LA LEY 2500/1978), 102 (LA LEY 2500/1978), 117.3 (LA LEY 2500/1978) y 118 CE. (LA LEY 2500/1978) Y de ahí que, de nuevo a título de ejemplo, de pronunciamientos como el contenido en la STC 34/1993, de 8 de febrero (LA LEY 2123-TC/1993), quepa extraer la posibilidad de que una demanda de amparo pueda fundamentarse en el incumplimiento, al menos, de la obligación de cumplir las resoluciones judiciales firmes, dada su innegable relación con el derecho fundamental a la ejecución consagrado en el art. 24.1 CE (LA LEY 2500/1978) («El derecho fundamental a la tutela judicial efectiva que enuncia el art. 24.1 CE (LA LEY 2500/1978) comporta la obligatoriedad de cumplir las Sentencias y demás resoluciones firmes de los Juzgados y Tribunales, tal y como dispone el art. 118 CE…»).

En consecuencia: 1.º) la vulneración de la obligación de cumplir las resoluciones judiciales firmes, con sustento en la jurisprudencia constitucional citada, puede acceder indirectamente al recurso de amparo en forma de infracción del derecho fundamental a la ejecución (art. 24.1 CE (LA LEY 2500/1978)); mientras que: 2.º) el incumplimiento de la obligación de colaborar con los Tribunales, en principio, no puede acceder a la vía de amparo, ni directa ni indirectamente, si bien podría quizás resultar jurídicamente admisible defender su posible acceso indirecto en forma de infracción del jurisprudencialmente infravalorado derecho a un proceso con todas las garantías (art. 24.2 CE (LA LEY 2500/1978)).

II. La obligación constitucional de «cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes» de los órganos judiciales

En el examen individualizado de la primera de las obligaciones proclamadas en el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) hay que señalar, como dato preliminar, que su desarrollo legislativo lo constituye, primariamente, lo dispuesto en el art. 17.2 de la vigente LOPJ (LA LEY 1694/1985), a cuyo tenor: «Las Administraciones Públicas, las Autoridades y funcionarios, las Corporaciones y todas las entidades públicas y privadas, y los particulares, respetarán y, en su caso, cumplirán las sentencias y las demás resoluciones judiciales que hayan ganado firmeza o sean ejecutables de acuerdo con las leyes».

Sin embargo, y como ha sido señalado con anterioridad, el alcance de la indicada obligación constitucional es ciertamente limitado, por cuanto existen algunas resoluciones judiciales firmes que nunca llegan a ser cumplidas o ejecutadas (las menos), y algunas otras que no llegan a cumplirse o ejecutarse en sus propios términos o en su integridad (las más). Por eso, precisamente, la propia LOPJ (LA LEY 1694/1985) dispuso en su art. 18.2 la siguiente clarificadora previsión: «Las sentencias se ejecutarán (o se cumplirán voluntariamente, interpolamos por nuestra parte) en sus propios términos. Si la ejecución (o el cumplimiento voluntario, interpolamos de nuevo) resultare imposible, el Juez o Tribunal adoptará las medidas necesarias que aseguren la mayor efectividad de la ejecutoria, y fijará en todo caso la indemnización que sea procedente en la parte en que aquella no pueda ser objeto de cumplimiento pleno. Solo por causa de utilidad pública o interés social, declarada por el Gobierno, podrán expropiarse los derechos reconocidos frente a la Administración Pública en una sentencia firme, antes de su ejecución. En este caso, el Juez o Tribunal a quien corresponda la ejecución será el único competente para señalar por vía incidental la correspondiente indemnización».

De modo que no solo existen supuestos donde no es posible el cumplimiento de las resoluciones judiciales firmes (por la insolvencia del condenado civilmente a satisfacer una prestación pecuniaria, o por la muerte del condenado penalmente a privación de libertad, por ejemplo), sino que, además, si dichas resoluciones nose pueden cumpliren sus propios términos, se da por constitucionalmente admisible la ejecución por equivalente dinerario. Y, por si todo ello fuera poco, encima el legislador ha previsto expresamente la posibilidad de que una resolución que se puede cumplir o ejecutar, y además en sus propios términos, pueda no ser cumplida ni ejecutada por causa de utilidad pública o interés social, contentándose en tales supuestos, eso sí, con indemnizar económicamente al damnificado por semejante vulneración flagrante del art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) (sobre los límites de dicha previsión legal, desde la óptica del art. 24.1 CE (LA LEY 2500/1978), véase, por ejemplo, la STC 50/2015 (LA LEY 26691/2015), de 15 de marzo).

En definitiva, para la infracción de la solemne obligación constitucional que a todos nos impone el cumplir con las resoluciones judiciales firmes no solo no existe en el ordenamiento la previsión de sanción alguna (ya se ha dicho que la apertura del proceso de ejecución no entraña ningún contenido sancionatorio contra el que no haya cumplido voluntariamente lo resuelto por los Tribunales, al tratarse simplemente de una actividad procesal sustitutiva del cumplimiento voluntario de la condena firme), sino que además existen casos en que tal cumplimiento no es fáctica o jurídicamente posible, casos donde se admite que el cumplimiento en sus propios términos sea sustituido por un equivalente dinerario, y casos, finalmente, en que se admite el incumplimiento ante la concurrencia de causas de utilidad pública o interés social.

Este obligado cumplimiento es una de las más importantes garantías para el funcionamiento y desarrollo del Estado de Derecho

Y todo ello pese a que el obligado cumplimiento de lo acordado por Jueces y Tribunales esuna de las más importantes garantías para el funcionamiento y desarrollo del Estado de Derecho (SSTC 39/1994, de 15 de febrero, 197/2000, de 24 de julio (LA LEY 9197/2000)), y pese a que de dicho cumplimiento depende la efectividad de la tutela que han de prestar Jueces y Tribunales (SSTC 316/1994, de 28 de noviembre (LA LEY 13072/1994), 105 y 106/1994, de 11 de abril (LA LEY 2499-TC/1994), 314/1994, de 28 de noviembre (LA LEY 13070/1994), 226/2000, de 13 de noviembre), y pese a que lo contrario sería convertir las decisiones judiciales, y el reconocimiento por ellas de los derechos a favor de cualquiera de las partes, en meras declaraciones de propósitos o de buenas intenciones (STC 1/1997 (LA LEY 916/1997), de 13 de febrero). Añadamos, al menos, que la inejecución de una sentencia por causas recogidas en una norma legal tampoco es admisible en cualquier caso, sino tan solo cuando el daño que comporte la inejecución sea proporcionado al beneficio derivado de la misma (sobre ello, ampliamente, véanse las SSTC 73/2000, de 14 de marzo (LA LEY 4515/2000) y 312/2006, de 8 de noviembre (LA LEY 135438/2006)).

El alcance de la obligación de cumplir las resoluciones judiciales, pues, es bien limitado (casi retórico o anecdótico, como antes se señalaba).

Ni siquiera es válido, incluso, el afirmar que, como precisión capaz de expandir su ámbito aplicativo, dicha obligación constitucional no solo puede predicarse de las resoluciones judiciales «firmes», sino también de aquellas que, aun no habiendo alcanzado la firmeza, sean provisionalmente ejecutables; y ello porque, como tiene declarado el Tribunal Constitucional, «dicha ejecución no tiene su título directamente en la Constitución, sino que es simplemente una opción del legislador dentro de ella» (STC 191/2000, de 13 de julio (LA LEY 9906/2000)).

III. La obligación constitucional de «colaboración» con los órganos judiciales

1. Las medidas legislativas tendentes a dotar de efectividad a la presente obligación constitucional

Algo bien distinto a lo relatado hasta ahora sucede con la segunda de las obligaciones relacionadas con la actividad procesal que recoge el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978), pues, a diferencia de la anterior, el legislador ordinario sí se ha ocupado suficientemente de que la proclamada obligación de prestar la colaboración requerida por Jueces y Tribunales en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto, adquiera una razonable efectividad en la práctica.

Para ello el legislador ha dispuesto tres distintas previsiones normativas:

  • a) En primer lugar, ha establecido una regla general al respecto en el art. 17.1 LOPJ (LA LEY 1694/1985), según el cual: «Todas las personas y entidades públicas y privadas están obligadas a prestar, en la forma que la ley establezca, la colaboración requerida por los Jueces y Tribunales en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto, con las excepciones que establezcan la Constitución y las leyes, y sin perjuicio del resarcimiento de los gastos y del abono de las remuneraciones debidas que procedan conforme a la ley».
  • b) En segundo término, y como medida de prevención general frente a la comunidad social en su conjunto (una suerte de aviso a navegantes), ha sancionado nada menos que como delito la conducta consistente en desobedecer los requerimientos que les dirijan los órganos judiciales a través de sus resoluciones (véase, a este propósito, la tipificación del delito de desobediencia que se lleva a cabo en los arts. 410 (LA LEY 3996/1995) y 412 CP (LA LEY 3996/1995)).
  • c) Y, por último, el legislador ha concretado en las leyes procesales una serie de deberes y obligaciones de colaboración con los Tribunales, cuyo incumplimiento lleva aparejada alguna clase de sanción, y que van desde la genérica proclamación que obliga a las partes a actuar de buena fe en el proceso, sin incurrir en abusos de derecho, fraudes de ley o fraudes procesales (art. 11 LOPJ (LA LEY 1694/1985)) —para cuya infracción prevé sanciones pecuniarias, por ejemplo, el art. 247 LEC (LA LEY 58/2000)—, hasta la imposición de deberes mucho más específicos que se proyectan, tal y como requiere el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978), tanto sobre las actuaciones que se suceden durante el curso del proceso, cuanto sobre aquellas otras que posibilitan la ejecución de lo resuelto.

Así, por ejemplo, y tomando únicamente la Ley de Enjuiciamiento Civil como referente (fundamentalmente por razones de espacio), pueden señalarse como obligaciones de colaboración con los Tribunales las siguientes:

  • a) En el curso del proceso: aquí cabe resaltar, entre otras muchas, la obligación de no plantear recusaciones (art. 112.1 LEC (LA LEY 58/2000)) o incidentes de nulidad (art. 228.2 LEC (LA LEY 58/2000)) de forma temeraria, la de no incurrir en negligencia en la cumplimentación de los exhortos (art. 176 LEC (LA LEY 58/2000)) o en la ejecución de una prueba (art. 288.1 LEC (LA LEY 58/2000)), la de no presentar dilatoriamente o con mala fe documentos al proceso (art. 270.2 LEC (LA LEY 58/2000)), la obligación de comparecer al proceso que se impone sobre testigos y peritos (art. 292 LEC (LA LEY 58/2000)) […] la práctica totalidad de las cuales se asegura mediante la amenaza de imposición de una multa; o también la obligación de colaborar en la ejecución de las «diligencias preliminares», cuyo cumplimiento se asegura mediante la adopción de medidas tan radicales como la entrada y registro, en algunos casos, o la ficta confessio, en otros (art. 261 LEC (LA LEY 58/2000)).
  • b) En ejecución de lo resuelto: en este punto destacan, fundamentalmente, las obligaciones de manifestación de bienes del ejecutado (art. 589 LEC (LA LEY 58/2000)) y de colaboración de los terceros en la investigación judicial de su patrimonio (arts. 590 (LA LEY 58/2000) y 591 LEC (LA LEY 58/2000)), cuyo cumplimiento se garantiza, en el primer caso mediante el apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia y la posible imposición de multas coercitivas periódicas, y en el segundo mediante la imposición de estas últimas.
  • c) Téngase en cuenta, además, que la polémica reforma del art. 92 LOTC (LA LEY 2383/1979) (llevada a cabo por la LO 15/2015, de 16 de octubre (LA LEY 15760/2015)), permite al propio Tribunal Constitucional (asemejándolo a un Tribunal ordinario en claro detrimento de su privilegiada posición institucional) adoptar medidas tendentes a lograr la ejecución de sus propios pronunciamientos (v. en aplicación de dicha norma, por ejemplo, el ATC 24/2017, de 14 de febrero (LA LEY 2563/2017)).

2. La obligación de colaboración con los Tribunales en la jurisprudencia constitucional

Réstanos, finalmente, indicar los pronunciamientos del Tribunal Constitucional que, de algún modo, se han hecho eco esta segunda obligación de incidencia procesal proclamada en el art. 118 CE. (LA LEY 2500/1978)

Y, así, por ejemplo, puede afirmarse que la jurisprudencia constitucional ha considerado integradas en dicha obligación constitucional de colaboración con los órganos judiciales en el curso del proceso y en ejecución de lo resuelto, las siguientes:

  • a) La obligación de las partes de conducirse en el proceso con probidad y de buena fe (STC 205/1994, de 11 de julio (LA LEY 13676/1994)), y sin formular incidentes dilatorios, tales como, por ejemplo, una recusación infundada (SSTC 234/1994, de 20 de julio (LA LEY 13094/1994), 136/1999, de 20 de julio (LA LEY 9614/1999)).
  • b) La obligación de las partes de cumplimentar debidamente con todos los presupuestos y requisitos procesales legalmente exigibles, por ejemplo, al interponer un medio de impugnación (ATC 299/1999, de 13 de diciembre).
  • c) La obligación de comparecencia del inculpado en el proceso penal (STC 198/2003, de 10 de noviembre (LA LEY 181400/2003)).
  • d) La muy interesante y original obligación de aportar al proceso todas las fuentes de prueba por parte del litigante que disponga de las mismas, de forma tal que, de no hacerlo (de no colaborar con los Tribunales en este concreto aspecto) y, consiguientemente, frustrar la práctica del medio de prueba de que se trate, el art. 118 CE (LA LEY 2500/1978) permite al órgano judicial invertir las reglas sobre la carga de la prueba, perjudicando así al litigante que, pese a ostentar la disponibilidad probatoria, no verifica debidamente su aportación al proceso (SSTC 7/1994, de 17 de enero (LA LEY 2274-TC/1994), 140/1994, de 9 de mayo (LA LEY 2579-TC/1994), 61/2002, de 11 de marzo (LA LEY 4160/2002), 153/2004, de 20 de septiembre (LA LEY 14058/2004)).
  • e) La obligación de comparecer y declarar que pesa sobre quienes sean llamados al proceso como testigos (STC 197/1998, de 13 de octubre (LA LEY 9843/1998)).
  • f) La obligación de comparecencia de los designados como candidatos a Jurado en el proceso penal ante este concreto órgano judicial (ATC 140/1997, de 8 de mayo (LA LEY 7226/1997)).
  • g) La obligación de la parte procesal de someterse a pruebas biológicas en los procesos sobre paternidad (SSTC 7/1994, de 17 de enero (LA LEY 2274-TC/1994), 95/1999, de 31 de mayo (LA LEY 6407/1999), 177/2007, de 23 de julio (LA LEY 91952/2007)).
  • h) O, finalmente, la de prestar la colaboración que requieran los Tribunales en la ejecución de lo resuelto (STC 18/1997, de 10 de febrero (LA LEY 3825/1997)).

Bibliografía

Garberí Llobregat, El proceso de ejecución en la Ley de Enjuiciamiento Civil, 6.ª ed., Madrid, 2016.

Picó i Junoy, El principio de la buena fe procesal, Barcelona, 2003.

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