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I. INTRODUCCIÓN

1. En Derecho penal económico, es habitual centrar la atención en los administradores de hecho o de Derecho como potenciales autores de delitos económicos, siendo el socio la víctima potencial directa (por ejemplo, en el caso del art. 290 (LA LEY 3996/1995), 291 (LA LEY 3996/1995) y 292 CP (LA LEY 3996/1995)) o indirecta (mediante el perjuicio a la sociedad: art. 252 CP (LA LEY 3996/1995)). La toma en consideración del socio como posible interviniente en delitos económicos se limita esencialmente a aquél socio que, como miembro de una mayoría, interviene en la adopción de un acuerdo abusivo (art. 291 CP (LA LEY 3996/1995)), así como al socio que es administrador de hecho y, por ello, entra en consideración como autor de delitos ad intra (art. 252 CP (LA LEY 3996/1995) (1) ) y ad extra de la sociedad. Ahora bien, si estos dos casos se examinan con detenimiento, solamente el primero constituye una toma en consideración específica de la responsabilidad penal del socio, si bien no se trata de cualquier socio, sino de quien, junto a otros, ocupa una posición mayoritaria. En cambio, en el caso del socio que actúa como administrador de hecho, la cuestión de su responsabilidad no está vinculada a su condición de socio, sino a su condición de gestor de facto de la sociedad. En efecto, aunque en determinados casos la condición de socio puede ser decisiva para que el sujeto acceda a una posición de poder tal que le permita asumir la gestión social en términos de administrador de hecho (ese podrá ser el caso de socios con un porcentaje elevado de capital - de hecho, a los socios de control que inciden de manera decisiva en la gestión social, el Derecho de sociedades los denomina «inside managers») (2) , entre lo uno (ser socio) y lo otro (ser administrador) no existe una relación de necesidad. Por tanto, la contemplación del socio como administrador de hecho no requiere un estudio específico.

2. La pretensión de estas líneas es ampliar el campo de mira en lo que atañe a la responsabilidad penal del socio, yendo más allá del ámbito del art. 291 CP (LA LEY 3996/1995), que se centra únicamente en las relaciones entre socios en el seno de la sociedad. Así pues, este trabajo tiene por objetivo, en el marco del esfuerzo que está haciendo la doctrina en los últimos años por desarrollar una teoría más distintiva de las posiciones de garante en el Derecho penal económico (3) , examinar si es posible construir posiciones de garantía específicas del socio (poco estudiadas (4) ) para con la sociedad, los demás socios o terceros, es decir, tanto en lo que atañe a la criminalidad ad intra como a lo referente a la criminalidad ad extra de la sociedad. Se trata, pues de definir qué compete a socio y qué no es asunto suyo y, a partir de aquí, definir cuál es la expectativa de conducta que el Derecho penal tiene frente al socio en cada caso. El punto central del análisis lo constituye la criminalidad de la empresa; la criminalidad en la empresa, marcada por la lógica del art. 291 (LA LEY 3996/1995)y del art. 252 CP (LA LEY 3996/1995), será solamente objeto de una breve reflexión (infra VI).

3. Pues bien, parece claro que, en primer lugar, la fundamentación de una eventual posición de garantía del socio no se puede basar en la mera constatación de que dicho socio ostenta, conforme al Derecho de sociedades, facultades jurídicas (formales) que le permiten incidir en la vida societaria y, con ello, contribuir a conductas delictivas o impedirlas. Tampoco basta, en segundo lugar, constatar que dicha facultad formal va unida en determinados casos a un poder fáctico de incidir en la vida societaria (socios con un porcentaje de capital elevado, socios con conocimientos de la actividad social en condiciones de comprender y controlar la gestión social, etc.): del poder no deriva el deber en el sentido de una posición de garantía organizativa —dejando aquí de lado las posiciones de garantía con origen institucional—, es decir, del hecho de que un socio tenga la capacidad real, por ejemplo, de impugnar el acuerdo delictivo adoptado por los otros no deriva necesariamente el deber de impugnarlo bajo la amenaza de que, de no hacerlo, incurre en responsabilidad organizativa (de modo que el injusto es, también, su injusto). Por ello, más allá de la constatación de una facultad jurídica y un poder real de incidencia en los procesos societarios que pueden constituir un injusto, es necesario, en tercer lugar, poder afirmar que el socio ha asumido un compromiso específico respecto a los intereses afectados (los de la sociedad, los socios o terceros con los que interacciona la sociedad) (5) . Ésta es, pues, la pregunta específica relativa a la posición de garante jurídico-penal del socio. Al respecto, la condición jurídico-societaria de socio y la ostentación de capacidad de actuación no son fundamento de competencia penal, sino solamente límites negativos a la atribución de deberes de garante: al socio no se le puede exigir a título de garante aquello que el Derecho de sociedades no le faculta a hacer, ni se le puede imputar responsabilidad por lo que no tenía capacidad de hacer (ultra posse nemo tenetur).

La mayor dificultad radica en la determinar qué elementos permiten imputar al socio la asunción de un compromiso específico

4. Así las cosas, resulta obvio que la mayor dificultad radica en la determinación de qué elementos permiten imputar al socio la asunción de un compromiso específico con los intereses afectados por la actividad societaria. Evidentemente, esta pregunta no se puede resolver acudiendo a la legislación de sociedades, sino solamente mediante un análisis jurídico-penal. Éste, a su vez, no puede consistir en aplicar al socio los criterios propios de la posición de garantía del administrador de hecho, sino que debe partir de la consideración de la especificidad de la condición de socio. Se trata, pues, de determinar si el ejercicio de las facultades de socio es una razón para hacer responsable al socio de su contribución «al todo» (al acuerdo lesivo para la sociedad, al acuerdo perjudicial para la minoría, al acuerdo que autoriza una operación delictiva) o si el no ejercicio de sus facultades implica un desentenderse del «injusto» contra intereses (los de la sociedad, la minoría o terceros) que eran asunto suyo (de dicho socio). El problema no se debería abordar de manera naturalística, sino con base en la idea de competencia. En concreto, se debe definir si la competencia del socio puede incluir la actividad de la sociedad (II), cuál es la relación entre la esfera del socio y los acuerdos delictivos de la Junta (III), ámbito en el cual se debe plantear la cuestión de si los administradores pueden ser responsables respecto a dichos acuerdos (IV), así como la relación, en lo que atañe a la actividad social, entre la esfera del socio y la esfera de los administradores, a efectos de determinar si aquél puede responder por la actividad delictiva de los últimos (V). Por último, se debe hacer una breve referencia a la relación entre el socio y los intereses de la sociedad, así como entre un socio y los demás socios de la entidad (VI).

II. LA RELACIÓN DE LA ESFERA JURÍDICA DEL SOCIO CON LA ACTIVIDAD DE LA SOCIEDAD

¿Cuál es la relación de la esfera jurídica del socio con la actividad de la sociedad? Con otras palabras: ¿qué tiene que ver el socio con la actividad de la sociedad? En lenguaje muy impreciso, se podría responder de tres formas: nada, todo o algo. «Nada», si se considera que el socio es un mero inversor; «todo» si se considera que el socio es «titular» y, en la medida en que lo posibiliten sus facultades y poder de actuación real, corresponsable de los cursos que acontecen en la sociedad; «algo», si se entiende que, dependiendo del segmento de actividad social del que se trate, su posición cambia.

La primera hipótesis consiste en ver al socio como mero inversor, cuyas facultades le son atribuidas exclusivamente para defender sus propios intereses en la entidad (derechos). Ello implicaría que la actividad de la sociedad «no sería asunto suyo», de manera que en los casos en que no ejerciera sus facultades para impedir conductas delictivas —contra la sociedad o terceros—, no se vincularía al injusto del órgano de gestión o de los otros socios (piénsese en aquellas decisiones sociales que requieren aprobación del órgano de gobierno); es más, podría decidir libremente no ejercer ningún derecho y desentenderse absolutamente de lo que ocurre en la entidad. En tal paradigma, solamente en los casos en los que el socio decide utilizar su derecho para apoyar un acuerdo delictivo podría verse un uso de sus facultades (libertad de actuación) que le vincularía al injusto de los otros (administradores o socios), pues a ningún socio le está permitido defender sus intereses mediante la contribución a conductas delictivas, de manera que su conducta no podría ampararse en la neutralidad. Un ejemplo de la aplicación de esta concepción: el órgano de gobierno de una sociedad aprueba una operación que conduce a un vaciamiento patrimonial de la entidad carente de sentido económico, por lo que se puede calificar como un delito de frustración de la ejecución del art. 257 CP (LA LEY 3996/1995); según la visión del socio como mero inversor, éste no sería responsable de un delito de frustración de la ejecución por el hecho de no impugnar el acuerdo o no votar en contra, pero sí lo sería en caso de apoyar el acuerdo, formal o informalmente, al igual que el vecino A que no avisa a la Policía no se vincula al injusto de lesiones u homicidio que su vecino B comete contra su mujer (puede, ciertamente, lesionar un deber institucional, de socorro, pero no es responsable por organización), pero sí se vincula al injusto si, en medio de la pelea, llama a la puerta y le proporciona un martillo al vecino B, alegrándose de que, si la mujer muere, no tendrá que oír más su desagradable voz cuando habla por teléfono con sus amigas. El vecino no era garante de la vida de la mujer del vecino, pero mediante su conducta (no neutral) ha creado un vínculo con el injusto del autor. Pues bien, en conclusión, la visión del socio como mero inversor conduce a considerar que, de entrada, su esfera jurídica está separada de la esfera social, él no asume como propios los delitos que surjan de los órganos sociales, pese a poder evitarlos; solamente cuando dicho socio utilice sus facultades (de manera no neutral (6) ) para vincularse a la actividad delictiva de la Junta, se produce un cambio en la relación normativa entre el socio y los delitos cometidos por los órganos sociales.

En el otro extremo se encontraría la visión que pone el acento en el socio como cotitular de la actividad social, esto es, una concepción en la que la actividad social es «asunto» del socio, pertenece a su esfera de organización. Esta visión, que partiría de una especie de posición de garante primaria del socio o, expresado en términos más precisos, del conjunto de los socios, no implicaría, obviamente deberes más allá de sus posibilidades reales de actuación —sería, pues, en sus contenidos, menor que la propia de un administrador—, pero permitiría considerar que el socio no podría «distanciarse» de las decisiones de los órganos sociales, estando obligando a intentar detener, en la medida de sus facultades y poder real de actuación, los cursos delictivos con origen en el órgano de gobierno o, incluso, en el órgano de administración.

Una y otra concepción conducen, pues a soluciones radicalmente distintas en la definición de la relación entre socio y sociedad, y ello condiciona también la respuesta a la cuestión de si se puede considerar al socio jurídico-penalmente responsable en alguna medida de delitos cometidos por las personas integrantes de los órganos sociales (de administración y de gobierno) contra terceros. Pues si el socio es un mero inversor, ajeno (en términos normativos) a la actividad de la sociedad, no será posible construir su responsabilidad por delitos que sean cometidos en el desarrollo de dicha actividad, habrá una especie de cortafuegos entre él y las responsabilidades penales vinculadas a la actividad social (separación absoluta de esferas), salvo que dicho socio utilice sus facultades para autovincularse al delito, abandonando el campo de la neutralidad. En cambio, si la actividad social se considera incluida en la esfera del socio, se abre la posibilidad de fundamentar su responsabilidad penal. A la vez, cada una de estas dos visiones de la relación del socio con la actividad social implican, obviamente, la atribución de un sentido distinto a las facultades reconocidas a los socios para tomar decisiones sobre la sociedad y su actividad (fusión, modificación del objeto social, aprobación de operaciones del art. 160 f LSC (LA LEY 14030/2010)): para la visión del socio-mero inversor, se deberían considerar meros derechos susceptibles de ser utilizados según el propio interés; sólo su uso delictivo (abuso, uso ilícito), más allá del límite de la neutralidad, generaría el vínculo del socio con el delito; para la visión del socio-titular, dichas facultades de co-configurar la vida social no serían sólo derechos para la defensa de los propios intereses, sino facultades vinculadas a la condición de titular.

Obviamente, entre una y otra interpretación de la posición del socio existen posturas intermedias, más distintivas, que contemplan la esfera del socio como vinculada o desvinculada de la esfera de la Junta o de la esfera de los administradores dependiendo del tipo de actividad de que se trate y de la concreta configuración de la sociedad. Este enfoque más distintivo, en el que se enmarca la solución de este trabajo, requiere, de entrada, definir si y, en su caso, bajo qué presupuestos la actividad del órgano de gobierno pertenece a la competencia del socio, es decir, si las decisiones de la Junta pueden ser «asunto» del socio. El eventual vínculo, como se verá, es muy complejo, pues en cuanto vínculo jurídico-penal éste no se puede construir con base en la mera condición formal de socio. Por otra parte, será necesario establecer cómo se relaciona la esfera del órgano de gobierno y la del órgano de administración y, de ahí, extraer conclusiones respecto a la eventual responsabilidad penal del socio previamente vinculado a la actividad de la Junta.

III. ¿RESPONSABILIDAD PENAL DEL SOCIO POR LOS DELITOS COMETIDOS MEDIANTE ACUERDOS DEL ÓRGANO DE GOBIERNO?

Como es sabido, por disposición de la ley o previsión estatutaria, algunas decisiones sociales, sobre la misma sociedad y/o sobre operaciones que afectan a terceros no pueden ser, de entrada, asumidas por los administradores, de manera que dichas decisiones siguen siendo asunto del titular, la sociedad. Ello no impide que pueda haber casos en los que, de facto, el órgano de administración sí haya asumido en términos penalmente relevantes dichas competencias, pero sobre ello —la discrepancia entre competencias orgánicas formales y competencias materiales— volveremos más adelante. Partamos, de entrada, de que el órgano de gobierno ha asumido realmente las competencias que les están asignadas por la Ley. Por ejemplo, la sociedad, el titular, no puede poner en manos del administrador operaciones que afecten a «activos esenciales» (art. 160 f LSC (LA LEY 14030/2010)). Por tanto, ¿qué ocurre cuando un socio vota a favor de una operación sobre activos esenciales que implica la comisión de un delito de frustración de la ejecución o de insolvencia punible?, ¿qué ocurre cuando no vota en contra y/o no impugna? En este caso, la prohibición de frustrar el derecho de crédito sigue estando dirigida al titular y, por ello, se puede afirmar que la decisión delictiva pertenece a la Junta. Ahora bien, la pregunta clave es qué socios intervienen en términos jurídico-penales en el acuerdo delictivo. Pues bien, ciertamente, no hay razones para excluir de plano una posible posición de garantía del socio en cuanto socio por los actos delictivos que surjan del órgano de gobierno de la sociedad. Sin embargo, la posición de garantía del socio, su competencia respecto a la actividad de la Junta, no se puede basar en su mera condición formal de socio (7) de manera que, si no realiza lo que sea posible y exigible para que el acuerdo delictivo no salga adelante, es responsable por el acuerdo delictivo, es «suyo», interviene en él (8) . En el marco del órgano de administración, este problema ha sido analizado esencialmente en el marco de las decisiones del órgano de administración, respecto al cual se ha sostenido, con razón, que «el integrante del órgano de administración es garante en principio en lo que afecta a eventuales outputs lesivos que resulten de las decisiones para las que es competente el órgano al que pertenece» (9) . Ahora bien, en dicho marco también se discute si quien tiene la condición formal de administrador pero no ha asumido materialmente la gestión, esto es, el testaferro, puede ser considerado garante, ya que en él falta el compromiso específico necesario para el nacimiento de la posición de garante en virtud de asunción (10) . Pues bien, en cierta medida, el caso del testaferro presenta paralelismos con el del socio que lo es solamente en términos formales.

El Derecho de sociedades atribuye a la Junta la competencia exclusiva para la toma de decisiones sobre cuestiones estructurales

Para enmarcar bien el problema de la eventual responsabilidad penal del socio por los acuerdos delictivos del órgano de gobierno, conviene aproximarse a los casos en los que aparece el problema. Como es sabido, el Derecho de sociedades atribuye a la Junta, por una parte, la competencia exclusiva para la toma de decisiones sobre cuestiones estructurales de la sociedad —fusión, transformación, etc.— (11) , al igual que, tras la reforma de la LSC de 2014, la competencia para decidir la adquisición, disposición o aportación a otra sociedad de activos esenciales, esto es, los que superen el 25% del valor de los activos que figuren en el último balance aprobado (art. 160 f LSC). Se trata, pues, de ámbitos que, en principio, son «gestionados» únicamente por la Junta —salvo que el reparto real de competencias entre administradores y socios sea distinto—. Por otra parte, la Junta tiene facultades de incursión en la actividad atribuida al órgano de administración, como por ejemplo, la facultad de impartir instrucciones sobre la gestión que tenían las Juntas de las SL (12) ; y, desde la reforma de la LSC, la Junta (de cualquier sociedad de capital, no solamente de las limitadas) tiene la facultad de intervenir en asuntos de gestión, impartiendo instrucciones al órgano de administración o sometiendo a su autorización la adopción por dicho órgano de decisiones o acuerdos sobre determinados asuntos de gestión (art. 161 LSC) (LA LEY 14030/2010). A ello se añade la posibilidad de que se produzcan «limitaciones voluntarias» a la gestión por parte del órgano de administración, es decir, formas de intervención de la Junta (autorización de operaciones, instrucciones de la Junta al órgano de administración): así pues, por vía estatutaria «la voluntad social puede alterar la distribución de competencia orgánica predispuesta por la Ley en lo referido al ejercicio de la gestión» (13) .

Partiendo de la premisa de que la Junta efectivamente ejerce las competencias que tiene atribuidas —si dichas competencias son ejercidas de facto por el órgano de administración, la competencia jurídico-penal es de este último—, la pregunta desde el punto de vista jurídico-penal reza si el socio es responsable de los delitos cometidos mediante acuerdo de la Junta o mediante la contribución de ésta (ejemplo: cuando la Junta autoriza una operación del órgano de administración o le da instrucciones delictivas). En tales casos, en términos formales, la decisión pertenece al socio en cuanto miembro de la Junta, pero, como ya se ha indicado, el vínculo formal socio-Junta no basta para fundamentar la competencia de aquél por los acuerdos de la última.

Al respecto, hay una limitación —¡no fundamentación!— intuitiva de la posibilidad de fundamentar una posición de garante del socio. En efecto, imponer al accionista titular de una sola acción de las 600.000 acciones que conforman el capital de una gran sociedad abierta el deber de hacer todo lo posible para evitar acuerdos delictivos de la Junta (informarse, impugnar) resulta, de entrada, extremamente desproporcionado, casi absurdo, porque el precio (en términos de deber) que se le pide a cambio de ser titular es tan elevado que lo único que tiene sentido para dicho socio es abandonar la sociedad. Sin embargo, la legislación admite la existencia de socios pequeños (¡y muy pequeños!), con porcentajes de capital insignificantes que, no por casualidad, son denominados «inversores» (es más, se les considera personas externas a la sociedad). Por tanto, cuando un socio tiene un porcentaje de capital insignificante en tales términos que resulta desproporcionado esperar que controle y ejerza sus derechos (información, control de la gestión social) y active los mecanismos disponibles (impugnación) para impedir o intentar impedir delito de la Junta, carece también de sentido considerarle garante de dichos acuerdos delictivos. A ese socio insignificante no se le puede ver como sujeto que ha asumido en términos materiales como propias las competencias de la Junta y, con ello, tampoco como garante. Por tanto: habría que descartar como candidatos a ser garantes, competentes por la actividad de la Junta, a los socios que tengan un peso insignificante en esta última —hacerles garantes significaría abocarlos a abandonar la sociedad—. Ahora bien, tal como indicaba antes, esto constituye un límite, no un fundamento. Por ello, de dicho límite no se deriva (a partir de él no se fundamenta) que los socios con peso significativo en el capital social que, con un esfuerzo razonable, pueden utilizar sus derechos para evitar la criminalidad de la Junta tengan el deber de hacerlo.

Para fundamentar la competencia del socio por los acuerdos delictivos de la Junta hay que encontrar un fundamento material. A tal efecto, se podrían seguir varios caminos. El primero radicaría en centrarse en consideraciones de capacidad, lo cual no es satisfactorio, porque el poder no genera deber (organizativo). El segundo consistiría en apoyarse en consideraciones de proporcionalidad y exigibilidad, afirmando que no es proporcionado exigir al socio pequeño (por ejemplo, al titular de unas pocas acciones de una sociedad abierta, al que, por cierto, se le llama «inversor» o «socio externo» pues se entiende que en dichas sociedades este socio carece de verdadera capacidad de decisión (14) ) esfuerzos de adquisición de información (asistencia, examen de cuentas) y control de los acuerdos de la Junta, mientras que ello sí es plausible en caso de socios con una participación considerable en el negocio. Ahora bien, aunque el argumento de la proporcionalidad de lo exigido al socio es correcto por corresponderse con la exigencia de que los deberes de garante deben tener un contenido exigible, es un argumento que se ubica en un paso analítico posterior y que, por ello, deja sin responder la pregunta inicial de por qué un socio puede ser considerado responsable de los acuerdos de la Junta. En efecto, como ya se ha indicado, el argumento de la exigibilidad solamente sirve para dejar casos en los que al socio garante no se le podría exigir responsabilidad por la gestión de la Junta porque, de hacerlo, carecería de sentido seguir siendo socio (sería tan costoso que lo razonable sería renunciar a la condición de socio). Por ello, es necesario encontrar un tercer camino, un acto inequívoco de asunción de competencia por la actividad de la junta. Y dicho acto inequívoco no consiste en la mera adquisición de la condición de socio —vinculada esencialmente a la participación en beneficios y pérdidas—. Por ello, el socio indiferente, esto es, el que, simplemente, adquiere acciones o participaciones y se desentiende absolutamente de la vida de la Junta, no puede ser considerado garante. Pero ¿cambia la valoración de la posición del socio en caso de que éste ejercite su derecho de asistencia a la Junta? ¿Se puede interpretar ese acto como «implicación inequívoca» en la actividad de la Junta? Pues ese es el caso que más preocupa: no el del socio que vota a favor o apoya de otro modo un acuerdo delictivo, por ejemplo, de vaciamiento patrimonial de la sociedad en perjuicio de los acreedores, pues ese socio sería considerado penalmente responsable hasta por los planteamientos más naturalísticos de la responsabilidad penal; el caso que preocupa es el del socio que asiste, tiene conocimiento del acuerdo delictivo en ciernes y no hace nada para impedirlo —se abstiene, simplemente—. Así pues, la pregunta reza si asistir expresa implicarse en la actividad de la Junta hasta «hacerla propia» o, por el contrario, es un simple acto dirigido a adquirir información en interés propio sobre lo que va a ocurrir con los propios intereses económicos implicados en la vida societaria. ¿Tiene la asistencia a la Junta el significado inequívoco que tiene, en el mundo del órgano de administración, el acto positivo de gestión que determina que dejemos de ver a un sujeto como testaferro y lo consideremos administrador? Pues bien, la asistencia no es solamente un acto con el sentido de adquisición de información, sino que contribuye a la formación del quorum necesario para después proceder a la votación; en este sentido, podría decirse que quien contribuye a formar el quorum, ya no puede desvincularse del acuerdo de la Junta más que votando en contra de éste. Obviamente, si el carácter delictivo del acuerdo queda oculto al socio, éste no podrá ser hecho responsable —desconocimiento de la situación que genera el deber de votar en contra—, pero ese no es el caso complejo. Ello ocurrirá con frecuencia en las grandes sociedades abiertas, en las que el papel soberano de la Junta está, de entrada, debilitado (15) , pero sobre todo en las que la complejidad de los negocios determina que muchos socios no estén en condiciones de percibir la dimensión delictiva de determinados acuerdos —enorme asimetría informativa—.

Para completar el planteamiento, es preciso abordar dos cuestiones más. Primero, es necesario definir el alcance del deber del socio: ¿basta con votar en contra? Lo cierto es que, con su asistencia, ha contribuido a formar el quorum —y eventualmente, incluso de manera decisiva—. Por ello, surge la pregunta de si debe impugnar el acuerdo, en especial cuando el acuerdo no implique la consumación del delito, sino que esta última requiera llegar a la fase de ejecución. Pues bien, parece que aquí deberíamos concluir que, si dicho socio es garante y, en el caso concreto, tiene legitimidad para impugnar (art. 205 LSC (LA LEY 14030/2010)), deberá hacerlo. Ese es el modo de rechazar plenamente el acuerdo delictivo en contra del cual ha votado. Segundo: ¿puede un socio garante deshacerse de su posición de garantía mediante su distanciamiento de la gestión social? Con ello se pretende abordar la dimensión temporal de la actividad de la Junta. Al respecto, es esencial tener en cuenta que la decisión de un socio de implicarse en la actividad de la Junta no le ata para el resto de su existencia como socio, sino que la vinculación la ha de expresar (o, si se quiere, renovar) en cada momento de la vida de la Junta. Por ello, el socio A, implicado en determinados acuerdos, puede pasar a un estatus de indiferencia, dejando de asistir y de intervenir en la vida de la Junta y, con ello, abandonando su posición de garante.

Por último, hay que aludir a un posible problema de autoría que podría plantearse en caso de que los socios cometan un delito especial contra terceros a través de un acuerdo de la Junta. Piénsese en un acuerdo que implique la insolvencia o la comisión de un delito fiscal. En tales casos, el deudor o el obligado tributario es la sociedad, no el socio a título personal, y el socio no tiene el poder de representación de la sociedad. Aquí, por una parte, el socio no es deudor a título personal, sino «cotitular» de una esfera patrimonial, la de la sociedad, que es la deudora; por otra parte, el órgano de gobierno no es «administrador» en el sentido de ostentar el poder de gestión y representación de la sociedad, sino que tiene el poder de decisión (no de ejecución) en lo que atañe a dichos acuerdos. Lo primero apuntaría a la necesidad de aplicar el art. 31 CP (LA LEY 3996/1995) para considerar al socio autor, pues parece que podrían surgir ciertas dificultades para sostener que el socio puede ser autor (si tiene la mayoría suficiente) o coautor de un delito de frustración de la ejecución que determina el vaciamiento de la sociedad. Por su parte, lo segundo indica que en lo que atañe a estos acuerdos, la Junta no reuniría la condición de gestor y representante, sino solamente la primera. Ahora bien, el concepto de administrador en Derecho penal ha abandonado claramente un paradigma formalista (16) en la medida en que ha incluido a los administradores de hecho, entendiendo que éstos son quienes tienen el dominio de la gestión social. Por ello, con más razón debería entenderse que la Junta, en la medida en que tiene y ejerce el poder de tomar decisiones sobre el patrimonio social, administra. Ciertamente, una definición material restrictiva del concepto de «administrador de hecho» que exige que éste asuma todas las funciones de administración y no solamente algunas tendría problemas para aceptar como tal a la Junta, la cual no tiene «capacidad global» de gestión, sino una capacidad limitada a determinadas materias (17) . Sin embargo, como ya ha puesto de relieve Silva Sánchez, es teleológicamente plausible considerar administrador de hecho al que ostenta de hecho poderes de administración (18) . Pues bien, ello abre definitivamente la puerta a aplicar el art. 31 CP (LA LEY 3996/1995) al socio y, con ello, el camino para considerar al socio autor (o coautor) de delitos especiales cuando las condiciones de autoría las ostenta la sociedad y no el socio personalmente. Es más, la Junta no solamente ostenta de facto determinado poder de gestión, sino que lo ostenta de iure, con lo que podría incluso ser considerada administradora «de Derecho». No hay, pues obstáculo alguno para que el socio pueda cometer delitos especiales cuando las condiciones de autoría concurren solamente en la sociedad.

IV. RESPONSABILIDAD DE LOS ADMINISTRADORES POR LOS ACUERDOS DELICTIVOS DE LA JUNTA

Lo dicho no implica que, en su caso, solamente los socios puedan ser penalmente responsables de los delitos que surjan de la Junta, pues en algunos casos se puede plantear la corresponsabilidad de los administradores. Al respecto, conviene destacar dos grupos de casos. Por una parte, los supuestos de competencia compartida de la Junta y el órgano de administración (previsión estatutaria que requiere intervención de la Junta en materias de gestión; consulta a la Junta por parte de los administradores de alguna materia de la competencia de éstos; iniciativa de la Junta reclamando competencia en materias de gestión, bien requiriendo que el órgano de administración siga sus instrucciones, bien requiriendo que determinadas decisiones se sometan a autorización de la Junta) y, por otra, los casos de competencia exclusiva legal de la Junta (esencialmente, decisiones sobre adquisición y disposición de activos esenciales).

En los casos de concurrencia de competencias, los acuerdos de la Junta son, para el órgano de administración, fuente de obligaciones, si son acuerdos en materias competencia de la Junta, son lícitos y no son dañinos para la sociedad. En efecto, el Derecho de sociedades considera que los administradores no tienen deber de ejecutar tales acuerdos delictivos e incluso algunos hablan de un deber de no ejecutar (19) . Tras esos límites al deber de ejecución se encuentra una visión del órgano de administración como autónomo en la gestión de la sociedad, con su propio parámetro de diligencia y un mayor grado de especialización que los socios (20) : por tanto, una función de control de los contenidos de los acuerdos de la Junta. Además, en Derecho de sociedades, la ejecución de un acuerdo ilícito o dañino de la junta, generaría responsabilidad de los administradores (21) . Pues bien, estos casos de competencia concurrente de ambos órganos, si ésta es efectivamente ejercida como tal (como compartida) en términos materiales, no parecen problemáticos a la hora de fundamentar la intervención de los administradores en el delito de los socios responsables del acuerdo delictivo, pues ab initio existe competencia (en sentido jurídico-penal) de los administradores por ese ámbito de la actividad social. La responsabilidad de los administradores se excluiría, por una parte, —si bien no por falta de competencia, sino por falta de tipo subjetivo— en caso de que su decisión de ejecutar el acuerdo de la Junta se base en una representación errónea, bien generada por la misma Junta, bien debida a otras razones; por otra parte, la responsabilidad de los administradores se excluiría en los casos en los que el delito ya se haya consumado con la adopción del acuerdo por parte de la Junta y, por ello, la ejecución sea un acto postconsumativo. En este contexto, pues, el deber de no ejecución tiene, en el plano jurídico-penal, el significado de deber organizativo de los administradores: los acuerdos de la Junta no se producen en una esfera ajena, sino en una esfera que también es propia. Por ello, el administrador es responsable de esa área de gestión y su deber de no ejecución es la traducción de su deber de no organizar delictivamente su propia esfera.

En cambio, respecto a los acuerdos que han sido adoptados por la Junta en el ámbito de su competencia exclusiva (¡efectivamente ejercida como tal!) —el caso esencial es la disposición o adquisición de activos esenciales— no está claro que sea posible fundamentar la intervención jurídico-penal de los administradores. ¿Tienen los administradores el deber de no ejecutar en virtud de una posición de garante cuyo contenido sería el ejercicio de una función de barrera de control de riesgos provenientes de la Junta?, ¿o tal deber tendría naturaleza institucional y, por ello, solamente sería punible cuando encajara en alguna de las omisiones puras recogidas en nuestro Código penal? Si partimos de que lo que es competencia exclusiva de la Junta y ha sido asumido como tal por ésta no es asunto del administrador, en esas materias debería regir, entre Junta y administradores, un principio de separación de esferas (22) . Si el titular del bien tiene asignados por ley determinados ámbitos de decisión y los ha mantenido efectivamente, difícilmente se puede interpretar la asunción de la administración como asunción de un deber de controlar al titular. Tiene más sentido llegar a la conclusión contraria: la competencia originaria del titular nunca fue trasladada al administrador, por lo que pertenece al titular original. En este contexto, difícilmente se puede fundamentar un deber de vigilancia de corte organizativo del órgano de administración respecto a las decisiones de la Junta en materias de su competencia exclusiva. Por consiguiente, puede tener sentido ver la ejecución como un acto neutro, al igual que en el caso del cartero o el camarero y, como indica Silva Sánchez, en casos que ya no son de laboratorio, como el del Dresdner Bank en el cual, en tiempos en los que no existían deberes de control de las operaciones de los clientes, la entidad ejecutó una orden de transferencia de fondos de un cliente a un paraíso fiscal (23) . Un deber jurídico-penal de no ejecutar sería sostenible a lo sumo en términos de deber de corte institucional (a modo de gatekeeper), un deber de colaborar a impedir determinados delitos ajenos.

La solución solamente cambiaría en los casos en los que la sociedad de facto es administrada exclusivamente por el órgano de administración y la Junta solamente acuerda «pro forma» las decisiones ya preparadas por aquel órgano. Estamos hablando, pues, de supuestos en los que la competencia que formalmente pertenece exclusivamente a la Junta es ejercida de facto por el órgano de administración. En tales supuestos, pese a la infracción del reparto competencial del Derecho de sociedades, sí se podría afirmar que el órgano de administración ha asumido de facto la competencia por ese segmento de la actividad social. Y si existe un compromiso material de los administradores —aunque sea contrario a la legislación societaria, como lo es el compromiso de un médico sin título homologado que trabaja ilegalmente en un hospital y asume el cuidado de un paciente—, nace responsabilidad por tales acuerdos.

Hay un grupo de casos en el cual el órgano de administración suministra información mendaz o incompleta a la Junta

Por último, hay un grupo de casos especialmente complejo, a saber, aquél en el cual el órgano de administración suministra información mendaz o incompleta a la Junta, de manera que la decisión de ésta es una decisión «instrumentalizada». De entrada, parecería que una estructura posible sería la autoría mediata, pues el órgano de administración habría manipulado la decisión de la Junta y, con ello, se habría apropiado de su decisión, se le podría imputar a él la decisión que sólo aparentemente pertenecía a la Junta, en términos semejantes al caso en que, al médico se le dice que el grupo sanguíneo del paciente que ha entrado desangrándose en urgencias es el A+, cuando en realidad es el O-; el médico transfunde sangre del grupo A+ al paciente, lo cual desencadena una reacción autoinmunitaria y, después, el fallecimiento. Esta estructura, la de la autoría mediata, podría no obstante generar dudas en aquellos casos en los que el delito cometido por la Junta es especial. Imagínese que el Consejo de administración proporciona a la Junta información sesgada sobre la situación financiera de la sociedad — por ejemplo, a través de unas cuentas manipuladas — en tales términos que la Junta parte de que la sociedad goza de mucho margen de maniobra — muchos beneficios, pocas deudas y, por ello, pocas provisiones en las cuentas —; además, el Consejo de administración informa (también mendazmente) del gran valor estratégico de dar un trato de favor a otra sociedad dispuesta a comprar activos esenciales de la primera; sobre esta base, la Junta acuerda una venta de activos esenciales a un precio bastante bajo, ignorando que, con ello, genera una situación de insolvencia de la propia entidad; pues bien, en tal supuesto, los socios actúan en error de tipo — conocen el contenido de la operación pero no su dimensión de merma de la solvencia de la sociedad y, con ello, tampoco su dimensión de menoscabo de los intereses de los acreedores —; el problema es que estamos ante un delito especial; ¿sería de aplicación el art. 31 CP? Para ello, sería necesario constatar que quien cometió el delito era administrador de hecho o de Derecho o que actuó en nombre o representación del sujeto idóneo para cometer el delito. En este caso, se puede sostener que los administradores, pese a carecer de poder de decisión en ese ámbito competencia exclusiva de la Junta y, por tanto, no poder actuar como administradores de Derecho, sí actúan como administradores de hecho en cuanto inician la manipulación del proceso de decisión de la Junta, pues mediante esta actuación se hacen (ilícitamente) con un poder de gestión ajeno y lo emplean para menoscabar la esfera o esferas afectadas por el acuerdo manipulado de la Junta (en el ejemplo, las esferas de los acreedores). A tal efecto, el art. 31 CP (LA LEY 3996/1995) les sería aplicable pues no en cuanto administradores de Derecho sino en cuanto administradores de hecho: carecerían de competencia formal en dicho ámbito, pero mediante la manipulación — que, sobra decir, no es neutra, pues el administrador se sale de su «rol», adapta su conducta para la comisión del injusto —, se habrían arrogado un ámbito de actuación ajeno (el de la Junta) (24) y habrían asumido la responsabilidad por la decisión de la Junta (la decisión manipulada pertenece materialmente al órgano de administración).

V. RESPONSABILIDAD DE LOS SOCIOS POR CONDUCTAS DELICTIVAS DE LOS ADMINISTRADORES

Un problema distinto, pero vinculado en parte a los tratados en los apartados anteriores, es el de si los socios garantes pueden ser hechos responsables en alguna medida de las conductas delictivas de los administradores —contra terceros y contra la sociedad—. Aquí, la pregunta no se refiere al vínculo del socio con la actividad delictiva de la Junta —que, como se ha indicado (supra III), para fundamentar una posición de garante del socio debe ser un vínculo material, no meramente formal—, sino a la posible relación entre el socio garante y la actividad de gestión de los administradores. Ahora bien, como indicaba, existe una vinculación entre ambos problemas, pues presupuesto necesario, aunque no suficiente, de una posible responsabilidad del socio por delitos de los administradores es que previamente se haya podido establecer un vínculo normativamente relevante entre el socio y la actividad de la Junta.

Pues bien, ¿cuál es la relación entre la esfera de responsabilidad de la Junta y la esfera de responsabilidad del administrador? Esta cuestión no resulta especialmente problemática cuando los socios (co-)gestionan o (co-)administran con el administrador, pues en esos supuestos de «coadministración» Junta-órgano de administración, el ámbito gestionado conjuntamente por ambos constituye una esfera de responsabilidad común. Por ello, cuando la Junta da instrucciones al órgano de administración o autoriza operaciones de este último, los dos órganos «coadministran» un ámbito de actividad —obviamente, en el caso de los socios no todos podrán ser considerados garantes: supra III—.

En cambio, la pregunta plantea especiales dificultades cuando se proyecta sobre aquellos casos en que los administradores poseen y ejercitan una competencia de la cual quedan excluidos los socios. Al respecto (insisto), lo definitivo no es el reparto competencial formal entre la junta y el órgano de administración, sino el reparto material de competencias, que puede coincidir o no con el formal. Pues bien, en esos casos, en los que el órgano de administración gestiona «a solas» la actividad social es donde se plantea la cuestión de si el socio tiene alguna responsabilidad en caso de que los administradores cometan delitos en dicha actividad de gestión. La respuesta a este problema no se puede resolver sin aclarar qué significa que los socios encarguen a otras personas, los administradores, la gestión (en gran parte) de la actividad social.

La primera cuestión, relativa a la posición del socio respecto a la actividad social, requiere aclarar si la actividad empresarial ad extra, esto es, aquella actividad gestionada por los administradores (como garantes de control (25) ) tiene su origen organizativo en éstos y/o en los socios. Al respecto, existen dos interpretaciones posibles: o bien ver al socio como titular originario de la gestión social, siendo por tanto la posición del administrador no originaria, sino derivada (siendo posible considerar que concurre una delegación con deberes de vigilancia o una delegación sin tales deberes) o bien ver a los administradores como garantes originarios de la gestión social (26) . En el marco de la primera interpretación se plantearía la posibilidad de afirmar que existen deberes del garante originario (los socios) respecto a la actividad del administrador; en cambio, la segunda interpretación (administrador como garante originario) conduciría a rechazar una eventual responsabilidad organizativa del socio por la actividad del administrador (quedaría solamente abierta la posibilidad de ver alguna clase de deber institucional: deber de socorro de terceros si el socio descubre que el órgano de administración ha decidido comercializar productos peligrosos para la salud del consumidor). Pues bien, en mi opinión, la perspectiva más convincente es la primera, pues el órgano de gobierno, cuando aprueba los estatutos y define los términos de la actividad, crea la esfera de actividad de la sociedad, define el marco de actividad del órgano de administración. En efecto, este último tiene una composición y estructura define el órgano de gobierno y recibe de la Junta un encargo de gestión. Lo que hace el administrador, la gestión, se basa en que alguien le ha encomendado su esfera en todo o en parte (ese es el criterio que empleamos para explicar la relación titular-administrador en el marco del art. 252 CP (LA LEY 3996/1995) (27) ). Y el administrador tiene una función de actuar «para otro» y en nombre de ese otro. Por ello, creo que tiene sentido ver a los socios como creadores de la organización empresarial o como quienes la asumen, en caso de incorporación tras la constitución de la sociedad (28) . Así pues, con el encargo de la gestión a los administradores, se produce una delegación en sentido amplio cuyas consecuencias se deben examinar a continuación.

El punto de partida es, pues, la consideración de que la esfera de responsabilidad asumida por el administrador era originariamente de los socios, de quienes reúnen el capital para el desarrollo de la actividad social. Ahora bien: ¿qué consecuencias tiene el hecho de que los socios encarguen la administración a otro(s) sujeto(s)? Al respecto, existen, de nuevo, varias hipótesis: (1) La primera consistiría en entender que, tras el encargo de administración, entre socios y administradores habría una relación de delegación con deberes residuales de vigilancia (principio de desconfianza); ello significaría que los socios deberían vigilar a los administradores porque, mediante el encargo de administración, no habrían desplazado toda la responsabilidad por la gestión (una solución, pues, en los términos de las posiciones de garantía residuales de vigilancia y reacción). Una segunda solución (2) interpretaría el encargo de administración como un acto mediante el cual los socios «transfieren» su posición de garantía a los administradores en términos plenos (sin deberes residuales, separación absoluta de esferas), lo cual implica partir de que la gestión asumida por el administrador es asunto suyo y sólo suyo, de manera que el socio no tiene deber ni de vigilar ni de reaccionar — salvo que exista algún deber de corte institucional, como el deber de socorro si, por ejemplo, dicho socio tiene conocimiento de que el Consejo de administración pretende comercializar medicamentos «peligrosos» —. Y, por último, una interpretación (3) que considera que los socios desplazan al administrador la responsabilidad por la gestión asumida por éste, siendo así que la transferencia no desvincula plenamente al socio de la esfera del administrador (principio de confianza) pues el socio tiene deberes de reacción (organizativos) en caso de descubrir el actuar delictivo del administrador.

Resulta difícil de aceptar un modelo de solución en el que los socios mantengan deberes residuales de vigilancia

En mi opinión, resulta difícil de aceptar un modelo de solución en el que los socios mantengan deberes residuales de vigilancia sobre el órgano de administración. Dos argumentos apoyan este rechazo. El primero de ellos es el de que, con frecuencia, los socios ni siquiera tienen la capacidad para vigilar eficientemente a los administradores: el socio no tiene que saber de negocios, ni conocer el sector de actividad, por lo que tiene sentido partir de su incapacidad para controlar la gestión del administrador (29) . Ahora bien, lo relevante no es la falta de capacidad del socio, sino que la delegación en los administradores se realiza con el sentido de especialización en la que se desplaza la actividad al delegado para que éste la desarrolle con un grado de profesionalidad que no tiene por qué concurrir en el delegante. Por ello, esta clase de delegación se realiza sobre la base de una asimetría entre delegante y delegado (30) y, en consecuencia, carece de sentido cargar al delegante con deberes de vigilar dicha actividad (31) . Con todo, es importante introducir aquí un matiz: así como el sentido de especialización es evidente en el caso de grandes sociedades abiertas, éste puede ser puesto en duda en las sociedades cerradas; pues bien, ello indica, únicamente, que en los casos en que la delegación se realice en pequeñas sociedades cerradas en tales términos que el socio no pretende desplazar la responsabilidad a otro que «sabe más» que él, sino solamente la gestión de un negocio que él mismo conoce, faltaría el elemento de especialización del delegado. Con todo, habría un segundo argumento que en ambos casos —sociedades grandes abiertas y pequeñas sociedades cerradas— serviría para excluir los deberes de vigilancia de los socios: la delegación en los administradores tiene para los socios el sentido de poderse desentender de (gran parte) de la actividad social. Así pues, se debería rechazar la existencia de deberes de vigilancia residuales de vigilancia del socio. Ahora bien, al trasladar o delegar la competencia al administrador, ¿conserva el socio un deber residual de reacción (principio de confianza) o no (principio de separación absoluta de esferas)? En mi opinión, la solución se puede construir de manera convincente partiendo de la separación de esferas en la que queda un único deber residual del delegante, a saber, el deber de «revisar» si se cumplen los presupuestos materiales de la delegación o si éstos fallan y, por ello, ha recuperado su posición de garantía original.

En efecto, si el traspaso o delegación de la gestión se ha realizado en términos eficientes (elección de la persona adecuada, dotación de medios, incluida la información necesaria), eso genera un efecto de separación de esferas. Se le puede llamar, si se quiere, una delegación sin deberes de vigilancia ni reacción: delegación, porque originariamente la responsabilidad es del socio (si hubiera optado por la estructura de empresario individual, la competencia de gestión sería suya), sin deberes de vigilancia ni reacción, porque dicha «delegación» implica que la actividad del administrador queda separada de la del socio. Si la elección del administrador es correcta para generar un efecto de modificación de posiciones de garantía, ocurre como en el caso de la madre que delega el cuidado de su hijo en la guardería de 9 a 14 hs: durante ese período de tiempo en el que otro (la guardería) ha asumido el cuidado del menor, la madre no debe ejercer vigilancia alguna sobre la guardería, ni llamar, ni observar desde la ventana. Tampoco el médico que deja a su paciente al cuidado de una enfermera durante la noche tiene que pasearse por el cuarto del paciente para ver si la enfermera está despierta y pendiente del estado del enfermo. Ahora bien, la pregunta compleja se genera en el caso en que la madre, el médico o el socio tienen conocimiento (en general, será un conocimiento casual) de que el garante delegado (profesora de la guardería, enfermera, administrador) gestiona delictivamente su esfera de competencia, esto es, si al recoger al niño, la madre lo encuentra lleno de moratones, si el médico se entera de que la enfermera pasó la noche durmiendo, si el socio tiene conocimiento de que el administrador hace sus negocios recurriendo a la corrupción.

Pues bien, este problema nos aboca a la cuestión de si en estos casos, en los que, en principio partiríamos de separación de esferas, queda un deber residual y cuál es el fundamento de dicho deber. Como es sabido, el principio de confianza parte de que hay un deber de residual de reacción que se «activa» por el conocimiento: el delegado, pues, actúa «en la esfera» del delegante; no puede ser de otro modo si se quiere fundamentar un deber de reacción. Sin embargo, el problema en el caso que nos ocupa es que la relación socio-administrador (y algo semejante pasa en el caso de la relación médico-enfermera de noche, por ejemplo) tiene el sentido de que el socio, al igual que el médico, se pueda desentender de aquella actividad encomendada al administrador o a la enfermera. ¿Por qué mantener un deber de reacción basado, necesariamente, en una posición de garantía residual? (32) La alternativa que queda es, pese a la proximidad en la solución, distinta en su fundamento: se trataría de entender que entre socio y administrador rige una separación absoluta de esferas (se entiende, en los ámbitos de competencia exclusiva realmente asumida por los administradores), pero que hay situaciones en las que la «prórroga» de la situación de delegación no es admisible o, mejor dicho, situaciones en las que no se dan los presupuestos materiales para prorrogar o renovar la delegación y, por ello, tampoco la correspondiente separación de esferas.

Afirmar que la relación socios-administradores se rige por la estricta separación de esferas significa que los conocimientos especiales no generan deberes (organizativos) de reacción: el socio que sabe y no reacciona (pidiendo la convocatoria de junta extraordinaria, solicitando información al órgano de administración, etc.) no interviene en el delito del administrador, sino solamente infringirá, en su caso, un deber institucional (en algunos casos, cometiendo un delito de omisión del deber de socorro). Frente a ello podría decirse que resulta sorprendente que el socio se pueda beneficiar del delito del administrador pero no sea hecho responsable de éste. Sin embargo, también A, vecino de B marido violento «se beneficia» de que, por ejemplo, la mujer de B sea asesinada por su marido (pues A ya no tendrá que seguir aguantando la estridente voz de la víctima) y no por ello vinculamos normativamente a A con el delito cometido por B. En esos casos en que el socio, conocedor del delito del administrador, se beneficia de dicho delito, podrá concurrir eventualmente una conducta delictiva autónoma del socio o socios conocedores del origen ilícito del beneficio: receptación, etc. Así pues, la objeción esencial no es el beneficio que el socio pueda obtener del delito del administrador. En cambio, sí es esencial la pregunta de si, una vez configurada la posición de garante del administrador mediante delegación o desplazamiento de la responsabilidad por la gestión de la actividad social, el garante originario, los socios, puede desentenderse de la actividad del administrador hasta el punto de ni siquiera revisar si se mantienen los presupuestos materiales de una delegación correcta y, por ello, eficiente. Tal como he mencionado antes, la delegación genera una reconfiguración de las posiciones de garante, en este caso, separando la esfera de delegante y delegado, pero ello no significa que los efectos reconfiguradores de una delegación inicial correcta duren para siempre. Como es sabido, para ser eficiente, la delegación requiere que se cumplan determinados presupuestos materiales (idoneidad del delegado, dotación de medios e información, etc.) (33) . Ello no es solamente relevante en el examen de si un acto de delegación tiene o no efectos reconfiguradores, sino para determinar si la reconfiguración operada sigue vigente. La pregunta, entonces, reza cuándo y con qué intensidad debe el garante originario revisar si se mantienen los presupuestos materiales de la delegación y si, en caso de obtener información casual sobre la actividad defectuosa del delegado, el garante reasume su posición de garantía originaria. Nótese que se trata de dos preguntas distintas: la primera, relativa a si el socio debe revisar (en la Junta General, cuando se plantea la prórroga del nombramiento del administrador) la actividad del administrador, si el médico debe ver al día siguiente si el paciente ha estado bien atendido por la enfermera de noche, si la madre tiene que revisar, atendiendo al estado del menor, si el parvulario lo trata adecuadamente y la segunda pregunta, relativa a si hay recuperación de la posición de garantía originaria por el socio que, casualmente, se entera de que el administrador consigue contratos a través de pagos de corrupción y no reacciona (no pide convocatoria de Junta extraordinaria, etc.), el médico que se entera por terceros de que la enfermera de noche es alcohólica, la madre que tiene noticia de que a los niños que lloran en el parvulario se les amenaza con quemarles la piel con cigarrillos.

En lo que respecta a la primera cuestión, puede decirse que tiene sentido que las delegaciones (inicialmente correctas y, por ello, reconfiguradoras de las posiciones de garantía) vayan vinculadas a una revisión periódica de sus presupuestos materiales. Así, cuando la Junta decide si prolonga el mandato del administrador o no (art. 160 b LSC (LA LEY 14030/2010)), revisa los presupuestos materiales de la delegación, el médico cuando llega al hospital y se encuentra a la enfermera ebria o la madre cuando recoge al niño amoratado. En todos esos casos, el garante originario que renueve la delegación, lo habrá hecho de manera defectuosa, pues el delegado ya no es persona idónea (para gestionar la sociedad, cuidar al paciente o al menor). Así, los socios que, al serles sometida a control la gestión social (art. 160.a LSC (LA LEY 14030/2010)), descubren el carácter delictivo de la gestión del administrador y, sin embargo, aprueban la gestión y no cesan al administrador, ya no pueden desentenderse de la gestión delictiva futura de éste. Al igual que la madre que, tras recoger al niño amoratado, vuelve a entregarlo a la guardería al día siguiente: tampoco ella puede argumentar que sigue vigente la delegación realizada el día anterior, pues ya no se cumplen las condiciones materiales necesarias para la eficiencia de una prórroga de tal delegación o desplazamiento de la competencia.

Ahora bien, el problema es que lo habitual será que el garante originario tenga conocimiento de la gestión delictiva del delegado por vías casuales: raramente se informará en la Junta de que se ha hecho un gran negocio estafando a los consumidores. ¿Qué ocurre, entonces, con el socio que descubre casualmente que su sociedad farmacéutica está comercializando medicamentos no suficientemente ensayados? Nótese que si afirmáramos que, en tales casos, el socio tiene deber de reacción, entonces la solución no se diferencia de la propia del principio de confianza: si el socio tiene deber de utilizar los conocimientos especiales —deber organizativo—, es que existía antes competencia de dicho socio por el ámbito de actuación del administrador, una competencia que se activa con el conocimiento (que ya no es especial) y, por tanto, que entre socios y administradores no rige la separación plena de esferas. Pues bien, en mi opinión, los conocimientos adquiridos causalmente por el socio son conocimientos especiales, pues la esfera del administrador está separada del socio; por ello, no existe deber organizativo del socio de reaccionar en virtud de tales conocimientos bajo la amenaza de que, si no lo hace, interviene en el delito del administrador. Cuestión distinta es que, por ejemplo, si el socio descubre que el administrador ha cometido un delito fiscal y el socio se beneficia de ello, pueda responder de un delito distinto (blanqueo, receptación) o que, en su caso, la falta de reacción de los socios pueda constituir la infracción de un deber institucional (por ejemplo, de socorro respecto a los pacientes que toman el medicamento peligroso).

VI. ¿POSICIÓN DE GARANTÍA DEL SOCIO FRENTE A LOS DEMÁS SOCIOS? REMISIÓN

Lo dicho hasta ahora no agota la problemática de la posición de garantía del socio, pues éste también puede ser contemplado como candidato a la responsabilidad penal desde la perspectiva de la criminalidad societaria «ad intra» y, concretamente, de conductas delictivas contra la sociedad (administración desleal) o contra los demás socios. En lo que atañe a los demás socios, el núcleo del análisis se centra en la figura del art. 291 CP. (LA LEY 3996/1995) Como he indicado en otros lugares, el socio no se hace responsable de los intereses de los demás socios, sino que puede guiarse por su interés intrasocietario (34) ; ello implica una prohibición de instrumentalizar su poder en la sociedad para favorecer intereses externos, prohibición que ha recogido en 2014 la Ley de sociedades de capital en su art. 204 (LA LEY 14030/2010): el límite al poder de la mayoría de socios lo define la «necesidad racional de la sociedad» (35) , un precepto que marca un giro hacia un institucionalismo moderado (o contractualismo limitado) en la comprensión de la sociedad (36) . En cambio, todo lo que entre dentro del espacio de lo racional o razonable para la sociedad, la ley y los estatutos forma parte del espacio de libertad del socio, quien no debe sacrificar sus intereses por los de los demás socios. Al respecto, su posición es sustancialmente distinta a la del administrador, quien sí tiene que guiarse exclusivamente por el interés social (37) .

Por último, en lo que atañe a una eventual posición de garantía del socio frente a los intereses de la sociedad, operarían los criterios esbozados para vincular normativamente al socio con la actividad de la Junta (supra III). En efecto, dejando aquí de lado el caso del socio que actúe como administrador de hecho —un caso que no requiere fundamentación específica respecto a la posición de garantía del administrador conforme al art. 252 CP (LA LEY 3996/1995)—, en los casos en que la Junta adopte decisiones sobre el patrimonio de la sociedad —con consecuencias, por tanto, para todos los socios— podría plantearse la posibilidad de que algunos socios —véase criterios supra III— sean responsables de las decisiones de la Junta perjudiciales para la sociedad. Al respecto, será esencial el análisis de la construcción del consentimiento de la sociedad, a efectos de poder dejar fuera del ámbito de la tipicidad los actos que, por consentidos, dejan de ser desleales (38) .

VII. BIBLIOGRAFÍA

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