«Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas —escribió Napoleón cuando evocaba su vida desde su último destierro en la isla de Santa Elena—. Lo que vivirá eternamente es mi Código Civil».
Cuando Jean-Baptiste Mauzaisse pintó, unos años más tarde, el gran lienzo Napoleón, coronado por el Tiempo, escribe el Código civil, quería expresar lo mismo: que el Código es una obra definitiva, contra la que nada podrá el paso de los siglos. Desde lo alto del lienzo, un anciano que tiene una guadaña a sus pies —el Tiempo— coloca una corona de laurel sobre la cabeza del emperador. Éste, sentado sobre una nube, y no se sabe bien si representado como un héroe victorioso o un personaje sagrado, mira con fiereza al espectador. Con la pluma en la mano, está escribiendo el Código —lo que no es del todo falso, porque asistió a muchas sesiones de la comisión redactora—. Todos los demás símbolos que aparecen en el cuadro —el bicornio y el manto, el cetro, la bandera, el águila dorada de su estandarte— están en un plano inferior al Código, que lo preside todo. Más de un autor ha escrito que la escena de Napoleón con el Código se inspira en la iconografía de Moisés con las Tablas de la Ley.
Esta de Mauzaisse no es la única imagen de Napoleón con el Código. En el lienzo de Épinal, Napoleón está dictando el texto y Portalis va tomando notas sumisamente. En el de François-Anne David., Napoleón parece enseñarle a la emperatriz Josefina los artículos del Código que acaba de redactar.
El valor del Code Napoléon —como aparece llamado en el lienzo de Mauzaisse, y como se le llamará en adelante— lo ha señalado en nuestro tiempo el gran jurista Carbonnier: «El Código es la constitución civil de los franceses».
El Código francés es obra de un doble impulso: el impulso revolucionario —El Código debía reflejar los nuevos principios de la Revolución: igualdad de los ciudadanos ante la ley, instauración del matrimonio civil y del divorcio, limitación de la propiedad, subordinación de la costumbre a la ley, libertad de contratación…— y el impulso imperial —el poder del Estado debía reflejarse en la unificación del Derecho—.
Cuando Napoléon vaya invadiendo Europa, la aplicación del Código francés se irá extendiendo sobre los territorios sometidos: los Países Bajos, el Gran Ducado de Luxemburgo, el Piamonte, el Reino de Nápoles, el Gran Ducado de Toscana, el Ducado de Módena, el Reino de Westfalia, el Ducado de Baden, el Gran Ducado de Varsovia… Como escribió con entusiasmo Bigot de Préamaneu, el Código civil francés estaba logrando convertirse en «el Derecho común de Europa».
El Código de Napoleón no llegó a regir en España
El Código de Napoleón no llegó a regir en España. Donde más próximo estuvo a entrar en vigor el Código fue en Cataluña. Se tradujo al catalán en 1812; se trata de una traducción oficial, o al menos revisada oficialmente por una comisión nombrada por barón Joseph-Marie de Gérando, Intendente de los departamentos del Ter y del Segre, con vistas a la aplicación del Código en Cataluña. El Principado había sido anexionado al Imperio —a través del Decreto de anexión de 26 de enero de 1812—, y se había organizado administrativamente al modo francés en cuatro departamentos —Ter, Segre, Montserrat y Boques d’Ebre—. Pero la vigencia del Código de Napoleón en Cataluña no llegó a tener lugar, lo que no quiere decir que el Código no tuviera aceptación entre los juristas; en una carta dirigida al ministro de Justicia francés, el barón de Gérando le dice: «El Código de Napoleón ha empezado a circular en Cataluña. Los juristas lo han acogido sin recelo. Los habitantes han encontrado en él una ventaja inmensa: es la popularidad de una legislación clara y completa». Los jueces empezaron a utilizar el Code para dictar sus sentencias, amparándose en las coincidencias de ese texto con el Derecho romano, sistema supletorio del catalán. Y se planteó incluso desde el poder la creación de una cátedra de Código de Napoleón en la Universidad de Barcelona.
Unos años antes, 1809 Vicente González Arnao había terminado la traducción del Code y la publicó. Era la primera traducción íntegra que se había hecho al español. Unos años antes, entre 1803 y 1806, la revista mensual Mercurio de España —la segunda publicación oficial junto a la Gaceta de Madrid en los años de entresiglos— había ido dando noticia de la publicación del Código de Napoleón; algunos de sus títulos los traducía, y otros sólo los extractaba o comentaba. El interés que suscitó la traducción del Code hecha por González Arnao queda de manifiesto en que tres años después —en 1812— se reeditó en Valencia, sede temporal del gobierno josefino.
González Arnao, como los demás juristas afrancesados, fue partidario de la vigencia en España del Código de Napoleón. Frente a la Novísima Recopilación, que acaba de promulgarse (1805), el Código francés significaba la modernidad. Como ha escrito Bartolomé Clavero, la idea que se tenía de la codificación en los años finales del siglo XVIII y principios del XIX no era la de una empresa de ordenación más o menos sistemática del Derecho, sino que suponía «la negación del orden vigente y el establecimiento de unos fundamentos del orden jurídico radicalmente diversos de los que sustentaban la sociedad de la época». No se han escrito frases más apasionadas sobre la codificación que las que salieron de la pluma de aquellos juristas de entresiglos, que tanta ilusión tenían en la renovación del Derecho. Martínez Marina escribió en su Juicio crítico de la Novísima Recopilación (1820): «Formar un Código completo de legislación, acomodado al carácter y genio nacional, capaz de proveer a todas las necesidades del Estado y del pueblo, análogo a los progresos de la civilización, a las ideas, opiniones y circunstancias políticas y morales producidas por las revoluciones pasadas; conciliando la brevedad con la integridad del cuerpo del Derecho: distribuir las materias generales y particulares, los géneros, las especies y aun los individuos bajo el orden y método que conviene; tirar una justa línea de demarcación entre las diferentes clases de leyes, de las cuales muchas se allegan y tocan en una infinidad de puntos, para que no se confundan, antes conserven el puesto y sitio que naturalmente les corresponde; extenderlas con pureza, esto es, sin mezcla de materias extrañas, en un estilo y lenguaje propio de la ley, claro, breve, conciso, y con toda la gravedad, nobleza, fuerza y armonía de que son susceptibles, es obra que exige una feliz reunión de los más exquisitos conocimientos, tanto en la jurisprudencia y ciencia de los Derechos como en la filosofía, lógica, gramática y letras humanas».
La traducción del Code Napoléon hecha por González Arnao marcó el rumbo de la codificación española a lo largo del siglo XIX: desde su publicación en 1809, los numerosos autores de los proyectos fracasados tuvieron como modelo ese Código. Es verdad que a lo largo del siglo XIX se hicieron otras tres traducciones más —las de Pío Laborda y Galindo en 1850, la de Alberto Aguilera en 1875 y la de García Moreno y Romero Girón en 1888—, pero no mejoraron la traducción de quien era, a la vez, traductor profesional y gran jurista, como lo fue González Arnao, por más que se enriquecieran esas traducciones posteriores con notas y concordancias.
Pero la influencia del Código civil francés en nuestra codificación terminó en el Proyecto de 1851. Como recuerda Federico de Castro, no hay comentario de García Goyena que no acabe con el cotejo del precepto proyectado con el correspondiente precepto del Código francés; «cada artículo está justificado con una especie de plebiscito legislativo, en el que decide el voto del Código francés». El Código civil de 1889 ya es otra cosa: su afrancesamiento es más formal que de fondo. De no haber sido así, se habría incumplido la limitación que imponía la Base 1ª: cualquier precedente de «legislaciones extrañas» tenía que haber «obtenido ya común asentimiento entre nuestros jurisconsultos». Los codificadores no tenían autoridad por sí mismos para inspirarse en un Código extranjero.
Las dos premisas del Código francés, antes señaladas —los nuevos principios de la Revolución y la fuerza del poder imperial—, faltaban en España en 1889: aquí no había habido revolución, y la Reina Regente María Cristina de Habsburgo era todo lo contrario de una emperatriz: era una mujer prudente, sostenida por el difícil equilibrio del turnismo político que habían pactado Cánovas y Sagasta. Eso explica que el Código civil español tenga la ordenación sistemática del Código francés —la división en títulos, la numeración continua del articulado—, pero comparta con él pocas características de fondo. En realidad, el Código es una segunda Novísima Recopilación, con algunos retoques cosméticos. De lo que se trataba es, otra vez, de reunir el Derecho antiguo. La base 1ª de la Ley de Bases no podía ser más explícita: «El Código tomará por base el proyecto de 1851 en cuanto se halla contenido en éste el sentido y capital pensamiento de las instituciones civiles del derecho histórico patrio, debiendo formularse por tanto este primer cuerpo legal de nuestra codificación civil sin otro alcance y propósito que el de regularizar, aclarar y armonizar los preceptos de nuestras leyes…». De eso se trataba, únicamente: de sistematizar «el Derecho histórico patrio». Sánchez Román lo expresa de manera lapidaria: «Todo se reduce a procurar la reproducción del Derecho anterior, expresado en forma más moderna».
Las novedades del Código civil son, en general, de detalle: proscribe la ignorancia y la retroactividad de las leyes; reconoce únicamente la vigencia de la costumbre del lugar; introduce la idea de los principios generales del Derecho; impide la alegación del desuso o la práctica en contrario de las leyes; reconoce un retracto a favor del Estado cuando se trata de bienes descubiertos que fueren interesantes para las ciencias o las artes; en la donación, que es considerada un modo de adquirir, se suprime la insinuación judicial, que era necesaria cuando su alcance superaba los 500 maravedís de oro; introduce el modelo de conducta que es el buen padre de familia; prescinde de la rescisión por lesión, con mínimas excepciones; suprime el retracto gentilicio e introduce el de colindantes; establece el régimen de separación como régimen legal de segundo grado; suprime los testamentos mancomunados, las memorias testamentarias y los codicilos; reconoce el derecho a testar de los pródigos, los sordomudos, los religiosos profesos y los locos en intervalo lúcido; introduce el testamento ológrafo; reduce tanto la legítima como la mejora e introduce como heredero forzoso y como heredero intestado al cónyuge viudo. Se podrían añadir bastantes novedades más, pero son de mayor detalle.
Curiosamente, la frase de Carbonnier «el Código es la constitución civil de los franceses», vale también para el nuestro. En el Código civil español están consagradas las libertades civiles —la libertad de contraer matrimonio, la libertad de testar, la libertad de contratación…— y, además, el título preliminar del Código tiene, como han puesto de relieve diversos autores, valor constitucional. Que nuestro Ordenamiento sea un conjunto coherente y pleno se debe al título preliminar: en él se contiene la enumeración de las fuentes (art. 1 (LA LEY 1/1889)), la eliminación de las lagunas (art. 4 (LA LEY 1/1889)), el deber «inexcusable» de los jueces «de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan» (artículo 1, ap. 7 (LA LEY 1/1889)) sin que, como decía con elegancia la versión originaria de 1889, puedan pretextar «silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes» (art. 6 (LA LEY 1/1889)). La coexistencia de los ordenamientos especiales junto al Derecho común se resuelve a través de todo un sistema de normas conflictuales (arts. 13 y sigs (LA LEY 1/1889).) y la concurrencia entre diversas etapas del Derecho se aborda en el artículo 2 (LA LEY 1/1889). En el carácter soberano de España se basa la reserva a la ley española de «la calificación para determinar la norma de conflicto aplicable». Si en virtud de una calificación los Tribunales españoles aplican la ley extranjera, ello no supone mengua de la soberanía española, puesto que ella misma ha atribuido la competencia a la ley extranjera.
A diferencia del francés, el Código español no logró la unidad legislativa
Pero, a diferencia del Código francés, el español no logró la unidad legislativa. «Más valiera no haber formado un Código que, a cambio de algunas novedades y facilidades para la vida civil, da lugar al regionalismo jurídico», escribe amargamente Sánchez Román. No se opone el ilustre tratadista a las «instituciones sentidas» en determinados territorios, sino a la «pluralidad legislativa». En esta línea, el diputado Augusto Comas hizo una premonición que se ha hecho realidad: «No va a haber un Código civil, sino distintos Códigos civiles. Las barreras que separaban unos y otros territorios de la Monarquía van a levantarse aún más, y van a ser aún más infranqueables por la codificación de cada una de las legislaciones regionales, que hará más difícil el comercio de las relaciones jurídicas en la sociedad española».
«Pero abandono este punto…», añade Comas con visible descorazonamiento. Es el mismo descorazonamiento de muchos juristas del siglo XXI. La idea, tan razonable, de Sánchez Román, de mantener las «instituciones sentidas», y mantenerlas incluso en el Código civil, se ha desbordado masivamente. Los prolijos cuerpos legales que se vienen promulgando en las diversas Comunidades Autónomas no responden, en absoluto, a la sensibilidad social, al apego a instituciones jurídicas históricas, sino a la voluntad de sus gobernantes de crear artificialmente diferencias jurídicas para ir acentuando —¿hasta qué límite?— la autonomía política. Se pasa por alto algo que es esencial, y que habría que escribir en letras mayúsculas, y si fuera posible grabarlo en piedra: que la pluralidad jurídica no es un valor. La pluralidad es fantástica en todas las demás manifestaciones culturales —en el arte, en la literatura, en el diseño, en la cocina, en la repostería, en el baile, en los deportes, en la artesanía y en el folclore, en la moda, en la filosofía…—, pero no en el Derecho. En el Derecho lo que vale, lo que le vale a la sociedad, es todo lo contrario: la unidad. No hace falta remontarse a Kant y a nuestros juristas-teólogos del siglo XVII, que ya lo vieron claro: las instituciones europeas están procurando la unificación o la armonización de los Ordenamientos nacionales, y nosotros, sin embargo, estamos procurando la atomización del Ordenamiento interno. En lugar de ir a un Derecho global, con su efecto de seguridad jurídica y de facilitación del trafico comercial transfronterizo, vamos a un Derecho local, más propio de viejas taifas o cantones que de una sociedad moderna, que trata por sí misma de borrar las fronteras.
Federico de Castro, que ve muchos desaciertos en el Código, desde su propia estructura —que es, más que antigua, arcaica, porque procede de la tripartición de Gayo— hasta su falta de carácter renovador o innovador, acaba diciendo que es «una buena obra española». Y es cierto: es claro y terso el lenguaje —muy distinto del de casi todas las reformas que se le han hecho— y equilibrado y prudente el fondo. Los preceptos son cortos y fácilmente comprensibles. Se hizo para que se entendiera, y se consiguió. Además es un código, lo que ya de por sí es una virtud: trata muchas materias y las trata ordenadamente. Esas materias se refieren a la vida diaria: desde el nacimiento de la persona hasta su muerte. Nosotros no tenemos un Stendhal que todas las mañanas leyera unos artículos del Código civil para inspirarse, pero cualquiera de nuestros buenos prosistas de la generación del 98 podría haberlo leído con provecho.
La Reina Regente no sólo tenía la seriedad germánica, sino que tenía la firme voluntad de ejercer bien su oficio. Conoció desde niña el rigor de la corte austrohúngara, y supo guardar la compostura desde el primer instante en que pisó Madrid, un Madrid que aún lloraba la muerte de la Reina Mercedes, y que le cantaba a su marido aquello de «dónde vas Alfonso XII, dónde vas, triste de ti…». Nuestro Código civil no tiene iconografía ensalzatoria. No es imaginable, en España, un cuadro como el de Mauzaisse, con la Reina Regente montada sobre una nube y firmando el Código civil con una pluma de avestruz. Nos faltaba grandeur, o nos sobraba sobriedad. Pero lo que el cuadro del pintor francés simboliza sigue siendo verdad aquí, en España: el Código civil ha sobrevivido a ese anciano con guadaña que es el tiempo. Los juristas le tenemos respeto y afecto. Hay que actualizar lo que ciento treinta años de vigencia hayan podido desgastarlo, y hay que hacerlo con cuidado: la técnica legislativa codificadora no es la técnica legislativa general. Tiene otras exigencias, que hay que tener muy presentes.