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En varias ocasiones he recordado cómo, según suele admitirse con razón, el verdadero nacimiento del Derecho civil moderno es el resultado de un largo proceso formativo que cristaliza con la codificación, a partir del viejo ius civile, modelado a través de la Recepción (1) . En efecto, desde la codificación los civilistas comenzaron a tomar como punto de partida, como es lógico, un particular nuevo Corpus iuris civilis, es decir, el Código civil (LA LEY 1/1889) y aquel puñado de textos «especiales» que lo completaban a finales del siglo XIX y que en buena parte dejó subsistentes el artículo 1976 del mismo al promulgarse: Ley Hipotecaria (LA LEY 3/1946), Ley de Registro Civil (LA LEY 15320/2011), Ley de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000), y poco más. Sin olvidar, eso sí, los (entonces denominados) Derechos forales. Así, igual que los juristas en el Ius Commune operaban sobre el Corpus iuris justinianeo y los textos del Ius Proprium, nosotros, sin duda los herederos más favorecidos de aquella tradición jurídica, hemos adoptado desde el siglo XIX nuestro propio Corpus iuris, el Código, del que se diría que todo arranca.

Aquel Derecho civil reflejado en la codificación fue hijo del orden racional: matemático, preciso, de artículos bien construidos, a menudo redactados con brevedad. Se quería condensar en cada precepto legal la rica tradición y la experiencia jurídica construida en torno al Corpus justinianeo, y hacerlo con vocación de perennidad y globalidad (2) . La codificación, enseña Díez Picazo, es ante todo un intento de racionalización jurídico, en cuanto mundo normativo, tanto en línea de perfección cuantitativa (reducción del número de mensajes en que plasmar las reglas del derecho), como de perfección cualitativa (3) .

Sin embargo, al día siguiente de publicarse el Código, que nació viejo como ya lo hiciera el Code, tan poco imbuido de los principios revolucionarios que lo vieron nacer (4) , comenzaron a aparecer nuevas leyes con contenido civil, que merecieron durante lustros el calificativo de «especiales». Especiales, unas veces, porque a pesar del innegable carácter civil de las materias que disciplinan, vienen a incardinarse en otras ramas del Derecho (así, la Ley de Costas (LA LEY 1531/1988) o la llamada Ley del Suelo (LA LEY 16530/2015)); otras, por referirse a problemas no contemplados por el Código (Ley de Registro Civil (LA LEY 15320/2011)); y, en ocasiones, en atención a una regulación que se aparta de manera absoluta y deliberada de las soluciones codificadas (Ley de Arrendamientos Urbanos (LA LEY 4106/1994)), o que precisa una constante adaptación a la cambiante realidad, lo que no concuerda bien con el propio concepto de Código, llamado a contener normas largamente perdurables. Ese carácter de «especialidad» venía además avalado por el texto del viejo artículo 16 del propio Código Civil (LA LEY 1/1889), cuando establecía que «en las materias que se rijan por leyes especiales, la deficiencia de éstas se suplirá por las disposiciones de este Código».

Sucede, empero, que tal esquema que otorgaba al Código Civil el papel de Derecho general, frente a un excepcional y eventual Derecho especial, muy pronto dejó de responder a la realidad. Aquella legislación orbitante en torno al Código tenía muy poco de «especial» y comenzó a convertirse en algo habitual y constante desde décadas muy tempranas del siglo XX. Lo que dio lugar a aquel fenómeno de descodificación del Derecho civil, del que hablaron Irti, Busnelli, Sacco y otros, y que sólo parcialmente ha venido a superarse por ese nuevo fenómeno recodificador al que asistimos hoy en Europa y América. Hemos de reconocer que el Código Civil ha dejado de ocupar un lugar central en el ordenamiento jurídico privado, y por el contrario, modernamente, viene a convertirse en un elemento más, en uno de los múltiples «microsistemas», que integran el polisistema, y entre los que se encontraría una legislación llamada «especial» (aunque no tiene ya nada de especial) que Giorgianni calificó de «inundante, torrencial y elefantiasica».

Ese panorama provocó hace ya algunos años el renacimiento en Europa y América de un nuevo movimiento codificador. En contraposición a la mencionada descodificación, y en la época de la «postcodificación» (por utilizar la expresión de Tomás y Valiente) renace, dice Zimmerman, la idea codificadora, lo que ha permitido hablar de una auténtica «recodificación» (Díez-Picazo). Se ha codificado el Derecho privado holandés, y se han modificado profundamente el BGB alemán y el Código francés para modernizar el Derecho de contratos. A principios de 1994 entró en vigor un Código Civil de Quebec, varios países del centro y este europeo han ido sustituyendo sus viejos códigos socialistas por otros nuevos. Argentina estrenó su nuevo Código Civil y Comercial en agosto de 2015. Y así podríamos seguir. Sin embargo, ese movimiento recodificador no acaba de madurar en España, aunque es verdad que asistimos a un importante movimiento que propugna la aprobación de un nuevo código. Un solo ejemplo: en el mare magnum de nuestro Derecho de consumo, todo lo que hemos conseguido es un mero Texto Refundido, algo así como una mera recopilación de viejas normas inconexas más o menos sistematizadas, cuando la materia pedía a gritos, más que ninguna otra, una verdadera labor codificadora.

Si bien el movimiento codificador que se inició hace algunos años no maduró en España, en estos momentos asistimos a un movimiento que propugna la aprobación de un nuevo Código

En efecto, ya a lo largo del siglo XX se produjo una gran transformación del Derecho Privado, pues cambiaron los presupuestos que sirvieron de base al Derecho civil de la Codificación. En primer lugar, se produjeron unas tremendas transformaciones sociales y económicas. La Revolución Industrial provocó el paso de la economía agraria y artesanal a la industrial, basada en la producción, suministro y consumo masivo —en serie— de bienes y servicios, y el cambio de una sociedad eminentemente rural a otra urbana. La revolución tecnológica posterior vino a culminar el proceso, provocando una apreciable devaluación del Derecho, en cuanto que los centros de gravedad de las relaciones económicas abandonan en buena medida el ámbito de lo jurídico, para entrar en el de la Economía. Surge así un difuso «Derecho económico» (5) , que sólo en parte es Derecho privado, y que se desarrolla muy al margen del Código civil. Simultáneamente aparece el «Derecho social», por la presión de los movimientos obreros y la necesidad de correctivos sociales en el capitalismo liberal, que provoca un resultado crucial: el Estado ya no puede ser un mero garante de la libertad, sino que debe intervenir en los procesos económicos y en el mercado.

En segundo término, se produjeron decisivos cambios en el ámbito jurídico-político. Las tensiones generadas por las disfunciones que derivan del funcionamiento espontáneo del mercado y las convulsiones creadas por las grandes guerras, forzaron a los estados a adoptar medidas complementarias, correctoras e, incluso, sustitutivas del libre juego de la oferta y la demanda del mercado. Lo que, en el ámbito jurídico, tuvo un claro reflejo en la relativización (cuando no desaparición) de la distinción que nítidamente hacía el pensamiento liberal, entre Derecho público y Derecho privado. El interés público irrumpe dentro de las relaciones de Derecho privado, y aparecen instituciones fronterizas entre ambas manifestaciones jurídicas. Es el fenómeno de «publificación» del Derecho privado y su socialización.

Como complemento dogmático de todo ello, se ha producido la superación del positivismo formalista, con sus consecuencias sobre el papel de la ley en el Derecho, y el carácter lógico de su aplicación. El inicial tránsito de la Jurisprudencia de conceptos a la Jurisprudencia de intereses, y la posterior mutación de ésta hacia esquemas de Jurisprudencia «integral», valorativa, tópica y axiológica, han jugado un papel trascendental.

Ya tempranamente en los albores del siglo XX, en línea coherente con su pensamiento rupturista con los postulados del individualismo y el liberalismo que inspiraron la codificación y, en la práctica, toda la ciencia del Derecho privado posterior a la misma, León Duguit tomaba como punto de partida las coordenadas axiológicas del Derecho Civil condensado en el Code, y las somete a examen desde una nueva perspectiva. Su discurso es justamente ese, la aseveración de que a lo largo de los poco más de cien años transcurridos entre la promulgación del señero texto napoleónico y la redacción original de sus páginas, habían acaecido toda una serie de «transformaciones» que hacían que el texto se hubiera «quedado sin fuerza y sin vida; o bien por una exégesis sabia y útil, se le da un sentido y un alcance en los cuales no había soñado el legislador cuando lo redactaba» (6) .

Cualquier esfuerzo neocodificador deberá partir de la consideración de los «nuevos» valores y principios que imperan hoy en la sociedad

Sin embargo, hoy los cambios nos llevan mucho más lejos. Sostengo que en esta segunda década del siglo XXI nos afecta una transformación mucho más profunda y relevante (7) . El contexto de valores, principios y paradigmas que imperan hoy en la sociedad tampoco se parece ya demasiado al de cuarenta años atrás, y no se puede resolver con un mero «cambio de reglas». Cualquier esfuerzo neocodificador deberá partir hoy de la consideración de tales «nuevos» principios, que imponen, además, un nueva sistemática y metodología legislativa acorde con los tiempos. Asistimos a una revolución en la filosofía de vida, en la misma significación del individuo y la sociedad, que excede con mucho a las (ya importantes) mutaciones que acaecían hace medio siglo. Enumeremos sólo aquellos fenómenos que inciden de manera más directa en el significado del Derecho Privado y que, sin duda, implican que estamos en presencia de un cambio cualitativo de proporciones extraordinarias:

  • 1º) El imperio del placer y el transhumanismo (8) : pasaremos a la historia como los únicos insensatos que pusieron límites al placer, ya que la Humanidad ha comenzado a emanciparse de Darwin y de la madre naturaleza para sumergirse en una nueva era: el transhumanismo. Según este movimiento cultural (casi filosófico), de manera casi inadvertida nos estamos adentrando ya en la era posdarwinista. La evolución de nuestra especie comienza a dejar de lado a la madre naturaleza, que es lenta y arbitraria, y ya cabalga a lomos de la ingeniería genética, la farmacología, la estimulación intracraneana y la nanotecnología molecular (9) . Todo ello va a provocar un espectacular salto evolutivo. Por decirlo en palabras de Jünger: «el hombre como especie se convertirá en una nueva criatura de la Tierra: vuelve a quitarse la piel una vez más y se cambia de traje» (10) . La erradicación del dolor y de la mayor parte de las enfermedades están a la vuelta de la esquina.

    En las primeras páginas de su libro Homo Deus, explica Harari que durante más de 3000 años, la agenda de los hombres giraba en torno a la hambruna, la peste y la guerra. Pero en los albores del tercer milenio, aunque esos problemas no han desaparecido por completo, la humanidad ha de encontrar una nueva agenda. En un mundo saludable, próspero y armonioso ¿qué exigirá nuestra atención y nuestro ingenio? (11)

  • 2º) El posthumanismo: Durante 300 años, el mundo ha estado dominado por el humanismo, que sacraliza la vida, la felicidad y el poder del individuo. Pero el auge del humanismo contiene asimismo las semillas de su caída. Mientras el intento de mejorar los humanos hasta convertirlos en dioses lleva al humanismo a su conclusión lógica, deja al descubierto simultáneamente sus defectos inherentes (12) . Las mismas tecnologías que pueden transformar a los humanos en dioses podrían hacer también que acabaran siendo irrelevantes. Por ejemplo, es probable que ordenadores lo bastante potentes para entender y superar los mecanismos de la vejez y la muerte, lo sean también para reemplazar a los humanos en cualquier tarea. ¿Podemos seguir pensando hoy que el universo gira alrededor de la humanidad y que los humanos son el origen de todo sentido y de toda autoridad? ¿Cuáles son las implicaciones económicas, sociales y políticas de este credo? ¿Cómo la búsqueda de la inmortalidad, la dicha y la divinidad puede sacudir los cimientos de nuestra creencia en la humanidad? Y si el humanismo se halla realmente en peligro ¿qué podría ocupar su lugar? (13)
  • 3º) El reto de la inteligencia artificial, una nueva forma de automatización que parece no tener límites. Y el imperio del Big Data tampoco, con todo lo que conlleva. Igual que la irrupción del automóvil generó la necesidad de establecer todo un sistema de reglas, prohibiciones, obligaciones, etc.; hoy, el campo de la Inteligencia Artificial reclama leyes y principios éticos de programación, como el denominado principio de la «minimización de datos personales». Cuando la Inteligencia Artificial nos expulse del mercado laboral, ¿encontrarán los millones de desempleados algún tipo de significado en las drogas o los juegos virtuales? Y, lo que resulta más inquietante, pensando en la (hasta ahora) sagrada libertad del individuo: cuando tu «teléfono inteligente» te conoce mejor de lo que te conoces a ti mismo, ¿seguirás escogiendo tu trabajo, a tu pareja y a tu presidente? (14)
  • 4º) La globalización. Desde el siglo XIX los conocimientos científicos fueron convertidos en tecnologías aplicadas y se incorporaron profundas innovaciones en las industrias, dando lugar a la Revolución Industrial, donde «los servicios, los bienes industriales y la modernización de la producción asumieron el liderazgo del crecimiento» y ello «generó nuevas fuerzas de globalización» (15) . «La revolución tecnológica en los transportes y las comunicaciones provocó una rebaja drástica de tiempos y costes para el desplazamiento de mercaderías y personas y la transmisión de la información. Por primera vez en la historia, prácticamente todo el planeta quedó integrado en un mercado mundial y comunicado en tiempo real (16) ».

Es decir, llegó la mundialización, que hasta entonces había sido inconcebible, porque una vez satisfechas las necesidades del consumo en las economías locales no había excedentes de producción importantes; por los elevados costes, tiempos y riesgos del transporte; y por la escasa influencia del comercio en la división del trabajo y en la productividad. Pero de aquella mundialización hemos pasado ahora a la globalización (17) o a la «superglobalización» (18) . Aquélla denota las tendencias de apertura económica que se aceleraron en la segunda mitad del siglo XX; la globalización es un proceso que somete a las economías y a sus sociedades a fuerzas globales (19) , y mediante ese proceso «la sociedad mundial se reduce y falsea en términos de sociedad mundial de mercado» (20) .

Lo que sucede es que ese término, globalización, fue utilizado inicialmente en el área económica, pero pronto se hicieron notar sus connotaciones sociales, culturales, ideológicas, políticas, científicas, tecnológicas (21) y, diríamos, también jurídicas. Porque hay muchas globalizaciones aparte de la globalización de las finanzas, por ejemplo la de la información, la de las drogas, la de las plagas y enfermedades, la del medio ambiente, etc. Sin embargo, Ignatieff se lamenta (y lo demuestra) de que la globalización económica no haya venido acompñañada por una globalización moral, lo que explica por la paradoja de la globalización: cuanto más compartimos, más insistimos en mantener aquello que no compartimos, como nuestros idiomas, nuestras religiones, nuestras costumbres y también nuestros valores (22) . La gran pregunta del autor (23) es si la Globalización nos está acercando moralmente unos a otros. Más allá de lo que nos separa, ¿qué virtudes, principios y reglas de comportamiento compartimos?

Existe, ciertamente, un primer grupo de nuevos emprendedores de la globalización moral, integrado por los ejecutivos de las multinacionales, que gestionan cadenas globales de suministro que vinculan cultivadores de café de África con los consumidores de Europa, los cultivadores de coltán con los usuarios de teléfonos móviles. Pero hay un segundo grupo de emprendedores de la globalización mundial, formado por juristas, activistas y ONG’s que buscan moralizar ese nexo monetario, del que habló Marx y que han dado lugar al denominado comercio justo (24) .

Fenómenos como la inteligencia artificial han venido a segar los pies de los paradigmas del humanismo ilustrado que sirvieron de base a nuestro Derecho Civil codificado

No parece requerir mucha argumentación la constatación de que estos fenómenos que acabo de mencionar, y otros similares a los que estamos asistiendo en estos días, han venido a segar los pies de los paradigmas del humanismo ilustrado que sirvieron de base a nuestro Derecho Civil codificado, a las líneas maestras filosóficas, económicas y sociales que soportaron el Derecho Privado que conocemos y, en fin, a los fundamentos humanísticos de toda la Teoría General del Derecho.

Como sucede en todos los aspectos de nuestra sociedad, los cambios operados en el Derecho Civil de estas últimas dos décadas se han sucedido a ritmo vertiginoso. Hay procesos evolutivos que antes requerían el transcurso de lustros o, incluso, siglos. Pensemos en el largo recorrido del viejo ius civile, hasta su plasmación renovada en el Corpus justinianeo; en el prolongado recorrido de la denominada Recepción o, por mencionar un caso especialmente agudo en España, el tiempo que llevó sacar adelante nuestra Codificación civil. Hoy, sin embargo, todo sucede a velocidad supersónica. También la transformación del ordenamiento jurídico.

Bajo el manto de la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978), del denominado «acervo comunitario» a partir de nuestra incorporación a la CEE, y del (entonces) insospechado desarrollo del «Estado de las autonomías», resultan hoy inaceptables muchos de los viejos principios del Derecho Civil codificado, como la propiedad privada tendencialmente ilimitada; la libertad contractual supuestamente igualitaria y sagrada; el patriarcalismo familiar burgués, donde el varón detentaba la potestas sobre los hijos y la manus sobre la esposa; la familia exclusivamente matrimonial, y el matrimonio enormemente imbuido de tintes canónicos (aún después de las reformas de 1981 y la llegada del divorcio); la filiación discriminada por razón del nacimiento; la prevalencia del agrarismo sobre los valores industriales o urbanos; un derecho de cosas campesino, que ya resultaba anacrónico incluso para su época; un derecho de obligaciones abstracto, estático, intemporal, construido more geometrico, para servir los intereses del libre cambio y el capitalismo burgués; un derecho de sucesiones tendente a perpetuar la propiedad individual, como instrumento de cohesión post mortem de la familia burguesa, con generosas legítimas y abundantes limitaciones a la libertad de testar.

Ciertamente, huelga señalar que el Código Civil vigente no tiene mucho que ver con el que se promulgó en 1889, pues a lo largo de las últimas décadas se han reformado partes enteras del mismo de gran importancia, para irlo adaptando a las nuevas necesidades. Hace cuarenta y cinco años se rehízo el Título Preliminar, que contiene algunos principios y normas medulares de nuestro Ordenamiento jurídico, tales como las fuentes del Derecho, la interpretación, la aplicación y la eficacia de las normas, o la articulación entre el Derecho privado del Estado y el autonómico. Ya en los 80 se modificó absolutamente todo el Derecho de familia, tanto la filiación como el matrimonio, tanto en sus aspectos personales como económicos; reformas que vinieron a completarse en 2005 con el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo y el denominado «divorcio exprés».

Sin embargo, la envergadura cualitativa de las transformaciones que hemos apuntado anteriormente lleva a la conclusión de que tales modificaciones resultan hoy absolutamente insuficientes y que no basta una mera reforma del Código, más o menos profunda, o unas cuantas modificaciones puntuales, sino que parece necesaria una verdadera recodificación que atienda a los «nuevos» principios y valores imperantes. Otra cosa es que esa tarea exija una «grandeza» intelectual y política muy especial, que no sé si estamos hoy en condiciones de alcanzar. Y además, junto a los nuevos principios y reglas, un nuevo texto debe seguir condensando la sabiduría jurídica heredada del Derecho común, y debe armonizar adecuadamente esos nuevos paradigmas con los «dogmas, figuras, técnicas y conceptos, frutos de la tradición y de la doctrina que constituyen el acervo común de los juristas» (25) .

Como hace poco recordaba el presidente de la Sección Civil de la Comisión General de Codificación, la técnica legislativa codificadora no es la técnica legislativa general. Tiene otras exigencias, que hay que tener muy presentes (26) . Por expresarlo en palabras de Wieacker, la prodigiosa obra de la cultura europea, creada a lo largo de un milenio y cuyo núcleo fundamental es la dogmática privatista, no ha dejado de ser un patrimonio común del que somos responsables (27) . Es preciso recuperar la idea del Código como utopía (28) . Y lamentablemente, son muchos los obstáculos que encuentra hoy esa recodificación. Hace pocos años ya mencionaba algunos mi maestro: «la indolencia de los juristas actuales para la tarea sistemática; su resistencia a la abstracción y al pensamiento lógico; su incapacidad para poner orden en el mare magnum normativo en el que se hallan inmersos; la indelimitación de los numerosos ámbitos jurídicos; la referencia siempre aglutinadora y reconfortante a la Constitución; el temor, como en los orígenes del movimiento codificador, ahora con más fundamento, a que las normas codificadas se hagan viejas al día siguiente de su publicación… la pereza, la apatía, la carencia de ilusión por una empresa que, como codificar, exige jurisconsultos comprometidos, inmunes al desaliento…» (29)

El punto de partida de la necesaria recodificación debe seguir siendo la consideración de la persona como valor preponderante del Código

El punto de partida frecuentemente olvidado, a mi juicio, debe seguir siendo la consideración de la persona como valor preponderante del Código, frente a las imposiciones uniformadoras que derivan de la inteligencia artificial, el big data y la globalización. Pero sigo una vez más las enseñanzas de mi maestro el profesor Alonso Pérez cuando constato que esa centralidad de la persona tiene hoy una nueva dimensión, pues, paradójicamente, de un «Derecho de la persona y sus dimensiones básicas» (por utilizar palabras de De Castro y Hernández Gil), se ha pasado en buena medida a un «Derecho de relaciones económicas, de leyes del mercado, del consumo y de las demandas del neocapitalismo». De un Derecho que regulaba las relaciones jurídicas básicas inter cives, a un ordenamiento de intereses vitales del Estado del bienestar (referidos a la vivienda, reparación de los daños personales patrimoniales y morales, defensa de los consumidores y usuarios, del contratante débil, nuevos grupos familiares, ocio, grandes espacios, etc.). De la necesaria conexión de la dignidad de la persona con el mejor aprovechamiento, social y solidario, de los bienes y servicios. El Código debe identificar quiénes son los nuevos vulnerables, a fin de tutelar adecuadamente sus intereses: el contratante débil (no sólo el consumidor, sino también el trabajador autónomo, la pequeña y mediana empresa, el pequeño profesional), la mujer, el niño, el adolescente, el adulto mayor, el discapacitado, la víctima de daños, el extranjero, el pobre… Y necesariamente tiene que contemplar las instituciones bajo la luz de los derechos fundamentales de cuarta generación, ligados al desarrollo de las nuevas tecnologías y a la información, y que en Europa han tenido reconocimiento en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (LA LEY 12415/2007) (Niza, 7 diciembre 2000), que fue incorporada a la segunda parte de la (hoy, de momento, fracasada) Constitución Europea: Derecho a la vida privada, derecho a la protección de datos personales (acceso y rectificación), derecho al olvido, derecho a la protección de la salud, derecho al medio ambiente como una cuestión de defensa de la persona, protección del consumidor, genoma humano como patrimonio de toda la humanidad.

En cuanto a su contenido, el Código tiene que dar respuesta a los problemas y necesidades que impone la realidad actual: los daños omnipresentes en una sociedad esencialmente lesiva y lesionada, que irremediablemente habrán de contemplarse bajo el prisma del favor victimae o principio pro damnato, y una nueva consideración de las medidas satisfactivas de la víctima, más allá de la mera indemnización; las grandes edificaciones modernas (urbanizaciones privadas, centros comerciales, grandes instalaciones industriales, redes de hoteles y complejos turísticos, etc.); las relaciones contractuales en situación de una nueva desigualdad que ya no estriba (o no sólo) en el diferente poder económico de los contratantes, sino en su diverso grado de pericia, profesionalidad y habitualidad dentro del mercado, donde se encuentran expertos y profanos; la consecuente proliferación de la contratación adhesiva y predispuesta, abrumadoramente establecida en condiciones generales; la necesidad de proteger a los consumidores y usuarios frente a las vertiginosas nuevas formas de contratación y las eficaces técnicas de marketing, y que impone una diferente teoría general del contrato entre desiguales, con merma (si no abolición, para estos contratos) de los viejos principios pacta sunt servanda, autonomía privada y responsabilidad patrimonial universal; la defensa y protección del medio ambiente, donde el Derecho privado ha demostrado mayor eficacia que los remedios penales y jurídico administrativos; las innumerables compraventas (muebles a plazos, fuera de establecimientos mercantiles, vivienda, etc.), los incontables arrendamientos especiales (leasing, renting, alquiler vacacional, urbanos, rústicos); las complejísimas formas de propiedad moderna, horizontal (hoy extendida a las enormes e importantes urbanizaciones privadas), industrial, intelectual, agraria, urbana, aprovechamiento por turnos, etc.).

En cuanto al Derecho de familia, el ordenamiento ya no impone un modelo de familia y de sociedad al que los ciudadanos tienen que acomodar su vida, sino al contrario, la sociedad diversa en que vivimos es la que impone un ordenamiento flexible. Así, hay que dar respuesta a las nuevas formas de familia, que nada tienen que ver con aquel derecho patriarcal y autoritario (monoparentales, núcleos unilineales, extramatrimoniales, basadas en parejas homosexuales, poliamor, etc.), con pérdida de peso de las situaciones de ganancialidad y apogeo de los regímenes de separación de bienes; la normalidad social de las rupturas matrimoniales y sus efectos; y entre ellos, la (mal llamada) custodia compartida; la procreación asistida, el acogimiento y la adopción internacional; derecho de menores con leyes propias; reconstrucción de toda la teoría de la capacidad y su «modificación» con tránsito de la tutela al apoyo, conforme a la Convención de Nueva York; derecho de sucesiones muy marcado por los ordenamientos autonómicos, tendente a primar por encima de otras consideraciones la libertad de testar; protección a ultranza de la dignidad de la persona, con exigencia formal de consentimiento informado para todo tratamiento médico y proclamación del «derecho a una muerte digna» y el testamento vital. Y un larguísimo etcétera que haría interminable esta breve reflexión.

En resumen, hoy más que nunca cualquier intento codificador deberá tener presente el texto del Digesto hominum causa omne ius constitutum est (D.1,5,2), todo el Derecho se hace por causa de los hombres: el Derecho debe proteger a la persona de los peligros de la globalización, la dictadura de los mercados y el discurso economicista, para proteger la dignidad humana, las libertades y derechos fundamentales de las personas, contribuir al progreso económico y social, al bienestar de los individuos.

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