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De partida, recordemos que nuestro Código civil consagró el principio pacta sunt servanda, con base al cual asumimos que los contratos obligan con fuerza de ley —art. 1091 CC (LA LEY 1/1889)—. Esta eficacia vinculante se refuerza en otros preceptos, entre los cuales destaca el art.1258 CC (LA LEY 1/1889) donde se afirma que los contratos, desde que se perfeccionan, obligan no solo a lo expresamente pactado sino a todo lo derivado de la ley, la buena fe y los usos.

En consecuencia, se entendía que una quiebra del contrato iba contra la seguridad jurídica (principio que inspiraba el ideal codificador), contra la autonomía de la voluntad y la lex privata (que la propuesta liberal consolidó), como también, en coherencia, se concluía lo inapropiado de que el Código civil recogiese la cláusula «rebus sic stantibus».

No obstante, es el propio Código el que prima y sujeta toda ordenación normativa a la previsión legal, desde el inaugural contenido del art. 1º CC (LA LEY 1/1889) hasta otras tantas disposiciones de referencia, como las recogidas en el art. 1255 o en el art. 1088 CC (LA LEY 1/1889) —además de los fundamentos constitucionales recogidos en los arts. 1 (LA LEY 2500/1978) y 9 CE (LA LEY 2500/1978)—. Por ello, en caso de existir esta solución de Derecho positivo, hay que estar a ella. Así pues, la primera novación suspensiva podrá venir dada por la normativa publicada en el BOE con ocasión de la crisis sanitaria del coronavirus, aunque cuestionemos su profusión, puntualmente oportuna para ofrecer incentivos más que para intervenir la contratación en exceso.

En efecto, acogemos con pleno respeto las particulares, urgentes y necesarias medidas normativas dictadas durante la crisis del coronavirus y que tengan como objetivo, principalmente, aliviar la carga fiscal, ofrecer un catálogo de ayudas o determinar medidas de sobreprotección a favor de la parte débil contratante (el inquilino, el deudor hipotecario o, considerado de modo más universal, el usuario de servicios esenciales).

Además, confiando en nuestro Código civil, es la regulación de la causa negocial la que va a poder dar razón y fundamento para suspender (por la fuerza del «rebus...») o incluso declarar nulo (porque se pierda su causa) un contrato. La significación de la causa explica la construcción de teorías como la de la base del negocio y la de la imprevisión, residenciadas en la justicia conmutativa, la justa contraprestación, la evitación de la frustración económica y la prevención del grave desequilibrio que traicione la equidad y que provoque un repudiable enriquecimiento injusto o una onerosidad extraordinaria.

El control causal del contrato ha ido impulsando una jurisprudencia favorable que va desde aquellas primeras sentencias pronunciadas tras la Guerra Civil (1) y por razón de los efectos traumáticos de esta contienda, hasta una doctrina más reciente como la recogida en la STS 30 de junio de 2014 (LA LEY 84939/2014) (2) , en la que se hace un pronunciamiento en pro de la conformación normalizada. En todo caso, el Tribunal Supremo exige que se observen todos los requisitos, como que concurra una radical imprevisión, una alteración extraordinaria de circunstancias o una desproporción desorbitante en las prestaciones. Esto no significa que se esté recreando el Derecho, ya que la jurisprudencia se ha de limitar a interpretarlo y aplicarlo.

El propio texto codificado sugiere ponderar en equidad y afirma la necesidad de preservar la justa causa del contrato

Lo cierto es que el propio texto codificado sugiere ponderar en equidad y afirma la necesidad (en el sentido más estricto de ius cogens) de preservar la justa causa del contrato. Busca, en definitiva, la proporcionalidad desde la conmutatividad.

No se trata, por tanto, de crear un Derecho nuevo, ni es viable pretender un Derecho alternativo o disruptivo, como tampoco hay que forzar criterios o reglas de adaptación a situaciones de crisis, como la que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus. Se trata de profundizar en las bondades de nuestro Código civil para acoger las soluciones de justicia que inspira cada momento histórico, en particular aquellos donde se afrontan situaciones críticas. Es conveniente realizar un esfuerzo de depuración de la esencia del contrato y sus elementos (consentimiento, objeto y causa —art. 1261 CC (LA LEY 1/1889)—) y ahondar en la integración coherente del texto codificado, que posee suficiente actualidad y gran virtualidad.

No compartimos que la jurisprudencia deba mostrarse recelosa en la aplicación de la cláusula «rebus…», que vea un peligro en ello, un incentivo para generalizar el incumplimiento o un favorecimiento de los oportunistas. Recordemos que la jurisprudencia es un complemento de las fuentes, que a los tribunales les compete interpretar y aplicar el Derecho positivo, lo que con frecuencia comporta una tarea de valoración complicada. Concretamente y para la cuestión que nos ocupa, los pronunciamientos judiciales han de fijar la causa al supuesto concreto y dar significación particular al genérico art. 1274 CC (LA LEY 1/1889), en armonía con todo un cuadro de disposiciones relacionadas (como pueden ser las reglas de interpretación de los contratos, que ya prevén el control y equilibrio causal en el art. 1289 CC (LA LEY 1/1889), o la proscripción del enriquecimiento sin causa, afirmado en el art. 1901 CC (LA LEY 1/1889)) en respuesta a la necesaria integración, unidad y coherencia del Ordenamiento.

Esta evitación del enriquecimiento injusto o enriquecimiento sin causa se ha de lograr mediante el esfuerzo de medición de la justa contraprestación (control causal en el negocio jurídico), lo que requiere una labor de integración normativa (por ejemplo, cuando en el supuesto de hecho hay obligación de entrega se aplicará la obligación accesoria de conservación; y si esta conservación es gravosa traduciremos la tenencia onerosa e injusta en una liquidación del estado posesorio. Según las reglas ordenadoras de esta liquidación —arts. 446 (LA LEY 1/1889)-458 CC (LA LEY 1/1889)— se distinguirá al poseedor de buena fe y al de mala fe, diferenciando también el gasto soportado, las mejoras invertidas —oportunamente clasificadas como necesarias, útiles o meramente ornamentales— y los frutos recibidos, debiendo compensarse las partes).

Por demás, en el Código civil encontramos otros supuestos que confirman la ineficacia del contrato, empezando por la fórmula más radical que es cuando éste no nace por no concurrir algún elemento esencial. De igual modo, se puede hablar de ineficacia sobrevenida del contrato (al aparecer una causa de anulabilidad, resolución, rescisión o revocación) y de eficacia limitada cuando, aún perfeccionado y vivo el mismo, concurre una causa de exoneración general de responsabilidad (el caso fortuito o la fuerza mayor —art. 1105 CC (LA LEY 1/1889)—) por la que el contrato no despliega la función económico-social, ya que no se cumple su contenido obligacional (decayendo la consecuencia prevista en el art. 1911 CC (LA LEY 1/1889) y, por ende, la ejecución de la garantía real, el recargo de intereses moratorios o la operatividad de cláusulas penales).

Para aceptar el incumplimiento del contrato, su novación (meramente modificativa, suspensiva o realmente extintiva) tendremos que estar alerta, desde la exigencia de la buena fe contractual y la prohibición de la prevalencia del libre arbitrio de una parte (arts. 7 (LA LEY 1/1889) y 1256 CC (LA LEY 1/1889)), al hecho de que sea posible salvar la culpa (es decir, si cabe exceptuar el art. 1101 CC (LA LEY 1/1889)). Habría que analizar el supuesto de hecho para comprobar que no existe interés ni intención del deudor de liberarse. Es necesario comprender que el contrato objetivamente se vea envuelto, de manera sobrevenida e imprevisible, en unas circunstancias de riesgo anormal e impropio que rompen o quiebran su base, de forma inesperada y relevante, e imposibilitan mantener una justa contraprestación frustrando la causa.

El contrato tiene una eficacia inmediata («desde luego», según el tenor del art. 1112 CC (LA LEY 1/1889)), sin olvidar la posibilidad de que, con la condición o el término, las partes puedan modificarlo por pacto inicial o sobrevenido. De la suspensión sobrevenida se puede hablar, más allá de lo previsto por las partes, barajando la aplicación de la cláusula «rebus..», como también si decae la causa hasta diluirse (pensemos en el supuesto muy particular contemplado en el art. 1891 CC (LA LEY 1/1889), donde se reacciona contra la extralimitación en la contratación por dejar ésta sin causa) podría hablarse de nulidad y no de mera suspensión. Sobre todas estas cuestiones vamos a seguir razonado a continuación.

La suspensión puede llegar por iniciativa del legislador, ganando entonces en inmediatez e imperatividad

Como quedó apuntado, la suspensión puede llegar por iniciativa del legislador, ganando entonces en inmediatez e imperatividad. Estos supuestos se están sucediendo recientemente para la protección de los deudores hipotecarios, los consumidores, las familias o los colectivos vulnerables o en riesgo de exclusión. Cabe citar el RD-Ley 6/2020 (LA LEY 3058/2020) por el que se adoptan determinadas medidas urgentes en el ámbito económico y para la protección de la salud pública. Norma en la que se concede una suspensión de los lanzamientos sobre viviendas habituales. Otro ejemplo es el RD-Ley 8/2020 (LA LEY 3655/2020), de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19, que concede una moratoria de deuda hipotecaria para la adquisición de vivienda habitual a quienes padecen extraordinarias dificultades para atender su pago como consecuencia de la crisis del coronavirus. En fechas recientes, aunque por un problema distinto como es el mercado agrícola, también intervino el legislador imponiendo la regla de prohibición de vender por debajo de los costes de producción (RD-Ley 5/2020, de 25 de febrero (LA LEY 2194/2020), por el que se adoptan determinadas medidas urgentes en materia de agricultura y alimentación).

Ciertamente, con la solución heterónoma parece que se gana en precisión, frente a la complejidad o posible ambigüedad de las reglas de interpretación del contrato y la acomodación a su proyección práctica y al particular contexto. No obstante, esta bondad de la norma puede ser sólo aparente ya que cabe (si retomamos el ejemplo del mercado de productos agrícolas) que únicamente visualicemos un primer plano y, en el mismo, que apreciemos una medida contra el dumping y de protección al pequeño productor (frente a la conquista del mercado por parte de un gran distribuidor que sacrifica los precios). Si bien, al tiempo, puede que no estemos visualizando un segundo plano, en el que se produzcan frenos a la competitividad (si es que ésta consistía en el ahorro de costes de producción); o podemos no ser suficientemente conscientes de que se esta restando agilidad a un comercio que ahora requiere la forma escrita del contrato. Incluso puede generarse una litigiosidad no deseada al abrirse el debate sobre si es la propia novedad legislativa la que pueda ser entendida como circunstancia determinante de la quiebra de la base del contrato (3) . El espejismo puede provocar una apariencia de buen Derecho (el criticable fumus boni iuris) que impida aportar soluciones en otros extremos relevantes (caso de que, por ejemplo, en el mercado de productos alimentarios se deje de abordar y controlar la importación de mercancías de países extracomunitarios). Por demás, no hay que olvidar que confiar toda solución al dictado del legislador implica privar de protagonismo a la sociedad civil y restar relevancia a la autonomía privada.

De igual modo, en el reto de dar significado a las reglas de flexibilización del contrato, vamos a encontrar otras dificultades como son tener que definir conceptos tales como desproporción, riesgos propios del contrato, frustración económica u onerosidad extraordinaria, entre otros. Desde luego, en este ámbito de la contratación se excluye la automaticidad. La aplicación de la cláusula «rebus..» no opera de manera automática sino que es necesario examinar cómo afecta el cambio producido y su incidencia real en la relación contractual concreta. Por tanto, este posible inconveniente de enfrentarnos a un supuesto de hecho armados con un cuadro de reglas generales es más bien un punto positivo ya que la objetivación no debe degenerar en estandarización y la virtualidad del ajuste o proyección al caso concreto servirá a la justicia de precisión.

Por otra parte, el temor a una judicialización (que late en la dificultad de ajustar el Derecho general al caso concreto), siempre se puede transformar en la oportunidad de incentivar la solución extrajudicial, consolidando instrumentos como la mediación. Así, antes de hablar de crisis del contrato se puede conducir el conflicto al escenario extrajudicial y que el margen de autonomía privada se extienda a la solución, confiando en la justicia satisfactiva, accesible, directa, voluntaria y negociada.

El sentirnos abocados a dar contenido a unos conceptos generales no constituye gran obstáculo ya que contamos con doctrina autorizada y muy consolidada. Debemos estudiar, de modo inexcusable, a Federico De Castro, siguiendo con los tratadistas Díez-Picazo y Gullón Ballesteros (4) y, desde luego, recurrir a trabajos recopilatorios de jurisprudencia.

De Castro nos ofreció elementos suficientes para la definición de la causa, entendiéndola como la razón económico-jurídica del negocio, el fin económico y social reconocido y garantizado por el Derecho, la función práctico-social y la función jurídica, fijada en la síntesis de sus efectos (jurídicos) esenciales, (5) elementos necesarios, en fin, para que el contrato reciba la homologación por parte del Derecho.

Además, nos corresponde recorrer el camino de la indagación y recopilación jurisprudencial, muy útil para tener compilados los conceptos, superar su generalidad y concretar su significado. Con la doctrina de los Tribunales depuramos nociones como la imprevisibilidad —STS 15 de octubre de 2014 (LA LEY 171646/2014) (6) — (acotada por una crudeza de la crisis económica) o la excesiva onerosidad (entendida como las reiteradas pérdidas que desembocan en la merma completa de beneficio) (7) .

Aceptar el incumplimiento en el contrato no significa su fracaso. Más bien, representa la oportunidad para abrirnos a una realidad más compleja, en la que hay que desplegar las normas que sirven para interpretar el ajuste de lo convenido a las circunstancias materiales sobrevenidas.

La tarea de proyectar el Derecho al caso concreto, desplegando la necesaria labor de interpretación y aplicación de los criterios de flexibilidad del contrato, no está exenta de dificultad. Por supuesto, hace falta un esfuerzo de objetivación para conseguir esa ansiada depuración. Por ejemplo, a propósito de los riesgos, hay que referir éstos al contrato y no a los que el contratante es capaz de asumir ya que, recurriendo a un supuesto de alto impacto como es el caso de la contratación bancaria, si nos centráramos en el plano subjetivo, el catálogo de riesgos va a depender del perfil del inversor para poder determinar lo que, conocido y entendido por éste, puede suscribir (8) .

Recapitulando y concluyendo, podemos afirmar que no hay crisis del contrato ni debilitamiento de su eficacia sino que es necesario desplegar un esfuerzo de comprensión de la teoría general del negocio jurídico, que implica el análisis y depuración de la más plena significación de la esencia del contrato y de las circunstancias del caso. En consecuencia, hablamos del contrato como instrumento flexible para tiempos de crisis y de plena virtualidad en situaciones de tráfico ordinario para la dinamización de éste.

Hay que evitar caer en una inflación legislativa que derive en una inestabilidad del ordenamiento jurídico

La robustez del tratamiento del contrato y, en particular de la causa, demuestra que contamos con un régimen musculado, solvente y eficaz como para no tener que caer en la tentación de una suerte sucesiva de soluciones normativas que construyan permanentemente un nuevo Derecho. Hay que evitar caer en una inflación legislativa que derive en una inestabilidad del ordenamiento jurídico y que opere a costa de la quiebra de la autonomía privada y de la libre negociación, cuando ésta se configura en Derecho, con una teoría general del contrato, de manera completa y flexible para adaptarse a toda realidad.

Las soluciones de Derecho positivo pueden ser oportunas e incluso necesarias, sobre todo a la hora de ofrecer un marco de ayudas o incentivos que sirvan para paliar las derivaciones de una crisis económica y, desde luego, para preservar la salud pública. Además, podemos valorar positivamente la acción del legislador para disponer medidas particulares y necesarias que eviten los desequilibrios sufridos por la parte débil contratante. No obstante, el reto es preservar el marco de negociación y hacer valer el Derecho que, para ese margen de lex privata, ofrece una teoría del contrato que podemos considerar completa, con virtualidad en el tráfico ordinario y con potencial suficiente para hacerla valer en tiempos de crisis.

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