
Advocatus nada tiene que ver con Ius o con Iustitia, es decir que etimológicamente aparece desvinculado del Derecho o de la Justicia, con toda probabilidad porque el que hace o realiza el Derecho o la Justicia es el Juez. Advocare significa abogar o interceder por otro, intervenir en su favor o auxilio, instar el reconocimiento de su causa pretensión o posición. El sustantivo Advocatus se ha identificado con el profesional que asume esa intercesión, en pro de los derechos e intereses de las personas, precisamente ante el Iudex en el marco de un proceso. Algunos hacen derivar el término no del sustantivo sino de la expresión «ad auxilium Advocatus» que significa llamado para ayudar en defensa de su causa.
El Advocatus (patronus o causidicus) surge como profesión al final de la República, por influencia de los retóricos griegos y de los que Cicerón y Plinio el joven son los más destacados representantes (si bien, ciertamente, más extraordinarios oradores que juristas). Aunque Cicerón tenía grandes conocimientos de técnica normativa, su reputación se basaba en sus habilidades en la retórica llamada forense, por ser el foro el lugar en que se celebraban los juicios. El Advocatus tenía prohibido, por entonces, aceptar el pago de sus servicios, pero esta norma —que fue casi siempre ignorada— fue abolida a fines del siglo II d. C (Digesto 50, 13.1, 9) permitiendo entonces reclamar el honorarium (o palmarium si el pago se condicionaba a ganar el caso). Claro que ya en el Imperio tardío los Advocatus no fueron simplemente oradores sino cualificados juristas que estudiaban en una escuela de leyes y formaban una privilegiada corporación precedente de los actuales colegios profesionales. Por cierto, que ya por entonces era preceptiva que la parte otorgara su representación a un cognitor o procurator.
Ahora bien, al Abogado, palabra que aparece en español a primeros del siglo XIII y que es idéntica en distintos idiomas («avocat» en francés, «advocate» en inglés, «advokat» en alemán, «avvocato» en italiano o «advogado» en portugués), corresponde no solamente la función de defensor sino, sobre todo, la preventiva de consejero o asesor jurídico e incluso a la de mediador para obviar o evitar el proceso. El Abogado es, así, un profesional del Derecho que, en los términos de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), ejerce «la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico».
Como todas las profesiones, la abogacía está sujeta a cambios o, mejor aún, la del presente apenas tiene nada que ver con la del pasado. Como el planeta Tierra, está, desde su origen, en permanente estado giratorio; no como una ley física sino para adaptarse a las mutables circunstancias y condiciones de cada época. El principio dinámico y evolutivo, o, en otros términos, la idea de la reforma es ínsitamente necesaria, para la Abogacía, a riesgo de perder su identidad. La realidad demuestra con Heráclito que «todo fluye», que el rasgo básico de la naturaleza es el cambio, aunque detrás de todas las formas que van y vienen son siempre imprescindibles algunos elementos de continuidad y permanencia. Ciertamente no es imaginable una sociedad sin letrados, como tampoco sin jueces, pero no es menos cierto que todos, y por supuesto también los abogados de hoy, poco tienen que ver con los de ayer y los de mañana con los de hoy, al menos desde el punto de vista de su propia organización o de la relación con los clientes, del acceso a la información, de los controles externos o, en fin, de las exigencias o requerimientos de una sociedad cada vez más compleja.
Recuerdo mi desasosiego y frustración, cuando estudiaba el segundo o tercer curso de la licenciatura de Derecho en la Universidad Complutense, con la edición de un voluminoso libro que creo se titulaba «El Abogado en casa». Se publicitaba cono el vademécum que contenía las respuestas a cualesquiera consultas jurídicas que pudieran plantearse. Mi futuro se me representaba poco alentador por más que se sostuviera convencionalmente que era la carrera que más «salidas» tenía. Recuerdo también que, por entonces, acudía con un compañero a las guardias de su padre, Juez de Instrucción de Madrid, en los bajos del Tribunal Supremo, entrando por la calle Marqués de la Ensenada; pienso que no llegaban a la decena, por entonces, los Juzgados de Instrucción de Madrid. Recuerdo, en fin, como acontecimiento la inauguración de un despacho por tres Abogados, amigos de mi padre, que se unían después de años de ejercicio en solitario y que me permitieron acompañarlos silenciosamente a algunas diligencias e incluso a algunas reuniones con clientes —por supuesto en salas humeantes pues todos fumaban compulsivamente— para estudiar el pleito de turno.
Como entonces, y por mucho que el ritmo de cambio se acelere compulsivamente, aspecto en el que Susskind se encarga de incidir, tan solo estamos en la antesala de un cambio más en la profesión, pero mucho más profundo. Del mismo modo que los obreros destruían desesperados, durante la revolución industrial, la maquinaria que había de «robarles el futuro», hay quienes recelan de los avances de la tecnología pretendiendo ver en la misma el fin del mundo, en lugar de las herramientas para expandir el mismo, una vez más, en sus propios límites. Un mundo que, si ha de ser el del ser humano y su convivencia social, precisará siempre del Derecho como herramienta de ordenación, y del jurista que sepa crearlos, interpretando y adaptándolo a las necesidades de sus semejantes. Este libro es una llamada a través del tiempo a esos obreros desesperados, dirigida a hacerles partícipes de que lo más permanente, paradójicamente, es el propio cambio. Siempre hay un día de mañana y también lo hay, por supuesto, para la abogacía. Lo que los agoreros ven con temor no es sino la naturaleza del mismo mundo en el que los cambios son siempre oportunidades.
El Derecho, como la sociedad («ubi societas ibi ius») se ha hecho cada vez más complejo consecuencia de una Estado que ha incrementado su intervencionismo regulador y reducido el ámbito de desenvolvimiento de la autonomía de la voluntad. Los conflictos han crecido en gran parte debido a esa hipertrofia normativa en no poca medida disjunta, desordenada y hasta deslavazada, y han producido un exponencial aumento del número de procesos judiciales en todas las jurisdicciones, sin que los llamados sistemas alternativos de resolución de las controversias hayan demostrado su capacidad para atraer a los sujetos entre los que se producen las posiciones enfrentadas o distintas. En alguna ocasión escribí que hay más mediadores que mediados. Han hecho falta muchos más jueces y magistrados y se ha multiplicado el número de procesos y lógicamente de sentencias. Y, claro está, se han necesitado muchos más abogados. No pocos siguen ejerciendo de forma doméstica en pequeños despachos, pero cada vez más se suman a medianas y grandes firmas incluso estructuradas en departamentos con nominalismo anglosajón. La especialización se va imponiendo en la abogacía, de forma que los generalistas van poco a poco desapareciendo.
El mundo ha cambiado y la abogacía se ha adaptado al cambio. No se ha encerrado en una cápsula de intangibilidad, de privilegios o derechos históricos y, desde luego, no se ha acomodado, sino que ha acompasado su desarrollo espectacular a su modernización sin perder un ápice de su credibilidad y confiabilidad en la ciudadanía; ello sin perjuicio de que debemos seguir siendo altamente exigentes en el comportamiento ético de quien ejercen profesionalmente la abogacía, con lo que comporta en la relación con el cliente y su contrario, con el compañero y con el estamento profesional y, por supuesto, con el juez.
El mundo ha cambiado y la abogacía se ha adaptado al cambio. No se ha encerrado en una cápsula de intangibilidad, de privilegios o derechos históricos
El libro de Richard Susskind es una patente demostración del carácter dinámico de la abogacía y, al tiempo, una reflexión basada en la experiencia, metodología en la que los británicos son maestros sobre cómo se debe afrontar el futuro. Susskind es un escritor de éxito, asesor independiente de firmas internacionales y gobiernos nacionales, asesor en materia de tecnologías de la información del Lord Presidente del Tribunal Supremo de Inglaterra y Gales y tiene cátedras en la Universidad de Oxford, el Gresham College y la Strathclyde University. Y, es, ante todo, un intelectual inquieto ante las transformaciones que se están produciendo en las profesiones, que han de actualizarse y adaptarse para no quedar anticuadas e inasequibles. De toda su obra solamente está traducida al español «El futuro de las profesiones, cómo la tecnología transformará el trabajo de los expertos humanos», en edición ya difícilmente encontrable. La que el lector tiene en sus manos será, pues, la segunda vertida a nuestra lengua, y ha sido un privilegio traducirla al español junto con Carlos Sanchez de Pazos y Enrique Arnaldo Benzo, y de este modo conseguir su más sencilla difusión entre un potencial de destinatarios de más de cuatrocientos millones. Es deseable que no sea la última que vea la luz en nuestra lengua, pues otros títulos son igualmente atractivos The end of the lawyers (2008), The future of law: facing the challenges of information technology (1996) o el último de ellos Online Courts and the future of Justice (2019).
El libro, de lectura imprescindible para todo aquel que no se contenta con contemplar el futuro sentado cómodamente en su sillón, se estructura en tres partes: qué cambios se han producido en el Derecho y en el ejercicio profesional de los juristas, cómo interpreta el que denomina «nuevo paisaje» y, en fin, qué perspectivas se ofrecen para los abogados jóvenes. Aparecen conceptos inquietantes pero al mismo tiempo sugestivos como abogacía low-cost, start-up jurídicas, inteligencia artificial aplicada al Derecho, servicios jurídicos online, digitalización jurisdiccional, modelos laborales alternativos para los abogados, resolución de disputas a través de internet o tribunales online, mercados de servicios jurídicos… Aunque, como dice el autor, el libro se concibió inicialmente para la próxima generación de abogados, nos afecta a todos. Incluso a los más experimentados que han de confesar socráticamente que nunca se termina el aprendizaje, por muchos pleitos, contratos o negociaciones en que se haya intervenido.