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La antropología cultural, conocida por el gran público gracias a la obra, entre otros, de Marvin Harris, pone su acento en la descripción y el análisis de las culturas —las tradiciones socialmente aprendidas y practicadas— como fuente de investigación e hipótesis del «hecho social». ¿Qué es una cultura entonces? Nos lo dice Burnett Tylor: «ese todo complejo que comprende conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en tanto que miembro de la sociedad.» Por razón de la cada vez mayor amplitud y complejidad de las sociedades, el concepto de «cultura» puede desintegrarse en categorías menores: las «subculturas». Y, sí, en la Administración de Justicia española hay una «subcultura» tradicional vigente desde hace siglos y varias —no muchas— contraculturas que se oponen a la misma. Una y otras representan, en su eterno conflicto, eso que algunos han convenido en llamar el «proceso de modernización de la Administración de Justicia», y que no es sino en verdad —desde una óptica antropológica— un conflicto cultural eterno entre lo viejo y lo nuevo, en un escenario —el presente— objeto receptor de los efectos dañosos colaterales de dicho enfrentamiento.

La subcultura dominante en la Administración de Justicia se sustenta sobre tres ideas centrales; a saber: la concepción de la Justicia como una Administración clásica y, por tanto, profundamente burocrática; la consideración casi exclusiva de la Justicia como un poder estatal ejercido y no como un servicio público suministrado; y la resistencia frontal a la transparencia como mecanismo preliminar para la fiscalización pública que impone el principio de responsabilidad. Fruto de estas premisas conceptuales básicas encontramos nuestro actual sistema: profundamente burocratizado en sus métodos físicos y de procedimiento; impermeable a las técnicas de gestión y resultado de las Ciencias de la Administración y, finalmente, receloso cuando no abiertamente opuesto, al escrutinio público en lo que atañe a su funcionamiento diario, ya se proyecte este sobre un órgano concreto o sobre toda la red institucional. Esta es la subcultura socialmente mayoritaria, reinante, en nuestra Administración de Justicia, pero, coexisten con — y contra— ella una pluralidad no definida con exactitud de «contraculturas» disidentes que, contrarias a la inadaptación consustancial que ocasiona la subcultura oficial, proclaman ideas para una modernización de la Administración de Justicia, manteniendo de este modo la pugna sociológica entre el pasado —presente— que lucha por su continua perpetuación y el futuro —idealista— que busca convertirse en una subcultura autorizada.

Las principales «contraculturas» que podemos observar en nuestra Justicia son las que siguen: la relativa a las Nuevas Tecnologías; la que propugna la simplificación procedimental y, quizá la más ambiciosa: la que preconiza la desjudicialización de determinados contenciosos, ya sea a través de su conversión en procedimientos administrativos o, en su caso, con su trasvase a los medios alternativos de solución de conflictos. Desde luego, no nos encontramos ante un campo de análisis tasado o estático, estas «contraculturas» son resultado de experiencias novedosas habitualmente impuestas por la disfuncionalidad del paradigma tradicional. Sin embargo, sí es común a todas ellas una palabra que, desgraciadamente, en ocasiones, es empleada con desdén, cuando no con notable desprecio: progreso. Sí. Todas las «contraculturas» que en las últimas décadas han ido encontrando anclaje en el sector público de Justicia, sean de raíz pública o privada, no han nacido de la nada y para la nada, sino que, todo lo contrario, han pretendido —y pretenden— ofrecer nuevos enfoques de metodología y resolución a una Administración que languidece ante cualquier nuevo desafío social —el proceso tecnológico, la protección de datos, las nuevas fórmulas económicas…—. Y quizá por este hecho indubitado, no sería ocioso recalcar que la propuesta de examen cultural que se propone en estas líneas es, en realidad, no ya un enfoque, sino una certificación de un dato incontestable: que la «subcultura» vigente se muestra, cada día con mayor claridad, en su obsolescencia programada, en el fin de un ciclo, en el ocaso de una era; un final que como la nieve de una mañana de primavera, nadie recuerda exactamente cuándo dejó de estar ahí, cuándo se evaporo… El progreso siempre ha sido eso: asimilación cultural inconsciente, mutación silenciosa de la realidad…

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