«En determinadas sociedades democráticas puede considerarse necesario sancionar, o incluso impedir, todas las formas de expresión que difundan, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia». Esta manifestación, recogida en la Sentencia del TEDH de 6 de julio de 2006 (LA LEY 95426/2006) de Erbakan vs. Turquía, fue realizada en un contexto de protección de la igual dignidad humana como fundamento de una sociedad democrática y pluralista. Hoy, sin embargo, vemos que también puede servir de fundamento para la represión de la libertad de expresión.
El discurso de odio, creado para abordar el odio racial, se ha ido extendiendo incorporando otros colectivos vulnerables e históricamente discriminados
El término «discurso de odio», creado para abordar el odio racial, se ha ido extendiendo por la normativa internacional de modo progresivo incorporando otros colectivos vulnerables e históricamente discriminados. Tiene como objeto promover la igualdad y proteger a las personas respecto de la discriminación, la intolerancia y la violencia, en el contexto concreto en el que se emita el discurso.
Pero esta inicial intención de protección de minorías y grupos sociales en riesgo, ha derivado en una tendencia al exceso que está poniendo en peligro la efectividad de la protección original. Si todo es delito de odio, la figura queda desdibujada. Ese efecto indeseado se produce con la pretensión de considerar como discurso de odio expresiones que en realidad reflejan manifestaciones de crítica, hostilidad o rechazo, como también con la extensión de su ámbito subjetivo, de modo que hoy ya se esté planteando si incluso las mayorías pueden ser también sujetos pasivos del discurso de odio.
Llegamos incluso a correr el serio peligro de criminalización de las manifestaciones ideológicas, con el efecto de acabar limitando cualquier expresión de libre pensamiento. No obstante, ese control de la expresión se ha comprobado que al cabo del tiempo resulta contraproducente, pues acaba derivando en el crecimiento de posturas de reacción aún más fuertes, que acogen el descontento frente a esa extralimitación.
El odio es una emoción, un sentimiento y, por tanto, mientras no se exteriorice permanece en el ámbito interior de la persona. Distinguir cuándo se están manifestando únicamente los propios sentimientos o cuándo se está incitando o provocando otras actitudes susceptibles de ser lesivas, no es una cuestión fácil. No se trata solo de acotar si esas concretas expresiones suponen una incitación al odio, sino también de interpretar la personal intención del sujeto que las emite. Se trata de algo tan subjetivo, que incluso no solo depende de la intención del emisor del mensaje, sino también de su percepción por quién es destinatario de las mismas. Todos hemos vivido en las relaciones humanas cotidianas, el inesperado resultado ofensivo de unas palabras que en ningún caso pretendían ofender o causar mal pero que, fuera de contexto o no debidamente entendidas, se han convertido en motivo de desencuentros y rupturas.
El odio inverso aparece como una «justicia paralela, un ajusticiamiento digital, que peca de arbitrariedad»
Es más, estamos asistiendo incluso al fenómeno del «odio inverso». Este fenómeno, estudiado por Juan Soto Ivars en su libro «Arden las redes», al que califica como la poscensura, supone el linchamiento masivo en las redes sociales como reacción ante una inicial opinión. Aparece como una «justicia paralela, un ajusticiamiento digital, que peca de arbitrariedad» atacándose por miles de personas con expresiones de desprecio y odio evidentes para cualquier observador», como justicieros de la moral, provocando entonces la interesante pregunta que plantea este autor ¿quién comete ahora el delito de odio, el que emite un pensamiento o una opinión de forma seria o irónica, o quienes se tomaron la justicia por su mano?
Todo ello pone de manifiesto que hay un frágil equilibrio entre la libertad de expresión y la incitación al odio. La Observación General 34 del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, aclara que, cuando se dice que es necesario limitar la libertad de expresión, el Estado debe demostrar que es para un propósito legítimo. Como asimismo señala la jurisprudencia del TEDH, la libertad de expresión lleva aparejada unas excepciones que requieren, sin embargo, una interpretación restrictiva, y la necesidad de restringirla debe estar motivada de forma convincente.
Vemos ejemplos en diferentes Sentencias del TEDH de 2018 (casos Toranzo Gómez vs. España (LA LEY 177494/2018); Stern Taulats y Roura Capellera vs. España (LA LEY 7576/2018), entre otras), considerando dentro de los márgenes de la libertad de expresión las dirigidas contra determinadas instituciones del Estado. El criterio del TEDH marca que los límites de la crítica admisible son más amplios con respecto a un hombre político, al que se señala por ostentar esa condición y que debe, por tanto, mostrar una mayor tolerancia, que un simple particular: a diferencia de este, aquél se expone inevitable y conscientemente a un control minucioso de sus movimientos tanto por parte de los periodistas como por los ciudadanos de a pie. Igualmente señala el TEDH en sus resoluciones, como asimismo recoge nuestro Tribunal Constitucional, que la libertad de expresión tiene una posición especialmente preferente cuando contribuye al debate público respecto de asuntos de relevancia general, en el que estén implicados sujetos que ejerzan funciones públicas.
En igual sentido, como se recoge por las Sentencias del Tribunal Constitucional 174/2006 de 5 de junio (LA LEY 62712/2006), STC 177/2015 de 22 de julio (LA LEY 104946/2015) y 112/2016 de 20 de junio (LA LEY 87238/2016), entre otras, «la libertad de expresión comprende la libertad de crítica, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática. Por ello mismo hemos afirmado rotundamente que es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. La Constitución protege también a quienes la niegan. Es decir, la libertad de expresión es válida no solamente para las informaciones o las ideas acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrastarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población».
Se amparan manifestaciones incluso que, aunque afecten al honor ajeno, se revelan como necesarias para la exposición de ideas u opiniones de interés público
Se amparan manifestaciones incluso que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la exposición de ideas u opiniones de interés público. Sin embargo, queda fuera un pretendido derecho al insulto o expresiones ultrajantes innecesarias para transmitir la idea u opinión que se exponga, atendiendo a las circunstancias del caso (STC 177/2015 de 22 de julio (LA LEY 104946/2015)), porque libertad de expresión no es libertad de agresión ni de exclusión.
Por ello, la libertad de expresión no es absoluta, y está sujeta a restricciones que se derivan de la protección de otros bienes jurídicos, que incluyen la libertad y la dignidad de cada persona.
En estos casos, la función jurisdiccional consiste en valorar atendiendo a las circunstancias concurrentes la expresión de las ideas vertidas, esto es, si la conducta que se enjuicia constituye el ejercicio legítimo (y lícito) del derecho fundamental a la libertad de expresión y, en consecuencia, se justifica por el valor predominante de la libertad o, por el contrario, la expresión es atentatoria a los derechos y a la dignidad de las personas a que se refiere, situación que habrá de examinarse en cada caso concreto» (STS 72/2018 de 9 de febrero (LA LEY 2407/2018)).
Y como criterio para evaluar si existen conductas de incitación al odio, la Recomendación de Política General n.o 15 de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) suministra los puntos a tomar en consideración para contextualizar las conductas y evaluar si existe o no el riesgo de que se produzcan estos actos (
Test de Rabat
), atendiendo al contexto en que se utiliza el discurso, la intencionalidad, la capacidad de influencia que tenga el emisor, la naturaleza o contundencia del lenguaje, el medio utilizado y su difusión, o la naturaleza de la audiencia.
Y todo ello siempre bajo el prisma de evitar la difusión de ideas radicalmente discriminatorias y atentatorias a la dignidad humana.