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I. Introducción

Si hay un autor que comprendió a la perfección la importancia del simbolismo y la teatralidad, y como uno y otra se confunden y esconden en el presente mismo, ese es, sin duda, Shakespeare. El bardo de Avon, el inventor del «teatro dentro del teatro», conocía con precisión las técnicas de escondite entre lo falso y lo auténtico y cómo a veces la verdad se comunica mejor con una mentira o, al menos, con una ficción. No en vano, Shakespeare tuvo a lo largo de su vida diversos problemas legales y sabía cuán importante son los artificios estéticos ante un tribunal. Esa concepción del simbolismo la llevó a su obra y, por ejemplo, nos la recuerda bien en Macbeth: «la vida no es más que una sombra en marcha…un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada».

La historia de la jurisdicción, desde el origen de los tiempos, está repleta de simbolismo, de ritual, de imágenes, iconos y retratos. Pocas cosas hay tan impactantes como la primera impresión que uno recibe cuando visita por primera vez una sala en el Tribunal Supremo o cuando camina lentamente por el pasillo de los pasos perdidos del mismo tribunal. La mezcla de temor y admiración conducen al sentimiento buscado, probablemente, por toda esa estructura visual: el respeto a una institución —la Justicia— que monopoliza las agresiones legítimas a lo institutos humanos más elementales: la libertad, la propiedad… El uso de togas no es casual; sólo en los oficios cercanos a la muerte o la desgracia (médicos, militares…) se sigue empleando uniforme oficial. Que la tragedia no nos encuentre de vida civil. Conviene no dejar de lado que la Justicia es algo serio; aunque con demasiada frecuencia lo olvidemos.

Y qué ocurrirá si toda esa solemnidad, salvo determinadas excepciones, es sustituida por los juicios en streaming, por la tecnología, la fibra óptica, la red… ¿Se encuentra el «simbolismo judicial» en riesgo? ¿Nadie ha reparado en que, más allá de la inmediación, la Justicia ostenta un papel icónico en términos sociales? ¿Puede salvarse ese valor, o la crisis del COVID-19 destruirá la concepción histórica de la Justicia como un poder en el que la imagen misma del estrado ya ha dictado su primera sentencia?

II. El papel de la simbología: ritos y visualización

El origen pretérito de los rituales relacionados con la aplicación de las leyes se remonta a la antigua Roma e, incluso antes que ésta, a los primeros pueblos primitivos, de los que existen textos que vinculan la función judicial —y su correlativo empleo de imágenes— con los druidas y otras clases privilegiadas de legitimidad carismática —concepción weberiana— reconocida por los integrantes del grupo.

El empleo de iconos, ritos y determinados trajes, venía dado por el especial interés en revestir la actuación judicial de un cariz público de naturaleza solemne; ofreciéndose la decisión de la autoridad, no como un decreto humano, sino divino, fruto del parecer de una superioridad intangible responsable de los designios del colectivo. Por otra parte, no podemos desconocer que la propia necesidad del procedimiento se deriva no solamente del menester de ordenar metódicamente la delimitación de los hechos y las alegaciones de las partes, sino que, desde un enfoque más amplio, el proceso sirve para legitimar el sistema institucional en el que la justicia se imparte; en definitiva, con un enfoque estructural, puede afirmarse que el procedimiento judicial cumple dos funciones básicas: la primera, inmediata, servir de cauce al análisis de la controversia y su decisión posterior; la segunda, mediata, permitir que el sistema institucionalizado se ratifique a sí mismo a través de la utilización de sus propios métodos que, en cuanto útiles se tornan necesarios para la sociedad en la que se ejercen —legitimidad de resultado—. La preocupación de los Estados en obtener apoyos a través del uso y exhibición de sus procesos jurisdiccionales es recurrente en la historia y se ha manifestado de diferentes formas, si bien, la más expresa es una: la exposición de la ejecución capital pública, rodeada siempre de la siniestra liturgia de la muerte: desde el uniforme del verdugo hasta los prolegómenos personales del condenado.

Podemos afirmar que el Derecho se aplica cuando los ciudadanos ajustamos nuestras conductas a las reglas en él contenidas. Si no fuese así, cabría hablar de la existencia de un ordenamiento teórico, pero difícilmente sería posible aseverar que existe un Derecho cuando éste resulta por todos desobedecido. Pues bien, para que ese componente de obediencia colectiva tenga lugar, se requiere la presencia de distintos elementos, uno de ellos fundamental: el respeto al poder aplicador institucionalizado. Ese respeto, lejos de lo que pueda imaginarse, exige de importantes esfuerzos y, desde antiguo, obtiene un crucial aliado en el simbolismo sobre el que ahora nos estamos apoyando. La liturgia en los tribunales, por mucho que se haya flexibilizado en las últimas décadas, ha continuado ejerciendo una misión de concienciación sobre el valor de la norma y el respeto a la regla jurídica como frontera entre el Estado de Derecho y el estado de naturaleza —cuyo temor, en su última ratio, sienta los fundamentos de la legislación excepcional que, por ejemplo, introdujo el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo (LA LEY 3343/2020)—-. Sí, el Derecho adquiere su validez a través de la conducta social, pero ésta se desarrolla en función de aceptaciones o rechazos que encuentran un condicionamiento sólido en el propio respeto a la escenografía institucional.

El respeto al poder obtiene un crucial aliado en el simbolismo sobre el se apoya

Preguntémonos qué es un juicio. Muchas serán las respuestas, y una de ellas podría ser la que sigue: una representación teatral en la que las partes esgrimen sus argumentos con arreglo a unas normas prefijadas para que un tercero —el juez—, al que reconocen legitimidad decisora, emita un fallo que deberán acatar so pena de someterse a la legal utilización de la coerción por el poder del Estado —la violencia—. ¿Son necesarios los juicios? ¿Y los jueces? ¿Y las reglas jurídicas? ¿Y la amenaza de la violencia? En realidad, no. Toda la escenografía judicial es, en puridad social, una ficción, una falacia necesaria a la que recurrimos por la ventaja colectiva que supone la primacía de la legalidad sobre la ley del más fuerte: el pragmatismo legalista frente a la coacción salvaje. La Justicia en verdad, y utilizando a Shakespeare, es «teatro dentro del teatro»: pura escenificación de la tensión de intereses consustancial a la coexistencia. Una realidad imaginada a la que nos atamos, cerrando los ojos y creyendo en ella, porque sabemos que sólo de esa forma se garantizan nuestras premisas personales más importantes: nuestra libertad, el derecho a la vida… ¿Y puede sostenerse esa «ficción» sin su atrezo? ¿Podemos aplicar la ley desde Zoom? ¿Ocuparán definitivamente las Nuevas Tecnologías el templo de la todopoderosa Justicia expulsando de ella a sus sacerdotes?

III. «Justicia telemática»: ¿el ocaso de los ídolos?

Cuando se escriben estas líneas, el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, ha sido ya convalidado por el Congreso de los Diputados. Sus preceptos penetran así de la esfera de lo transitorio a la categoría de lo previsiblemente duradero —nunca se sabe…—. Y con este ejercicio legislativo encontramos que el artículo 19.1 (LA LEY 5843/2020) de la referida norma parece haber llegado para quedarse entre nosotros. Recordemos su dicción:

«Durante la vigencia del estado de alarma y hasta tres meses después de su finalización, constituido el Juzgado o Tribunal en su sede, los actos de juicio, comparecencias, declaraciones y vistas y, en general, todos los actos procesales, se realizarán preferentemente mediante presencia telemática, siempre que los Juzgados, Tribunales y Fiscalías tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello.»

Dado que es más que probable que la preferencia de la «Justicia telemática» sobre la «Justicia presencial» se consolide en el futuro y sin fecha de caducidad, cabe ya interrogarse sobre qué habrá de ocurrir con nuestro sistema de ritos, con la solemnidad de los tribunales constituidos para el digno cometido de administrar justicia. La pregunta para algunos podrá resultar superflua; probablemente, los menos ortodoxos, sólo verán en ella una resistencia al inexorable devenir de la modernidad; sin embargo, sin pretender oscurecer las luces de este nuevo Renacimiento, sí debemos poner el acento en que las formas son importantes; y en Justicia, mucho más. La propia noción de Estado de Derecho se construye semánticamente sobre la escrupulosidad del método, sobre la prevalencia del medio sobre su fin…No todo vale…Llamemos la atención sobre los riesgos de destruir, por mor de los nuevos requerimientos sociales, el esquema de relaciones para la aplicación de la ley que, intuitivamente, el propio Real Decreto-ley ya advierte cuando en el apartado segundo ordena la necesaria presencia física del acusado en los juicios por delito grave. La liturgia procesal y organizativa no es un capricho del legislador, ni siquiera una querencia nostálgica de algunos por la solemnidad de los antiguos bancos de mármol y las togas de alpaca; el ritual del procedimiento, las venías, la concesión de la palabra, los códigos de vestimenta, la policía de estrados…son una expresión conjunta y única de la dimensión social trascendente que en cualquier sociedad democrática debe tener la Justicia. No son ornato; son el sistema en sus detalles materiales. La legitimidad de las cosas a veces —muchas— se condiciona por su propia apariencia. Ficción, realidad, verdad o mentira…Teatralizar un hecho es, en ocasiones, la única forma de convertirlo en tal y dotarlo de entidad suficiente, de hacerlo tangible para el resto.

La celebración de actos de juicio, declaraciones o comparecencias judiciales de forma telemática no debe conllevar necesariamente la pérdida o exclusión de ese sistema ritual que ahora ponemos en valor. Es cierto. Sin embargo, a nuestro juicio, la relajación del modelo, sí puede conducir a efectos indeseados, tales como la ausencia del debido respeto al decoro que impone la seriedad del oficio o, también, el abuso del «formato», convirtiendo lo que debe ser una posibilidad al servicio de todos en una herramienta para la irresponsabilidad, cuando no para el simple abuso de la buena fe del resto de intervinientes.

Desde luego, y en consideración al estado primario que todavía mantiene la apuesta tecnológica, es difícil ofrecer aportaciones concretas sobre cómo o con qué herramientas pueden conciliarse los actos telemáticos con el respeto inexcusable a la metodología prefijada por la ley y a los derechos de todos los que, con un estatus u otro, intervienen en un procedimiento. Sin embargo, sería muy recomendable que todo el desarrollo legal o reglamentario de la previsión de actos judiciales telemáticos tuviese en cuenta las exigencias de control por parte de la autoridad responsable, velando con garantías y medios para ello del correcto discurrir del acto y excluyendo comportamientos que pudieren desconocer que, aunque la Justicia se administre telemáticamente, sigue siendo Justicia, es decir, una responsabilidad pública en la que se decide, en cada pleito, el propio mantenimiento del modelo de convivencia. A riesgo de poder resultar reiterativos, nunca obviemos que los órganos judiciales son los llamados a salvaguardar la «normalidad de la vida»; ésa que tanto hemos extrañado con la presencia entre nosotros del coronavirus.

IV. La Justicia más allá del escenario

Toda conclusión que pretendamos alcanzar ahora sobre el futuro de la «Justicia telemática» devendrá necesariamente en inútil o, al menos, en incompleta. La incertidumbre de los tiempos, lo cambiante de las circunstancias, y lo desconocido de algunos horizontes, premian que la prudencia sea el faro que guíe cualquier aseveración apriorística sobre nuestra Administración de Justicia y, en general, sobre cualquier extremo de la vida pública. No sabemos cómo serán los próximos meses, pero es que ni siquiera conocemos cómo serán las próximas semanas. Como en ninguna otra ocasión con anterioridad, andamos ciegos y con más voluntad que certeza hacia un nuevo territorio que habremos de dominar, hacer nuestro y ponerlo al servicio de todos. ¿Cómo? ¿Cuándo ¿Dónde? Las preguntas se apilan y las respuestas se escapan ya sigilo. No importa tanto lo que venga sino, quizá, la actitud que asumamos ante ello. El ingenio de un artista que convierte la materia en significado no arranca desde la certeza sino desde la más grave confusión; la capacidad de representación, como nos recuerda G. Steiner, supone otorgar a la ficción una figura veritatis: una figura y una figuración de la verdad. En el Derecho ocurre exactamente eso: representamos nuestros conflictos a través de la ficción del juicio para, igualmente, resolverlos con una verdad figurada que aceptamos por su utilidad práctica. Esa ficción, figuración de una verdad autoaceptada, no es sino la idea imaginaria que permite que todo lo real —imaginación colectiva— continúe su curso…

No cometamos el error de tratar como accesorio lo que es esencial, no oscurezcamos los pequeños detalles, ni perdamos el respeto a la formalidad, al proceso

La crisis del coronavirus SARS-CoV-2 ha impuesto nuevos modelos de conducta, cambios organizativos de naturaleza social que, probablemente, no serán transitorios sino perennes. Fruto de esos cambios podremos construir una nueva realidad, una nueva sociedad, y sí, también, una nueva Administración de Justicia, en la que la presencialidad sea desplazada por la relación telemática. Pero no cometamos el error de tratar como accesorio lo que es esencial, no oscurezcamos los pequeños detalles, ni perdamos el respeto a la formalidad, al proceso, al cauce respetuoso para la decisión legal de la controversia…al Estado de Derecho.

En esa Dinamarca sombría y lúgubre en la que Shakespeare sitúa Hamlet se respira un clima de incertidumbre, de fin y comienzo de época, de la nada a punto de convertirse en el todo. Y sobre ese escenario acontece la escena de «la Ratonera», el teatro dentro del teatro, la utilización de la representación como un instrumento al servicio de la verdad sin por ello desconocer que la ficción siempre es ficción y que la verdad sólo es un argumento para permitir que todo prosiga. En este nuevo escenario de perfiles difusos y decorado en constante movimiento que es nuestra Administración de Justicia, apremia progresar hacia la modernidad sin por ello destruir los simbolismos que, históricamente, convierten a la Justicia en algo más que un simple ejercicio del poder establecido. La liturgia, el rito, el proceso, el respeto a la forma…No son incompatibles con una nueva era en la que la tecnología habrá de servir a una responsabilidad tan vieja como la humanidad. Y tan antigua como ésta es el afán del hombre por acercarse a la representación para, a través de la imagen, a través de lo teatral, comprender que todo es una ficción en la que lo que importa es que todos aceptamos que existen unas reglas prefijadas, unas pautas esenciales de escenografía, sin las cuales no habría telón, ni escenario, ni actores…En suma, sin la cual no habría nada, tampoco nosotros mismos; sólo el triste y gélido vacío que resulta de la quiebra de lo más importante: los detalles que significan todo.

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