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Una de las figuras jurídicas estadounidenses más llamativas tanto para el jurista como para el lego en Derecho y, al mismo tiempo, peor entendidas, es el denominado grand jury («gran jurado»), particularmente en contraposición al petit jury («pequeño jurado»), semejante este último a los empleados en otras jurisdicciones del common law así como a los adoptados en los ordenamientos continentales. Al fin y al cabo, el petit jury no se trata sino de aquel jurado al que se le encomienda la decisión de la específica controversia civil o de índole penal de que se trate tras la celebración del oportuno juicio de una manera similar mutatis mutandi a lo disciplinado en nuestro ordenamiento nacional mediante la Ley Orgánica 5/1995 (LA LEY 1942/1995).

Por su parte, y a diferencia del anterior, el grand jury responde a la necesidad a la que en nuestro país obedece la fase intermedia del procedimiento abreviado; esto es, la de que un tercero imparcial controle la plausibilidad probatoria así como el alcance de la acusación que se pretendiere ejercitar como presupuesto de un eventual juicio criminal. En cualquier caso, lo anterior no es sino una burda aproximación que difícilmente hace justicia al poderoso influjo de dicha institución en la sociedad y en la cultura norteamericanas más allá incluso de su ya de por sí considerable relevancia en el seno de la justicia penal.

A modo de ejemplo de dicha influencia baste recordar cualquiera de las diversas ocasiones en las que en obras literarias o cinematográficas de toda índole el potencial sujeto de una investigación penal alude con inquietud al «gran jurado», particularmente cuando recibe el temido subpoena (en latín, literalmente «bajo pena», que cabría traducir como «cédula de citación» o «requerimiento», dependiendo del contexto). Se trata de una presencia esta que, sin duda, en muchas ocasiones se confunde con o ve eclipsada por el petit jury, más espectacular este último y, por ende, mucho más familiar para el gran público. Sin embargo, conviene no despreciar el potencial dramático del grand jury el cual, por su propia naturaleza, es mucho más discreto que el anterior pero no por ello menos relevante.

Quizá el primer y más simbólico indicio de su transcendencia sea el hecho de que se halla expresamente reconocido como uno de los derechos fundamentales de todo ciudadano estadounidense en la Quinta Enmienda de la Constitución de los EEUU siquiera vis a vis la jurisdicción federal. El motivo no es otro que el de que, a diferencia de otros aspectos de la misma o de distintas Enmiendas a su Carta Magna que integrarían la conocida como Bill of Rights («Declaración de Derechos»), el Tribunal Supremo federal ha entendido, al menos hasta la fecha, que dicha garantía no se proyecta sobre la acción de los diversos Estados, ni, por ende, los respectivos Poderes Judiciales de estos últimos.

Sea como fuere, no menos significativo resulta el hecho de que, a pesar de ello, la gran mayoría de los Estados han optado por integrar en sus respectivas Constituciones una salvaguarda o instrumento más o menos semejante. Llegados a este punto conviene detenerse un segundo en esta última dicotomía: salvaguarda o instrumento ¿Acaso es posible que una garantía, un derecho fundamental, sea simultáneamente un instrumento o herramienta? Al fin y al cabo, parece sugerir la presencia de un tercero, distinto del titular del derecho de que se trate, que podría valerse de este, ¿quizá hasta el punto de perjudicar a esta última persona?

Para responder a dicha pregunta resulta necesario analizar siquiera someramente tanto la legislación procesal que disciplina el grand jury como la jurisprudencia que la desarrolla; fruto ambas del elevado rango constitucional que dicha institución reviste. Y para ello ya es hora de esbozar a grandes rasgos su funcionamiento, si bien ciñéndonos por obvios motivos de extensión al ámbito de la jurisdicción federal, disciplinado en la Regla 6ª de las Reglas Federales del Procedimiento Penal («FRCrP» por sus siglas en inglés) (https://www.law.cornell.edu/rules/frcrmp; obtenido el 19 de mayo de 2020, a las 20.00 horas).

Cada grand jury queda integrado por un número variable de personas, de 16 a 23, escogidas periódica y aleatoriamente por cada district court

Cada grand jury queda integrado por un número variable de personas, de 16 a 23, escogidas periódica y aleatoriamente por cada district court («tribunal de distrito») de entre los electores registrados en su circunscripción para un período variable máximo de 18 meses; lapso este último a lo largo del cual el United States Attorney (literalmente «Abogado de los EEUU», figura esta que aglutina a nivel federal mutatis mutandi las funciones asumidas en nuestro país tanto por el Ministerio Fiscal como por la Abogacía del Estado) asignado al distrito en cuestión (en lo sucesivo, «AUSA» por sus siglas en inglés) como cualquiera de sus delegados somete a su consideración cuantos hechos potencialmente delictivos de los que tenga noticia estime oportuno; facultad esta, la de someter asuntos a su consideración, que también ostentan no solo el propio district court sino también cualquiera de los miembros del jurado, si bien su ejercicio resulta excepcional.

Todo ello con el fin último de esclarecer las potenciales responsabilidades penales dimanantes de aquellos delitos federales calificados en la Constitución como infamous («infames», esto es, sancionados con penas superiores a un año de prisión) que hubieran podido cometerse en el distrito de que se trate y, por ende, autorizar, o no, el indictment (en el presente contexto, «querella» o «escrito de acusación») tras examinar los medios de prueba que el AUSA presentare; esto es, resolver sobre si procede permitir, o no, el ejercicio de la acción penal en los términos pretendidos por este último, lo cual eventualmente abriría la puerta al posterior juicio. Y esto debiendo tener presente que en este último intervendría ya, y en su caso, el petit jury, cuyos integrantes serían en todo caso distintos.

En suma, y siguiendo una habitual metáfora, el grand jury opera como «escudo», impidiendo acusaciones arbitrarias o infundadas que el AUSA pudiere pretender dirigir contra sus conciudadanos, y, simultáneamente, como «espada», al autorizar y promover la represión de conductas punibles ocurridas en su distrito. De hecho, y con independencia de lo que luego se dirá, se trata de un órgano que goza de una autonomía formal plena, como en ocasiones demuestran los conocidos como runaway juries (literalmente «jurados fugados» o «huidos», aunque una traducción más acertada quizá sería la de «desbocados»); jurados que, por el motivo que fuere, asumen la iniciativa de la investigación o de la acusación incluso en contra del criterio del AUSA relegando a este último a un segundo plano.

Se trata este de un fenómeno que si bien suele provocar un cierto vértigo en los EEUU, señaladamente a la vista de las amplias facultades atribuidas al grand jury, lo cierto es que históricamente ha cumplido un papel nada desdeñable en el combate contra ciertos fenómenos delictivos tales como determinadas formas de corrupción política, delincuencia económica o el crimen organizado; máxime frente a la desidia, negligencia o mera desatención, reales o percibidas, del AUSA o de cualquiera de sus homólogos estatales. Ello no obstante, conviene enfatizar que no deja de tratarse de algo harto ocasional.

Al fin y al cabo, en la inmensa mayoría de las ocasiones el grand jury se limita a examinar los documentos como a presenciar los interrogatorios de aquellas personas que el AUSA entendiere necesarios de cara a demostrar la plausibilidad de aquellos indictment que este último eventualmente le propusiere; documentos estos que pueden haber sido previamente recabados, o los testigos citados, mediante el oportuno subpoena ya aludido emitido este en los términos contemplados en la Regla 17ª FRCrP y cuyo incumplimiento llevaría aparejada la comisión de un delito de contempt of court (literalmente, «desprecio al tribunal», equivalente, siquiera a grandes rasgos, a un delito de desobediencia).

Todo ello, conviene observar, sin mayor intervención del district court el cual no suele intervenir salvo en alguno de los contados supuestos legalmente contemplados o, en general, de nadie que no sea el propio AUSA, como más adelante se expondrá más detalladamente. A lo cual se le ha de añadir la circunstancia de que las diligencias desarrolladas ante el grand jury así como las deliberaciones de este último se hallan protegidas por un estricto secreto sujeto a muy escasas excepciones.

Llegados a este punto resulta fácil imaginarse una de las más comunes críticas que se dirigen frente a los grand jury: su sometimiento a la voluntad del AUSA, hasta el punto de llegar a afirmarse que la función de aquél en ocasiones no pasa de ser una mera formalidad al limitarse a dar el visto bueno a cuanto este último le plantea. Al fin y al cabo, y aun dejando al margen tanto la disparidad intrínsecamente existente entre los miembros del jurado, legos en Derecho por definición, y el AUSA como lo anteriormente expuesto en torno a que este no tan solo escoge qué asuntos someter a su consideración sino también las diligencias de investigación a practicar, conviene tener presente que tampoco existe obligación alguna de mostrar a los miembros del jurado las evidencias exculpatorias de que se tuviere conocimiento.

Las facultades de investigación del grand jury consisten en la posibilidad de exigir la exhibición de documentos y la comparecencia de personas que puedan ofrecer datos sobre los hechos investigados

Centrándonos ya en las concretas facultades de investigación del grand jury éstas básicamente consisten en la posibilidad de exigir a través del oportuno subpoena la exhibición de cuantos documentos se entendieren oportunos así como la comparecencia de todas aquellas personas que se considerare puedan ofrecer datos sobre los hechos investigados, incluyendo aquellas en relación a las cuales concurrieren indicios de criminalidad. A primera vista tales facultades no parecen exorbitantes ni, por ende, alejadas en exceso de las reconocidas a, por ejemplo, los Jueces y Magistrados de Instrucción en nuestro país. Sin embargo, y una vez más, las apariencias engañan, existiendo como se verá diversas y notables diferencias entre las competencias de unos y otros.

De entrada, resulta imposible de obviar que la mayor parte de los district court pero sobre todo algunos de ellos cuentan con unos recursos y medios que hacen que su alcance se halle a mucha distancia de la inmensa mayoría de los órganos instructores nacionales con la posible salvedad de los Juzgados Centrales de Instrucción. Sea como fuere, y dejando al margen lo anterior, la clave del respeto o, incluso, ¿por qué no decirlo?, del temor que infunden los grand jury no reside tanto en los considerables recursos a su alcance sino sobre todo en el régimen legal y jurisprudencial que no solo les permite sino incluso impone la limitación de aquellas garantías que en otras circunstancias asistirían a las personas frente a las cuales se dirige la investigación.

Más concretamente, y he aquí uno de los aspectos más relevantes, no existe nada comparable al estatuto jurídico-procesal reconocido en nuestro ordenamiento a los investigados. En torno a tal extremo la sentencia recaída en el asunto United States v. Mandujano (opto aquí y en lo sucesivo por respetar en la medida de lo posible la nomenclatura original), de 19 de mayo de 1976, recordaba, en particular, que no cabe exigir del AUSA que efectúe al potencial implicado en los hechos objeto de la causa la conocida como «advertencia Miranda»; esto es, que no existe per se obligación alguna de advertirle de sus derechos a no responder a las preguntas que se le formularen así como a ser asistido por un Letrado de su elección en los términos definidos en la sentencia Arizona v. Miranda, de 13 de junio de 1966.

Y lo anterior a diferencia de, por ejemplo, lo que ocurre en el seno de un interrogatorio policial para cuya validez la advertencia en cuestión constituye una condición imprescindible. En cualquier caso conviene tener presente que el privilegio frente a la autoincriminación tal y como se halla reconocido por la Quinta Enmienda no es del todo equiparable a los términos en que lo contemplan los arts. 24 de la Constitución española (LA LEY 2500/1978) y 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882). Más concretamente, en los EEUU toda persona tiene, en efecto, derecho a negarse a responder las preguntas que se le formularen siempre y cuando considere que la respuesta pudiera implicar la eventual exigencia frente a ella de forma alguna de responsabilidad penal.

Sin embargo, la distinción reside en que en el caso de optar por responder se halla obligado a hacerlo con total veracidad hasta el punto que, de no hacerlo, incurriría en un delito de perjury («perjurio» o «falso testimonio»). Y esto no pudiendo perder de vista que tal infracción penal adolece en los EEUU de mucha mayor gravedad que en nuestro país previéndose, al menos en la jurisdicción federal, penas de hasta cinco años de prisión de conformidad con la Sección 1621, del Título 18 del United States Code (https://www.law.cornell.edu/uscode/text/18/1621; obtenido el 19 de mayo de 2020, a las 20.00 horas).

De hecho, no resulta en absoluto desconocido el fenómeno conocido como las perjury trap («trampas de perjurio»); expresión esta que alude a la criticada práctica tanto de algunos AUSA como de las fuerzas del orden de someter a la persona de que se trate a exhaustivos interrogatorios con el fundamental propósito de obtener una afirmación que por secundaria o irrelevante para los hechos objeto de investigación que sea quepa, sin embargo, acreditar como falsa. Y esto a los solos efectos de obtener una condena cuando sería difícil o costoso obtenerla de otro modo o, en su caso, presionar a dicha persona para, por ejemplo, lograr su cooperación.

Volviendo, sin embargo, a las particularidades propias del grand jury el derecho de defensa de la persona llamada a declarar o, en su caso, de todo potencial investigado, se halla en todo caso harto limitado. Y con esto me refiero no tan solo a que si bien toda persona citada ante el grand jury puede contar con un letrado que le asista este no podrá acompañarlo en el curso del interrogatorio o siquiera estar presente en la sala en cuestión. Al fin y al cabo, el investigado carece de derechos tales como el de conocer el contenido de la causa, proponer diligencias de investigación o, incluso, el de intervenir en aquellas que se practicaren.

En absoluto es insólito, de hecho, que una investigación del grand jury se desarrolle completamente al margen de la persona investigada quien, con frecuencia, tan solo adquiere conocimiento de ella cuando recibe el indictment; esto es, cuando el equivalente a nuestra fase de instrucción ha concluido ya. No existe, en definitiva, obligación alguna de siquiera concederle la oportunidad no ya de participar en la investigación sino de ofrecer su postura antes de la adopción de una decisión; decisión esta que, en cualquier caso, y pese a ser recurrible, resulta harto infrecuente que lo sea con éxito.

Todo lo anterior, además, mereciendo destacar algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo como la sentencia United States v. Calandra, dictada el 8 de enero de 1974, conforme a la cual no existe impedimento alguno a que la acusación pública exhiba al jurado a modo de justificación del indictment propuesto evidencias obtenidas violando la Cuarta Enmienda, la cual reconoce la inviolabilidad frente a las unreasonable search and seizures (comúnmente traducida como «entradas y registros ilegales» si bien ha de entenderse que comprende toda vulneración del derecho fundamental a la intimidad personal así como a la inviolabilidad domiciliaria y/o de las comunicaciones).

En este mismo sentido la sentencia Lawn v. United States, dictada el 13 de enero de 1958, llegó a admitir que uno de los fundamentos del indictment librado por un grand jury fueran datos obtenidos en flagrante vulneración del privilegio frente a la autoincriminación garantizado por la Quinta Enmienda. Todo ello, por supuesto, sin poder obviar la constante posición jurisprudencial que impide, a diferencia de lo que ocurre con el petit jury, toda forma de challenge («desafío», si bien en el presente contexto cabria traducirlo como «acción procesal» o «recurso») destinado a poner de manifiesto el o los prejuicios de cualquiera de los miembros del grand jury.

La mera eventualidad de ser el sujeto de una investigación del grand jury basta por sí sola para causar temor

Partiendo de todo lo anterior cabe entender ya que la mera eventualidad de ser el sujeto de una investigación del grand jury baste por sí sola para causar temor hasta en el más fiero de los gánsteres de ficción y, por ende, la frecuencia de su aparición en obras culturales de toda índole. Sin embargo, a nadie se le escapa el precio a pagar por disponer de un instrumento de represión punitiva tal. Todo esto sin ánimo de sumarme a las críticas, en ocasiones apresuradas o gratuitas, que con frecuencia se suelen dirigir frente a instituciones propias de culturas jurídicas más o menos alejadas de la nuestra.

En cualquier caso, y como ya se aludía antes, no se trata de una figura exenta de críticas en los propios EEUU sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, y pese a los diversos y sucesivos intentos por reformarla, sigue manteniendo su centralidad en las investigaciones dirigidas a esclarecer los crímenes más graves. A este respecto, resulta imposible obviar los aparentes esfuerzos del Departamento de Justicia por intentar atemperar los tradicionales rigores propios de una investigación del grand jury (https://www.justice.gov/jm/jm-9-11000-grand-jury#9-11.231; obtenido el 19 de mayo de 2020, a las 20.00 horas). Sea como fuere, las últimas investigaciones dirigidas por el Fiscal Especial Robert Mueller frente al Presidente parecen haber reavivado el debate en torno a esta figura del Derecho penal norteamericano que más se aleja de las premisas comúnmente aceptadas en otros países occidentales.

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