La palabra PANDEMIA aparece definida según la RAE como «enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región.»
Palabra que comenzamos a escuchar con frecuencia hace unos meses, y que sin duda ha modificado muchos de nuestros hábitos al menos desde que fue decretado el estado de alarma. Pandemia que también nos ha permitido a algunos bajar el ritmo acelerado de nuestra vida diaria y tomar conciencia de ello, aprovechando la ocasión para observar con más sosiego lo que sucede alrededor. De otra forma, creo que nunca me habría parado a escribir estas líneas. Llevo tiempo con la sensación de que es tal el bombardeo diario e incesante de información en televisión, periódicos digitales, redes sociales, etc., que muchas noticias de gran relevancia por su enorme impacto social a largo plazo, pasan inadvertidas (o al menos sin dedicarles el tiempo de análisis que requieren), porque son eclipsadas inmediatamente por la siguiente noticia, y a día de hoy, las audiencias (movidas por el hambre de actualización constante) mandan.
Estamos en la era del exceso de información y de la superabundancia de estimulación, que está ligada a un consumo desmedido de información y bienes materiales
Tal y como indican numerosos psiquiatras expertos en la materia, estamos en la era del exceso de información y de la superabundancia de estimulación, y esa hiperestimulación, está profundamente ligada a un consumo desmedido tanto de información a través de redes sociales y medios de comunicación, como de bienes materiales. Y a todo ello, se accede sin ningún esfuerzo previo, a tan solo un click, lo cual explicaría en gran parte los numerosos trastornos de déficit de atención (el famoso TDAH que afecta a tantos menores y que tan frecuentemente encontramos en procedimientos de divorcio), y otras actitudes de desmotivación y desilusión que se aprecian en algunos adolescentes pese a su juventud, y que estarían relacionadas con la actual cultura de la inmediatez y el «cortoplacismo» derivada en parte, de los grandes avances en la forma de comunicarnos, y que está generando frustración en aquéllos que todavía no han desarrollado la capacidad de esperar los resultados a medio y largo plazo.
Si bien no cabe duda de que todos los avances en esa materia son muy beneficiosos y han mejorado muchos aspectos de nuestra vida, han de utilizarse con moderación por quienes son más vulnerables al estar en una fase temprana de su educación, ya que los resultados inmediatos que proporcionan, van en contra de la cultura y los valores del esfuerzo y el largo plazo, que son los que generalmente han permitido a cualquier persona alcanzar sus objetivos y mantenerlos, y no otros, pese a lo que se aparente en las redes sociales. Todo éxito lleva aparejado casi siempre un duro trabajo previo (aunque a veces este último no se vea en el exterior).
Pues bien, hecha esta reflexión, y a raíz de los últimos acontecimientos políticos y sociales acaecidos durante la situación de estado de alarma en que nos encontramos, considero más necesario que nunca poner en valor y resaltar la importancia de la separación de poderes, como pilar fundamental de nuestro estado social y democrático de derecho (art. 1 de la Constitución (LA LEY 2500/1978), en adelante CE), siendo la independencia judicial uno de los elementos imprescindibles para que esa separación de poderes sea real, así como para garantizar la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, principio fundamental de nuestra Carga Magna (art. 9.3 CE (LA LEY 2500/1978)).
Independencia judicial que solo se consigue de forma efectiva (además de por la inamovilidad de los jueces que exige el art. 117.2 CE (LA LEY 2500/1978)), mediante la ausencia de injerencias por parte de los demás poderes del estado, y que tiene por finalidad, garantizar a los ciudadanos que realmente pueden confiar en la persona que va a decidir sobre algunos de los aspectos más importantes de su vida (los que afectan a la libertad, la propiedad, incluso la custodia de sus hijos, etc.). Esa confianza sólo se consigue si el usuario de la justicia sabe y tiene la tranquilidad de que el juez resolverá con estricto y exclusivo sometimiento a la ley, sin estar ligado por ningún vínculo de jerarquía con ninguna otra autoridad, ni involucrado personalmente en los asuntos sobre los cuales tiene que resolver. Es evidente que cualquier intento de interferencia en tal sentido por parte de los otros dos poderes del estado, va en detrimento de la confianza que los ciudadanos han de depositar en los Tribunales, para acatar sus resoluciones.
Precisamente el trabajo diario como juez, te enseña y obliga aún sin darte cuenta, a tomar conciencia de ciertos prejuicios (que todos tenemos como seres humanos por el simple hecho de vivir) para dejarlos al margen, así como a abstraerte y mirar las cosas con objetividad, ya que todas las versiones que escuchamos de las partes (incluidas las nuestras propias en los demás ámbitos de nuestra vida), están emitidas y filtradas desde nuestras propias vivencias y emociones, que siempre son parciales. Es decir, considero que las cosas no tienen un único significado, sino el que cada persona (con su propio bagaje) le otorga, tal y como se ha demostrado a lo largo de la historia, que a veces parece ser distinta, según quien la escriba. Precisamente en eso consiste parte del trabajo del juez, en juzgar una serie de hechos que se presentan ante él (o ella mayoritariamente), a la vista de las pruebas que se practiquen, y con arreglo a las reglas del proceso previstas en la ley, siendo consciente de todo lo anterior.
Pues bien, precisamente porque para determinar y depurar responsabilidades ya están los tribunales de justicia, creo que los ciudadanos no merecemos escuchar debates parlamentarios en que se utilicen argumentos infantiles y victimistas, en que un parlamentario reproche a otro lo que su predecesor hizo, o lo que su antepasado sufrió en la guerra, por culpa de unos o de otros, restando así atención a lo verdaderamente importante y urgente, como lamentablemente estamos viendo en los últimos días. Nuestros antepasados vivieron y gestionaron la vida que les tocó vivir y fueron responsables de sus actos; a nosotros nos toca vivir y gestionar ésta, la de hoy. Para todo lo demás, están los homenajes, la memoria histórica (documentada y elaborada de manera fiel por expertos e historiadores en la materia, no por los representantes de los ciudadanos, ya que cada cual debe actuar siempre en el ámbito de su competencia para evitar errores).
La pérdida de tiempo, medios y esfuerzo en reproches inútiles y atribución de culpas (cuyo enjuiciamiento, si fuera necesario, correspondería al Poder Judicial y no al Ejecutivo ni al Legislativo) por quienes tienen la digna e importantísima función de gestionar un país y elaborar las leyes, solamente es indicativa de la capacidad y la «eficacia» de quienes tienen encomendada dicha función para cumplir con su cometido, que no es otra que gestionar de forma eficiente lo que nos pertenece a todos (educación, sanidad, servicios, justicia, etc.), para mejorar la vida de todos los ciudadanos.
El deseo continuo de todos los gobiernos por controlar el Poder Judicial, no es otra que la elusión de posibles responsabilidades penales
Por otro lado, el análisis de los continuos intentos y deseos de injerencia del Poder Ejecutivo y el Legislativo en el Poder Judicial a lo largo de nuestra historia democrática (sistema actual de nombramiento de vocales del CGPJ, nombramiento de la actual Fiscal General del Estado, opiniones de miembros de diferentes gobiernos criticando al concreto juez que ha dictado una resolución que no les ha gustado en cumplimiento de una ley que ellos mismos han elaborado) y siendo estos intentos de injerencia mucho más descarados y sorprendentes en los últimos tiempos (puede que hasta el punto de exigirse a la Policía Judicial que se informe al Ministerio de Interior de una investigación judicial en contra de lo ordenado previamente por la juez competente), pone de manifiesto la finalidad última de ese deseo continuo de todos los gobiernos existentes hasta ahora, por controlar (al menos en parte), el Poder Judicial, y deduzco que no es otra que la elusión de posibles responsabilidades penales, lo que a su vez responde a un legítimo y comprensible miedo inherente a todo ser humano desde que nace, que es responder por la comisión de actos que están tipificados y castigados en la ley.
Ahora bien, el hecho de que ese temor pueda ser comprensible y humano en la medida en que todos podemos equivocarnos y cometer hechos en un futuro que estén castigados en la ley, no justifica en modo alguno el intento de controlar y eludir las responsabilidades y consecuencias a que toda persona se enfrenta por igual en los términos previstos en la ley para la comisión de determinados hechos. Precisamente para eso está la ley, para darnos la libertad que implica el hecho de conocer unas reglas claras del juego, y saber así a qué atenernos en caso de incumplirlas. Porque fuera de la ley, no hay libertad, hay abuso.
Por eso, permitir cualquier injerencia de otros poderes del estado en el Poder Judicial, supone infringir un principio esencial como es la igualdad de todos ante la ley, previsto en el art. 14 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978), y se traduce en un recorte de nuestras libertades como ciudadanos.
Si la ley emana del Poder Legislativo a través de los representantes de los ciudadanos, que a su vez han sido elegidos por aquéllos en las urnas, y la función del juez consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado con pleno sometimiento a la ley (art. 117 de la CE (LA LEY 2500/1978)), mientras que el ejecutivo tiene por principal función la gestión del estado, así como ejecutar y aplicar las políticas y leyes aprobadas, ¿no resultaría obvia la extralimitación (y por tanto la injerencia) de un Poder Ejecutivo que ordenase que se le informe de una investigación judicial en curso, que tiene por finalidad dilucidar unos hechos que podrían ser constitutivos de delito?
Si un miembro de alguno de los tres poderes del estado incumpliera una ley, ¿tendría la autoridad moral necesaria para exigir su cumplimiento a cualquier ciudadano? Creo que las respuestas son obvias.
En definitiva, alguien que exija el cumplimiento de la ley y no predique con su ejemplo, ¿puede inspirar la confianza y la autoridad necesarias para hacerlo?
Partiendo de esta premisa, y poniéndola en conexión con los vertiginosos acontecimientos sociales y políticos que se están sucediendo durante este estado de alarma en que nuestros derechos fundamentales están fuertemente limitados con arreglo a la ley, resultan exigibles y más necesarias que nunca cualidades como la coherencia, el rigor y la honestidad en quienes exigen a los ciudadanos respetar las reglas del juego y el cumplimiento estricto de la ley.
Coherencia significa actuar conforme a lo que se predica o expresa, porque sólo así la palabra (en nuestros representantes) volverá a tener el valor que tenía y que ha perdido en los últimos años, al no ir acompañada de acciones en tal sentido, sin otra consecuencia (para ellos) que la mayor o menor pérdida de votos, y con un grave perjuicio para todos los ciudadanos, como es el deterioro de las instituciones del estado. Sólo así (siendo rigurosos, coherentes y honestos), aquello que expresan (en nombre de todos), podrá tener credibilidad.
Habida cuenta de que para desarrollar el importante servicio público y la honorífica labor que tienen encomendados Diputado/as y Senador/as, la ley no exige haber superado una oposición ni contar con un mínimo nivel académico (a diferencia de lo que ocurre para trabajar como maestro, profesor, enfermero, médico, juez, policía, bombero, abogado del estado, fiscal, administrativo o cualquier otro empleo público), considero que las virtudes de coherencia, rigor y honestidad deberían ser requisitos mínimos y exigibles, que resultan imprescindibles para desarrollar dignamente esa función. Cualidades o valores éstos, que sí rigen el funcionamiento de otros colectivos, como por ejemplo son la Guardia Civil y las demás Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, cuyos resultados están a la vista de todos…entonces, ¿por qué no exigirlo a todos aquéllos que conforman el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo?
Considero que todo ello, deviene imprescindible para devolver a las instituciones la importancia y el valor que merecen, resultando, además, sano e interesante, al menos plantear un debate:
¿es beneficioso o conveniente para la sociedad que cualquier persona mayor de edad, solo por tener nacionalidad española y no incurrir en causa de inelegibilidad (art. 6.1 LOREG (LA LEY 1596/1985)) pueda desempeñar un trabajo como el de Diputado de las Cortes Generales o Senador?
Habida cuenta de los conocimientos y cualidades que requiere dicha función, ¿sería conveniente y lógico exigir para ello una mínima formación/educación o experiencia laboral, como ocurre en cualquier otro empleo público de los anteriormente mencionados?