Quienes de una forma u otra participamos en la realidad jurisdiccional somos, probablemente, quienes más conscientes somos de la solución solamente parcial —a veces ni siquiera eso— que ésta implica para el contencioso al que se le ofrece tratamiento.
Por simplismo, o quizá por excesiva confianza, el ciudadano confía en que la presentación de su problema jurídico ante el Juzgado o Tribunal conllevará una solución necesaria y suficiente que, tras el procedimiento de rigor, permitirá devolver la situación convulsa al estado de tranquilidad que define nuestra pretensión existencial. Sin embargo, la realidad —por desgracia— casi siempre es bien distinta y la «panacea judicial» resulta no ser tal, e incluso a veces sólo es la primera fase en la prolongación progresiva hacia un conflicto más grave y complejo. Las razones del fracaso del mecanismo judicial pueden ser muchas y no siempre imputables al propio sistema de Administración de Justicia; en ocasiones son las propias partes, sus profesionales o la ausencia de un tratamiento no judicial preliminar al contencioso los que hacen naufragar la vía judicial; en otras, la lentitud de la maquinaria jurisdiccional, o incluso el diseño normativo del proceso, conducen a ese insatisfactorio resultado que se dibuja en el conflicto inacabado. En un caso u otro, el relato del acontecer previo y posterior en el que se desenvuelve la controversia, como componente externo pero influyente, es determinante para que la misma desaparezca y otorgue lugar al acuerdo, a la solución razonada y perdurable.
El lenguaje como expresión del conocimiento y la narración como descripción del presente ontológico son presupuestos para la exposición de cualquier hecho cognoscible
El lenguaje como expresión del conocimiento y la narración como descripción del presente ontológico son presupuestos fundamentales para la exposición certera de cualquier hecho cognoscible; también de aquel que se presenta bajo la forma de una contienda judicializada. Por diversas causas, el discurso de los hechos —también en el marco jurisdiccional— es dado por supuesto, como si éste no estuviese cargado de intenciones, voluntades y deseos que condicionan el discurrir del procedimiento y la misma conclusión del mismo. Como los peces en el mar, los seres humanos no concebimos siempre con claridad que nos desenvolvemos en un ámbito relacional discursivo-contextual en el que el lenguaje, con sus connotaciones y denotaciones, no sólo impone un entorno de comprensibilidad sino que, mucho más allá de esa noción estática o de atrezo, compone una visión de continuidad sobre la que se superponen ideas, significados y consecuencias comprensivas que supeditan el actuar del individuo en una doble vertiente: por un lado, lo encadenan a su pasado histórico —el relato que cree de sí mismo—; por otro, subordinan su futuro de unión y conexión con los demás a través de las creencias predeterminadas que construye sobre esa narración previa y tantas veces imperceptible, sólo salvada por la conciencia individual del sujeto circunstancial (Ortega) o en acción (Rivière). ¿Y qué efecto tiene ese relato en el litigio judicial? La inclusión de una falsa dialéctica «vencedor-vencido» que sólo conducen a la mayor tensión entre las partes definidas, cerrándose en apariencia «puertas» que siguen abiertas y haciendo del Juzgado o Tribunal un estadio más en la progresión conflictiva, lo que, necesariamente, hará que la palabra judicial sufra las huidas del «vencido» con la consecuente frustración para el «vencedor»; en suma, la dialéctica se romperá con la comunión de la derrota; ésa que nace desde el mismo instante en que el discurso empieza a construirse sin tomar en consideración los puntos de acuerdo y rechazando los mismos en favor de la infantil apelación constante a la ley y al recurso judicial: jueces convertidos en «hombres del saco» para los adultos. La tragedia de una postmodernidad tan obsesionada consigo misma que ha olvidado que la unión del ser con su comunidad se traduce en una noción capital metajurídica: la responsabilidad individual.
Desde hace semanas, el Ministerio de Justicia, con un anunció que sólo puede ser bienvenido, ha manifestado en distintos foros y medios, su intención explícita de introducir la «cultura del acuerdo» como alternativa a la opción que supone lo jurisdiccional. Hemos de insistir… esta —por ahora— simple posibilidad de introducción de recursos intrajudiciales y extrajudiciales cuya idea básica es el alcance de soluciones dialogadas, extraídas desde la búsqueda del pacto y elementos de convergencia inter-partes, es un paso trascedente desde el punto de vista organizativo o logístico que presentan los actuales datos de volumen de litigiosidad, pero lo es todavía más —si se admite, desde un prisma sociológico— en el marco que supone el lenguaje con el que frecuentemente enfocamos nuestras controversias jurídico-sociales.
La cuestión descriptiva-narrativa del litigio judicial en España daría lugar a líneas más profundas que lo que puedan ser éstas; no obstante, en nuestra opinión, y desde la obsesión personal de que todo objeto es «lenguaje narrado», creemos que no se insiste todavía lo suficiente en la presentación del conflicto judicializado como un problema preliminar de connotaciones y denotaciones salvables a través de la comprensibilidad de la realidad alternativa que «el otro» edifica sobre aquellas premisas perceptibles que asientan la base del conflicto jurídico. La contemplación del contencioso —judicializado o no— como un poliedro con diferentes caras y vértices, todos ellos sin embargo componentes de una misma pieza, ayudaría a afrontar el mismo con una perspectiva distinta de la actual —la dialéctica «vencedor-vencido»— y conllevaría una mejor, más rápida y sobre todo más eficaz consecución de acuerdos, que no solamente redundarían en una Justicia más eficiente, sino que ante todo supondrían la creación de un relato discursivo nuevo para toda la sociedad; un relato en el que el recurso al tercero imparcial —de presencia imprescindible siempre— no es la primera opción sino una que debe producirse ante el fracaso —posible— del intento de solución dialogada.
El COVID-19, y la crisis social y económica que el mismo desgraciadamente está ocasionando, deben servirnos para reflexionar sobre los patrones prestablecidos en nuestra configuración como sociedad civilizada. Uno de ellos —crucial— es el que atañe al modo de entender el conflicto y su relato, a la forma en que judicializamos nuestra vida y las controversias que le son consustanciales. La mediación no es una panacea como tampoco lo son los órganos judiciales, por más que infantilmente a veces queramos creer lo contrario. Una resolución «decide» un problema…no lo «resuelve»; una concepción amplia y abierta del discurso del conflicto, con favorecimiento del diálogo y el acuerdo, aliviará las estadísticas de nuestros Juzgados y Tribunales, pero sobre todo cambiará nuestra percepción infeliz sobre el conflicto eterno que en ocasiones implica el recurso jurisdiccional. Todo es lenguaje…también lo que nosotros decidimos ser.