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Hay en la construcción conceptual del sustantivo «Derecho» una necesidad permanente por resolver una crisis preliminar, un problema subyacente que hace forzoso, imperativo, presentar una solución: la creación de un «derecho» frente a la situación de tempestad vital que sin él asume el ser.

Esta reflexión filosófica básica sobre la función del Derecho en nuestras vidas se ofrece demasiadas veces por supuesta, sin embargo, en ella late una idea fundamental sin la que todo intento de ofrecer respuestas ante los acontecimientos presentes habrá de decaer en meros propósitos: el Derecho es herramienta y al mismo tiempo un fin; una perspectiva sin la otra sólo puede determinar una imagen incompleta del ordenamiento, sus motivos y su papel en la sociedad.

La crisis provocada por el coronavirus SARS-CoV-2 ha conllevado una revisión casi total de los paradigmas vigentes en nuestra sociedad global del siglo XXI. La forma de comunicar, la información, la transparencia, la exigencia de responsabilidades públicas…Todos los aspectos que revelan una vinculación entre el poder institucionalizado —no necesariamente político— y la ciudadanía se han agudizado en la tensión constante impuesta por el virus. Pilares clave en nuestro Estado de Bienestar como la Educación, la Sanidad o la Justicia han padecido el latigazo inmisericorde del coronavirus, aflorando deficiencias estructurales y un problema irresuelto en términos democráticos: el del consenso.

Efectivamente, la fragmentación política europea y nacional, el clima de enfrentamiento y la irresponsabilidad clamorosa de los agentes partidistas en muchas ocasiones, están convirtiendo la crisis del COVID-19, también, en una «crisis jurídica». El colapso legislativo en lo fundamental, el diálogo sordo en la renovación de instituciones principales con mandatos caducados (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional…) y la colisión en el marco territorial entre las tendencias centrípetas y centrífugas, ocasiona un contexto —el actual— que, en verdad, es revelador de un lastre que se arrastra desde antiguo para desgracia de nuestro país: somos incapaces de reaccionar con la ley —que, al fin, es el producto de la política— ante los desafíos que acontecen en nuestro perímetro social.

No servirá de nada un pacto presupuestario si posteriormente no existe un marco de políticas públicas consensuado o mayoritario que habilite una salida rápida del presente actual. Es urgente reformar destacados ámbitos de la legislación (mercantil, laboral…), pero la reforma no puede quedarse en una vocación de aplicabilidad inmediata; es imprescindible recuperar el «largo plazo» —el Derecho como fin— y el consenso en la defensa de la esencia de un Estado de Bienestar que ha de poder reaccionar velozmente ante los retos constantes de la crisis sanitaria —el Derecho como medio—. El Derecho como fin; el Derecho como medio; el Derecho para continuar; el Derecho como valladar frente a la adversidad…

La reivindicación del valor crucial de la norma jurídica en un Estado democrático sería incompleta si no destacásemos de ella, sumativamente a lo anterior, su poder como ejemplo de superación frente a las situaciones de estrés social.

El gran desafío que plantea la enfermedad es el de impedir que su llegada ocasione una crisis que no encuentre retorno: una jurídica

Desde antiguo, existe comunión en la consideración de la Ley como instrumento frente a la barbarie imperante en el «estado de naturaleza». Ha evolucionado el fundamento de esa «Ley»: desde las primeras consideraciones reales y autoritarias hasta la democracia como fuente y legitimación normativa de los tiempos actuales; sin embargo, la Ley, la Norma, siempre ha operado como una reacción ante una crisis, una permanente, eterna: la crisis que supone la vida lejos del Derecho. El «estado de naturaleza» no es un entorno periódico o recurrente, no es una enfermedad de aparición regular en el cuerpo social; no, el «estado de naturaleza» es la realidad, sórdida y brutal, en la que los hombres y mujeres cohabitamos bajo la premisa de la violencia permanente que recorre nuestro tuétano; el «estado de naturaleza» es la vida sin Derecho; es la crisis que origina éste y la crisis que da comprensión a la importancia de toda norma jurídica, por mínima que ésta sea en su rango o ínfima sea su trascendencia en cálculos sociales.

El COVID-19 y todo lo que ha ocurrido por consecuencia de su trágico advenimiento ponen a prueba nuestra manera de relacionarnos socialmente, nuestra capacidad para sobrevivir a las limitaciones impuestas por la emergencia sanitaria, pero, sobre todo, el gran desafío que plantea la enfermedad es el de impedir que su llegada ocasione una crisis que no encuentra retorno: una jurídica.

El sistema de valores de toda sociedad descansa en su ordenamiento jurídico, éste es manifestación viva y orgánica de la moral colectiva, de su evolución, de los problemas y contradicciones que son inherentes a todo cuerpo social en el que lo singular y lo plural se entrelaza en una pretendida idea común. En nuestro caso, disponemos de un ordenamiento jurídico sólido, con instituciones mejorables, pero, al fin, válidas y eficaces, capaces de haber posibilitado un progreso social tangible e innegable en décadas, resultado del esfuerzo común por crear un futuro. Un futuro que actualmente pasa por la Unión Europea, nuestro verdadero y real marco de convivencia a tiempo presente, distanciado de las miserias nacionalistas y su egoísmo de frágil identidad. La salida a esta crisis jurídica, la negación de esa barbarie en la que sin Ley el hombre se convierte en prisionero de sus iguales, sólo podrá encontrar lugar en el escenario europeo. Un sistema institucional complejo e, igualmente, mejorable, pero en el que reside con exclusividad la brújula que habrá de indicarnos la dirección de salida en esta crisis jurídica que hoy encuentra autoría en el COVID-19.

No hay soluciones sencillas ni respuestas simples para la dificultad instalada en nuestra sociedad por causa de la enfermedad. El coronavirus no será el último reto que enfrentemos, pero es un desafío de una crueldad infinita y una dimensión mayúscula. Por ello mismo, frente al caos, frente a la barbarie y la desgracia humana que trae consigo el virus, es preciso —urgente— reclamar un posicionamiento común en la reacción pública ante los problemas surgidos. Reivindicar el valor del Derecho como medio y fin, como herramienta al servicio de la comunión social y como manifestación de nuestra moral colectiva, es una tarea que apremia; el primer paso de un largo camino —el nuestro— en el que la superación de esta crisis jurídica sólo habrá de salvarse, como siempre, con la construcción de un sustantivo fuerte y poderoso: «Derecho».

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