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En plena pandemia, el Tribunal Supremo se ha pronunciado sobre una materia —el principio de ejecutividad de los actos administrativos— que a buen seguro va a tener importantes efectos. Muy importantes. Y no sólo en el ámbito del Derecho Tributario, sino en todo el Derecho Público.

Como es sabido, la ejecutividad de los actos administrativos es una consecuencia asociada al poder de autotutela declarativa de la Administración. Ejecutividad prevista, con carácter general, en los arts. 38 (LA LEY 15010/2015) y 98 de la LPAC (LA LEY 15010/2015), de conformidad con los cuales los actos administrativos serán inmediatamente ejecutivos, salvo que: a) se suspendan; b) se traten de resoluciones de un procedimiento sancionador; c) una disposición establezca lo contrario, y d) precisen de aprobación o autorización superior. Esta ejecutoriedad se ha visto siempre reforzada en el ámbito de los actos administrativos que establecen obligaciones de pago a favor de la Hacienda Pública, tradición que se ha visto renovada en el art. 98.2) de la LPAC (LA LEY 15010/2015). La LPAC tiene sus causahabientes en numerosos preceptos tributarios —arts. 224 LGT, 25 Reglamento de revisión en materia tributaria…—, fieles depositarios de una tradición generosamente protectora de las Hacienda de los viejos Monarcas.

Sobre esa ejecutividad se ha pronunciado la Sentencia 1421/2020, de 28 mayo 2020, rec. 5751/2017 (LA LEY 48387/2020). Ponente: F.J. Navarro.

El Tribunal debía pronunciarse sobre una interrogante muy precisa:

«[...] Determinar si se puede iniciar el procedimiento de apremio de una deuda tributaria, cuando haya transcurrido el plazo legalmente previsto para resolver el recurso de reposición interpuesto contra la liquidación de la que trae causa, sin haber recaído resolución expresa, con sustento en que la liquidación tributaria impugnada no fue suspendida

A tal efecto, de acuerdo con el Auto de admisión del recurso, el Tribunal debía interpretar el contenido de los arts. 38 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LA LEY 15010/2015) –en adelante, LPAC (LA LEY 15010/2015)—, en relación con los artículos 161 (LA LEY 1914/2003) y 224 de la Ley General Tributaria (LA LEY 1914/2003) LGT—. Sin embargo, el Tribunal, con muy buen criterio, extendió su labor interpretativa, a los artículos 21 a (LA LEY 15010/2015) 24 LPAC (LA LEY 15010/2015) y sus concordantes; a los artículos 9.1 (LA LEY 2689/1998), 9.3 (LA LEY 2689/1998), 103 (LA LEY 2689/1998) y 106 LJCA (LA LEY 2689/1998) ; así como el principio de buena administración —«que cursa más bien como una especie de metaprincipio jurídico inspirador de otros»—, fijando la doctrina siguiente:

«La Administración, cuando pende ante ella un recurso o impugnación administrativa, potestativo u obligatorio, no puede dictar providencia de apremio sin resolver antes ese recurso de forma expresa, como es su deber, pues el silencio administrativo no es sino una mera ficción de acto a efectos de abrir frente a esa omisión las vías impugnatorias pertinentes en cada caso. »

Abunda el Tribunal:

«Además, no puede descartarse a priori la posibilidad de que, examinado tal recurso, que conlleva per se una pretensión de anulación del acto, fuera atendible lo que él se pide. De esa suerte, la Administración no puede ser premiada o favorecida cuando no contesta tempestivamente a las reclamaciones o recursos, toda vez que la ejecutividad no es un valor absoluto, y uno de sus elementos de relativización es la existencia de acciones impugnatorias de las que la Administración no puede desentenderse .

El recurrente no promovió, como le era posible, la suspensión del acto recurrido en reposición , pero tal circunstancia sólo habría hecho más clara y evidente la necesidad de confirmar la sentencia, pues al incumplimiento del deber de resolver sobre el fondo —la licitud de la liquidación luego apremiada—,… se solaparía además, haciendo la conducta aún más grave, el de soslayar el más acuciante pronunciamiento pendiente, el de índole cautelar.» (FD tercero).

Esta es la doctrina. Supone un giro radical en la concepción tradicional de la ejecutividad de los actos administrativos. Giro radical absolutamente necesario, atendida la cada vez más generalizada concepción de la ejecutividad como un privilegio al que la Administración Pública tiene derecho ex necesse, sin necesidad alguna de justificar que esa ejecutividad sólo se legítima como salvaguarda del interés público.

El propio Tribunal Supremo deja bien clara la preocupación que le produce la motivación con la que el Letrado de la Comunidad de Murcia interpuso el recurso de casación frente a la Sentencia del TSJ de Murcia.

De una parte, señala el Tribunal la magnificación del principio de ejecutividad llevada a cabo por el representante de la Administración Pública, cuyos razonamientos preocupan seriamente al Tribunal Supremo, que con elogiable precisión señala que «Sus palabras nos resultan preocupantes, en tanto reveladoras de una concepción de las potestades que no es aceptable».

Estas son las palabras del Letrado de la Administración Pública que al TS le resultan preocupantes:

«[...] la doctrina que la misma (la sentencia) defiende resulta gravemente dañosa para los intereses generales, al ser contraria al principio de ejecutividad de los actos administrativos… Siendo esto así , el criterio que sienta la misma genera un perjuicio a los intereses generales de gran entidad, no sólo conceptualmente, ya que vulnera los principios generales del Derecho Administrativo tributario, sino también por su elevado alcance económico, debido al gran número de liquidaciones que gestiona anualmente la Agencia Tributaria de la Región de Murcia [...]».

Y prosigue el TS:

«Y luego añade, en un párrafo posterior , más preocupante aún, por la mentalidad que late bajo sus palabras:

"[...] Paralizar toda actividad recaudatoria por la simple interposición por el interesado de un recurso de reposición, aunque el mismo ni siquiera haya planteado la suspensión de la ejecución del acto impugnado , supone, por lo tanto, dejar de recaudar millones de euros [...]"»

Lo que está en juego no es sólo la concepción tradicional de la ejecutividad de los actos administrativos. Hay algo más. Yo diría que mucho más.

Veamos.

En primer lugar, se adentra el Tribunal en los actos presuntos. Resalta el carácter ficticio de tales actos — «actos surgidos ex lege del silencio»— en los que concurren unos caracteres muy singulares:

  • No es un acto propiamente dicho, sino una fictio iuris , cuya principal virtualidad es la de permitir al afectado la posibilidad de impugnarlo…, posibilidad impugnatoria manifiestamente precaria puesto que el acto, por su naturaleza ficticia, no está motivado.
  • Se trata de un « acto que puede ser desplazado por un acto posterior expreso que irrumpa en la relación impugnatoria ya trabada para variar la argumentación, o incluso para estimarlo en parte o inadmitirlo (ver al respecto los artículos 21 a (LA LEY 15010/2015) 24 de la ley 3 Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LA LEY 15010/2015) -LPAC (LA LEY 15010/2015)-). »

    Circunstancia que explica que el Tribunal, yendo más allá de las normas que en el auto de admisión se declaran interpretables, ha extendido también su parecer sobre estos preceptos.

  • Más aún. Resalta el Tribunal algo esencial:

    «… aceptar que pueda dictarse una providencia de apremio en un momento en que aún se mantiene intacto para la Administración el deber de resolver expresamente… es dar carta de naturaleza a dos prácticas viciadas de la Administración y contrarias a principios constitucionales de innegable valor jurídico, como los de interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE (LA LEY 2500/1978)); y servicio con objetividad a los intereses generales (art. 103 CE (LA LEY 2500/1978)), —que no se agotan en la recaudación fiscal, tal como parece sugerirse, sino que deben atender a la evidencia de que el primer interés general para la Administración pública es el de que la ley se cumpla y con ello los derechos de los ciudadanos—):

    • a) La primera práctica, no por extendida menos aberrante, es la de que el silencio administrativo sería como una opción administrativa legítima, que podría contestar o no según le plazca o le convenga…
    • b) La segunda práctica intolerable es la concepción de que el recurso de reposición no tiene ninguna virtualidad ni eficacia favorable para el interesado, aun en su modalidad potestativa , que es la que aquí examinamos. En otras palabras, que se trata de una institución inútil, que no sirve para replantearse la licitud del acto, sino para retrasar aún más el acceso de los conflictos jurídicos, aquí los tributarios, a la tutela judicial. »

Más claro… agua.

Y es que, como indicábamos, la posición del TS va mucho más allá de poner en su sitio la tradicional concepción de la ejecutividad de los actos administrativos. Baste reflexionar acerca de la difícil armonización entre el deber de resolver y la subsistencia —cada vez más arraigada— de los actos presuntos.

«Como muchas veces ha reiterado este Tribunal Supremo, el deber jurídico de resolver las solicitudes, reclamaciones o recursos no es una invitación de la ley a la cortesía de los órganos administrativos, sino un estricto y riguroso deber legal que obliga a todos los poderes públicos, por exigencia constitucional (arts. 9.1 (LA LEY 2500/1978); 9.3 (LA LEY 2500/1978); 103.1 (LA LEY 2500/1978) y 106 CE (LA LEY 2500/1978)), cuya inobservancia arrastra también el quebrantamiento del principio de buena administración, que no sólo juega en el terreno de los actos discrecionales ni en el de la transparencia, sino que, como presupuesto basal, exige que la Administración cumpla sus deberes y mandatos legales estrictos y no se ampare en su infracción —como aquí ha sucedido— para causar un innecesario perjuicio al interesado . Expresado de otro modo, se conculca el principio jurídico, también emparentado con los anteriores, de que nadie se puede beneficiar de sus propias torpezas (allegans turpitudinem propriam non auditur) , lo que sucede en casos como el presente en que el incumplido deber de resolver sirve de fundamento a que se haya dictado un acto desfavorable —la ejecución del impugnado y no resuelto—, sin esperar a pronunciarse sobre su conformidad a derecho, cuando había sido puesta en tela de juicio en un recurso que la ley habilita, con una finalidad impugnatoria específica, en favor de los administrados.»

El mismo Tribunal insiste en ello:

«… el deber de resolver no cesa por el mero hecho de la pendencia de recursos contra los actos presuntos —y, por ende, con la posibilidad, no muy estadísticamente frecuente, de que el recurso de reposición fuera estimado, con anulación del acto impugnado en reposición, que es hipótesis que no parece tener a la vista la comunidad murciana recurrente—.»

La Administración Pública —y de forma muy señalada la Administración Tributaria— ha ido configurando un modelo de funcionamiento en el que institutos nacidos con el fin de salvaguardar la igualdad de armas han ido decantándose en sentido tan favorable a la Administración que, hoy, resulta absolutamente legítimo plantearse su subsistencia. Los recursos de reposición, los actos presuntos, los silencios negativos…, tal cual hoy están sacralizados, forman parte de un mundo difícilmente compatible con los fines que propiciaron su nacimiento .

Parece entreverse que el Tribunal siente un cierto hartazgo en reiterar lo que debieran ser obviedades en el diario actuar de una Administración Pública estrictamente apegada al Derecho. Vean, si no, este párrafo:

«… no se comprende bien que se apremie la deuda tributaria antes de resolverse de forma expresa el recurso de reposición que, teóricamente, podría dar al traste con el acto de cuyo ejecución se trata; y, una vez, en su caso, desestimado explícitamente éste, cabría, entonces sí, dictar esa providencia de apremio, colocando así el carro y los bueyes –si se nos permite la expresión– en la posición formalmente adecuada…»

Si lo prefieren, quédese el lector con esta otra admonición sobre la efectividad de los recursos de reposición.

«… hay una especie de sobreentendido o, si se quiere, de presunción nacida de los malos hábitos o costumbres administrativos -no de la ley-, de que el recurso sólo tiene la salida posible de su desestimación. Si no fuera así, se habría esperado a su resolución expresa para dirimir la cuestión atinente a la legalidad del acto de liquidación -que se presume, pero no a todo trance, no menospreciando los recursos que la ponen en tela de juicio-, de la que deriva la presunción de legalidad y, por tanto, la ejecutividad.»

La conclusión es obvia. La expresión del hartazgo no lo es menos:

«El mismo esfuerzo o despliegue de medios que se necesita para que la Administración dicte la providencia de apremio podría dedicarse a la tarea no tan ímproba ni irrealizable de resolver en tiempo y forma, o aun intempestivamente, el recurso de reposición, evitando así la persistente y recusable práctica del silencio negativo como alternativa u opción ilegítima al deber de resolver

Alguna licencia adicional me permitirá el avisado lector. Lo que ha dicho esta Sentencia no se ha visto, por ahora, reiterado en otro pronunciamiento del Supremo. Y eso, sin duda, va a dar pábulo —ya lo ha hecho— a que la Administración y sus legales representantes nos vengan con la vieja milonga de que no hay Jurisprudencia hasta que no hay, al menos, dos Sentencias en el mismo sentido, apoyándose en la tradicional interpretación del art. 1.6) del Código Civil (LA LEY 1/1889) que identifica la Jurisprudencia con la «… doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la costumbre y los principios generales del Derecho». Sin embargo, a la hora de interpretar determinados preceptos debiera tenerse en cuenta lo que, con mayor precisión, ya Las Partidas ordenaban que «la sentencia que pasó en cosa juzgada debe ser habida por verdad. Otrosi decimos que la cosa que es juzgada por sentencia, que no se puede alzar e que la deben tener por verdad» (Partida séptima. Regla XXXII). Doctrina dominante en el ordenamiento castellano desde la primera mitad del siglo XIV hasta bien avanzado el siglo XIX, por lo que tampoco parece fácil echarla en saco roto. Línea, y esto es hoy lo fundamental, en la que se han dejado oír voces nuevas en este coro. Hay sobre todo una cuya potencia le confiere el carácter de solista: aquella que dice que toda la actuación administrativa está sujeta a la legalidad y a los fines que la justifican (víd. art. 106 CE (LA LEY 2500/1978)). Y no se sujeta a ello —lo ha dicho el Supremo— una actuación que, pendiente un recurso de reposición interpuesto contra una liquidación tributaria e instada suspensión, sin garantía: a) ni resuelve el recurso de reposición, y b) deniega expresamente la suspensión solicitada. Esto ha sucedido con posterioridad a la publicación de la Sentencia que hemos analizado… Parafraseando al Supremo cabría concluir que « el mismo esfuerzo o despliegue de medios que se necesita para que la Administración dicte la providencia de apremio podría dedicarse a la tarea no tan ímproba ni irrealizable de resolver en tiempo y forma, o aun intempestivamente, el recurso de reposición…»

Pues eso: vamos a poner los bueyes y el carro en su sitio.

En ese ir poniendo las cosas en su sitio , un reputado especialista —Tomás Cano— concluía hace muy pocas fechas que «hay que cuestionarse la actual configuración de nuestro sistema de recursos administrativos, cuyo régimen jurídico se debería unificar en un solo recurso de carácter potestativo y con efectos suspensivos, cuya resolución, además, debería atribuirse a órganos colegiados dotados de la necesaria autonomía y funcionalidad, como se ha hecho ya, con buenos resultados, en el ámbito de los contratos públicos, el dopaje en el deporte o la transparencia y el acceso a la información pública». (La ejecutividad de las sanciones y los enredos con la prescripción). Línea en la que también se ha movido otro reputado especialista —José Mª Baño— al instar el otorgamiento de la suspensión cautelar de todos los actos limitativos de derechos, siempre que no haya terceros afectados por la suspensión y no concurra, de forma manifiesta y clara, un interés público prevalente (Medidas cautelares y ejecución de sentencias: balance de la Ley 29/1998 (LA LEY 2689/1998) ).

Tengo para mi que volveremos a hablar del objeto litigioso fallado en la Sentencia referida. La razón es muy clara: la ejecutividad de los actos administrativos hoy tiene muy poco que ver con la concepción tradicional de ese principio de ejecutividad que nació como una muestra de que la Administración —al igual que los Tribunales de Justicia— participaba de la sustancia soberana que encarnaba el Monarca y, en consecuencia, puestas en un mismo plano, la Administración no podía sujetarse al poder de los Tribunales, atendida la identidad de rango y filiación. En definitiva, como han destacado los juristas anglosajones, en estos privilegios administrativos —del que la ejecutoriedad a ultranza es un formidable ejemplo— se detecta un auténtico vestigio histórico del absolutismo, del que nuestro Derecho no siempre ha sabido desembarazarse.

Ejecutividad de los actos administrativos que se acentuaba de forma muy especial en las denominadas causas fiscales, en las que ya la Novísima Recopilación, reiterando un fondo de comercio muy presente en toda nuestra legislación histórica, concluía que no deben admitirse por los funcionarios de Hacienda «pleytos, porque no se venga a perjudicar por este camino la administración y cobranza de mi Real Hacienda…», prohibiendo a los Jueces «embarazar lo que toca a la administración y beneficio de mi Hacienda…»

Cuando intuyo que volveremos a hablar sobre la ejecutividad de los actos administrativos estoy pensando en determinados Autos de nuestro Tribunal Supremo —Auto 166/2019, de 16 de enero, recurso 6226/2018 (LA LEY 636/2019). Ponente: J. A. Montero— en los que se cuestiona la procedencia o no del mantenimiento de la suspensión de la ejecución de sanciones cuando se han producido determinadas incidencias en la comunicación a la Administración Tributaria de que va a interponerse por el interesado —o ya se ha interpuesto— recurso en vía contenciosa. O en aquellos otros pronunciamientos —Auto 9320/2019, de 26 de septiembre, recurso 2839/2019 (LA LEY 135799/2019). Ponente F.J. Navarro Sanchis— donde se plantean problemas acerca de la posibilidad de tomar en consideración, a efectos de la prescripción de la potestad administrativa para sancionar, un exceso de duración en el procedimiento inspector, aun cuando haya quedado firme y consentida la liquidación derivada de dicho procedimiento o la fijación del plazo de inicio del procedimiento sancionador cuando, habiéndose firmado un acta en conformidad en el procedimiento de inspección, antes de que se haya notificado —o bien se entienda notificada, por transcurso de un mes desde la firma del acta en conformidad—, la liquidación de la deuda impagada que está en el origen de la infracción tributaria. Asuntos similares admitidos y problemas que se planteaban también en los recursos 6622/2017 y 1993/2019.

Precisamente sobre este último este último se ha pronunciado la Sentencia del pasado 29 de julio —recurso 1993/2019 (LA LEY 86930/2020) —, en la que el Tribunal Supremo ha concluido que:

«Ni el artículo 209.2 LGT, ni ninguna otra norma legal o reglamentaria, interpretada conforme a los criterios del artículo 12 LGT, establecen un plazo mínimo para iniciar el procedimiento sancionador, pudiendo inferirse del artículo 25 RGRST que dicho inicio puede producirse antes de que se le haya notificado a la persona o entidad acusada de cometer la infracción, la liquidación tributaria de la que trae causa el procedimiento punitivo, lo que resulta perfectamente compatible con las garantías del artículo 24.2 CE (LA LEY 2500/1978), y, en particular, con los derechos a ser informados de la acusación y a la defensa.»

Con el respeto que siempre tengo por las decisiones judiciales, comparto absolutamente el Voto particular formulado por el Magistrado F.J. Navarro Sanchis, al que se ha adherido J.A. Montero. Las razones son claras y poderosas:

  • en mi opinión, «lo que hace la sentencia es bendecir una práctica administrativa común o habitual… conforme a la cual la mayoría de los procedimientos sancionadores se incoan antes de producirse la liquidación, de donde infiere la Administración recurrente, que de considerarse inaceptable esta práctica, como hizo la sentencia de instancia, se crearía una doctrina gravemente dañosa para el interés general.»
  • «… la impresión que traslada la sentencia es que la convivencia simultánea de dos procedimientos que son interdependientes , esto es, enlazados mediante un nexo causal, en que el primero de ellos es presupuesto indeclinable del sancionador —así como que ambos se dirigen contra una misma persona—, no quebranta el principio de separación reconocido en el artículo 208 LGT porque se hallan vestigios o atisbos de este principio… en el hecho de que hay una separación formal entre ambos —no desdibujada por la simultaneidad entre ellos—; así como en la independencia de los trámites de uno y otro.»
  • «Dicho en otras palabras, la interpretación efectuada por la mayoría de la Sección… supone contravenir —y arrumbar casi definitivamente—, el principio de separación de procedimientos reconocido en el artículo 208.1 LGT.»

En las calendas agosteñas pensaba cómo se gestó en 1998 la Ley de Derechos y Garantías de los los Contribuyentes, que fue la cuna bautismal de la separación de procedimientos y de la autonomía conceptual del procedimiento sancionador. Recordé lo que costó llevar a la Ley la separación de los procedimientos… la furibunda reacción de ciertos destacados miembros de la Administración Tributaria, cuya resistencia ocasionó no pocas situaciones embarazosas. Recordé cómo en una de aquellas sesiones dije que el nacimiento del procedimiento sancionador me recordaba al nacimiento del niño yuntero de mi siempre presente y querido Miguel Hernández, pues el procedimiento sancionador , como el niño yuntero «nace, como la herramienta, a los golpes destinado.»

Por una vez no me equivoqué.

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