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I. Introducción

La crisis sanitaria, económica, política e institucional provocada por el virus SARS-Cov-2 ha conllevado una desestructuración —y consiguiente desestabilización— de los pilares esenciales de nuestro sistema democrático, en materias tan sensibles como, entre otras, la Justicia penal, con el consiguiente resentimiento de sus finalidades esenciales: la eficaz actuación del ius puniendi, la inmediata tutela o restauración de la víctima y la necesaria reinserción social. Del adecuado equilibrio entre estas tres finalidades depende, en buena medida, el éxito de nuestra Administración de Justicia en materia procesal penal (2) .

Ha de recordarse —aunque resultará, ciertamente, muy difícil de olvidar— que la pandemia provocó, durante sus primeros meses, un «apagón total» de la Justicia, con la sola excepción de los servicios considerados «esenciales». Esta paralización total evidenció la fragilidad de la Justicia postmoderna —la brecha digital— frente a su definitiva fortaleza clásica —la presencialidad e inmediación física—. Y es que muchos se quejaron —yo misma también— de que la verdadera transformación digital de la Justicia comenzase a afrontase, con determinación, al compás de una pandemia mundial y no antes. Sin embargo, la crisis sanitaria también ha revelado, curiosamente, una fortaleza de nuestra Justicia moderna, que se mantuvo ilesa hasta el comienzo del mismo confinamiento: su presencialidad, viveza, cercanía y humanidad.

El estado de hibernación en que quedó sumida la Justicia durante los primeros meses de confinamiento supuso un incremento de la litigiosidad, en el seno de nuestros Juzgados y Tribunales, que ya estaban saturados, de por sí, al tiempo de decretarse el primer estado de alarma. A mayores de esa litigiosidad basal, cuyo ritmo constante —como es lógico— no se frenó, vino a adicionarse otra derivada, precisamente, de esta pandemia —ERES, ERTES, despidos, alquileres, hipotecas, crisis matrimoniales, reequilibrio del régimen de visitas o custodia compartida por los periodos no disfrutados por las limitaciones de la libertad deambulatoria u otras medidas adoptadas por las autoridades sanitarias, etc.—, para la que los Juzgados y Tribunales tampoco estaban preparados. Pero ese es, acaso, el «sino» de nuestros Jueces y Magistrados, habituados a cubrir todos los déficits que les sobrevienen —esta vez, de incremento desmesurado de la litigiosidad, acompañado de una normativa insuficiente y una escasez de medios-, con su propia obstinación, responsabilidad y empeño.

El Poder Judicial afrontó la desescalada y la «nueva normalidad», sin dotación complementaria alguna

Así, pues, nuestro Poder Judicial afrontó, primero, la desescalada (3) , y, más tarde, la «nueva normalidad» (4) , sin dotación complementaria alguna; sin marco legal habilitante para un buen número de actuaciones telemáticas urgentes; y, por supuesto, sin herramientas procesales nuevas (5) . Nuestros Jueces y Magistrados prepararon, según se ha dicho de forma ingeniosa, su propia UCI judicial (6) , a sabiendas de que su esfuerzo era la única herramienta para la descongestión y la fluidez de la Justicia pandémica.

El Legislador, doblegado ante la constante proliferación de una litigiosidad masiva, provocada por la pandemia —y adicionada a la litigiosidad de base — ha procurado, eso sí, en los últimos meses, implementar e impulsar, mediante la proliferación de distintas y muy variadas disposiciones normativas, medidas organizativas y procesales en todos los órdenes, a la espera de la gran transformación de nuestra Justicia, especialmente en la Jurisdicción penal, que tan sólo podrá afrontarse mediante la aprobación de la tan esperada Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) o, de modificarse la nomenclatura, del Código procesal penal (en adelante, CPP) de la de la democracia (7) . Esperemos que, en efecto, tras dos intentos de reforma fracasados, «a la tercera vaya la vencida» y el anhelado CPP no corra la misma suerte que Vladimir y Estragon —los protagonistas de Samuel Beckett—, en su obra «esperando a Godot», personaje este último que nunca llega y, entre tanto, los sumerge, en una infructuosa espera, marcada por el tedio, la desazón y la crisis existencial.

Entre tanto se produce nuestra —cada vez más impaciente— espera del nuevo CPP, las normas procesales se suceden (8) y su horizonte temporal, pese a legislarse con tintes de «provisionalidad», se vislumbra cada vez más alejado del momento en que se aprueban. Algunas normas aprobadas durante la progresiva «desescalada» que dio paso a la denominada «nueva normalidad» se orientaron a configurar una «salida ágil», frente a la ralentización supuesta por el incremento de la litigiosidad que tenía su origen, precisamente, en la COVID-19. Y por tanto, fueron normas puntuales con un horizonte cronológico, inicialmente, muy breve: en concreto, el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril (LA LEY 5843/2020), de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia, arbitró un plazo inicial de tres meses desde la finalización del estado de alarma (21 de septiembre de 2020), que luego hubo de prorrogarse hasta el 20 de junio de 2021. Otras, sin embargo, se aprobaron con una proyección temporal, de inicio, algo más prolongada —así, nueve meses, hasta junio de 2021, para la Ley 3/2020, de 18 de septiembre (LA LEY 16761/2020) de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia (9) —, pero ninguna de ellas vino para quedarse con una expectativa temporal no asociada al final, todavía por vislumbrar, de la pandemia.

Y en el momento en que se redactan estas líneas, tras aprobarse el Real Decreto 900/2020, de 9 de octubre (LA LEY 18570/2020), por el que se declara el estado de alarma para responder ante situaciones de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, por un período de quince días naturales; recién se acaba de aprobar el siguiente Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre (LA LEY 19800/2020), por el que se declara, de nuevo, el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, durante otro período de 15 días, pero dónde el Ejecutivo propone, esta vez, una prórroga de este estado de alarma, nada menos, que por otro período de seis meses. Y lo afronta en los siguientes términos: «Resulta preciso ofrecer una respuesta inmediata, ajustada y proporcional, en un marco de cogobernanza, que permita afrontar la gravedad de la situación con las máximas garantías constitucionales durante un período que necesariamente deberá ser superior al plazo de quince días establecido para la vigencia de este real decreto, por lo que resultará imprescindible prorrogar esta norma por un período estimado de seis meses».

Esta dilatada expectativa temporal, con independencia de su acierto o desatino, nos ilustra acerca de la gran longitud del camino que todavía nos queda por recorrer hasta la recuperación de la «auténtica normalidad», la de siempre, si es que vuelve alguna vez, la de los Juzgados y Tribunales atiborrados de personas comprometidas con una Justicia humana, tangible y cercana, que ahora, a marchas forzadas, hemos de virtualizar, mecanizar y, de alguna forma, cosificar. Entre tanto, hemos de subsistir con una legislación nacional de emergencia —con fuerte impacto en Europa— (10) , caracterizada por la excepcionalidad y la provisionalidad, en la que nos resultará compleja la detección; incluso, la selección, dentro de todas las normas jurídicas existentes —esto es, tanto de las comunes, como de las habilitadas para dar salida al conglomerado de conflictos que surjan al compás de la pandemia—, cuál, de entre todas ellas, deba ser la aplicable (11) , así como su efectiva cobertura, alcance o límites, y ya no digamos, su correcta interpretación, habida cuenta de la inexistencia de jurisprudencia al respecto de la aplicación de la normativa COVID-19 nueva; o de la vieja cuando, ello no obstante, deba aplicarse a relaciones jurídicas afectadas por la COVID-19.

Seis son los ejes esenciales de la Justicia, a nuestro entender, en tiempo de pandemia: externalización, digitalización, simplificación, dinamización, humanización y universalización. Y estos seis ejes de reforma vienen, desde luego, para quedarse. Los seis se habían asomado, tímidamente, a nuestros Juzgados y Tribunales, con regulaciones parceladas, sesgadas y aisladas, pero ninguno se había afrontado con la contundencia que ahora se espera del Legislador, en una reforma estructural del proceso judicial, en especial en el orden penal. Y a estos seis retos de la Justicia penal del siglo XXI dedicamos este breve estudio

II. Externalización de la Justicia

La externalización ha de erigirse en el primer reto de una Justicia moderna. Por «externalización» cabe entender, en sentido amplio, la derivación a profesionales distintos a los Jueces y Tribunales, de la solución del conflicto, esto es, la evitación del enjuiciamiento, en una definitiva apuesta por el tantas veces venerado, en el proceso penal, principio de la intervención mínima. Esta externalización puede encauzarse a través de distintos frentes: primero, mediante la facultad, atribuida al MF, de provocar el archivo por razones de oportunidad; segundo, mediante la posibilidad de alcanzar, en el marco del proceso, y dentro de los límites legalmente diseñados, acuerdos de conformidad; y tercero, mediante la potenciación de mecanismos complementarios o alternativos a la Jurisdicción para la resolución de conflictos, como la mediación intra o extra judicial.

La Memoria sobre el estado, funcionamiento y actividades del Consejo General del Poder Judicial, y de los Juzgados y Tribunales en el año 2019, aprobada por el pleno de 28 de julio de 2020, evidencia los siguientes datos: el número de asuntos ingresados en la Jurisdicción penal ha sido, en efecto, de 3.213.114, un 1,9% más que los ingresados en 2018. En este año 2019 se han resuelto 3.211.832 asuntos, un 1,4% más que el año anterior, quedando en tramitación 741.124, un 3,9% más que los pendientes al final de 2018. La evolución para el conjunto de la Jurisdicción penal de las tasas de resolución, pendencia y congestión muestra, como puede observarse, una ligera disminución en la tasa de resolución, y un incremento de las tasas de pendencia y congestión. Esto hace pensar —y así se atestigua en la propia Memoria del CGPJ— que la Jurisdicción ha tenido un leve deterioro. Las tasas de pendencia y congestión —que se agravarán, muy probablemente, cuando se adicionen, al cómputo del fatídico año 2020, los asuntos originados por la pandemia—, refuerzan la oportunidad de conferir un impulso definitivo a los mecanismos o herramientas, tanto de evitación de la judicialización, en cuánto ello sea posible, como de la minoración de la intervención judicial.

La externalización de la Justicia puede afrontarse mediante la inserción, en nuestra Justicia penal, del principio de oportunidad

La externalización de la Justicia puede afrontarse mediante la inserción, en nuestra Justicia penal, del principio de oportunidad. En múltiples estudios precedentes a este (12) , que hemos tenido el honor de dirigir, bajo la cobertura institucional de un Proyecto de investigación de Excelencia, con un significativo número de académicos y profesionales —especialmente, Jueces, Fiscales, Letrados de la Administración de Justicia y Abogados— hemos llegado a conclusiones diversas: todas ellas, eso sí, partidarias de la inserción, en nuestra Justicia penal, de ciertos márgenes de oportunidad reglada.

La propuesta de reforma del Código Procesal Penal (en adelante, CPP) (13) , en franca sintonía con nuestros estudios, parece afrontar este reto de la oportunidad desde tres frentes claramente delimitados: primero, oportunidad y archivo; segundo, oportunidad y conformidad; y al fin, tercero, oportunidad y mediación. Veamos, muy brevemente, cada uno de ellos.

La primera apuesta de la oportunidad es la apreciación discrecional, dentro de los márgenes legalmente diseñados, por el Fiscal, de la innecesariedad de la pena en el caso concreto (art. 188CPP (LA LEY 1/1882)). La apreciación de esa necesidad —de persecución judicial o no de determinados delitos, parece entreverse— se basará en razones de política criminal y su determinación corresponderá, en exclusiva, al Ministerio Fiscal. El Fiscal General del Estado (en adelante, FGE) habrá de dictar las circulares e instrucciones necesarias para facilitar el ejercicio homogéneo de esta facultad por el Ministerio Fiscal. Ahora bien, esta decisión no es ilimitada, sino que ha de sujetarse a dos controles: primero, el imperioso control de legalidad —sólo cabrá en los casos y con los requisitos fijados en la ley—; y segundo, el riguroso control judicial de esa facultad —el cumplimiento de los elementos reglados se somete a control judicial (art. 148 (LA LEY 1/1882)).

Y es que el principio, máxima, criterio o regla —según se prefiera— de la oportunidad, como hemos analizado en un destacado número de estudios, no confiere un derecho a la no persecución de ciertos delitos o a su conmutación con sanciones más livianas, esto es, no existe un derecho a la oportunidad. En terminología del Legislador: «el investigado no puede reclamar en ningún caso que se le aplique alguna de las modalidades de oportunidad por la mera concurrencia de los elementos reglados». Estas modalidades corresponden al Fiscal, bajo control judicial, y son, entre otras, el archivo libre, de un lado; y el archivo condicionado, de otro, ambos por razones de oportunidad. La primera —archivo libre— conlleva, según el art.149 del CPP (LA LEY 1/1882), los siguientes presupuestos: delito cuantificado con una pena de hasta 2 años de privación de libertad, por un delito cometido por un infractor no reincidente, sin violencia ni intimidación sobre una víctima mayor de 14 años de edad, una vez excluida la violencia de género y la corrupción. El archivo condicionado presupone, a mayores de todos estos presupuestos, según el art. 150 del CPP (LA LEY 1/1882), los siguientes: delitos castigados con pena de prisión de hasta cinco años u otras penas de distinta naturaleza; reconocimiento, por el infractor, del ilícito y compromiso a cumplir las obligaciones que se impongan; conformidad del ofendido o perjudicado; y, al fin, cumplimiento de las obligaciones conmutadas.

El protocolo de actuación para juicios de conformidad, suscrito el 1 de abril de 2009, entre la Fiscalía General del Estado (FGE) y el Consejo General de la Abogacía (CGA) supuso, en su momento, una consagración de la conformidad, pero el definitivo impulso de la conformidad vendrá de la mano de su detallada regulación en el nuevo CPP, que establece, en su art. 143, la facultad del Fiscal, solicitar, ante un eventual acuerdo de conformidad, la imposición de la pena inferior en grado a la prevista legalmente.

Pero la completa elusión del proceso penal tan sólo podrá alcanzarse cuando se instaure en nuestro país, con los debidos controles y garantías, una Justicia reparadora, restauradora o terapéutica que transite, en paralelo, a la clásica Justicia retributiva, a la que, en todo caso, pueda acudirse si aquella otra no llega, en terminología coloquial, «a buen puerto». Para ello debiera bastar con la regulación de una Ley propia, de Mediación penal o, de cualquier modo, con su inserción en el inminente CPP. Por la regulación de la «mediación penal» han venido clamando un destacado número de afectados, profesionales y académicos, desde tiempo atrás. Y nuestra posición, en principio reticente —por la eclosión que suponía, en nuestra concepción tradicional del ius puniendi, la admisión de la «negociación» como desenlace adecuado del conflicto penal— ha venido siendo, cada vez, más favorable, por múltiples razones que hemos apuntado en estudios específicos (14) .

Los tiempos de bonanza, de equilibrio y de prosperidad son malos aliados de la transformación, la apuesta y la revolución, pues toda modificación trascendental conlleva un riesgo; y ante el riesgo que pocos quieren asumir, la conservación se impone. Quizás esta sea la razón por la que la mediación penal no fue una prioridad en momentos de cierto sosiego: El año 2019 es el primero, desde 2009, según la última Memoria del CGPJ, en el que se observa un incremento interanual en los asuntos ingresados en la Jurisdicción penal. Sin embargo, las recomendaciones, provenientes de todos los frentes, de potenciación, impulso y fomento de los mecanismos alternativos a la Jurisdicción, como la mediación ha sido una constante en los últimos años.

La mediación puede, como se sabe, ser intra-judicial o, si se prefiere, intra-procesal: en ambos casos queda insertada en el marco del proceso. Entre tanto la mediación intra-judicial se caracteriza porque el propio Juez se erige en Mediador —y trata de avenir a las partes—; la mediación intra-procesal, antes bien, por derivar el conflicto a una mediación, a la espera del resultado, que puede concluir, de resultar exitoso, el proceso penal con su mera homologación y sin necesidad de enjuiciamiento. Esta mediación intra-judicial y/o intra-procesal no evita ab initio el proceso, pero sí conlleva, en caso de prosperar, una paralización del enjuiciamiento. Es por ello por lo que ha de concebirse como un mecanismo complementario de la Administración de Justicia.

La mediación extra-procesal, esto es, la afrontada al margen del proceso, ha de identificarse, sin embargo, con un mecanismo alternativo a la Administración de Justicia, por cuánto la respuesta al conflicto se efectuará en sede distinta a la jurisdiccional. De llegar a instaurarse una cultura mediadora en nuestro país, muchos conflictos menores podrían ventilarse sin llegar a engrosar el cómputo de los tres millones de conflictos penales anuales.

La apuesta de externalización de la Justicia, bien sea intra-judicial o por la vía de la derivación intra-procesal, a la mediación —herramienta complementaria—, bien por la del impulso de la mediación extra-judicial —mecanismo alternativo— conllevarán, siempre en los términos legales que lleguen a aprobarse —recuérdese la tautológica máxima (15) , elevada a categoría de principio, de la oportunidad reglada»—, una descongestión de los Juzgados, una pacificación social y una racionalización de los recursos sin precedentes. Y ello sin entrar en otras consideraciones de índole individual, sociológico o psicológico relacionados con el logro de objetivos tan variados como el sentimiento de seguridad de la víctima, la mejor reinserción del infractor, la inmediata pacificación de la relación privada, la minoración de la probabilidad de reincidencia, la privacidad de lo acontecido o la evitación de la estigmatización social.

El futuro CPP afronta, por fin, la regulación de la mediación penal. Y para ello parte, en su art. 157 (LA LEY 1/1882), de un listado de sus características esenciales o notas configuradoras: voluntariedad, gratuidad, oficialidad y confidencialidad. La apuesta iniciática por una mediación completamente libre y voluntaria nos parece un acierto, por cuánto la eventual imposición legal de un trámite obligatorio de ulterior mediación voluntaria —al que los autores partidarios de dicha imperativa inserción de la fase mediadora en el proceso, prefieren, casi metafóricamente, denominar como «comparecencia obligatoria a la mediación» o «mediación voluntaria —u obligatoria— mitigada» (16) —, además de resultar, en cierto modo contradictoria —¿cómo podemos obligar a un justiciable a afrontar, de manera forzosa, un trámite libre y voluntario?—, generaría dilaciones innecesarias. La implementación de una fase obligatoria de mediación —como requisito de procedibilidad— no nos parece acertada en el proceso penal, en el que, eso sí, el Juez habrá de favorecer, siempre que ello sea posible, la solución armoniosa del conflicto, mediante institutos como la conformidad, también de naturaleza voluntaria, y de nuevo sin que lastre la celeridad del juicio. El Legislador del CPP no debiera, en todo caso, conformarse con la inclusión de estos atributos, y perder esta ocasión para afrontar la regulación, en su integridad, de la mediación penal, tanto en su versión física, como digital e, incluso, dentro de esta última modalidad, conforme a los nuevos retos de la inteligencia artificial, que se encuentra, en un momento ciertamente incipiente, pero serio y responsable de estudio académico (17) .

III. Digitalización de la Justicia

La digitalización de la Justicia no debiera ser una «declaración de intenciones» sino una seria, responsable y eficaz apuesta de realidad, para dejar atrás, de una vez por todas, esas «dos velocidades» de las distintas Administraciones públicas, de la que tanto se ha hablado (18) , y que todas puedan cabalgar, en democracia, a un mismo ritmo en el tiempo, porque a ninguna de ellas le falten los mínimos para cumplir, con eficacia, el relevante servicio público que tienen encomendado (19) . Y para realizar, efectivamente, esta noble —y todavía, ha de admitirse, mera— intención, se precisa reabrir el debate —seguido de la reivindicación— de tres frentes: nuevas Leyes, adecuada inversión económica y creación de una gran plataforma digital de la Justicia.

El primer —y esencial— reto de la digitalización ha de asociarse a la aprobación de la Ley de regulación de las nuevas herramientas procesales electrónicas, apps virtuales, programas procedimentales en remoto, comunicaciones electrónicas y procedimientos digitales, en general, pues en un Estado democrático de Derecho, nada tiene cabida al margen de la Ley (20) . No basta una recomendación, tal como «se utilizarán, en tiempo de pandemia, preferentemente las tecnologías telemáticas», sino que una Ley ha de marcar los designios de esas tecnologías: cuáles son, dónde y para qué las utilizamos, en qué momentos, conforme a qué pautas, qué valor legal tienen y, sobre todo, cuáles son sus coberturas, límites y sus mecanismos de control. Todo ello precisa una Ley habilitante: Las normas jurídicas, como se ha dicho con acierto, son los EPIS (21) de los Jueces y Magistrados y, llegado el doloroso extremo de su enfermedad, son sus respiradores. En un momento de excepcionalidad procesal, puede admitirse, de manera provisional y justificada, que la actuación judicial descanse en una recomendación, pero la vocación de futuro de la digitalización precisa, resulta evidente, de una Ley habilitante.

El segundo frente es la dotación económica: resulta obvio que no puede impartirse una Justicia telemática, ni virtualizarse siquiera ciertos períodos procedimentales del recorrido jurisdiccional, si no se cuenta —en nuestros Juzgados y Tribunales— con medios económicos suficientes para sufragar los recursos materiales —equipos informáticos, dispositivos electrónicos y herramientas digitales— y humanos —personas que coadyuvan al éxito de la digitalización con conocimientos informáticos— al servicio de una Administración de Justicia digitalizada.

El tercer frente de la digitalización es la creación de una sede electrónica institucional. La creación de una gran Plataforma Judicial digital. Ello conlleva la reunión de Jueces, Fiscales, Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y toda suerte de profesionales relacionados con la Justicia, en una única —y misma plataforma— electrónica, dónde están llamados a operar con inmediatez, transparencia y seguridad (22) . La Justicia no puede moverse en entornos virtuales desconocidos, en plataformas de dominios distintos al propio Poder Judicial, con aplicaciones descargadas de proveedores ajenos al Tercer —y más alto— poder del Estado (23) . La titularidad de una Plataforma propia para el Poder Judicial, que permita la interacción segura de todos sus agentes y que sea única para toda España —como único es nuestro Derecho procesal— nos parece urgente.

Dentro de los referidos frentes —norma habilitante, dotación económica y creación de una plataforma digital propia—, que consideramos elementales, la digitalización de la Justicia se encuentra, a su vez, ante dos retos, claramente diferenciados: primero, lograr el fin de la escritura en papel, la documentación física, el soporte tangible, mediante la instauración de un procedimiento electrónico en su integridad, esto es, de principio a fin; y segundo, minimizar, durante la crisis sanitaria, la presencialidad, merced a la celebración telemática de determinadas fases procedimentales —audiencias y juicios— caracterizadas, hasta el momento, por los principios de inmediación, publicidad, oralidad, contradicción y concentración en sede física.

Entre tanto el primer eje ha de venir integrado por actuaciones que «vengan para quedarse»; no ha de ser así, al menos siempre y en todo caso, el segundo. Veamos las distintas proyecciones de cada uno de estos retos —virtualización de los procedimientos, de un lado, y tecnologización de las actuaciones físicas, de otro—, integradas ambas en el gran reto común de la «digitalización de la Justicia».

No resulta razonable una invasión ilimitada de papel repleto de toda suerte de inconvenientes, duplicidades y con una clara confusión entre cantidad y calidad

La apuesta por el procedimiento electrónico, mediante la virtualización de todas las actuaciones procedimentales y la drástica reducción del papel a 0, ha de ser un objetivo que venga provocado por —o, si se prefiere, resulte coincidente con— la pandemia, pero la sobrepase, una vez culminada la crisis, pues no resulta razonable que la Justicia siga moviéndose entre ingentes cantidades de papel, en lugar de acceder a cada una de las fases y escritos procedimentales con un sencillo enlace electrónico —un sencillo, intuitivo y eficaz click—, al que tengan acceso, durante la litispendencia, con sencillez, gratuidad e inmediatez, las partes procesales implicadas en cada proceso. A esta apuesta por la virtualización de los procesos, de principio a fin, ha de sumarse el de la simplificación al que después nos referiremos: No resulta razonable una invasión ilimitada de papel repleto, además, de toda suerte de inconvenientes duplicidades, argumentaciones vacuas, y fragmentos innecesarios, con una clara confusión entre cantidad y calidad, que debiera, de una vez por todas, revisarse.

La virtualización del proceso no ha de significar, ni mucho menos, alcanzar un sistema híbrido o mixto en el que algunas de sus fases queden digitalizadas y otras en papel; sino que se trata de una apuesta integral, esto es, que todo el proceso, de principio a fin, se encuentra digitalizado e incluido en un soporte electrónico determinado y perfectamente identificado al que debieran tener acceso —salvo que el Juez decida motivadamente lo contrario— todas las partes comprometidas en ese proceso e, incluso, en ciertas fases —así, las audiencias públicas— toda la sociedad. Ello comporta, a su vez, que todas las comunicaciones sean electrónicas —incluso las provenientes del sector de la población, cada vez más reducido, que carece de internet, cuya digitalización podrá hacerse en sede judicial— y se encuentren debidamente incorporadas a un expediente único. La existencia de un sector —cada vez más minoritario— de la población, sin acceso a internet no puede suponer la parálisis de la digitalización: Este sector no tecnologizado de la sociedad debiera disponer, en sede judicial, de los mecanismos para paliar su desequilibrio digital, que también vendrá menguado —no se olvide— por una adecuada asistencia técnica, tanto física como electrónica, de su Abogado y representación de su Procurador. No basta, como se ha indicado, que una parte del proceso —por ejemplo, la demanda se integre en LexNet (24) —, y el resto del procedimiento se afronte manualmente. Todo el proceso ha de digitalizarse, de principio a fin, para que éste se desarrolle de manera ágil y dinámica, permitiendo a cualquier justiciable que, en tiempo real, pueda tener acceso, con un sistema sencillo, intuitivo y gratuito, a su expediente electrónico. La digitalización del procedimiento no supone, en principio, que todo el procedimiento se celebre en sede electrónica —pudiendo alguna de sus fases celebrarse de manera física—, sino que todas ellas —tanto las afrontadas con presencialidad física como con presencialidad virtual— sean objeto de ulterior digitalización en un único «expediente procesal digitalizado» que identifique el proceso celebrado, de principio a fin. A mayores, algunos procesos debieran virtualizarse en su integridad: si partimos de una visión conservadora, y por no sugerir cambios radicales en tiempos de pandemia, parecería razonable que aquellos juicios en los que se dilucidan objetos litigiosos de nula relevancia social e ínfimo valor económico, que suponen a la Administración de Justicia un gasto mayor que el reclamado por los particulares, deban, al menos esos, y en todo caso esos sí, digitalizarse de principio a fin, esto es, excluir cualquier tipo de presencialidad, por escasa que sea.

El segundo de los retos de la digitalización, la tecnologización de las actuaciones, mediante su traslación de sede física a otra electrónica, se identifica, inexorablemente, con la pandemia, pues nadie ponía en cuestión que las actuaciones judiciales debían ser predominantemente físicas, orales y públicas. La razón definitiva de la asunción inmediata de la opción contraria está estrechamente relacionada, por tanto, con la evitación del contagio en un momento de especial virulencia del coronavirus COVID-19. De ahí que sus dos ejes, tanto el teletrabajo como las audiencias electrónicas, deban, en la medida en que logren alcanzar las expectativas propuestas, ensayarse con cierta provisionalidad y, desde luego, ser objeto de «reajustes» una vez concluida la pandemia. El denominado «teletrabajo» se identifica, en cierto modo, con la digitalización, en la medida en que se presupone que todo el trabajo realizado fuera de la sede laboral puede realizarse de manera telemática y, por tanto, con la exclusiva utilización de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), pero ello no necesariamente es así, pues resulta perfectamente asumible el desplazamiento de herramientas clásicas y documentos en papel al lugar dónde se pueda trabajar, física o electrónicamente, sin el menor riesgo de contagio. Resulta evidente que si la única razón del teletrabajo se residencia en la evitación del contagio; una vez vencido el virus, deba volverse, prioritariamente, a la presencialidad. Y ello especialmente en Justicia, dónde la cercanía física se identifica con la humanización de la Justicia y forma parte, de algún modo, del recorrido procedimental, en el que los justiciables han de sentir un cierto «acompañamiento institucional». Pero no sólo por tales razones de índole, acaso más psicológico que jurídico, sino, sobre todo —y fundamentalmente— por razones de seguridad, que tan solo pueden dejar de atenderse, en un momento de excepción, pues la más perfecta identificación de los justiciables, a menos que se llegue a perfeccionar en el futuro, a día de hoy tan sólo se verifica de manera presencial y no, desde luego, mediante la recepción de un correo electrónico, ni mucho menos de una llamada telefónica. A mayores, la más perfecta comprensión y fiel entendimiento de lo peticionado, así como la correcta recepción de la integridad de la información solicitada o, incluso, el acierto del trámite realmente requerido, son —todos ellos— puntales de la presencialidad. El envío institucional y electrónico de comunicaciones —hay que reconocerlo— es generalizado y masivo, nunca «individual», pues la inexistencia de herramientas eficaces para verificar la identidad del solicitante impide que pueda ofrecérsele, con autenticidad, integridad y seguridad, con tratamiento particularizado, el contenido de lo solicitado.

La apuesta por la videoconferencia como opción preferente, prioritaria o principal, frente a excepcionalidad de la presencialidad de los juicios clásicos, que ha venido en tiempo de pandemia, debiera, a juicio de un sector destacado de nuestros autores (25) , mantenerse tras la crisis sanitaria, por los mayores beneficios que comporta, sintetizados en los siguientes puntos: menor coste económico para el Estado y para los justiciables; ahorro de tiempo de desplazamiento y espera para los propios justiciables, para los Cuerpos y Fuerzas de seguridad del Estado y, en general, para quiénes se vean, de cualquier modo, involucrados en el proceso; mayor protección de las víctimas especialmente vulnerables; y al término, durante la pandemia, evitación del riesgo de contagio. Sin desconocer todos estos beneficios de la videoconferencia, ha de admitirse que se encuentra huérfana de regulación legal, de suerte que los inconvenientes que, eventualmente, puedan suscitarse al compás de su desarrollo —que serán muchos— serán reparados, con improvisación y espontaneidad, sin el menor amparo legal, por nuestros Jueces y Magistrados. La Ley 18/2011, de 5 de julio (LA LEY 14138/2011), reguladora del uso de las tecnologías de la información y la comunicación en la Administración de Justicia, anunció, en su Disposición final tercera lo siguiente «El Gobierno presentará un proyecto de ley que regule de manera integral el uso de los sistemas de videoconferencia en la Administración de Justicia». Sin embargo, esta Ley de regulación de la videoconferencia nunca llegó y por ello, el nuevo CPP debiera afrontar su regulación con una relación pormenorizada de la respuesta legal que deba conferirse a todos los avatares que puedan suscitarse, y sin dejar su designio, como tantas veces, a la responsabilidad judicial individual. Y es que la digitalización de la Justicia ha de asentarse, insistimos, en tres pilares y no sólo en la buena disposición, cambio de paradigma y nueva mentalidad —que también, pero no sólo— de nuestros Juzgadores (26) : la norma habilitante, la inversión económica para una mayor calidad de los medios electrónicos y la implementación de una plataforma institucional. La norma habilitante dotará de cobertura, seguridad, fiabilidad y certeza a las relaciones con la Administración de Justicia. La calidad de los equipos informáticos y medios electrónicos puestos a disposición de nuestros Juzgadores, fruto de una adecuada inversión, —verificada en la perfecta visión y audición (imagen y sonido), ausencia de cortes, interrupciones, interferencias u otras anomalías— conllevará el mejor entendimiento y comprensión de los comunicantes, lo que redundará, a buen seguro, en un enjuiciamiento más riguroso y acorde a la realidad de la narración. La plataforma institucional constituirá la herramienta, el instrumento o, si se prefiere el mecanismo telemático seguro —la sede electrónica, en definitiva— de interacción de los protagonistas de la Justicia, con todas las potencialidades desarrolladas por la norma habilitante.

El Derecho procesal vigente, no cabe duda, todavía es un Derecho procesal físico, presencial y tangible. Su traslación a un nuevo entorno virtual no se puede afrontar con el sólo añadido de términos tales como virtual, electrónico, informático, tecnológico o 2.0, entre otros, pues no es una cuestión de mera nomenclatura, sino que ha de afrontarse la construcción de todo un Derecho procesal tecnológico (27) , dónde se garanticen los derechos fundamentales de acción y defensa (28) , en todos los procesos judiciales, así como, dentro de ellos, de cada una de sus fases procedimentales en un nuevo entorno, el entorno virtual (29) . Ante la ausencia de cobertura legal, la identidad de los solicitantes se erige en la primera batalla de todo proceso judicial telemático certero, confiable y seguro. Esta «identificación» digital —cuando carece del debido control físico por parte de los funcionarios coadyuvantes de la Administración de Justicia— no está, a día de hoy, perfeccionada, pues se reduce a la muestra de un DNI —perfectamente manipulable— por vía telemática. Este primer acceso a la Justicia debiera ser objeto de controles más adecuados: huella digital, reconocimiento facial o, incluso, creación de una identidad electrónica o código hash (30) que permitiese una intervención controlada por el Poder Judicial. No parece razonable que el sistema de identificación del investigado en una audiencia electrónica sea, sin embargo, físico, con una mera muestra de un documento de identidad documental.

La segunda batalla de esta ausencia de cobertura legal es la ausencia de una plataforma institucional de videoconferencia. En muchos de nuestros Juzgados y Tribunales se afrontan, con urgencia, las videoconferencias por medio de plataformas como Zoom, Skype o Teams, con unos sistemas de «identificación» de los distintos comunicantes que no se encuentran previamente regulados, así como con una intromisión en su espacio digital que puede colindar derechos fundamentales tales como la intimidad en todas sus proyecciones de protección de datos y entorno virtual (31) . La celebración de la videoconferencia, aún cuando sea por medio de plataformas ajenas al Poder judicial, no debe, en principio, calificarse de poco garantista pues la oralidad, la inmediación, contradicción y la concentración —virtuales y, por tanto, no presenciales—, de funcionar adecuadamente los equipos electrónicos, no debiera resentirse. Los Jueces y Magistrados se erigen, como siempre, en Directores de la investigación y enjuiciamiento, con la responsable vigilancia y control de cumplimiento de todas las garantías procesales en la celebración de audiencias electrónicas, con idéntico empeño, contundencia y responsabilidad al asumido en las presenciales.

La Guía del CGPJ de 27 de mayo de 2020 señaló, en este sentido, que «Cuando resulte indicada la celebración telemática de los actos procesales relativos a actuaciones externas, el Juez o los miembros del Tribunal se constituirán en la sede del Juzgado o Tribunal. En el caso de órganos colegiados, cuando las medidas sanitarias así lo impongan o aconsejen, sus miembros podrán conectarse telemáticamente desde distintas dependencias de la misma sede. Lo anterior se entiende sin perjuicio de lo dispuesto en el art. 268.2 LOPJ (LA LEY 1694/1985) «cuando resulte imposible el traslado a la sede o así lo aconsejen razones justificadas para la mejor administración de justicia, en cuyo caso los jueces y miembros de los Tribunales podrán acceder a las sesiones telemáticas desde lugares que reúnan las condiciones adecuadas para evitar interrupciones, sin que los miembros del colegio tengan que encontrarse en la misma estancia». En consecuencia, los Jueces y Magistrados presenciarán, como no podría ser de otra manera, de manera directa, inmediata, oral y concentrada, todas las actuaciones telemáticas, sea en la propia sede judicial, sea —ante circunstancias extremas— en otro lugar habilitado para ello. Una vez advertido que las más elementales garantías de inmediación, oralidad, contradicción y concentración no quedan lastradas por el uso de videoconferencia, hemos de admitir, que no sucede, sin embargo, otro tanto con la publicidad de los juicios. Esta publicidad queda, en apariencia salvada, por la posibilidad —de los ciudadanos— de acudir, de manera física, a la sala, con la expectativa de que su presencia física resulte autorizada —si el número de asistentes permite mantener la debida «distancia de seguridad»—, pero esta publicidad queda reducida a condicionantes que tan sólo encuentran justificación en tiempo de pandemia. Y es que, a diferencia de la oralidad, inmediación, contradicción y concentración, que pueden ser electrónicas —con plenitud de garantías si la calidad técnica de los dispositivos, insistimos, lo permite—; no sucede otro tanto con la publicidad. La publicidad todavía no puede ser electrónica, esto es, la sociedad —en general— y los indirectamente afectados por el juicio —en particular— no pueden supervisar, actualmente, en sede electrónica, el contenido de las vistas y juicios procesales, lo que conlleva, no cabe duda, un déficit de transparencia real (32) . Ante esta evidenciable circunstancia, el Legislador habrá de afrontar la difícil decisión de autorizar la publicidad absoluta, de una Justicia digitalizada, con ventanas electrónicas abiertas a la sociedad —ante una ubicuidad telemática—, o mantener esta publicidad física, sin otorgarle una proyección virtual o en remoto.

A mayores, la ulterior documentación virtual del contenido de lo comunicado, en estas audiencias judiciales, se resiente, cuando no queda perfectamente grabado, ni transcrito, en su integridad, el contenido de lo acontecido y la más perfecta identificación de los comunicantes, de modo que la cadena de custodia podría, en tales casos, ofrecer ciertas fisuras, que convendría bloquear. La celebración de la prueba por vía electrónica plantea, finalmente, múltiples interrogantes, de los que nos hemos hecho eco en estudios anteriores a este —con una batería de propuestas (33) — ante la ausencia de una regulación expresa, que convendría afrontar cuánto antes. Y ello especialmente en la Jurisdicción penal, pues la emisión de una sentencia de condena amparada en una única o determinante prueba de cargo obtenida por vía telemática (34) , en un momento en que no se encuentra perfeccionado —ni tan siquiera, en muchos aspectos, regulada— su ámbito objetivo, procedimiento probatorio, cadena de custodia y eventual valoración, parece arriesgado (35) . Quizás sea por ello, que la Ley 3/2020, de 18 septiembre (LA LEY 16761/2020), de Medidas Procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia establezca una serie de límites a las declaraciones telemáticas que pretendan hacerse a los acusados, desde su entrada en vigor hasta, al menos, el 20 de junio de 2021, fecha que podrá prorrogarse en caso de persistencia de la crisis sanitaria. Así, constituido el Juzgado o Tribunal en su sede, los actos de juicio, comparecencias, declaraciones y vistas y, en general, todos los actos procesales, se realizarán preferentemente mediante presencia telemática, siempre que los Juzgados, Tribunales y Fiscalías tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello.

Sin embargo, en el orden jurisdiccional penal será necesaria la presencia física del acusado en los siguientes casos: Primero, en los juicios por delito grave castigados con pena superior a 5 años.; Segundo, cuando lo solicite el investigado o acusado, a petición propia o de su defensa letrada.; Tercero, cuando cualquiera de las acusaciones interese su prisión provisional.; Y cuarto, cuando alguna de las acusaciones solicite pena de prisión superior a los dos años, salvo que concurran causas justificadas o de fuerza mayor que lo impidan. En tales casos, la presencia física del acusado o del investigado, comportará también la necesaria presencia física de su defensa letrada, a petición de esta o del propio acusado o investigado.

Los informes médico-forenses podrán realizarse, también hasta el 20 de junio de 2021, basándose únicamente en la documentación médica existente, que podrá ser requerida a centros sanitarios o a las personas afectadas para que sea remitida por medios telemáticos, siempre que ello fuere posible. Del mismo modo podrán actuar los equipos psicosociales de menores y familia y las unidades de valoración integral de violencia sobre la mujer. Ahora bien, de oficio, o a requerimiento de cualquiera de las partes o del facultativo encargado, el Juez podrá acordar que la exploración se realice de forma presencial.

IV. Simplificación de la Justicia

La simplificación de la Justicia ha de identificarse con la construcción ex novo, por el nuevo CPP, de un proceso penal que pivota sobre dos fases, atribuidas, por vez primera, a distintos profesionales: la fase de instrucción, de la que conocerán los Fiscales, bajo supervisión judicial; y la fase de enjuiciamiento, atribuida a los Jueces. Sobre esta relativamente novedosa arquitectura procedimental —que ya se ha estrenado en nuestros procesos penales de menores— ha de asentarse un proceso sencillo, accesible y perfectamente comprensible para cualquier justiciable. La simplificación, por tanto, tiene su base en la sencillez de la ordenación procedimental: dos fases, una de investigación —que se encomienda al MF, bajo supervisión judicial— y otra de enjuiciamiento —que corresponde al Juez—. En cada una de ellas, se encuentran perfectamente tasadas las posibilidades de acción y defensa, que se afrontan siempre con intervención letrada, asistencia de intérprete —cuando sea necesario— y con un lenguaje adaptado a la inteligencia, capacidad y gobierno de todos los integrantes del proceso. La gran novedad de este nuevo organigrama procesal —más allá de la asunción, por el Fiscal, de la investigación— viene dado por la realización de la declaración de la defensa en último lugar, al término del juicio, una vez practicada la prueba y antes de hacer uso de su derecho a la última palabra. La simplificación también debiera ser afrontada, finalmente, por el Legislador como una exigencia de claridad, precisión, concisión e, incluso, brevedad en los distintos escritos procesales.

V. Humanización de la Justicia

La humanización de la Justicia ha de ser un reto constante en democracia; no un reto de situaciones excepcionales, sino el reto de la cotidianeidad. La humanización viene de la mano de las garantías, y de alguna manera, Justicia humana y Justicia garantista son conceptos que parecen simbióticos, simétricos o unitarios, que tan sólo diferirían por la sensibilidad existencial, caracterizada de la primera, frente a la sensibilidad jurídica, predicable de la segunda, si bien, pese a esta disquisición, la Justicia garantista ha de estar, en todo caso y necesariamente, imbuida y abastecida de la primera.

Humanizar la Justicia significa, en primer término, acercarla al ciudadano; en segundo, simplificarla; en tercero, procurar su gratuidad cuando fuere posible o velar porque no sea excesivamente onerosa; en cuarto, afrontar su singularidad respecto de las personas con capacidades diversas, esto es, adaptarla a los menores, a los mayores, a los enfermos y a los discapacitados; y en quinto, vigilar que todas las garantías procesales se cumplen inexorablemente. El nuevo CPP afronta una apuesta de «humanización de la Justicia», desde una posición proactiva, en dos frentes: primero, el estatuto general de la persona investigada; y segundo, el estatuto de la víctima.

En el futuro CPP se recogerá, por primera vez en nuestra legislación positiva, una definición de la presunción de inocencia

En el futuro CPP se recogerá, por primera vez en nuestra legislación positiva, una definición de la presunción de inocencia, no sólo como exigencia de una mínima prueba de cargo, constitucionalmente obtenida y legalmente practicada, sino también como canon de valoración probatoria que exige una convicción más allá de toda duda razonable (art. 32).

La persona investigada tendrá los derechos recogidos en el art. 33 —que incorpora relevantes avances en las garantías procesales de la defensa. Asimismo, y una vez cumplida una década desde la introducción, por la LO 5/2010 (LA LEY 13038/2010), de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, en su art. 31 bis, se establece un estatuto especial para la persona jurídica investigada (36) y se incluyen en el estatuto general las reglas relativas a la ausencia y rebeldía del investigado. Esta regulación, en todo caso, quedará incompleta si no se afronta, dentro del proceso penal, un diseño procedimental adecuado para la verificación judicial del programa de cumplimiento ensayado por la persona jurídica (37) , pues la nueva cultura empresarial así lo reclama con emergencia.

Una de las grandes novedades del nuevo CPP es la referente a la declaración voluntaria de la defensa, en último lugar, y al término del juicio oral, tras la práctica de la prueba. Esta declaración, al mismo término del proceso, y una vez practicada la prueba encuentra su razonable fundamento en la posibilidad de refutarla (38) , precisamente en un interrogatorio efectuado por el Juzgador, dónde se le podrá ilustrar de aquellos hechos claroscuros, tenues o inciertos, respecto de cuya veracidad, todavía mantiene, pese a la conclusión del período probatorio, alguna duda razonable. Esta última declaración difiere, como se ha advertido con nitidez (39) , del derecho a la última palabra, pues aquella declaración, a diferencia de esta última, responde a una estructura estática y dinámica distinta. La estructura estática se refiere a la distinta construcción de la declaración, que se efectuará, en este último caso, a través de un interrogatorio. Y la estructura dinámica de refiere a la bidireccionalidad, pues el Juez interactúa con el acusado, en este interrogatorio, de suerte que sus preguntas podrán diferir, al compás de la respuesta aportada a las anteriores. Sin embargo, el derecho a la última palabra se refiere a una conclusión narrativa del acusado, en la que no habrá de dar respuesta, ni, en su caso, sortear, las preguntas que se le formulen, sino que se limitará a emitir, pura y simplemente, una conclusión última de su visión de los hechos y, acaso, interpretación del Derecho.

VI. Dinamización de la Justicia

La oportunidad de dotar de dinamismo a la Justicia en tiempo pandemia, resulta evidente. Las soluciones a los «problemas nuevos» no pueden ventilarse con «viejas recetas» y ello porque la aplicación de los dogmas tradicionales a situaciones novedosas y absolutamente excepcionales podría acarrear resultados marcados por situaciones desafortunadas, absurdas o, lo que es peor, injustas. La respuesta ha de venir, pues, de la mano de otorgar soluciones innovadoras, flexibles y creativas, siempre, eso sí, en el marco de la Ley, como principio rector de todas las relaciones intersubjetivas y sociales.

En materia de crisis matrimonial, una de las más afectadas por la pandemia, se ha evidenciado, a modo de ilustrativo ejemplo, una larga casuística de supuestos en los que la respuesta de la Justicia pierde toda eficacia (40) cuando llega tarde, pues los efectos constitutivos de la sentencia no cubren la tutela pretendida por los justiciables, que quedaron al descubierto de la Ley, sin posibilidad de retroacción, en pleno confinamiento, una vez iniciados los trámites de la nulidad, separación y/o divorcio. Y en la Jurisdicción civil es dónde, precisamente, para dotar del imprescindible dinamismo a la Justicia, se han ordenado unos procedimientos, considerados de prioritarios, frente a otros. Esta imposición de un orden cronológico, operado por la Ley 3/2000, permitirá ventilar, con prioridad, la litigiosidad de la pandemia, frente a la común y ello favorecerá la inmediata regularización de las relaciones, la fluidez del tráfico jurídico y el impulso del desarrollo económico.

La Justicia encontraba un claro «ralentizador», además, en las comunicaciones edictales, que ha venido a solventarse, por fortuna, también con la Ley 3/2020, de 18 de septiembre (LA LEY 16761/2020), de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. Esla Ley crea, por fin, el Tablón Edictal Judicial Único, en el que serán publicadas electrónicamente por la Agencia Estatal del Boletín Oficial del Estado, las resoluciones y comunicaciones de todos los órdenes jurisdiccionales, a partir del 1 de junio de 2021 —para todos los procedimientos, tanto los pendientes como los inminentes—, poniendo fin a la gran dispersión existente de tablones de anuncios y boletines oficiales existente. Esta reforma conseguirá, sin ninguna duda, dinamizar la Justicia, al tiempo que simplificar la tramitación procesal, ahí donde, precisamente, pudiera generar dilaciones indebidas. El dinamismo ha de identificarse, pues, con la flexibilidad, pero también con la agilidad y la unidad de la respuesta. En este sentido, y ante el fuerte impacto de los brotes litigiosos provocados por el coronavirus, sobre conjuntos, grupos o cúmulo de personas, parece razonable que la herramienta de la acumulación de acciones y, en su caso, de autos despliegue todos sus efectos con prontitud y eficacia.

VII. Universalización de la Justicia

La Justicia siempre lo es del caso concreto, del supuesto específico, del conflicto singular. De ahí que existan tantos procesos como sujetos en conflicto decidan acudir a la Administración de Justicia para pacificar su relación intersubjetiva o social. Ahora bien, la pandemia ha impactado fuertemente en la Justicia con brotes de «litigiosidad» idéntica en determinadas áreas; brotes de litigiosidad, que, de tratarse aisladamente, podrían conllevar una multiplicidad de soluciones incoherentes, incompatibles, incluso contradictorias. De ahí que la solución a los conflictos similares deba, al menos en tiempo de pandemia, unificarse, uniformarse, en definitiva, equipararse. Esta equiparación o universalización de la Justicia podría venir de la mano, entre otros, de tres frentes: el primero, la inicial acumulación de acciones o sobrevenida acumulación de autos; el segundo, de la implementación de las denominadas «sentencias-testigo»; y tercero, la tipificación del principio —o, si se prefiere, la regla— rebus sic stantibus.

La inicial acumulación de acciones o sobrevenida acumulación de autos se erige en una primera medida de dinamización del proceso y de unificación de la respuesta, que trae por toda consecuencia la «universalización de la Justicia», por cuánto todos los casos mixturados obtendrán una respuesta igualitaria. Esta herramienta procesal es conocida y se encuentra plenamente vigente en nuestro ordenamiento, razón por la que no dedicaremos mayor atención a su tratamiento.

Las sentencias-testigo se encuentran reguladas en la Jurisdicción contencioso-administrativa y consisten, en esencia, en la tramitación prioritaria de un determinado proceso, con suspensión, entre tanto, de otros sobre idéntico objeto, con la finalidad, una vez obtenida la sentencia del primero, de extender sus efectos sobre los que han permanecido en suspenso, a la espera de aquella respuesta. Esta herramienta del pleito testigo debiera extrapolarse a la litigiosidad masiva proveniente del COVID-19, por múltiples razones: primero, de especialización del órgano judicial que conoce del mayor número de asuntos similares (41) ; segundo, de agilidad; tercero, de uniformidad; cuarto, de economía, y al término, de eficiencia de la Justicia (42) .

Finalmente, el principio, la regla o, si se prefiere, la cláusula rebus sic stantibus —estando así las cosas—, de creación jurisprudencial (43) y potencial engranaje legal, constituye una nueva apuesta de universalización de la Justicia, mediante la flexibilización de su opción contraria, la máxima pacta sunt servanda —lo pactado obliga— cuando sobrevengan circunstancias absolutamente excepcionales que supongan una auténtica asfixia de, al menos, una de las partes contratantes, tal y como acontece con las inesperadas situaciones de penuria —y desazón— a las que nos somete la actual pandemia mundial.

La Disposición adicional séptima de la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) señala, en este sentido, bajo el llamativo e ilustrativo título «cambio extraordinario de las circunstancias contractuales», que «el Gobierno presentará a las Comisiones de Justicia del Congreso de los Diputados y del Senado, en un plazo no superior a tres meses, un análisis y estudio sobre las posibilidades y opciones legales, incluidas las existentes en derecho comparado, de incorporar en el régimen jurídico de obligaciones y contratos la regla rebus sic stantibus. El estudio incluirá los datos disponibles más significativos sobre el impacto de la crisis derivada de la COVID-19 en los contratos privados». La inserción de esta regla rebus sic stantibus en nuestro ordenamiento civil, permitirá que las condiciones de los negocios jurídicos puedan ser moduladas cuando sobrevengan circunstancias extremas que, mediando buena fe, impidan el estricto cumplimiento lo pactado. Y ello constituirá un inhibidor de una buena cantidad de conflictos al tiempo que una airosa salida, un auténtico catalizador de la litigiosidad COVID y post-COVID.

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