I.
Introducción
La aprobación en el Consejo de Ministros del pasado 24 de noviembre de 2020 de un nuevo Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) puede ser explicada desde claves muy diversas, todas ellas de capital importancia.
Clave es, desde luego, la acreditada ineficiencia de un modelo burocratizado que procede del siglo XIX y que solo ha podido funcionar gracias al formidable esfuerzo de jueces, fiscales, letrados de la administración de justicia, abogados, funcionarios…y, digámoslo también, con la enorme paciencia de los ciudadanos.
La insuficiente inversión en justicia no es el único factor determinante de la ineficiencia del sistema. La normativa en vigor impide la maximización de los recursos disponibles, principalmente por falta de incentivos adecuados: ni estimula al juez instructor para que vele por el respeto a las garantías, ni al fiscal para que tenga una presencia activa en la fase de investigación, ni a los abogados para encontrar soluciones útiles antes de la llegada del juicio oral, ni a la policía para que sus investigaciones estén orientadas a la obtención de pruebas válidas de cara al éxito final del proceso… Todas estas cosas son, sin duda, exigidas vagamente por la legislación actual (ya se sabe que la letra de la ley lo aguanta todo) pero no son incentivadas por ella mediante una ordenación racional de los roles institucionales y un abanico de facultades y deberes coherentes con ellos.
El diseño político-legislativo en vigor se agota en la configuración secuencial del procedimiento. Se muestra a todos los sujetos del proceso un mismo carril por el que deben circular a tientas, portando una pesada carga de papel sellado que va aumentando de tamaño hasta que, finalmente, se deja en manos de un nuevo porteador. Este diseño legal produce un efecto común en todos los actores implicados: convertirlos en burócratas ansiosos de liberarse de la última oleada de asuntos antes de la inevitable llegada de la siguiente marea. Hay muy pocas puertas abiertas en las viejas paredes del sistema. Las que han tratado de introducirse con la política legislativa de reformas parciales han supuesto, en última instancia, la exigencia normativa de nuevos esfuerzos. No se han visto acompañadas de una reordenación estructural que convierta las iniciativas legales en soluciones viables para la mejora del conjunto. Los profesionales de la justicia penal viven, desde hace demasiado tiempo, instalados en una mentalidad de estricta resistencia. Una resistencia que es, desde luego, más que meritoria.
Tampoco es trivial que el diálogo que nuestro país entabla con sus pares europeos, tanto a efectos de colaborar en el desarrollo de investigaciones penales en el espacio de seguridad y justicia de la Unión como a los fines de elaborar un ius commune en el ámbito procesal penal, requiera inevitablemente de la asistencia de un intérprete de una lengua casi muerta, y no me refiero precisamente al idioma español, afortunadamente vigoroso, sino a nuestro modelo de proceso, que genera en los interlocutores europeos perplejidad e incomprensión a partes iguales. Coincido, desde luego, con quienes afirman que el desajuste de sistemas no es, en sí mismo, un motivo suficiente para el cambio de modelo (es fácil caer aquí en el casticismo y pedir que sean ellos los que cambien el suyo o, en otros términos, reclamarles «que inventen ellos») pero creo que es significativo que, por ejemplo, la implantación de la nueva Fiscalía Europea no haya requerido en Alemania de reforma legislativa alguna y que en España, en cambio, dicha institución no esté en disposición de empezar a funcionar sin que se aborde, previamente, a través de una ley de más de cien artículos, la elaboración de un sistema procesal alternativo al vigente.
Que los profesionales del Derecho apenas puedan operar con estándares y criterios de actuación seguros desde el texto de la ley me parece que también tiene su importancia. Si alguien abre al azar la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) puede que tenga que saltar decenas de artículos en desuso para encontrar, por fin, uno que resulte realmente aplicable, eso sí, debidamente corregido en su sentido aparente por una amplia gama de jurisprudencias. A estas alturas, todos sabemos que la norma realmente aplicable no está escrita en el Boletín Oficial del Estado (ni, desde luego, en la vieja Gaceta de Madrid) sino que es una compilación, cada vez más compleja, de doctrinas jurisprudenciales, interpretaciones de compromiso y usos forenses generales y locales, estos últimos, por cierto, carentes, en muchos casos, de base normativa clara.
Me parece significativo, sin embargo, que la exposición de motivos del Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020 (LA LEY 22837/2020) exprese, como encabezamiento de su amplia dación de cuenta, otro propósito distinto: construir un proceso penal en el que los derechos fundamentales reconocidos hace más de cuatro décadas en la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978) actúen como verdaderos pilares de toda la dinámica procesal. El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) aspira, en este sentido, a convertirse en el proceso penal de los derechos. Quiere ser un proceso penal edificado, más allá del diseño de un procedimiento secuencial, desde una visión de conjunto de los derechos reconocidos en la Constitución.
Esta es una empresa que jamás se ha abordado en España. Al presentar la publicación oficial de los «Anteproyectos de ley para un nuevo proceso penal» elaborados en 2011, el entonces ministro de justicia, Francisco Caamaño, incidía precisamente en esta idea cuando afirmaba, con razón, que «[l]a Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978) nos trajo la cultura de la libertad» y que esto exige «una ley de enjuiciamiento criminal (LA LEY 1/1882) elaborada a partir de la cultura jurídica de la libertad».
La cultura de la libertad a la que aludía el entonces el ministro es, en el plano jurídico constitucional, la de los derechos fundamentales. Me parece, por ello, pertinente presentar el reciente Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) explicando su valor no tanto desde el punto de vista de la evolución de los distintos modelos procesales (con las tradicionales, y no siempre claras, clasificaciones entre modelos adversariales e inquisitivos o entre sistemas acusatorios puros y formales) sino desde la óptica de la implantación en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, de una nueva cultura de los derechos, esto es, de una determinada manera de comprender la relación entre el poder público y los ciudadanos que supera el simple paradigma del principio de legalidad y configura auténticas barreras de protección jurídica frente a la coacción estatal, garantizadas por los jueces.
Más que cualquier otra cosa, esta última idea es, en mi opinión, la que sirve para descifrar los cambios más profundos que pretende realizar el Anteproyecto de 2020. Por fortuna, la adopción de un sistema procesal basado en el respeto a los derechos de los ciudadanos lleva consigo (pues a veces lo mejor no es enemigo de lo bueno) la introducción de una mayor racionalidad epistemológica y, desde luego, una gestión mucho más eficaz de los recursos públicos. También nos permite mantener un diálogo fluido con nuestros interlocutores europeos y nos puede aportar la seguridad jurídica que se le presume a un texto legal vigente, que ha de contener mandatos realmente aplicables. No obstante, una cosa es clara: la nueva construcción del Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) tiene siempre un mismo paisaje de fondo, los derechos fundamentales. El valor de esta propuesta de texto normativo puede explicarse, por tal razón, en clave constitucional. Debemos remontarnos, para ello, al lugar de dónde venimos para entender por qué nos vemos compelidos, ya en el año 2020, a edificar un proceso penal con nuevas bases: el proceso que propugna nuestra Constitución, el de los derechos fundamentales.
II.
El camino hacia un proceso penal de los derechos. la importancia del modelo constitucional
1.
Un problema histórico de base: dos concepciones del proceso penal
Los grandes cambios culturales que han dotado al continente europeo de su personalidad característica proceden, en su mayoría, de la Baja Edad Media. La cultura procesal penal no es una excepción. También ella ha quedado profundamente marcada por el resurgimiento cultural y económico bajomedieval. Hay que asomarse, por tanto, brevemente, a este tiempo remoto (aunque quizá no lo sea tanto) para entender de dónde venimos.
El procedimiento penal medieval tuvo su clave de bóveda, hasta el siglo XIII, en la institución de la ordalía, tan denostada por los filósofos del Derecho de nuestro tiempo por responder a una comprensión «mágica» del conocimiento fáctico (1) . En aquel tiempo, los usos procesales de los europeos apenas podían distinguirse de los propios de una cultura primitiva. El procedimiento de la ordalía tenía, sin embargo, una virtud que, prescindiendo de sus obvias deficiencias epistemológicas y de sus connotaciones supersticiosas o atávicas, explica su arraigo en el seno de la sociedad medieval: la invocación del juicio de Dios evitaba que la coacción pública se dirigiera sobre un individuo determinado (fuera este el acusador, el testigo o el individuo sospechoso). La ordalía procedía precisamente cuando, en defecto de un acusador formal, de testigos de cargo o de un culpable confeso, concurría la llamada «fama», entendida como conocimiento público y generalizado de la autoría del hecho antisocial (2) .
La existencia de esta «fama» era habitual. Las poblaciones medievales eran comunidades de pequeño tamaño en las que las rencillas y enemistades eran de público conocimiento. Una vez cometido un crimen, una sospecha general se dirigía contra uno de los miembros del colectivo. No era común, sin embargo, que alguien sostuviera una acusación formal o que prestara testimonio contra el individuo señalado por el rumor. Actuar como acusador o como testigo entrañaba peligros nada desdeñables en la sociedad medieval, tanto de índole material —como la venganza privada del clan familiar del acusado o la posibilidad de sufrir la misma pena solicitada contra este— como de tipo moral —en especial, el riesgo derivado del juramento que debía prestarse ante una reliquia sagrada—. No era fácil encontrar a alguien dispuesto a asumir tales roles. Y, lo que es más importante, un poder público débil e incipiente carecía de los instrumentos necesarios para forzar esas acusaciones y esos testimonios (3) .
Quedaba, no obstante, una solución capaz de contentar a todos los implicados y de asegurar, a la vez, la paz social en la comunidad medieval. Esa solución consistía en forzar a Dios a resolver el juicio de sangre. La ordalía —como sistema de invocación divina previsto para las personas de baja extracción social, a las que estaba vedado el juramento «purgativo» y el juicio por combate— hacía que Dios resolviera la contienda sin riesgo de venganza privada y sin peligro de condena para el alma. Por eso, hasta el siglo XIII, la mayoría de los casos criminales eran supuestos de «fama» que debían resolverse mediante una invocación ordálica. No obstante, al igual que en otros tantos planos de la cultura jurídica, la visión cristiana de las cosas acabó cambiando radicalmente este panorama.
En efecto, en el año 1215 la Iglesia Católica dejó de tolerar ese abuso de la intervención divina. No debía tentarse a Dios —en el sentido etimológico del verbo «tentar», esto es, no se le debía «testar» o someter a prueba— para que realizara tareas que solo incumbían a los hombres. Por ello, el IV Concilio Laterano prohibió a los clérigos de la Iglesia participar en esos «juicios de sangre». Sin el concurso de los religiosos, el sistema de invocación divina perdió su autoridad moral y entró en un declive inexorable. Ya no podía eludirse —al menos si se quería evitar una situación de impunidad general— el ejercicio de la coacción pública sobre uno de los tres sujetos «clave» del proceso: el acusador, el testigo o el acusado. Ante esta disyuntiva trascendental, se produjo una escisión cultural que perduraría hasta nuestros días.
En Inglaterra, un poder público que había logrado una fuerte presencia administrativa, reaccionó de inmediato ante la prohibición de la ordalía (4) . Aprovechando la institución del «jurado de presentación», la monarquía angevina optó por ejercer la coacción sobre los sujetos activos del proceso, forzando la presentación de acusaciones y obligando a doce vecinos de la localidad —partícipes del rumor o fama que señalaba la autoría del sospechoso— a dar un testimonio unánime y bajo juramento que decidiera el caso criminal. Estos «proto-jurados», mitad testigos —como partícipes de la «fama» llamados a decidir según su conocimiento privado del asunto—, mitad jueces —que, justamente por tener conocimiento privado, debían resolver «en conciencia»— serían el germen del posterior proceso acusatorio, estructuralmente ajeno al ejercicio de la coacción pública sobre la parte pasiva del proceso (5) .
El Derecho inglés puso, con ello, la primera piedra de un proceso penal basado en la inmunidad de la persona sospechosa frente a la injerencia coactiva del poder público. La presunción de inocencia, el derecho de la persona encausada a no declarar contra sí misma y a no confesarse culpable y la dinámica general del proceso penal como actividad pública en la que la carga de acreditar los hechos corresponde a los sujetos que acusan —sin que estos puedan recurrir al fácil atajo de obtener la prueba dirigiendo la coacción contra el sujeto investigado— tienen su origen último en esa manera particular de responder a la desaparición de los juicios de sangre. Los monarcas ingleses trataron, en muchos momentos, de implantar un sistema penal de tipo inquisitivo en su propio beneficio pero una vez que la política inglesa evolucionó, antes que en el resto de Europa, hacia la limitación del poder y la cultura de los derechos, hubo mimbres suficientes para arraigar un modelo equilibrado de proceso, que ponderase el interés público en la persecución de los delitos con el de los ciudadanos en preservar su dignidad individual y su esfera personal de autodeterminación (6) .
Gracias a ello, la investigación penal fue concibiéndose, en el ámbito cultural angloamericano, como una actividad meramente preparatoria del momento clave en el que la culpabilidad del acusado debía ser demostrada por los acusadores en un juicio oral y público —en el que la defensa de la persona acusada tenía, a su vez, la oportunidad de someter la tesis acusatoria a su propio escrutinio—. Precisamente porque la coacción sobre la persona investigada estaba, por principio, prohibida (esto es, porque investigar no consistía en extraer la verdad de la persona sospechosa), el juez fue configurándose en el mundo angloamericano como un órgano ajeno a la persecución activa del delito (7) . Su función fue la de asegurar la equidad del proceso y la efectividad del estatuto de inmunidad de la persona investigada. Esto dotó a la judicatura inglesa de gran prestigio social. Los jueces no eran los jefes de la policía, llamados a esclarecer los delitos, sino los garantes de un proceso justo, basado en una zona de inmunidad jurídica del ciudadano.
En la Europa continental se siguió, en cambio, el modelo de la Iglesia Católica y se optó por ejercer la coacción pública sobre el sujeto pasivo del procedimiento. Se estableció, así, un método prolijo de investigación que permitía obtener, mediante el uso del padecimiento físico, la confesión del individuo señalado por la «fama». De acuerdo con el sistema romano canónico, la confesión así obtenida podía servir de prueba «plena» de la autoría del hecho criminal. De este modo, la actividad investigadora era, en sí misma, la que determinaba la culpabilidad o la inocencia, la que hallaba la verdad sobre los hechos. La finalidad de la investigación era que un juez dotado de todos los poderes de injerencia a disposición del monarca hallara la «verdad material» haciendo uso de la coacción pública a su propio arbitrio y administrándola de acuerdo con su particular virtud. No se construyó un estatuto de derechos para la persona sometida a actividad indagatoria ni un sistema de contrapesos entre las distintas autoridades implicadas en el procedimiento criminal. Este tenía un solo principio rector: satisfacer el interés público en que los delitos fueran castigados.
La inquisitio fortalecía la oficialidad en la persecución de los crímenes, que hasta entonces había dependido de la iniciativa de los particulares (8) , pero su implantación en la justicia secular tenía un recorrido de más largo alcance: en una sociedad en la que el poder público consistía esencialmente en la potestad de administrar justicia, ponía a disposición del rey medieval un formidable instrumento para afianzar y extender su dominio. La función de juzgar ya no era solo la de resolver las disputas entre los súbditos sino también la de purgar la «fama». Esa actividad purgativa, entendida como potestad judicial, empezaba con la recopilación de los primeros indicios contra una persona determinada y continuaba hasta extraer coactivamente la confesión, como prueba plena. Cuando la «fama» señalaba a alguien, la misión del proceso era purgarla a través de la actividad indagatoria. No conseguir la prueba plena o, al menos, una prueba semiplena que permitiera el castigo atenuado del delincuente era un fracaso del sistema. El poder regio de juzgar se trasladaba, así, a la investigación y persecución de la «fama». Bajo la autoridad del rey, los jueces desarrollaban cuantas inquisiciones particulares o generales fueran necesarias para castigar a los que representaban una amenaza para el poder real. Con ello, en palabras de Francisco Tomás y Valiente, el monarca «conseguía imponer su voluntad y dominio en muchas ocasiones» estableciendo una pauta política que convirtió la investigación penal, en las épocas sucesivas, en «un arma autoritaria e intimidativa» (9) .
El filósofo Michel Foucault expresó con toda claridad el significado último de la recepción medieval del proceso inquisitivo: no se trataba de un avance racional en la configuración de la función de juzgar sino, más bien, de «toda una transformación política, una nueva estructura política […]. La indagación en la Europa medieval es sobre todo un proceso de gobierno, una técnica de administración, una modalidad de gestión; en otras palabras, es una determinada manera de ejercer el poder» (10) . Podríamos apostillar que era el camino propicio para concentrar el poder público en una sola autoridad, que reclamaba para sí misma, en su calidad de soberana, un dominio absoluto sobre la vida, la libertad y el patrimonio de sus súbditos (11) .
2.
La tradición continental: un proceso penal sin derechos fundamentales. Una explicación en clave constitucional
Tras las Revolución Gloriosa (1688) y durante todo el siglo XVIII, los jueces ingleses, como garantes de los derechos ciudadanos y árbitros de una contienda equilibrada y justa entre la acusación y la defensa, comenzaron a fijar reglas probatorias, como la exigencia de corroboración de los testimonios prestados por un coacusado o la limitación del valor de las confesiones obtenidas en la fase investigadora, que impedían que las acusaciones se fundaran en elementos de juicio no suficientemente fiables (12) . Esas barreras frente al poder fueron, finalmente, convertidas, al otro lado del Atlántico, en derechos constitucionales sujetos a garantía judicial. De ese modo, el pleito constitucional por excelencia fue, en los Estados Unidos de América, el que versaba sobre las garantías ciudadanas frente al ejercicio de la coacción pública en la persecución de los delitos. El proceso penal se convirtió, con ello, en un sistema de check and balances donde el juez actuaba como árbitro imparcial del proceso y como garante de los derechos fundamentales. Como en Inglaterra, estos jueces no tenían encomendada la misión de encontrar a los culpables de los delitos, no debían construir «un caso» contra ellos. También ganaron gran prestigio social como baluartes de los derechos de los ciudadanos y árbitros imparciales del proceso.
En cambio, en la Europa continental no se construyó, a lo largo del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, un proceso penal asentado en derechos fundamentales, con un juez encargado de tutelarlos frente al poder coactivo del Estado-investigador. Si se asume una perspectiva amplia del problema se advierte que la razón no está tanto en una diferente cultura procesal sino en la disparidad de cultura constitucional. Un proceso en el que los derechos de los ciudadanos fueran protegidos por los jueces no se configuró, sencillamente, porque en la Europa continental no existían verdaderos derechos fundamentales y, por tal razón, no tenía que configurarse un órgano de garantía que los tutelase frente al poder del Estado. Los derechos constitucionales no tenían más eficacia jurídica que la sujeción de las autoridades públicas al principio de legalidad. A la hora de la verdad, había un único derecho fundamental, como ha expresado con particular fortuna Maurizio Fioravanti, el derecho «a ser tratado conforme a las leyes del Estado» (13) . El órgano que aplicaba las normas procesales penales previstas en la ley respetaba ya, por esta sola razón, los derechos de los ciudadanos. El juez tutelador de los derechos era, por definición, el que aplicaba escrupulosamente la legalidad, siguiendo fielmente cada paso de la secuencia procedimental. No importaba que fuera él mismo el que se entrometía activamente, con poderes exorbitantes de injerencia, en la libertad, la intimidad, el domicilio o el patrimonio de los ciudadanos.
Con ello, la superación del Antiguo Régimen no supuso, en la Europa continental, un cambio sustancial en el modelo de proceso porque tampoco hubo un cambio sustancial en la esencia de la concepción del poder público, en particular en lo relativo a la omnipotencia del soberano. La Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana fueron muy distintas y una buena criba para encontrar sus diferencias más sustanciales es, como también explica Fioravanti, identificar al enemigo, al tirano contra el que se alzaron, respectivamente, ambos movimientos revolucionarios (14) . En la Revolución Norteamericana el tirano era la idea de un poder público omnipotente, que, por carecer de límites inmediatos, tuviera a su merced los derechos naturales y las libertades públicas de ciudadanos. De ahí que, en los Estados Unidos, los derechos constitucionales fueran entendidos, por la propia fuerza normativa de la Constitución, como garantías directamente aplicables, sujetas a la tutela de los jueces. Los derechos fundamentales, como barreras de protección frente al poder, tuvieron aquí su verdadera acta fundacional.
El movimiento revolucionario francés tuvo un enemigo bien distinto: se trataba de eliminar a los viejos estamentos y sus privilegios. En el afán de derrotar a ese indeseable rival, el espíritu de esa revolución tuvo un sesgo excesivamente estatalista. Como notó Carl Schmitt, el efecto más duradero de la Revolución Francesa no fue el establecimiento de un modelo constitucional determinado (la reacción antirrevolucionaria no tardó, de hecho, en imponerse) sino la creación de un Estado nacional soberano, dotado de un poder absoluto (15) . Con esa matriz, el Estado liberal de Derecho del siglo XIX no concibió más garantía de los derechos que la racionalidad del legislador que encarnaba la soberanía nacional (una racionalidad presumida y convertida en dogma de fe de un liberalismo legicentrista) (16) . Las constituciones europeas fueron concebidas como textos programáticos, incapaces de limitar el poder de un Estado ominipotente. De acuerdo con el modelo rousseauniano, un Parlamento que, por representar a la Nación en su conjunto, fuera la expresión, no de la lucha de facciones sino de una voluntad política unitaria (de la voluntad general), habría de legislar, forzosamente, de un modo favorable a la efectividad de los derechos de todos. Pero, más allá de este dogma de fe, esos derechos carecían de toda garantía constitucional inmediata. Estaban a la espera del desarrollo legislativo y no tenían, en definitiva, más expresión institucional que la sujeción del poder público al principio de legalidad.
En ese marco de omnipotencia estatal, la actividad de injerencia en la esfera de los ciudadanos encaminada al esclarecimiento y el castigo de los delitos se confió, completamente, al órgano que, en ese concreto ámbito, encarnaba la omnipotencia estatal, la unidad indisoluble del poder del Estado-persona: el juez investigador. El juez de instrucción del Estado liberal decimonónico fue el sucesor natural del juez inquisidor del Antiguo Régimen y acumuló en su persona todos los poderes necesarios para hallar la verdad con una actividad indagatoria que no era la preparación del proceso sino el proceso mismo. Pero fue, sobre todo, una figura que expresó fielmente, en el ámbito criminal, la visión de los derechos fundamentales como autolimitaciones de un poder estatal concebido como ilimitado en principio, que debía fijar ad hoc, mediante el ejercicio de la potestad legislativa, la frontera de su propia capacidad de actuación.
El Estado, en cuanto titular de la competencia de la competencia (esto es, en cuanto dotado de la capacidad originaria de determinar libremente el alcance de sus poderes), asume el compromiso de detener su maquinaria cuando alcanza la línea divisoria que él mismo ha trazado con el lápiz de la ley (17) . En ese marco, el proceso penal es la realización gradual del poder estatal de castigar los delitos, que se sujeta, en cada fase del proceso, a ciertos límites legales. Desde el acopio de los primeros indicios hasta el dictado de la sentencia, el ejercicio de ese ius puniendi se encauza a través de un procedimiento estrictamente secuencial, que expresa sintéticamente, en cada trámite sucesivo, una progresión en el ejercicio del poder de castigar y un avance de la máquina estatal que lo realiza. La frontera de la injerencia pública se va, con ello, desplazando. Asume un espacio cada vez mayor hasta suprimir enteramente la libertad individual cuando llega la sentencia condenatoria. Obviamente, ese procedimiento de realización gradual del ius puniendi debía estar regido, desde la comisión misma del delito (como acta de nacimiento de la acción penal del Estado) por la autoridad pública competente para ejercer el poder estatal de castigarlo: la jurisdicción (18) .
La idea de un estatuto jurídico de derechos constitucionales del ciudadano que estuvieran garantizados frente al interés público en la investigación de los delitos —y el consiguiente alumbramiento de un sistema de distribución de funciones entre órganos diversos, que conciliase la preparación de la tesis acusatoria con la efectiva garantía de los derechos del sospechoso— brilló completamente por su ausencia. Y no tanto por razón de una determinada cultura procesal sino por los defectos de una cultura constitucional que tenía su punto más débil en la tutela y garantía de los derechos.
3.
El limitado alcance de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 en el camino hacia un proceso penal de los derechos
En ese contexto, cabe preguntarse cuál fue el significado de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 (LA LEY 1/1882), que todavía estructura y soporta el peso principal del proceso penal en España. El aludido texto fue parte de un movimiento intelectual que buscaba la corrección del sistema inquisitivo. El juez seguía siendo la autoridad pública plenipotenciaria encargada de esclarecer los hechos y facilitar su castigo, aplicando fielmente la ley procesal del Estado. No obstante, ya no dictaba sentencia porque debía celebrarse, a estos efectos, un juicio oral, público y contradictorio. Ciertamente se trató de un cambio relevante pero sus propios autores solo lo contemplaron como un primer paso en una nueva senda de racionalidad del sistema criminal. La pervivencia de la instrucción judicial, en la que los jueces eran, a la vez, los llamados a construir la tesis acusatoria (aunque fuera luego el fiscal el que la sostuviera formalmente) y a garantizar los derechos de la persona a la que ellos mismos investigaban generó los males que siguen siendo propios de nuestro sistema de justicia criminal: la fragilidad de las funciones tuitivas previas al enjuiciamiento, la burocratización y formalización de la labor instructora (a la vez sobrevalorada e hipertrofiada), la imposibilidad de establecer mecanismos de resolución de conflictos que sirvieran de filtro a la criminalidad de bagatela, la debilidad del juicio oral como momento realmente decisivo y el déficit de racionalidad en la decisión final sobre la culpabilidad o la inocencia (19) .
Para entender mejor lo limitado del paso dado en 1882 podemos acudir a la autoridad de uno de los más autorizados comentaristas del texto decimonónico. Según Gómez Orbaneja la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 (LA LEY 1/1882) fue uno de los textos más meritorios de su época pero él ya advirtió que no se trató, ni mucho menos, de un código ex novo que introdujera un proceso de nuevo cuño. En realidad, solo se hicieron correcciones, importantes pero limitadas, sobre la amplia base de un texto anterior: la Compilación general de 1879, compuesta de materiales heterogéneos que se remontaban al Reglamento provisional para la administración de justicia de 1835 (20) .
Tampoco fue la de 1882 una ley que concibiera el proceso penal desde el punto de vista de los derechos de los ciudadanos. Las modificaciones introducidas en la legislación preexistente impedían al juez de instrucción juzgar el caso que él mismo había construido; debía limitarse a señalar con su dedo inquisitivo a la persona culpable para que fueran otros jueces la que la condenaran formalmente. Pero esto no modificaba la esencia del proceso continental como una actividad de progresivo desvelamiento y hallazgo de la culpabilidad del individuo investigado, que no era, ni mucho menos, procesalmente tratado como si fuera inocente.
El texto de 1882 era, en efecto, completamente ajeno al a idea central del proceso penal constitucional de nuestro tiempo: la presunción de inocencia. Comentando la referida ley, Gómez Orbaneja anotaba lo siguiente:
«[…] que el inculpado deba presumirse inocente hasta que sea declarado culpable en la sentencia es algo que puede admitirse todo lo más en un proceso penal dominado en absoluto por el principio acusatorio; y de hecho es indudable la influencia que ha desempeñado sobre tal concepción el derecho procesal inglés. En un sistema como el nuestro, en el cual la instrucción conserva formas del proceso inquisitivo, la presunción de inocencia no puede ser aceptada. […]».
Para el referido autor, tras la transmisión a los órganos judiciales de la notitita criminis:
«la jurisdicción procede como si se encontrase efectivamente ante un delito y ante un culpable […]. A medida que avanza el proceso […] va destruyéndose en perjuicio de la inocencia ese equilibrio de las dos conclusiones contradictorias y posibles. Al contrario de la admisión de la denuncia y la querella, que por sí mismas nada prueban (lo cual no quita para que puedan tener elementos probatorios), el procesamiento, la prisión, la apertura del juicio oral exigen un reforzamiento gradual de la presunción de culpabilidad. En cuanto tenemos un procesado no estamos ya ante una persona que pueda considerarse, con la misma intensidad en la conjetura, inocente o culpable» (21) .
Que casi inmediatamente después de la entrada en vigor de la ley de 1882 se impusiera una práctica procesal en la que el juicio oral debía comenzar con la declaración del acusado demuestra inequívocamente que, aun con el importante cambio normativo realizado, el proceso seguía concibiéndose como un medio para extraer la verdad de un sujeto pasivo situado bajo una presunción de culpa. De esta suerte, el juicio oral no consistía tanto en demostrar la culpabilidad del procesado, a través de la prueba expuesta por las acusaciones (conforme al modelo de la presunción de inocencia), sino en poner en evidencia las contradicciones de la versión de los hechos dada por la persona encausada, enfrentándola de inmediato a todos los materiales previamente acumulados en su contra durante la instrucción, de modo que el tribunal de enjuiciamiento pudiera formarse una íntima convicción, no sujeta a parámetros objetivos de control racional, sobre su culpabilidad.
Se introdujo, en definitiva, el juicio oral contradictorio y público pero ese progreso formal no se vio acompañado de un cuadro normativo de verdaderos derechos. Por esta razón, el sistema de justicia criminal siguió siendo, en su esencia, el tradicional del modelo inquisitivo. Para definir el texto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 (LA LEY 1/1882) podríamos utilizar, por ello, las mismas palabras que Adhémar Esmein dedicó al Código de Instrucción Criminal francés de 1808: sus autores habían sido valientes en la introducción de ciertos cambios estructurales en el momento del enjuiciamiento «mais le system de l’anciènne procedure, repousseé definitivement sur ce point, laissa des traces profondes dans d’autres parties de la loi, où il parvint a dominer: l’instruction préparatoire fut surtout marquée de sa dure empreinte» (22) . Permaneció, en suma, tras los cambios realizados en las viejas leyes, la «dura huella» del proceso inquisitivo.
4.
El cambio de paradigma: la configuración en la Europa continental de un modelo de proceso basado de los derechos fundamentales. Las correcciones al modelo angloamericano
La terrible catarsis que supuso la Segunda Guerra Mundial provocó, después de 1945, un importante ejercicio de autocrítica constitucional en el ámbito de la Europa libre —es decir, en la parte de Europa no sometida al yugo soviético—. Ese proceso de reflexión crítica hizo que los europeos fueran abandonando su viejo modelo constitucional, con sus derechos puramente enunciativos, confiados a la racionalidad del legislador. Traducido al ámbito del proceso penal, esto supuso, a la postre, el abandono unánime y progresivo del sistema inquisitivo de instrucción judicial, con su característica estructural de acumular los poderes de investigación y garantía de derechos en una única autoridad pública (el juez instructor) sujeta al principio de legalidad. El juez pasó, en países como Alemania, Francia, Italia o Portugal, a ejercer su función natural de garante de los derechos desligándose de las tareas preparatorias de la acción penal. Las constituciones de la segunda posguerra mundial contemplaron elencos de derechos específicamente pensados para el proceso penal, directamente aplicables y sujetos, a través de las correspondientes reformas procesales, a la garantía de jueces objetivamente imparciales, no comprometidos con la realización de las labores indagatorias.
En realidad, el fenómeno puede sintetizarse del siguiente modo: fue la configuración de auténticos derechos fundamentales la que trajo consigo la figura del juez de garantías. Si el Juez de Instrucción expresa la esencia constitucional del proceso penal del Estado liberal de Derecho del siglo XIX, construido sobre el eje exclusivo del principio de legalidad procesal, el juez de garantías (y el de la audiencia preliminar) hace lo propio con el proceso penal de del Estado social y democrático de Derecho de nuestros días, que se asienta en la normatividad directa y la plena garantía judicial de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Pero este fenómeno de recepción de un proceso penal basado en una verdadera cultura de los derechos fundamentales se llevó a cabo, en la mayoría de los casos, con la lúcida voluntad de evitar los males y errores propios del modelo adversarial angloamericano. John H. Langbein ha resumido esos males aludiendo a dos efectos perniciosos de la pura contienda entre adversarios: el combat effect y el wealth effect
(23) . El primero expresa una idea fácilmente comprensible: un sistema donde el hallazgo de los hechos y los elementos que pueden servir para acreditarlos está confiado exclusivamente a la actividad de dos partes dialécticamente enfrentadas, que tienen como principal incentivo derrotar a la parte rival, pueda dar lugar a estrategias procesales que dejen de lado la búsqueda de la verdad o que, en alguna medida, distorsionen esa verdad para acomodarla al objetivo final de victoria. El segundo efecto aludido por Langbein cuestiona la posibilidad real de recopilar pruebas en defensa de las tesis en disputa, lo que solo estaría al alcance de quienes contasen con medios de financiación adecuados para obtener elementos de convicción potentes.
La respuesta del Derecho continental europeo a estos males fue clara: restituir al juez en la posición constitucional de garantía de derechos no significaba entregar el hallazgo de la verdad a una lucha puramente adversarial. Se optó, por ello, por confiar la investigación oficial a una autoridad pública con un estatuto jurídico parajudicial, esto es, fuertemente despolitizada y dotada de auténtica autonomía, llamada por la ley a recoger todos los materiales necesarios para el esclarecimiento de los hechos, favorables o contrarios a la defensa, y a decidir, en base a ellos y de modo imparcial, sobre el ejercicio de la acción penal. Una autoridad que, a diferencia del juez instructor, tendría los poderes públicos investigadores pero que nunca podría interferir en los derechos fundamentales de los ciudadanos sin acreditar, ante un juez ajeno a las investigaciones, la estricta necesidad de la medida intromisiva propugnada.
Esa opción institucional por una autoridad pública autónoma e imparcial encargada de preparar y ejercer, de resultar preciso, la acción pública penal, tiene su manifestación más reciente en la Fiscalía Europea, cuyo régimen jurídico, que la configura como institución despolitizada y dotada de autonomía funcional, orgánica y reglamentaria, ha de servir de inspiración ahora para una profunda reforma del Ministerio Fiscal español (24) .
III.
El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal como proceso penal de los derechos
1.
Un proceso penal de los derechos para la sociedad española del siglo XXI
La Constitución española de 1978 (LA LEY 2500/1978) forma parte de la nueva cultura de derechos fundamentales que se abre paso en la Europa continental en la segunda mitad del siglo XX. Es una de esas constituciones verdaderamente normativas que establecen derechos directamente aplicables y que tienen en los jueces a sus guardianes naturales. Las frases empleadas por el texto constitucional para enunciar derechos fundamentales ya no son fórmulas lapidarias y vacías, cuyo contenido real dependa del arbitrio del legislador. Son mandatos de protección y órdenes habilitación que vinculan inmediatamente a todos los poderes públicos y que adquieren sus concretos perfiles gracias a la labor interpretativa desarrollada por el Tribunal Constitucional en diálogo fluido y permanente con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (precisamente el órgano jurisdiccional en el que se ha decantado la nueva identidad europea en materia de derechos).
No obstante, y a diferencia de lo ocurrido en el resto de Europa, la configuración de un nuevo paradigma constitucional no se ha visto acompañada de un esfuerzo normativo coherente que complete y consolide el proceso histórico de renovación del sistema de justicia criminal en clave de derechos fundamentales. Se echa en falta, en particular, una legislación procesal que nos sitúe en el nivel de civilización que nos corresponde como el país desarrollado y plenamente democrático que somos. Mientras nuestra doctrina constitucional se enriquecía a lo largo de las cuatro últimas décadas con la recepción de la nueva cultura europea de los derechos, nuestra legislación seguía anclada en los viejos esquemas del Estado liberal del siglo XIX, en los que un legislador timorato (o más bien falto de interés) trataba a lo sumo de injertar, con éxito limitado, algunos de los progresos jurisprudenciales.
El texto que acaba de presentarse como Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) quiere ser la culminación de cuatro décadas de esfuerzo dirigido a construir un proceso penal plenamente coherente con los derechos fundamentales. El título preliminar que le da inicio, dedicado a los principios constitucionales del proceso penal, indica suficientemente la profundidad del cambio. Los «preliminares» constitucionales de la ley ya no se contraen, como ocurría en el Estado liberal decimonónico, a expresar la sujeción de las actuaciones procesales a los principios de legalidad y jurisdiccionalidad sino que configuran una zona de inmunidad ciudadana frente al poder del Estado y confían su tutela y garantía a jueces objetivamente imparciales. Los derechos fundamentales se convierten, de este modo, en el eje central de toda la regulación normativa. Se consuma, con ello, un profundo cambio de modelo, pero no como designio arbitrista de un legislador que ha dirigido su mirada al extranjero sino como exigencia ineludible de un orden constitucional, el de 1978, al que el legislador procesal aún no ha rendido, en el ámbito penal, el imprescindible tributo.
No obstante, si se avanza en la lectura las páginas del texto articulado se advierte enseguida que los derechos protegidos van más allá de los que integran el estatuto de inmunidad de la persona encausada. El juez del Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020 (LA LEY 22837/2020) también está llamado a velar, en la misma posición de imparcialidad objetiva o ajenidad a los intereses de las partes, por la efectividad de los derechos de las víctimas, por la adaptación del proceso a los derechos de las personas con discapacidad o diversidad funcional e, incluso, por los derechos de los terceros que pueden verse directamente afectados en su esfera de intereses por las decisiones adoptadas en el ámbito del proceso penal. Estamos, en este sentido, un proceso penal de los derechos del siglo XXI, que no solo trata de recuperar el terreno perdido frente a las demás democracias avanzadas sino que intenta poner a nuestro país en la vanguardia de las soluciones procesales, eficaces y garantistas, a los problemas propios de nuestro tiempo (perfiles de ADN, búsquedas inteligentes de datos, regulación de las pruebas científicas…).
La voluntad de progreso y de adaptación a las necesidades del tiempo actual se manifiesta, además, en la configuración de un modelo procesal bifronte, atento tanto a la resolución imparcial de conflictos como a la realización eficaz de las políticas públicas en la lucha contra la delincuencia. Estas dos líneas maestras de política legislativa se articulan, por fin, de acuerdo con su sentido y medida constitucional.
2.
El desarrollo legal de un modelo constitucional de proceso: resolución de conflictos y realización de las políticas públicas
Desde la configuración inicial de los derechos fundamentales como pilares que sostienen todo el modelo de proceso, el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) rompe con el sistema secuencial decimonónico y articula de forma coherente las dos finalidades características del proceso penal: (i) la resolución imparcial de los conflictos (Estado de Derecho) y (ii) la realización eficaz de las políticas públicas en la lucha contra la delincuencia (Estado social y democrático).
La Constitución otorga al Poder Judicial la función de juzgar y ejecutar lo juzgado, esto es, de resolver los conflictos entre partes con completa ajenidad a los intereses en presencia. El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) configura, por ello, un nuevo modelo legal de resolución de conflictos basado en la garantía constitucional de imparcialidad objetiva de la autoridad judicial (25) .
Las partes ya no deben embarcarse en la difícil tarea de convencer al juez-funcionario, que representa el interés público en la persecución del delito, para que se alinee con ellas en el desarrollo de las pesquisas. Al contrario, pueden acudir a una autoridad objetivamente imparcial, ajena a los intereses en pugna, a efectos de que resuelva, como auténtico juez-adjudicador, los conflictos que se vayan suscitando. Con ello, el derecho de defensa se potencia y la contradicción procesal se ajusta a las exigencias y características de cada fase del proceso (26) . La calidad jurídica de las resoluciones judiciales (y el prestigio de la propia judicatura) se verá, con ello, fortalecida ya que la misión de los jueces será aplicar el Derecho en caso de conflicto, especialmente en lo que concierne al respeto a los derechos fundamentales.
La reconducción del juez al rol que constitucionalmente le corresponde abre, de inmediato, la posibilidad de configurar un proceso penal más dinámico y eficaz, especialmente en lo que concierne a la fase preparatoria. El Anteproyecto no trata, en este punto, de conferir la potestad de instruir a un nuevo sujeto sino de acabar con el concepto mismo de instrucción, que se basa en la acumulación en un solo órgano de facultades jurídicas heterogéneas que resultan incompatibles desde los cánones del actual Estado social y democrático de Derecho.
El modelo de instrucción se caracteriza, en efecto, por atribuir al investigador poderes exorbitantes de injerencia que, en nuestro marco constitucional vigente, quedan necesariamente sometidos al estatuto del poder judicial, esto es, a notas organizativas que, en dicho marco, están pensadas para la resolución de conflictos, lo que explica en buena medida los males del sistema. El enorme peso que el Estado liberal decimonónico depositó en el instructor individual, como figura a caballo entre el juez medieval y el detective novelesco, desborda, en definitiva, toda capacidad humana en la sociedad del siglo XXI. Esta es, en muchas de sus facetas, y particularmente en las diversas manifestaciones de la delincuencia), demasiado compleja para mantener el viejo sistema, pues:
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(i) Como órgano judicial, el instructor debe actuar en solitario (sin que puede organizarse mediante equipos), está determinado por un fuero territorial (no por razones de especialidad) y no está legitimado (al menos, sin perder su condición de juez) para adoptar soluciones alternativas que den una pronta respuesta a los casos de bagatela, como la conformidad y la oportunidad (27) .
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(ii) Como órgano ajeno a los avatares posteriores del proceso, el instructor contempla sus pesquisas como si fueran un compartimento estanco, lo que acaba produciendo un efecto semejante al de las «externalidades negativas» teorizadas en el ámbito de la economía. Quien instruye carece de todo estímulo para cambiar sus parámetros de actuación, ajustándolas a pautas más eficaces y garantistas, pues las resoluciones que adoptan los tribunales en la fase de enjuiciamiento o de recursos frente a la sentencia le son indiferentes (28) . La finalidad puramente instrumental que debería cumplir la investigación queda, así, seriamente debilitada.
El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) articula, por ello, un nuevo modelo de realización de las políticas públicas en torno al Ministerio Fiscal, como institución a la que la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978) atribuye la función de promover el ejercicio de la acción pública ante los tribunales (29) . El Ministerio Fiscal puede organizarse de forma flexible, según el tipo de delincuencia investigada. Puede funcionar, como de hecho establece el Anteproyecto de 2020 como pauta general, a través de equipos autónomos de investigación en los que se distribuyan las tareas y se colegien y reflexionen colectivamente las decisiones importantes. Puede acudir en todo momento a la conformidad o a la oportunidad, sin dilatar la primera al acto del juicio oral y sin disimular el ejercicio de la segunda por falta de criterios legales. Pero, sobre todo, el Ministerio Fiscal, al tener no solo la función de preparar la acción penal sino también de llevarla, si así procede, ante los tribunales, tiene el inmediato incentivo de ajustar el desarrollo de las sucesivas investigaciones a las pautas de actuación marcadas por estos. A diferencia del actual instructor, el fiscal no es ajeno al ulterior desarrollo del proceso y traslada rápidamente el criterio del órgano de enjuiciamiento, apelación o casación a su propia práctica investigadora, para que esta resulte eficaz en lo sucesivo.
Con ello, la eficiencia del sistema puede multiplicarse. Se puede dotar a la investigación penal de una dirección jurídica justamente porque se la puede encauzar a la obtención de los elementos de convicción que son realmente útiles, por ser los que pueden servir para probar los hechos ante los tribunales sin incurrir en ningún tipo de invalidez. Los recursos disponibles pueden, a su vez, invertirse de modo más racional, de acuerdo con pautas coherentes de política criminal, concepto este que resulta esencial en el funcionamiento de un Estado democrático, pues consiste, precisamente, en la fijación de prioridades y criterios transparentes que sirvan para la mejor gestión de los recursos humanos y materiales disponibles en el ámbito procesal penal. Y es que, aunque se invierta generosamente en justicia (cosa que, desgraciadamente, no ocurre), esos medios serán siempre escasos si no se organizan de forma adecuada, rindiendo cuentas de ello ante los ciudadanos (30) .
IV.
A modo de conclusión
El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) aprobado en Consejo de Ministros el pasado 24 de noviembre de 2020 puede ser calificado, por el momento de la legislatura en el que ha visto la luz y por el amplio consenso que generan sus líneas directrices, como el más firme intento de implantar un nuevo modelo de proceso penal.
Ese nuevo modelo no puede definirse recurriendo a adjetivos técnicos convencionales. Como puso de relieve Mirjan R. Damaska en un trabajo clásico, el mundo de nuestro tiempo no conoce ya los arquetipos puros de proceso (31) . Todos los sistemas procesales son, forzosamente, mixtos, pues, aunque se inscriban a priori en una determinada tradición cultural, coinciden, en última instancia, en el propósito de utilizar el proceso como mecanismo de resolución de conflictos y como ámbito de realización de las políticas públicas. Lo importante, a la hora de la verdad, es determinar si esos dos objetivos se logran en una medida acorde a la importancia que tienen en el diseño constitucional. Lo mejor que puede decirse de un sistema procesal penal en el marco de un Estado social y democrático de Derecho es que refleja fielmente los criterios constitucionales de limitación y distribución del poder del Estado y que respeta escrupulosamente la esfera de intereses que se deja a la libre disposición del individuo, sin dejar por ello de ser eficaz en la lucha contra la delincuencia.
El sistema procesal todavía en vigor en España entró en fase de obsolescencia en 1978. Constituye, desde entonces, un cuerpo extraño en nuestro orden jurídico-político de convivencia. Responde a un modelo burocratizado de Estado estrictamente legislativo y eso explica, en buena medida, que se comporte como un animal exangüe que, con su médula espinal del siglo XIX, apenas puede enfrentarse a los retos de una sociedad democrática y plural y de una delincuencia cada vez más compleja. La solución de los diversos problemas que se suscitan en el ámbito del proceso penal no puede confiarse hoy día a la aplicación puntual de un procedimiento legal típico, más o menos abreviado en sus formas. La ley procesal penal (LA LEY 1/1882) ha adquirido dimensiones que trascienden las perspectivas puramente procedimentales. Su principal misión es ahora, probablemente, la de proporcionar instrumentos adecuados para que las autoridades públicas competentes, cada una en su esfera de responsabilidades, administren de forma flexible y transparente las dosis de poder público que la Constitución ha puesto en sus manos. Unas han de resolver imparcialmente los conflictos; otras han de implementar eficazmente las políticas públicas.
Puede decirse, por ello y como síntesis de todo lo expuesto, que el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) trata de ser algo más que una nueva secuencia procedimental para la tramitación de los procesos penales (ajustada al principio de legalidad característico del paradigma clásico de Estado de Derecho), pero que es, al mismo tiempo, algo menos.
Trata de ser algo más porque quiere construir el proceso penal desde contenidos materiales directamente enraizados en el orden constitucional. Contiene, a estos efectos, disposiciones que coadyuvan al despliegue integral de una política de los derechos fundamentales que dote a estas titularidades de un estatus completo de protección, organización, participación y procedimiento (32) . Supone, en esencia, un vuelco del modelo de 1882, pues hace efectiva, en el ámbito procesal penal, la célebre frase de Krüger según la cual «antes los derechos fundamentales solo valían en el marco de la ley; hoy, las leyes solo valen en el marco de los derechos fundamentales».
No obstante, si bien se mira, el texto de 2020 es, precisamente por ello, algo menos que un código procesal decimonónico, pues los criterios esenciales que le sirven de guía le vienen dados de antemano, dejando poco espacio a la imaginación legislativa. Solo en la fuente constitucional pueden encontrarse parámetros válidos para regular la injerencia en la libertad que, en última instancia, trata de encapsular y acotar el proceso penal democrático. Visto de este modo, el legislador de nuestro tiempo tiene un mérito modesto. Su acierto consistirá en plasmar y desarrollar, de la mejor forma posible, el modelo constitucional de proceso. No ha de intentar, por ello, ser original. No debe inventar algo nuevo. Más bien todo lo contrario. No es casual, en este sentido, que el texto de 2011 renuncie a cualquier veleidad (re)creativa y parta, según reconoce a las claras, del esfuerzo desarrollado durante más cuarenta años de implantación de una cultura constitucional de los derechos. Esfuerzo del que fueron hitos significativos, en el plano de la síntesis, el anteproyecto de 2011 y el código procesal de 2013, a los que el anteproyecto de 2020 reconoce su indudable mérito y de los que parte sin rubor alguno.
También es algo menos este anteproyecto de ley desde el punto de vista de la regulación del procedimiento, que en buena medida se aligera. El modelo constitucional de proceso se vierte sobre un molde dúctil, alejado del estilo reglamentista que tan grato resultaba a los códigos decimonónicos y a sus innumerables reformas parciales. No estamos ante un manual de instrucciones ni ante una guía de buenas prácticas de la que se haga entrega a burócratas profesionales. Con cierto espíritu principialista, que consideramos una virtud más que un vicio, busca, ante todo, instruir a los sujetos procesales de las facultades que en cada momento resultan inherentes a su particular estatuto jurídico, de acuerdo con sus respectivos derechos o competencias constitucionales. Se confía, pues, en ellos para desarrollarlas adecuadamente.
El anteproyecto cuenta, en todo caso, con una amplia exposición de motivos, que da razón circunstanciada de cuáles son sus criterios rectores. Se trata una introducción, para qué negarlo, larga pero no queríamos que un cambio tan relevante se acometiese hurtando las explicaciones pertinentes. Invito, por ello, a los que sientan curiosidad —y también a los que alberguen cualquier recelo sobre la reforma— a aproximarse con calma y serenidad a las páginas que le sirven de preámbulo. Es más, les invito a que lean los pasajes más relevantes del texto articulado, que hemos intentado redactar en un lenguaje sencillo y accesible, propio de nuestro tiempo (33) .
Queda, sin duda, mucho trabajo por delante, que implicará la depuración del texto y el diseño de varias reformas paralelas, algunas de gran calado. El resultado final, según revelan los intentos precedentes, es sumamente incierto. Buena parte de la tarea corresponde ahora a quienes deben debatir y tramitar el anteproyecto en sucesivas instancias políticas. No obstante, la mejor credencial para que pueda superar los test venideros es que el proyecto de reforma cuente el apoyo mayoritario de los profesionales llamados a aplicarlo, esto es, de los abogados, jueces, fiscales, letrados de la administración de justicia y funcionarios de toda España. Ya decía Alonso Martínez, al concluir la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 (LA LEY 1/1882), que no es posible «montar una máquina delicada y hacerla funcionar con éxito, sino contando con el asentimiento, el entusiasmo, la fe y el patriotismo de los que han de manejarla». Puesto que patriotismo, sin duda, se presume, tratemos de buscar el asentimiento y, si es posible, el entusiasmo de los implicados. Por el bien de los ciudadanos.