El problema del acceso a la vivienda en general, y el del acceso al mercado del alquiler en particular, no son nuevos ni en el tiempo ni en el espacio. Basta con leer el muy ilustrativo informe publicado por el Banco de España a principios de 2020 bajo el título «La intervención pública en el mercado del alquiler de vivienda: una revisión de la experiencia internacional» (D. López-Rodríguez y Mª de los Llanos Matea, Documentos ocasionales nº 2002) para comprobar que este asunto ha preocupado de forma recurrente a las autoridades públicas de todos los países y durante todos los períodos históricos que calificaríamos de «modernos», tomando como referencia los grandes cambios demográficos –entendidos en el sentido más amplio, también desde un punto de vista geográfico– alumbrados por la Revolución industrial.
Las múltiples causas de este fenómeno responden a coordenadas comunes, aunque se manifiesten con intensas peculiaridades según cada momento y lugar. Siendo complejas las causas, lo son tanto o más las soluciones, por cuanto los condicionantes en presencia están tan íntimamente imbricados que cualquier medida que se adopte en relación con uno de los aspectos de la cuestión tendrá incidencia y, en su caso, consecuencias no deseadas, en otros aspectos conexos, incluso en segunda o tercera derivada, y, en último término, en la economía entera.
Esta reflexión elemental se hace necesaria cuando asistimos en los últimos tiempos, casi a diario, a la aprobación de medidas o la presentación de propuestas que se ofrecen, con mayor o menor énfasis, como soluciones plausibles a un problema que la crisis del COVID no ha hecho sino profundizar. En este escenario de confusión y polémica, parece necesario marcar algunas pautas, desde el plano –modesto, pero imprescindible– que ofrece el Derecho –y en particular, desde el plano constitucional–, para clarificar bajo qué coordenadas puede plantearse la intervención pública en el mercado del alquiler de vivienda –de mercado hablamos, en definitiva, con todo lo que ello supone–. Y muy particularmente en punto a la cuestión últimamente más discutida de la posible limitación de precios del alquiler.
Plantear una intervención pública en los precios del alquiler de vivienda implica incidir en dos derechos fundamentales: de forma inmediata, en el derecho de propiedad (art. 33 CE (LA LEY 2500/1978)); de forma derivada, y no sin matices, en la libertad de empresa (art. 38 CE (LA LEY 2500/1978)). Así se puso de manifiesto, de hecho, ante el Tribunal Constitucional cuando se le planteó frontalmente la cuestión en relación con la redacción entonces vigente de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LA LEY 4106/1994), de la que conoció vía dos cuestiones de inconstitucionalidad la STC 89/1994, de 17 de marzo (LA LEY 2389-TC/1994).
La propia lectura de los antecedentes de la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) pone de manifiesto hasta qué punto los problemas que ahora se pretenden resolver con políticas de limitación del precio de los alquileres son viejos conocidos. La redacción del art. 57 LAU cuestionada ante el Tribunal, introducida por la Ley 40/1964, de 11 de junio, aspiraba también a remediar necesidades de carácter social que se arrastraban desde la postguerra y que la redacción de la LAU de 1955 ya pretendió resolver. Este era, en efecto, el objetivo de una medida sustanciada en la prórroga forzosa para el arrendador –solo potestativa para el arrendatario– de los contratos de arrendamiento de vivienda, pero cuyo verdadero impacto solo se reconocía anudado a la situación de congelación de rentas que tal prórroga llevaba consigo a partir del Real Decreto-ley 2/1985 (LA LEY 1039/1985), que derogó tal previsión solo para los contratos suscritos con posterioridad a su entrada en vigor. Prórroga forzosa para el arrendador y congelación de rentas son mecanismos que, con mayor o menor intensidad, están presentes en nuestra legislación de arrendamientos urbanos desde hace más de cien años: desde el conocido como Decreto Bugallal, de 21 de junio de 1920, hasta la vigente redacción del art. 9 LAU, en conexión con el 18, introducida por el Real Decreto-ley 7/2019, de 1 de marzo (LA LEY 2819/2019), cuya constitucionalidad conforme al art. 86 CE (LA LEY 2500/1978) validó la STC 14/2020, de 28 de enero de 2020 (LA LEY 461/2020), F J 4.
En sede de la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994), lo cuestionado no era, pues, tanto el derecho a la prórroga en sí como su impacto en la esfera de los derechos de propiedad y de libertad de empresa que implicaba el que ello suponía prolongar sine die –y solo para los propietarios que hubieran alquilado antes de 1985, con la consiguiente afección del principio de igualdad (art. 14 CE (LA LEY 2500/1978))– un severo régimen de limitación de precios. Este último aspecto –nuclear– quiso ser soslayado por el Tribunal con el poco convincente argumento de que el régimen de prórroga forzosa «no ocasiona(n) por sí mism(o) la pérdida de utilidad económica de los arrendamientos concertados», sin que ello le impidiera concluir –lo que es clave a nuestros efectos– que «la utilidad económica de la propiedad dada en arrendamiento implica la percepción de la correspondiente merced arrendaticia, por lo que una disposición que supusiera el vaciamiento del contenido económico de la renta acordada podría representar la vulneración del derecho reconocido en el art. 33 CE (LA LEY 2500/1978)» (FJ 5).
El Tribunal llega a esta conclusión como colofón de un razonamiento, bien discutible –como puso de manifiesto el voto particular suscrito por los magistrados Rodríguez Bereijo, Cruz Vilallón y Gabaldón López–, que pasa por desustanciar el contenido esencial del derecho de propiedad, aun sin llegar a tolerar su absoluta disponibilidad para el legislador. En ello ha venido insistiendo el TC cuando ha tenido que pronunciarse sobre varios de los decretos-leyes y leyes autonómicas que en los últimos años han adoptado regímenes propios en relación con el mercado del alquiler dentro de una política general de facilitación del acceso a una vivienda. La muy reciente STC 16/2021, de 28 de enero de 2021 (LA LEY 656/2021), FJ 5.d), cuyo objeto son sendos decretos-leyes de la Generalitat de Cataluña –lo cual determina su sentido estimatorio sin entrar en apreciaciones de fondo–, refiere exhaustivamente esta jurisprudencia.
La STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994), apoyándose en la previa STC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987), de 28 de marzo, perdió, en efecto, la oportunidad de reivindicar y definir un contenido esencial del derecho de propiedad –en singular– constitucionalizado y de debido respeto por el legislador. Frente a ello, entendió que la función social de la propiedad invocada por el apartado 2 del propio art. 33 integra la configuración del contenido esencial de cada tipo de propiedad, con lo que vino a reconocer al legislador un espacio amplísimo de definición del contenido de las propiedades –en plural– modulado según cuál sea su objeto en cada caso en consideración a su función social. La expresión repetida sucesivamente por la jurisprudencia conforme a la cual la propiedad constitucionalizada no es la propiedad consagrada en el Código Civil –por todas, la STC 204/2004, de 18 de noviembre (LA LEY 3/2005), FJ 5– sustenta esa premisa de amplia desconstitucionalización del derecho de propiedad, aun con la prevención de advertir que el legislador nunca podría superar el límite de la recognoscibilidad del derecho, por más que este criterio resulte inevitablemente devaluado por la relativización del contenido esencial.
No es el momento de especular sobre las causas –en último término ideológicas e, incluso, casi diríamos emocionales– de ese planteamiento devaluador del derecho de propiedad. Sí, conviene, con todo, reflexionar sobre su alcance y consecuencias, que se manifiestan de forma palmaria en el caso de la propiedad inmobiliaria urbana, con claros referentes históricos, como quedó apuntado.
En los términos del FJ 2 de la STC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987) que el FJ 4 de la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) trascribe, «la Constitución reconoce un derecho a la propiedad privada que se configura y protege, ciertamente, como un haz de facultades individuales sobre las cosas, pero también y al mismo tiempo, como un conjunto de derechos y obligaciones establecidos, de acuerdo con las leyes, en atención a valores o intereses de la comunidad, es decir, a la finalidad o utilidad social que cada categoría de bienes objeto de dominio esté llamada a cumplir. Por ello, la fijación del contenido esencial de la propiedad privada no puede hacerse desde la exclusiva consideración subjetiva del derecho o de los intereses individuales que a éste subyacen, sino que debe incluir igualmente la necesaria referencia a la función social, entendida no como mero límite externo a su definición o a su ejercicio, sino como parte integrante del derecho mismo. Utilidad individual y función social definen, por tanto, inescindiblemente el contenido del derecho de propiedad sobre cada categoría o tipo de bienes». De ello extrae la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) que «corresponde al legislador delimitar el contenido del derecho de propiedad en relación con cada tipo de bienes, respetando siempre el contenido esencial del derecho, entendido como recognoscibilidad de cada tipo de derecho dominical en el momento histórico de que se trate y como posibilidad efectiva de realización de ese derecho».
El Tribunal renuncia, pues, en sus SSTC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987) y 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) a delimitar un contenido esencial primario y radical del derecho de propiedad que, extraído de la propia Constitución, deba resultar recognoscible con independencia de los concretos bienes –o derechos– sobre los que se proyecte. Pero ese relativismo que viene de la mano de la función social que cada tipo de bienes cumpla no puede llegar a traducirse en una habilitación al legislador para desustanciar el derecho de propiedad segando desde la raíz el «haz de facultades individuales sobre las cosas» que su propia etimología evoca. Este planteamiento, en el caso de la propiedad inmobiliaria urbana, se manifiesta en la propia STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994): el derecho a una vivienda (art. 47 CE (LA LEY 2500/1978)) y la protección a la familia (art. 39) determinan una función social de la propiedad inmobiliaria dedicada a vivienda que justifica limitaciones al derecho, si bien estas limitaciones no pueden llegar a implicar la negación de la «utilidad económica de la propiedad», reducto último en el que se identifican en este caso, aun de forma devaluada, las «facultades individuales sobre las cosas».
Lo llamativo es que, con estas coordenadas, la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) llega a afirmar que la consecuencia de extraer del «mercado de arrendamientos» (sic) los inmuebles sometidos a la prórroga forzosa y, por ende, a «rentas antiguas», no convierte en «inexistente o puramente nominal el derecho de propiedad del arrendador», sino que constituye una restricción o limitación del mismo, «una afectación de su contenido que no lo hace desaparecer ni lo convierte en irreconocible» (FJ 5). Esta conclusión, bien discutible a la vista de los preceptos cuestionados, se alcanza sin escrudiñar el impacto que tal exclusión produce en la «utilidad económica» que se reconoce atributo del derecho de propiedad inmobiliaria.
La jurisprudencia más reciente, sin apartarse del planteamiento nuclear de la STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994), afina un poco más en la fijación de criterios para calibrar cuándo una limitación sobre la propiedad inmobiliaria urbana –no necesariamente consistente en la limitación de rentas– puede resultar inconstitucional por exceder del contenido esencial fijado restrictivamente en consideración a la función social identificada, de forma sostenida, en el derecho a una vivienda digna del art. 47 CE (LA LEY 2500/1978), cuyo carácter de derecho subjetivo se excluye en todo caso, conviene advertirlo (por todas, STC 32/2019, de 28 de febrero (LA LEY 10171/2019), FJ 6). En sentencias recientes como la STC 16/2018, de 22 de febrero de 2018 (LA LEY 3394/2018), FJ 17, o la 32/2018, de 12 de abril (LA LEY 41454/2018), FJ 7, el Tribunal se apoya en la doctrina del TEDH que exige no sobrepasar el «equilibrio justo» o apela a una «relación razonable entre los medios empleados y la finalidad pretendida» para valorar medidas restrictivas del derecho de propiedad, si bien enfatiza –citando las sentencias de 21 de febrero de 1986, asunto James y otros c. Reino Unido, & 46, de 23 de noviembre de 2000, asunto Ex Rey de Grecia y otros c. Grecia, & 87 y de 22 de junio de 2004, asunto Broniowski c. Polonia (LA LEY 147801/2004), & 149– que en las decisiones de índole social y económica se reconoce al legislador un amplio margen de apreciación sobre la necesidad, los fines y las consecuencias de sus disposiciones.
Asume, así, el Tribunal Constitucional una posición deferente con el legislador que descarta la aplicación del principio de proporcionalidad en sentido pleno –con sus tres escalones de necesidad, adecuación y proporcionalidad en sentido estricto–, sin que ello implique asumir que el derecho de propiedad tolere medidas que al regular el precio del alquiler lleguen a negar la «utilidad económica de la propiedad». De hecho, el propio TEDH, en sentencias más recientes referidas particularmente a limitaciones de rentas arrendaticias que el TC debería consultar, ha llegado a considerar vulnerado el derecho de propiedad consagrado en el art. 1 del Protocolo nº 1: la sentencia de 28 de enero de 2014, dictada en el asunto Bittó y otros v. Eslovaquia (LA LEY 3743/2014), da cuenta de varios asuntos precedentes para concluir que también en el caso que resuelve el derecho de propiedad se habría visto vulnerado por medidas de control de rentas que supondrían una carga «desproporcionada y excesiva».
La sentencia recién citada, que coloca este caso como los precedentes en el peculiar contexto de la caída de regímenes comunistas, hace una apreciación que conviene retener: «los legítimos intereses de la comunidad en tales situaciones reivindican una justa distribución de las cargas sociales y financieras presentes en la transformación y reforma del suministro de viviendas en el país. Esta carga no puede ser impuesta en un grupo social en particular, con independencia de lo importante que sean los intereses del otro grupo o de la comunidad como un todo» (& 115, la traducción es nuestra).
Esta reflexión, clave, trasciende del peculiar contexto en el que se pone de manifiesto, bien elocuente, por lo demás. Y conecta con otro aspecto del reconocimiento constitucional del derecho de propiedad que el Tribunal Constitucional tampoco ha afinado debidamente. En los términos de la STC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987), FJ 8 –recordados recientemente en sentencias como la 16/2018, FJ 7– la vertiente institucional del derecho de propiedad que acompaña –como en el caso de otros derechos fundamentales– a su dimensión individual, vendría «precisamente derivada de la función social que cada categoría o tipo de bienes sobre los que se ejerce el señorío estaría llamado a cumplir». La función social determinaría, pues, no solo el contenido esencial de cada tipo de propiedad, sino su dimensión institucional en un argumento de difícil comprensión y que distorsiona el verdadero sentido en el que esta dimensión institucional ha de jugar: entendiendo la propiedad privada como premisa del sistema, en particular económico; como sustrato o fundamento del mismo, del mismo modo que la libertad de empresa suma a su dimensión individual en cuanto que derecho subjetivo, la dimensión institucional que implica reconocer, por abstracción, que se ha constitucionalizado una economía de mercado.
El correlato con la libertad de empresa no es casual. Porque, como anticipamos, la propia STC 89/1994 (LA LEY 2389-TC/1994) asumió que la libertad de empresa pudiera estar en liza en la ordenación de lo que el propio Tribunal calificó como «mercado de arrendamientos». Lo descartó, sin embargo, con un argumento poco sustancioso, de nuevo con cita de la STC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987): las limitaciones legítimamente derivadas de la función social de la propiedad «no infringen en ningún caso el contenido esencial de la libertad de empresa», toda vez que esta no puede exonerar del cumplimiento de aquella.
Conclusión tan taxativa obvia toda disquisición sobre una cuestión no menor: si las personas físicas que dispongan de sus bienes inmuebles arrendándoselos a terceros están ejerciendo el derecho del art. 38 CE (LA LEY 2500/1978), que la jurisprudencia constitucional caracteriza como «derecho a crear empresas y, por tanto, para actuar en el mercado», y «para establecer los objetivos de la empresa y dirigir y planificar su actividad en atención a sus recursos y a las condiciones del propio mercado» (ATC 71/2008, de 26 de febrero (LA LEY 112499/2008), glosando la jurisprudencia previa). Esta apreciación no deja de tener interés cuando cabe plantearse, bajo las coordenadas que la propia jurisprudencia del TEDH apunta, si puede justificarse un tratamiento distinto a la propiedad inmobiliaria según se detente por particulares o por empresas, tal y como establecen recientes normas autonómicas sometidas a escrutinio ante el TC. La lógica de la función social moduladora del contenido esencial pudiera tolerar más fácilmente restricciones por criterios ya no objetivos, sino subjetivos, en atención a los intereses individuales que se protegen en uno y otro caso. Ni más ni menos que la dignidad y la libertad individual y el propio desarrollo de la personalidad, en el caso de personas físicas, tal y como se ha reconocido generalizadamente.
Se hace, por ello, más flagrante el contraste en el alcance con el que se ha venido reconociendo y protegiendo el derecho de propiedad frente a la libertad de empresa. La devaluación a que ha sido sometido el derecho de propiedad en general, y particularmente el inmobiliario cuando se dedica a vivienda, por mor de su función social ha propiciado que sus límites solo sean escrutados en función de un criterio de proporcionalidad laxo, bajo la lógica del «equilibrio justo», mientras que la libertad de empresa se ha visto paulatinamente reforzada –con pautas importadas desde el Derecho europeo, pero voluntariamente amplificadas por el legislador español, particularmente a través de la Ley 20/2013, de 9 de diciembre (LA LEY 19657/2013), de Garantía de la Unidad de Mercado– en unos términos que someten a un juicio estricto de proporcionalidad toda medida limitativa, solo legítima en función de intereses generales tasados.
Aun teniendo esto presente, conviene insistir en que la deferencia con el legislador que incide en el derecho de propiedad inmobiliaria no puede ser absoluta. La legitimidad de las medidas que impongan limitaciones en las rentas de inmuebles para vivienda exige, a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional –que debería tomar buena cuenta de la más reciente del TEDH–, un escrutinio minucioso que no pierda la referencia del propio mercado y asegure, en todo caso, la «utilidad económica» que se reconoce inherente al derecho de propiedad inmobiliaria. Pautas semejantes ha manejado el Tribunal Federal Alemán en su resolución de 18 de julio de 2019, invocada frecuentemente como referente legitimador, per se, de los controles de precios de arrendamiento.
Estas apretadas reflexiones no pueden terminar sin un apunte en clave competencial. El Tribunal Constitucional dejó establecido en la reiteradamente citada STC 37/1987 (LA LEY 781-TC/1987), FJ 8, y a ella se remiten las más recientes, como la STC 16/2018 (LA LEY 3394/2018), FJ 7, que la determinación de las limitaciones y deberes inherentes a la función social de cada tipo de propiedad corresponde –trascendiendo del título competencial sobre legislación civil atribuido al Estado en el 149.1.8ª CE– a quien tenga la competencia sobre la correspondiente materia, lo que implica que la competencia autonómica en materia de vivienda legitima a las Comunidades Autónomas para imponer, a través de normas con rango de ley, limitaciones en la propiedad urbana destinada a alojamiento. Limitaciones cuya constitucionalidad dependerá, desde un punto de vista material, de si desbordan o no el justo equilibrio entre los medios empleados y la finalidad perseguida que el propio Tribunal establece, como insistimos, como criterio al respecto.
Lo anterior no excluye la posibilidad de que el Estado active su competencia ex art. 149.1.1ª para imponer unas «condiciones básicas uniformes» que garanticen un sustrato de igualdad en el ejercicio del derecho de propiedad por parte de todos los españoles. La falta de esta Ley –anunciada con polémica en sede del Gobierno de coalición– ha venido determinando la desestimación de las alegaciones vertidas hasta ahora contra las normas autonómicas que han ido adoptando políticas propias al respecto en aplicación de la doctrina constitucional que convierte el escrutinio de la hipotética vulneración de aquel precepto constitucional en un análisis de constitucionalidad mediata (STC 94/2014, de 12 de junio (LA LEY 74335/2014), invocada por la propia STC 16/2018 (LA LEY 3394/2018)). La proliferación de normas autonómicas –mitigada por el cierto mimetismo con el que se producen– interpela al legislador estatal, sometido –eso sí– a los señalados parámetros materiales y a las estrecheces con las que la jurisprudencia constitucional ha concebido el título competencial del 149.1.1ª desde la STC 61/1997 (LA LEY 9921/1997). Pero al hacerlo, como ha anunciado, debería conducirse con prudencia y sin incurrir en soluciones adoptadas en función de apriorismos simplificadores de realidades, sin duda, muy complejas.