La Administración de Justicia, por su posición en el marco del Estado de Derecho (artículo 1.1. Constitución Española (LA LEY 2500/1978)) y su relación con los ciudadanos y el resto de poderes públicos, representa un espacio institucional particularmente expuesto a la crítica.
Todos conocemos la tradicional y mala valoración que la Administración de Justicia recibe en las encuestas, estudios y publicaciones del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), así como la percepción generalizada e incuestionable del funcionamiento lento y burocrático del Poder Judicial. Igualmente, la proyección de estos adjetivos sobre los procesos de investigación penal más conocidos y orientados a la instrucción de delitos de corrupción política ha ocasionado un escepticismo claro, cuando no desconfianza, en el trabajo ordinario de Jueces, Magistrados, y restantes operadores.
Así, si bien es verdad —y creemos que nadie lo pone en duda— que la Justicia en España funciona con independencia y solidez en su momento decisional, no ocurre lo mismo con el tránsito procesal, con el discurrir del procedimiento —en cualquier orden jurisdiccional— que sirve de margen desde la formulación de la pretensión hasta el dictado de la resolución judicial o procesal que la resuelve o pone término. Podemos decir, de este modo, que la «legitimidad de resultado» que obtiene la Justicia española ensombrece no obstante por la «deslegitimidad de proceso» causada por las dilaciones indebidas y los retrasos injustificados.
Conscientes como somos de la preocupante percepción social, así como de la necesidad de no resignarse ante ella y, por tanto, de actuar en la dirección adecuada, surge imprescindible reflexionar sobre cómo debe favorecerse la confianza de los ciudadanos en los poderes públicos y, muy especialmente, en una Administración de Justicia que, desde su compresión como servicio público, tiene como reto fundamental preservar la paz y la convivencia, resolviendo los contenciosos, de mayor o menor gravedad, que se generan en la sociedad y su inherente conflicto.
Dado que hablamos de confianza, es preciso admitir que la construcción sociológica de ella viene supeditada por el cumplimiento de unos parámetros elementales de proyección social; nos estamos refiriendo, por supuesto, a la cultura de la legalidad, al respeto al pluralismo en todas sus vertientes y, también, al conocimiento y la información como factores claves y determinantes para la cimentación de la opinión pública.
El derecho a la información veraz (artículo 20.1 Constitución Española (LA LEY 2500/1978)) suele vincularse cognitivamente a la prensa y medios de comunicación, sin embargo, el marco jurídico de ese derecho subjetivo de rango constitucional no se agota en la órbita mediática estricta, sino que se prolonga, más allá, también en la relación de comunicación y transmisión de información que se produce entre los poderes públicos y los ciudadanos. Como ha señalado la jurisprudencia constitucional (Por todas: Sentencia núm. 6/2020, de 27 de enero (LA LEY 2686/2020)), el derecho a la información veraz (y la libertad de expresión) garantiza el interés constitucional de la formación y existencia de una opinión pública libre, garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática. Para que el ciudadano pueda formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ha de ser también informado ampliamente de modo que pueda ponderar opiniones diversas e incluso contrapuestas. En suma: no cabe afirmar que una sociedad pueda ser plural y libre, y por ello, confiada y capaz en la crítica a los servicios públicos, si no existe esa condición mínima y esencial que se traduce en la información, en toda aquella que sea veraz, y de forma especialmente sensible, en la que resulta ofrecida por el poder público establecido.
Aplicando lo anterior a nuestro objeto de análisis —la Administración de Justicia— se presenta doloroso el hecho de comprobar la ausencia generalizada de compromiso con las exigencias de transparencia y publicidad en un marco institucional tan importante y que, precisamente por ser el centro de la «última ratio» de la legalidad, debería encontrarse revestido de las mayores garantías de información, conocimiento y comunicación. No es aceptable el oscurantismo —deliberado o no— en ningún lugar del espacio público, pero cuando este ocurre, además de forma especialmente intensa, en lo que afecta al funcionamiento, estructura y carga de trabajo de Juzgados y Tribunales, la censura es obligada, inevitable, imperativa.
Cualquier persona que acude, con base en un interés u otro, a los órganos judiciales en el ejercicio de su legítimo derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1. Constitución Española (LA LEY 2500/1978)) debe tener derecho, no ya a obtener una resolución fundada que decida su litigio, sino también a conocer con rigor y detalle cuáles son las causas o motivaciones que impiden, en su caso, que esa decisión judicial no acontezca en un plazo razonable. La construcción de ese derecho subjetivo a la transparencia en el marco jurisdiccional y parajurisdiccional—comprendida desde su faceta pasiva; el derecho de acceso— coadyuva a un mejor entendimiento de las circunstancias que rodean al funcionamiento ordinario de los Juzgados y Tribunales, pero al propio tiempo, también conduce, de forma más abstracta, a un reforzamiento general del escrutinio que la ciudadanía debe realizar sobre sus servicios públicos. Sin conocer los elementos que impiden, por ejemplo, que un acto de comunicación se realice en plazo, que una demanda se admita a trámite tempranamente, o que el señalamiento de una vista se haga en el plazo propio determinado por el texto legal, será imposible rogar la confianza de unos ciudadanos que, sin la información de la que son legítimos acreedores, se encuentran posicionados en una ubicación idónea para el escepticismo, el pesimismo y el rechazo a la credibilidad que la Administración de Justicia, siempre y en toda condición, debería poder ofrecer.
Las leyes 37/2007, de 16 de noviembre (LA LEY 11474/2007), sobre reutilización de la información del sector público, y 19/2013, de 9 de diciembre (LA LEY 19656/2013), de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, así como la reciente Directiva (UE) 2019/1024, de 20 de junio de 2019 (LA LEY 11090/2019), son hitos normativos que dibujan un horizonte público alcanzable y deseable: una «Administración abierta», en la que los datos son una herramienta fundamental para la información, el conocimiento, la crítica y la mejora de los servicios públicos. Es verdad que la traslación de esta normativa al ámbito judicial no es pacífica, exige de precisión y del respeto inexorable al carácter sensible que supone el actuar propio del Poder Judicial; sin embargo, con el acoplamiento que resulta indispensable, y en una continuación del Plan de Transparencia Judicial aprobado en el año 2005, el reconocimiento del derecho de cualquier ciudadano a conocer todos los datos relativos al funcionamiento de la Administración de Justicia (cargas de trabajo, medios materiales, número de resoluciones dictadas, plazos de tramitación…), de forma general y de forma específica (cada órgano), es una necesidad inaplazable que, además, y de forma coherente con el entorno digital en el que vivimos, debería desplegarse a través de medios ágiles, accesibles, y, sobre todo, comprensibles.
Las políticas de rendimiento profesional, el fortalecimiento y agilidad de las actividades inspectoras son propósitos que sólo podrán encontrar realidad si la apuesta por la información, la transparencia y la utilización racional de los datos es firme y decisiva
Lo anterior ayudará a proteger la confianza de los ciudadanos en la Justicia, pero desde una óptica interna, también conducirá a un mejor conocimiento de los hechos que acontecen en el seno de una administración amplia y en la que son diversos los entes con competencia prestacional. Las políticas de rendimiento profesional, el fortalecimiento y agilidad de las actividades inspectoras, o la detección rápida de necesidades coyunturales en determinados órganos o jurisdicciones son propósitos que sólo podrán encontrar realidad si la apuesta por la información, la transparencia y la utilización racional de los datos es firme y decisiva.
La democracia como sistema político es un «proceso abierto» y en constante evolución. No podemos intentar comprender la lógica democrática y su discurrir si obviamos el valor político —y también económico— de la información y la transparencia. La publicidad institucional (vertiente activa) y el derecho de acceso (vertiente pasiva) se conjugan en el concepto de transparencia como un todo indisoluble que habilita el conocimiento del estado de las cosas por la ciudadanía. Pero ese conocimiento no es en verdad la meta alcanzable, sino que la información opera como un paso necesario para la formación del juicio, después para la emisión de la crítica constructiva, y, en último lugar, para la elaboración de propuestas de mejora. Si la democracia es «decidir» —aunque no sólo eso—, qué duda cabe sobre la pertinencia de disponer de todos los elementos de hecho para poder juzgar sobre cuál es verdaderamente la situación de un servicio público o la justificación de las causas que han dado lugar a su escenario presente. Sólo con información veraz, actualizada y ofrecida de forma comprensible para cualquiera es posible hablar de democracia. Cuando dicha exigencia se proyecta sobre la Administración de Justicia obtenemos una doble obligación: la de ser transparentes —siempre—, pero sobre todo, la de ser responsables. Sólo de esa forma podremos reclamar la confianza que condiciona la utilidad de todo el ordenamiento jurídico. Sólo la luz permite ver el horizonte.