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El Consejo General del Poder Judicial (1) hizo cuanto pudo para acomodar la actividad jurisdiccional de los órganos judiciales a la, entonces, incipiente situación sobrevenida, tratando de conjugar, por una parte, el cumplimiento de las medidas que tres días más tarde se adoptarían en el Real Decreto 463/2020 (LA LEY 3343/2020) (2) , de 14 de marzo, por el que se declaró el estado de alarma; y por otra, la necesidad de seguir prestando el servicio público judicial.

Sería el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril (LA LEY 5843/2020), el encargado de preparar la reactivación de la actividad de los órganos jurisdiccionales mediante el establecimiento de medidas procesales y organizativas específicas, que meses más tarde, se consolidarían con la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) (3) . Ambas disposiciones —aunque se adoptaron con vocación de excepcionalidad—, han servido para que el citado Anteproyecto, pudiera valerse de algunas de las medidas previstas en aquéllas (4) con el fin de contribuir a impulsar una renovación profunda dentro del ámbito de la Administración de la Justicia; y no sólo para procurar de superar, al fin, las insuficiencias estructurales que vienen acarreándose desde hace décadas, sino también para lidiar con un previsible aumento de la litigiosidad que la crisis sanitaria —en la que aún hoy nos hallamos inmersos— va a generar (5) .

Puede decirse, por ende, que el Anteproyecto recoge el guante dejado por las disposiciones normativas citadas, a pesar de que, como en las siguientes líneas veremos, el legislador español busca —con aquél— transformar muchos de los elementos que integran el actual sistema procesal español.

Un reflejo de ello es que, bajo la premisa de agilizar el proceso para aliviar la carga de trabajo sostenida por los órganos jurisdiccionales; de legitimar —como se dice en la Exposición de Motivos— socialmente el sistema de justicia; de afianzar su acceso; y, de que los ciudadanos se sientan protagonistas de sus propios problemas, se pretende instaurar una nueva Justicia: la llamada justicia deliberativa. Parece intuirse, así, un cambio de filosofía respecto a la resolución de los conflictos con la firme voluntad de sustraer dicha función —con la finalidad, parece, de descongestionar— a los órganos judiciales, recayendo la responsabilidad de su solución en los protagonistas de aquéllos.

Este propósito que ahora el legislador persigue, es el motivo por el que el Anteproyecto pretende reformar, entre otras normas, la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), y en ella, instituciones procesales como el recurso de casación, admitiéndose como único cauce de acceso al mismo el interés casacional; el juicio verbal, aumentando la cuantía de la demanda del artículo 250.2 LEC (LA LEY 58/2000) a 15.000€ o estableciendo la necesidad de una previa reclamación en los supuestos de compensación y asistencia a pasajeros aéreos; o la propia sentencia, abriéndose la puerta definitiva para que en los procesos civiles puedan concluir mediante sentencia in voce.

Asimismo, se instaura un requisito de procedibilidad general al proceso civil consistente en la necesidad de desarrollar, con carácter previo a la interposición de la demanda, una actividad negocial salvo que se trate de: a) asuntos que afecten a los Derechos fundamentales; b) asuntos referentes a las medidas del artículo 158 CC (LA LEY 1/1889) aplicables a menores; o c) el internamiento involuntario por razón de trastorno psíquico.

Esta actividad negocial comprende una amalgama de cauces —no siempre extrajudiciales, como es el caso de la conciliación que se regula en el artículo 139 y ss. de la Ley de Jurisdicción Voluntaria (LA LEY 11105/2015)—, a través de los cuales se puede llegar a la resolución de un conflicto existente entre dos o más partes. Haciendo una labor de síntesis, esos cauces —que se engloban dentro de la expresión medios adecuados de solución de controversias (MASC) que emplea el Anteproyecto— son: 1) la mediación de asuntos civiles y mercantiles regulada en la Ley 5/2012 (LA LEY 12142/2012) citada (artículo 3); 2) la conciliación (artículo 3) se entiende que es la que regula el artículo 139 y siguientes de la LJV (LA LEY 11105/2015) de 2015; 3) la conciliación privada (6) (artículo 12); 4) la opinión neutral de un experto independiente (7) , que vendría a ser un pseudo arbitraje (artículo 6); y 5) los propios abogados de las partes en conflicto cuando su intervención sea preceptiva (8) (artículo 6).

En los MASC se aúna una pluralidad novedosa de instrumentos de resolución de conflictos que, sin embargo, participan de una naturaleza y de unos efectos con matices divergentes

Por lo tanto, en los MASC, se aúna una pluralidad novedosa —en parte— de instrumentos de resolución de conflictos que, sin embargo, participan de una naturaleza y de unos efectos con matices divergentes (9) pero que, a pesar de ello, el Anteproyecto pretende unificar asentando que cualquier acuerdo alcanzado entre las partes —con o sin intervención de terceros—, equivale a una transacción (10) .

El Anteproyecto atribuye, así, a «lo acordado» el mismo efecto que el artículo 1816 del Código Civil (LA LEY 1/1889) otorga al contrato de transacción, según el cual, ésta «tiene para las partes la autoridad de la cosa juzgada». Se quiere, por tanto, que, en cuanto a los efectos de los acuerdos alcanzados utilizando los MASC, circunscribirlos a la eficacia civil de la transacción, reforzando la eficacia de «lo acordado» mediante el empleo de la expresión «valor de cosa juzgada», yendo más allá del mero «carácter vinculante» previsto para el acuerdo de mediación (23.3 LMACM (LA LEY 12142/2012)).

Más allá de la relevancia constitucional que la instauración de ese óbice a la Jurisdicción en el orden civil podría tener —pues, en tanto en cuando existe, no una limitación, pero sí una modulación a su acceso, podría entenderse vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva que nuestra Carta Magna reconoce en su artículo 24.1 (LA LEY 2500/1978) (11) , no es objeto del presente texto examinarla, debiendo focalizar nuestra atención en el valor o eficacia que el Anteproyecto otorga al acuerdo que se alcanzare en esa actividad negocial previa al proceso.

A tenor del artículo 10, «el acuerdo puede versar sobre una parte o sobre la totalidad de las materias sometidas a negociación. El acuerdo alcanzado tendrá el valor de cosa juzgada para las partes, no pudiendo presentar demanda con igual objeto. Para que tenga valor de título ejecutivo el acuerdo habrá de ser elevado a escritura pública o bien homologado judicialmente cuando proceda en los términos previstos en el artículo anterior; y el apartado segundo, sigue: «contra lo convenido en el acuerdo sólo podrá ejercitarse la acción de nulidad por las causas que invalidan los contratos».

Desde el punto de vista formal, vemos un gran parecido entre dicho precepto y el artículo 23 de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles (LA LEY 12142/2012). En concreto «el acuerdo puede versar sobre una parte o sobre la totalidad de las materias sometidas a negociación» es prácticamente igual, con la salvedad de que cambia la palabra «negociación» por «mediación»; del mismo modo ocurre con «contra lo convenido en el acuerdo sólo podrá ejercitarse la acción de nulidad por las causas que invalidan los contratos», en cuyo caso es idéntico; respecto a la elevación del acuerdo a escritura pública con el objeto de que adquiera fuerza ejecutiva, también se prevé en el apartado tercero del artículo 23 de la Ley de mediación (LA LEY 12142/2012).

Pero, en lo que se refiere a la eficacia que se otorga a «lo acordado», mientras que la Ley de mediación se limita a reseñar «el carácter vinculante del acuerdo» del que informará el mediador a las partes —al que antes hemos hecho referencia—, el artículo 10 del Anteproyecto proclama que «tendrá valor de cosa juzgada para las partes», rematando con la prohibición de que éstas puedan «presentar demanda con igual objeto».

No obstante, lo acordado no puede erigirse como un óbice procesal, del mismo modo que tampoco se erige el contrato de transacción, figura contractual al que el legislador pretende reconducir los distintos acuerdos adoptados en el seno de los MASC.

En primer lugar, la expresión «valor de cosa juzgada entre las partes» —tanto el uso que de ella se hace en el Anteproyecto respecto de «lo acordado», como el uso que el CC hace en su artículo 1816 CC (LA LEY 1/1889) respecto de la transacción—, sólo pone de manifiesto una novación de una situación jurídica concreta en la que, el resultado de la transacción —«lo transigido»—, se impone entre las partes por la fuerza vinculante de ese contrato que han celebrado. La alusión, por tanto, al valor de cosa juzgada —tanto de lo transigido como de lo acordado—, se refiere solamente a los efectos civiles que el contrato produce, como pura manifestación del pacta sunt servanda.

Y, en segundo lugar, el contrato de transacción no impide, ni la incoación, ni la prosecución de un proceso judicial —aun cuando se trate de las mismas partes y del mismo objeto que hubiesen vertebrado el acuerdo—, y ello porque «lo transigido» carece de relevancia procesal más allá de la que puede aportar al proceso un contrato o un acuerdo existente entre los litigantes y que, como tal, puede influir en la decisión final adoptada por el juez o tribunal al resolver la controversia existente entre aquéllos. Por tanto, del mismo modo que la transacción no obsta la existencia de un proceso judicial, lo acordado en los MASC, tampoco.

Sin embargo, lo que el artículo 10 del Anteproyecto hace, mediante la imposibilidad de que, quienes hubiesen alcanzado un acuerdo en el marco de la actividad negocial previa, presenten «demanda con igual objeto», es intentar exportar los efectos propios de la institución procesal de la cosa juzgada —en su función negativa—. En efecto, el Anteproyecto pretende convertir «lo acordado» en los MASC como excepción puramente procesal que invalide un eventual proceso posterior como si de la cosa juzgada se tratase —cuando actúa desencadenando su función negativa—, dotándose a la expresión de «valor de cosa juzgada entre las partes» de una significación procesal de la que carece, pues, del mismo modo que ocurre con la transacción, cuando se emplea la expresión de «valor de cosa juzgada», se hace pensando en los efectos civiles que de dicho contrato emanan, como es el de su vinculación y obligatoriedad; pero no pensando en una eficacia procesal que haga imposible y neutralice la incoación de un proceso judicial sobre el mismo objeto.

De hacerlo, sería tanto como equiparar la expceptio rei per transactionem finitae a la excepción de cosa juzgada, y ello no es admisible puesto que, mientras que la excepción de cosa juzgada es una excepción procesal que debe ser alegada por el demandado para sostener que la res in iudicium deducta ya ha sido decidida en virtud de sentencia firme —y, por tanto, debe abstenerse de conocer, poniendo fin al proceso (12) , la expceptio rei per transactionem finitae es una excepción material ajena a la cosa juzgada (13) que no obstaculiza ni la incoación ni la prosecución del proceso, sino que sirve para que el juzgador se atenga y valore lo pactado como cualquier otro contrato celebrado inter partes.

Asimismo, debe recordarse que la cosa juzgada, que es la que permite fulminar —en su vertiente negativa— cualquier proceso posterior cuyo objeto procesal sea idéntico (14) , es propia solamente de las sentencias (artículo 222.4 LEC (LA LEY 58/2000)), que es el acto jurisdiccional por excelencia (15) que resuelve el fondo del asunto; que solamente puede asignarse el término de cosa juzgada a aquellos asuntos resueltos mediante una labor de enjuiciamiento previa sobre el fondo del asunto (16) ; tercero, que en nuestro sistema jurisdiccional, son los jueces y magistrados —que conforman el estamento judicial— los competentes para enjuiciar las pretensiones formuladas por los litigantes, administrándoseles justicia mediante aquella labor; y cuarto, que la cosa juzgada es propia de la Jurisdicción contenciosa que es donde se deciden las disputas que se suscitan entre los ciudadanos.

Nuestro Tribunal Supremo, por su parte, destaca la naturaleza contractual de la transacción y que, en caso de su incumplimiento, existe la «posibilidad de postularlo judicialmente» (17) ; además, «cuando es planteada como excepción, introduce en el objeto del proceso la consideración de sus efectos y obliga al tribunal a decidir en consonancia con ellos si considera que tiene validez (18) . Asimismo, el Alto Tribunal entiende que «la eficacia vinculante del acuerdo transaccional no puede confundirse con el efecto de cosa juzgada previsto en el artículo 222 LEC (LA LEY 58/2000) y —por tanto— no puede quedar vedada la posibilidad de discutir en sede judicial la validez del contrato de transacción en sí mismo considerado a la luz de las normas que regulan los contratos» (19) .

La transacción, por tanto, del mismo modo que puede predicarse respecto de los acuerdos adoptados en los MASC, vinculan efectivamente, no sólo a las partes (pacta sunt servanda), sino también procesalmente, pero desde un punto de vista material, en el sentido de que lo acordado o lo transigido sirve de base al pleito que se incoe y es tenido en cuenta por el órgano jurisdiccional si el contrato es válido, pero nunca puede impedir el acceso a la Jurisdicción, que es lo que se pretende con la imposibilidad de presentar demanda que el artículo 10 del Anteproyecto impone, lo cual conduciría a la exclusión de la posibilidad de cuestionar la validez del contrato o del acuerdo, así como la imposibilidad de que se pudiera advertir la existencia, por ejemplo, de vicios en el consentimiento de alguno de los partícipes en aquéllos.

Debemos concluir, por todo lo expuesto, que la expresión recogida en el artículo 10 del Anteproyecto «no pudiendo presentar demanda con igual objeto» una vez alcanzado un acuerdo extrajudicial, es de todo punto improcedente y que el legislador debería sancionar con su inmediata eliminación, pues su voluntad de evitar que la controversia llegue a los órganos jurisdiccionales para disminuir la carga de trabajo de éstos, no puede permitirle legislar pervirtiendo instituciones procesales como la cosa juzgada mediante el reconocimiento, ex legue, de la vinculación procesal de ésta a los acuerdos que puedan alcanzarse en el seno de los MASC (20) .

Una vez aceptada la tesis de que «lo convenido» o «lo acordado» en la actividad negocial carece de toda eficacia procesal que pudiese ir más allá del mero examen —en el marco del proceso— de la validez o la vinculación de «lo acordado» como contrato, no puede admitirse, tampoco, la limitación que, en materia de prueba, impone el Anteproyecto en su artículo 6.2. Amparándose en la confidencialidad de la negociación, no sólo priva a las partes de la posibilidad de presentar, en el proceso judicial que pudiera incoarse con posterioridad, los documentos, pruebas y demás aportaciones objeto de la negociación; sino que además, prohíbe expresamente a los tribunales, con invasión absoluta de sus funciones, la admisión de esa prueba «por aplicación de lo dispuesto en el artículo 283.3 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000)», referente a las actividades prohibidas.

Creemos que no se puede forzar a los ciudadanos a negociar o conciliar so pena de sacrificar ab initio sus derechos, pues toda negociación entre las partes lleva implícita la eventual renuncia de sus derechos en aras de poder lograr un acuerdo

Asimismo, no debemos concluir sin antes hacer una breve reflexión, y es que, además —como hemos visto— de que se quiera adjudicar a la Jurisdicción un papel residual o secundario para reducir el colapso judicial que, en los próximos años, puede producirse por el aumento de la litigiosidad —a lo que la Covid-19 ha contribuido—, lo que no puede admitirse es el castigo al ciudadano que no ha podido o, sencillamente, no ha querido llegar a un acuerdo y que implícitamente el Anteproyecto lleva consigo (21) . Creemos que no se puede forzar a los ciudadanos a negociar o conciliar so pena de sacrificar ab initio sus derechos, pues toda negociación entre las partes lleva implícita la eventual renuncia de sus derechos e intereses en aras a poder lograr un acuerdo, amén de ser sancionados si llegaran a la Jurisdicción.

Debe concluirse, pues, que nuestro ordenamiento jurídico ya dispone de cauces extrajudiciales de resolución de conflictos, como la mediación, la conciliación, el arbitraje, y la transacción —extrajudicial o judicial (19.2 LEC (LA LEY 58/2000))— (22) , pero que, con el fin de impulsar aún más su utilización, no puede, ni debe hacerse con la imperativa implantación de una actividad negocial obligatoria previa, porque además de perturbar los derechos subjetivos de los ciudadanos, se les estaría condenando a dos procesos, primero el negocial (23) y, segundo el jurisdiccional, con la dilación en la resolución de la controversia que ello supone (24) y con el desgaste económico que implica.

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