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I. La posición negacionista frente a la vacunación contra el Covid-19 y su justificación en la libertad individual y en la vida y salud propias de cada persona

Como de todos es sabido, durante este largo período de vacunación masiva contra el Covid-19 son muchos los ciudadanos, de España y de todo el mundo, que aún no se han vacunado, la mayor de las veces incluso porque se niegan a tal vacunación, no solo para sí mismos, sino para las personas dependientes (como son, entre otras, las personas de la tercera edad o con discapacidad, cuando el negacionista es su asistente o su curador, o como sucede con los hijos menores de edad, cuyos padres se niegan a su vacunación); todo lo cual no es novedoso (nihil novi sub sole!): tal negativa a la vacunación, y germen del movimiento antivacuna, ya se produjo hace más de un siglo frente a la vacuna contra la viruela, así como no hace mucho, en la década de los 90 del siglo pasado, frente a la triple vacuna vírica, por creer muchos negacionistas, en este último caso, que era causante del autismo.

En el caso de la vacuna contra el Covid-19, las razones para negarse a tal vacunación son variadas: el miedo a sus posibles efectos secundarios (la muerte misma incluida), un temor que se incrementa si se trata de personas con un sistema inmunológico débil; también lo es la propia dejadez o la desconfianza sobre su efectividad; también se alegan a veces razones religiosas (provenientes, sobre todo, de ciertos sectores protestantes) (1) , o simplemente anticientíficas, donde sobresale, por todos es sabido, una posición negacionista, no solo contra la efectividad de la vacuna, sino contra la existencia y el alcance mismo del Covid-19.

A fin de justificar tal posición negacionista (a vacunarse, cuando menos), se alegan razones estrictamente jurídicas, que son principios y derechos fundamentales garantizados en nuestra Constitución, así como en diversos textos internacionales: como son, principalmente, la libertad individual (en general, o la ideológica y, en su caso, la religiosa en particular —cfr., arts. 16 y 17 de nuestra Constitución, en adelante CE—), así como el derecho a la vida, a la salud y a la integridad física (arts. 15 (LA LEY 2500/1978) y 18 CE (LA LEY 2500/1978)).

Naturalmente, es solo este plano, estrictamente jurídico, el que me corresponde aquí y ahora abordar como jurista y Doctor en Derecho que soy, por el que no tengo aptitud ninguna para cualquier otra ciencia o disciplina que avale o cuestione el alcance del coronavirus ni el de su posible remedio. Solo son los datos jurídicos oficiales los que el jurista debe atender para, desde ellos, extraer la realidad social conforme a la cual interpretar la norma vigente, según previene el art. 3.1 del Código Civil (LA LEY 1/1889) (en adelante, CC), cuando refiriéndose a tal mecanismo interpretativo (el comúnmente denominado sociológico o evolutivo), dice que «las normas se interpretarán según… la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas». Y qué duda cabe de que, a la vista de la pléyade de normas, estatales y autonómicas, habidas sobre el Covid-19, con profusas explicaciones contenidas en sus Preámbulos y Exposiciones de Motivos desde los que extraer aquella realidad social (2) , ningún jurista puede cuestionar su existencia ni la de su posible vacunación. Una visita por los ordenamientos —prácticamente- de todo el mundo, aun cada cual con sus diversas medidas antiCovid, no haría más que refrendar aquella realidad.

A su vista, y en dicho plano —estrictamente jurídico—, como jurista no puedo más que oponerme a tal posición negacionista y contraria a la vacunación. No soy, desde luego, el primero en así manifestarse. Son ya muchos quienes, desde distintas ramas y disciplinas jurídicas, se han manifestado de igual modo (3) , aunque, según creo, sin hallar la institución o figura jurídica adecuada que fundamente las posibles consecuencias de que, en su caso, deba asumir quien se niegue a la vacunación, para sí o para las personas dependientes que de un modo u otro estén a su cargo, lo que justifica, según creo, este trabajo nuestro; a saber:

II. La inoperatividad de tal posición negacionista y contraria a la vacunación de personas dependientes por su discapacidad o por su minoridad

En particular, como cuestión «menor», es cuestionable, cuando menos, que alguien pueda decidir por otra persona atendida su discapacidad o su minoridad, aunque se encuentre asistida o sometida a la curatela o a la patria potestad de aquella otra negacionista, contraria a su vacunación. Conforme al Derecho Internacional (piénsese, entre otros, en las diversas Convenciones de la ONU y en otros textos internacionales sobre derechos del Niño, sobre personas con discapacidad, …), que desde hace ya tiempo forma parte de nuestro Derecho (ex arts. 10.2 (LA LEY 2500/1978) y 96 CE (LA LEY 2500/1978), y 1.5 CC (LA LEY 1/1889)), las personas con discapacidad, como regla, han de entenderse con plena e igual capacidad para decidir que las demás personas (4) , y que la capacidad de decisión de los menores se ha ido en las últimas décadas incrementando hasta poder prácticamente entenderse, al modo tradicional (como dijera don Federico De Castro (5) ), que su falta de capacidad es la excepción (a interpretar por ello restrictivamente y siempre en favor del interés superior del menor (6) ), aun tratándose de disponer o administrar sus derechos de la personalidad más íntimos, como, precisamente, en España sucede con el derecho a la vida y a la salud (piénsese, entre otros posibles ejemplos, que la eutanasia, recientemente legalizada en España, es posible por decisión de personas con discapacidad, o que los menores a partir de los 12 años pueden decidir como pacientes, según la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002), sobre los derechos y obligaciones del paciente, …). Hasta tal punto importa, incluso prevalece, la voluntad de decisión de tales personas, con discapacidad o menores, que para el caso de que no coincida con la de sus asistentes o sus representantes podría intervenir coactivamente el poder judicial para hacer prevalecer la de aquellos en razón de su pleno desarrollo de la personalidad —en el caso de la discapacidad— o en atención a su interés superior —en el caso de los menores—, lo que, precisamente, ya ha sucedido recientemente en algún caso donde el juez ha impuesto la vacunación de personas de la tercera edad o con alguna discapacidad en contra de la posición contraria de sus familiares asistentes o allegados (así como a veces por decisión médica ante situaciones de urgencia, sin necesidad de autorización judicial previa, aunque luego refrendada) (7) .

Con todo, no deja de ser esta una cuestión «menor», o colateral a nuestro objeto, pues, ¿qué sucedería si es la propia persona con discapacidad o menor de edad la que se niega a ser vacunada contra el COVID-19, ya sea o no en anuencia con sus asistentes o representantes?

III. La prevalencia de la salud pública sobre la libertad individual: Salus populi suprema lex est. Y el consiguiente deber a la vacunación

Que la negativa a la vacunación suela fundarse en la libertad individual y en el derecho a la salud privada, propia del negacionista, no es tampoco nada novedoso. Con tal fundamento, u otro similar, son ya «clásicas» la negativa a prestarse a las pruebas biológicas de paternidad, a recibir trasplantes de órganos o transfusiones de sangre, también las huelgas de hambre… Y aunque, como es sabido, en tales casos la jurisprudencia, nacional e internacional, casacional y constitucional, se haya decantado siempre (o casi siempre), por la vida y la salud (o por la dignidad de la persona), frente a la libertad o cualquier otro derecho fundamental (como la intimidad, la integridad física, …), ninguno de tales casos es parangonable con el que aquí y ahora nos ocupa referido al Covid-19. En todos aquellos tan solo estaba, a lo más, en juego —lo que no es poco— la vida o la salud de la persona opositora. En el caso del Covid-19, por el contrario, no solo está en juego la vida y la salud de la persona que se niega a vacunarse, o a que lo sean las personas de él de algún modo dependientes. Sabido es, por datos oficiales provenientes de la OMS y recogidos en una legión de normas, que el Covid-19 es altamente contagioso y potencialmente peligroso, lo que hace que aquella posición contraria a la vacunación contribuya a una mayor propagación del virus (8) . Por tanto, también está en juego la vida y la salud de todas las demás personas, esto es, la salud pública, que como la propia de cada persona, también constituye un valor constitucional, según proclama el art. 43 CE (LA LEY 2500/1978) (haciéndolo con alcance general, para toda persona, así como en sus arts. 50 y 51, referidos más particular y respectivamente a las personas de la tercera edad y a los consumidores). Tras reconocer aquella norma, en su ap. 1, «el derecho a la protección de la salud», añade en su ap. 2: «Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto» (de derechos y también de deberes, habla). Otro tanto sucede con diversos textos internacionales, como, entre otros, sucede con la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (LA LEY 12415/2007), que tras referirse a la salud de los trabajadores en su art. 31, afirma en general en su art. 35: «Toda persona tiene derecho a acceder a la prevención sanitaria y a beneficiarse de la atención sanitaria en las condiciones establecidas por las legislaciones y prácticas nacionales. —y añade, en lo que aquí ahora importa— Al definirse y ejecutarse todas las políticas y acciones de la Unión se garantizará un nivel elevado —elevado, dice— de protección de la salud humana.».

¿Y acaso no habrá de prevalecer en nuestro caso tal principio, el de la salud pública, sobre la libertad y la salud individual, de cada persona en particular?

Ciertamente, por lo que al menos respecta al art. 43 CE (LA LEY 2500/1978), la salud pública, aun siendo un principio constitucional, no forma parte del núcleo duro de los derechos fundamentales, mas, precisamente, porque es la suma del derecho a la vida y a la salud, o a la integridad física, de todas y cada una de las personas que forman parte de la comunidad, y como tal debe prevalecer sobre el mismo derecho de cada cual individualmente considerado. No sería la primera vez, ni el único caso, en que sobre el interés privado o individual deba prevalecer el interés público o general (cfr., el art. 33 CE (LA LEY 2500/1978), que referido al derecho patrimonial por antonomasia, la propiedad, la supedita a su función social).

Tampoco en tal prevalencia, referida ahora al caso de la salud, hay nada nuevo bajo el sol. «Salus populi suprema lex est», proclamaba Cicerón en su obra sobre las leyes, como primer principio de Derecho público romano (9) . Ciertamente, tal máxima no tuvo ningún reflejo normativo, y en su sentido más apropiado no se refería estrictamente a la salud del pueblo, sino, más ampliamente, al bien común (10) , aunque tampoco se puede negar la etimología: que salud viene de aquel término latino «salus», y que, como tal, aquella máxima viene aquí como anillo al dedo.

Prevalente, así, la salud pública sobre la individual de cada cual, en el caso que nos ocupa sobre el coronavirus, no solo tenemos el derecho a vacunarnos (en coherencia con el derecho a la vida y a la salud que textualmente proclaman aquellas normas constitucionales e internacionales), sino también —simultáneamente— el deber de vacunarnos, pues en juego están la vida y la salud de los demás (lo cual sea dicho, de nuevo, a fin de evitar que también se crea que en términos absolutamente individuales se tenga el derecho y el deber a vivir sano, lo que, por ejemplo, cuestionaría la eutanasia; en tal caso, solo está en juego la vida de cada cual, pero no también la de los demás como sucede con el tema del coronavirus). Tratándose, así, de un derecho y de un deber, se estaría en presencia de una suerte de potestad (como la que tiene el Estado sobre los ciudadanos, o los padres sobre los hijos), que se puede y se debe ejercer y cumplir no solo —o tanto— en interés propio, sino también —o sobre todo— en el de los demás (a fin de conseguir lo que la OMS ha venido a denominar la inmunidad de rebaño).

Tan solo quedaría excusada de cumplir tal potestad si la negativa a vacunarse estuviera prescrita médicamente (por los riesgos que, efectivamente, la vacunación pudiera causar en la salud o en la vida misma de la persona a vacunar). Que la salud pública prevalezca no puede hacerse a costa de la propia vida de cada persona, con su propia muerte como sacrificio del Bien común.

Con todo, quedaría otra cuestión aún por resolver: admitido que se tiene la potestad —el derecho y el deber— para vacunarse, ¿acaso viene ello impuesto legalmente?

IV. El deber de vacunarse como deber moral, como obligación natural, su negativa como ejercicio abusivo o antisocial de derecho, y su consiguiente responsabilidad por daños en caso de incumplimiento

Si el deber de vacunarse estuviese legalmente impuesto, no habría tanto problema (al menos en lo que puede resultar debatible jurídicamente): no vacunarse sería ilegal, con todas sus consecuencias sancionadoras posibles, y la actitud de negarse a la vacunación, como incumplimiento de la ley, constituiría, en su caso, otro supuesto de objeción —si se quiere por razones— de conciencia, un acto de rebeldía contra la ley sea o no reprobable o justificable moralmente.

Pero es aquí, precisamente, donde puede entrar en juego, con trascendencia jurídica, la moral; a saber:

Salvo excepciones, como la de Francia e Italia en nuestro entorno, en que la vacunación es legalmente obligatoria, bajo sanción de multa (lo que, dicho sea no tan de paso, ha sido refrendado en su jurisprudencia constitucional así como por la del TEDH) (11) , en la mayoría de los países la vacunación, como regla general, es voluntaria. Este es el caso de España, donde ni siquiera la vacunación contra el Covid-19 se ha impuesto legalmente. Pudiera, tal vez, haberse impuesto al amparo del art. 12.1 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio (LA LEY 1157/1981), que vino a regular los estados de alarma, excepción y sitio, así como de los arts. 2 (LA LEY 924/1986) y 3 de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública (LA LEY 924/1986) (12) . Sea como fuere, en España todas las normas y —sobre todo— las resoluciones administrativas han venido solo a establecer un sistema de ordenación (o de orden sistemático, si se prefiere) de la vacunación entre su población (según edades o grupos de población de riesgo —según su salud, profesión—, por centros hospitalarios, calendarios, …). Pero en ningún caso (ni siquiera en el del Decreto-Ley 11/2021, de 2 de septiembre (LA LEY 19719/2021), canario), se ha impuesto legalmente como obligación la vacunación contra el Covid-19 que pueda ser incluso coactivamente puesta en contra de la voluntad del vacunado; tan solo —podría decirse— se ha «obligado» de un modo indirecto, persuasivo, estimulado o, según dicen algunos, de modo «recomendado» (13) , por ejemplo, solo permitiendo a los vacunados la entrada a determinados centros públicos o de trabajo, o para viajar (sobre todo, fuera de nuestras fronteras, lo que, tal vez, según alguno sea contrario a la libertad de movimiento), … Pero, aun así, lo ha sido sin una estricta obligación legal para vacunarse, cuyo incumplimiento sea sancionable con multas, ni mucho menos imponiendo la vacunación misma por la fuerza de alguna autoridad (judicial, ni administrativa).

Mas no por ello puede negarse que jurídicamente, aunque no legalmente, exista tal obligación. Pues no todo el Derecho está en la ley estricta (ni en la estricta ley), no todo el Derecho es Derecho positivo. Lo lícito o lo ilícito es un concepto más amplio que lo legal o ilegal. En todo Derecho hay límites que respetar más allá o —mejor dicho— por encima de la Ley positiva, escrita: llámense principios de Derecho natural o moral, que es, precisamente, la que a modo de ampolleta superior o pirámide invertida se sitúa por encima de los textos constitucionales e internacionales, precisamente para inspirar e informar su contenido articulado, lo que justifica que tales textos legales se sitúen en la cúspide de la pirámide —kelseniana, quién lo iba a decir— del Derecho positivo, que gráficamente se sitúa por debajo, formando así ambas pirámides una suerte de reloj de arena, donde el Derecho positivo —la ampolleta inferior— ha de estar constantemente nutrido por el Derecho natural —la ampolleta superior—, que fluye y penetra en aquél desde aquellos textos constitucionales (nacionales e internacionales) inspirados estos en aquellos principios, lo que, a la postre, es lo que justifica la posición jerárquica de tales textos como norma normarum (14) . Y no es solo el Estado quien se ve limitado en su poder por aquel Derecho natural «constitucionalizado». También lo está el propio ciudadano en sus decisiones: ahí está, por ejemplo, el art. 1255 CC (LA LEY 1/1889) cuando limita la autonomía negocial o de la voluntad no solo a la Ley, sino también —dice— a la «moral» (y así también el art. 1328 CC (LA LEY 1/1889), sobre capitulaciones matrimoniales, cuando se refiere a las «buenas costumbres»; expresión esta que también emplean otras normas con similar sentir, como sucede con las condiciones ilícitas a que se refieren los arts. 792 (LA LEY 1/1889) y 1116 CC (LA LEY 1/1889), o el art. 1276 CC (LA LEY 1/1889) sobre el objeto del contrato, distinguiendo siempre entre ilegalidad e inmoralidad, como causas diversas de ilicitud); o el art. 1275 CC (LA LEY 1/1889) al estimar como causa ilícita en los contratos cuando esta «se opone a las leyes o a la moral». O incluso cuando al pueblo se le reconoce la potestad normativa directa, de crear por sí mismo normas, a través de la costumbre, esta se admite «siempre que no sea contraria a la moral» (dice el CC en su art. 1.3 (LA LEY 1/1889)); …

Por todo ello, y sabiendo que en el tema que nos ocupa prevalece la salud pública, no parecería osado creer que, si bien no existe una estricta obligación legal a vacunarse, sí hay al respecto un deber moral, una suerte de obligación natural a vacunarse; una figura esta, la de la obligación natural, también con raíces romanas, expresamente reconocida en algunos Códigos, aunque no en el nuestro, lo que, sin embargo, no ha sido obstáculo para ser reconocida, no sin opiniones contrarias, por nuestra doctrina y por nuestra jurisprudencia (15) , precisamente, según lo antes visto, porque su configuración moral o natural no requiere de reconocimiento legal expreso que la avale.

Lejos de ser un recurso inicuo e inútil, tal calificación del deber moral a vacunarse como obligación natural tiene, por supuesto, importantes consecuencias o efectos jurídicos en el tema que nos ocupa:

Como tal obligación natural, ciertamente, no es exigible coactivamente de forma específica o in natura, lo que significa que ninguna autoridad, judicial o administrativa-sanitaria, podría vacunar por la fuerza a nadie en contra de su voluntad. Pero sí podrá tener otras consecuencias: Aunque generalmente suela decirse que la obligación natural es una especie de deuda sin responsabilidad y que antes de su cumplimiento voluntario (que ya hecho es irrepetible), no despliega ninguna eficacia jurídica, siempre se dice tal cosa comparando la obligación natural con la estricta y genuina obligación civil (de origen legal o voluntario), cuyo incumplimiento, en efecto, puede suponer la exigencia de su cumplimiento coactivo específico (cumpliendo lo que, efectivamente, se debe), o, en su caso, a través de su valor pecuniario, en dinero: la conocida responsabilidad patrimonial a que se refiere el art. 1911 CC (LA LEY 1/1889), por el que se pueden embargar y vender en subasta pública bienes del deudor incumplidor que sean necesarios para saldar la deuda. Mas no puede hacerse igual afirmación por los daños que pueda ocasionar su incumplimiento voluntario (en nuestro caso, por los posibles daños a tercero provocados por el contagio causado por una persona no vacunada que no lo esté, precisamente, porque no ha querido vacunarse, porque no haya cumplido su obligación natural de hacerlo, siendo, por ello, el contagio potencialmente más peligroso o grave que si se hubiera producido de haber estado ya vacunado).

Tal responsabilidad por los daños causados por dicho incumplimiento puede darse en diversos ámbitos: tal vez en el penal (piénsese en un delito de lesiones, o incluso en el homicidio en caso de muerte de la persona contagiada, puede que en la mayor de las veces imprudente, …) (16) , o en el disciplinario en el ámbito laboral (por ejemplo, en centros hospitalarios o de asistencia, educativos, … de atención al público o en cualquier otro trabajo donde el trabajador que se niega a vacunarse mantiene un «estrecho» contacto social con el personal laboral o con otras personas, donde la posible negativa puede acarrear diversas consecuencias: desde modificaciones en la prestación del servicio, como traslados o imposición del teletrabajo, hasta el despido como último remedio) (17) , … Pero limitando aquí y ahora el área de aquella posible responsabilidad a la propia de nuestra rama, el Derecho civil (por aquello de «zapatero a tus zapatos»), no parece aventurado pensar en una responsabilidad por los daños causados por el contagio al amparo del art. 1902 CC (LA LEY 1/1889) (18) , cuando, recuérdese, dice: «El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado». También sería aplicable el art. 1903 CC (LA LEY 1/1889) al caso en que el contagio se produzca por un menor o por cualquier otra persona asistida que no haya sido vacunada por negativa de su asistente o de sus padres, que serán, por ello, quienes asuman la responsabilidad frente a la víctima del daño, del contagio sufrido.

Tal daño sería el origen de una responsabilidad pecuniaria, o mejor dicho, de una estricta obligación civil —ya legal—, cuyo fundamento reposa en el viejo adagio —este sí contenido en el Digesto— del «Nemimen laedere» (de no dañar al prójimo), lo que, por eso mismo, justifica que tal responsabilidad no se conciba como un castigo o una sanción (en nuestro caso, a la persona voluntariamente no vacunada que causa daños a los demás), sino como indemnización o resarcimiento a la víctima por el daño sufrido, lo que, a su vez, permite, como de todos es sabido, que su régimen (contenido en los arts. 1902 y ss del CC (LA LEY 1/1889)), sea aplicable por analogía o por interpretación extensiva, como tal vez suceda con el caso que aquí tratamos.

En él concurren, según creo, todos los requisitos consabidos exigidos para la aplicación de aquel régimen de responsabilidad (con la peculiaridad de que aquí el daño es causado negligentemente por omisión, por no quererse vacunar), incluido el de la antijuridicidad, que, como antes advertí respecto al Derecho en general, tampoco aquí se identifica tan solo con la ilegalidad —tipificada como tal—, sino con cualquier ilicitud, incluida la inmoralidad, como es lo que sucede en nuestro caso. Lo deja bien claro el art. 1093 CC (LA LEY 1/1889), ubicado entre las fuentes de las obligaciones y antesala de los arts. 1902 y ss del CC (LA LEY 1/1889), cuando dice que «Las —obligaciones— que se deriven de actos u omisiones en que intervenga culpa o negligencia no penadas por la ley —o sea, que no sean estricta o típicamente ilegales, pero sí ilícitas—, quedarán sometidas a las disposiciones del capítulo II del título XVI de este libro» (esto es, a los referidos arts. 1902 y ss CC (LA LEY 1/1889)).

Solo quedaría justificada tal antijuridicidad en nuestro caso, casi a modo de estado de necesidad excluyente de cualquier responsabilidad, si la no vacunación lo ha sido por prescripción médica (por los riesgos que la vacunación pueda suponer en la vida o en la salud de una persona en particular). Pero en ningún caso, creo, tal ilicitud y aquel daño quedarían justificados porque al no vacunarse se haya ejercitado legítimamente un derecho —el derecho o la libertad a no ser vacunado—, pues, aun siendo en parte cierto que existe tal derecho (en conexión con un deber, según vimos antes), se trataría de un ejercicio abusivo, antisocial: un claro supuesto de abuso de derecho a que, con alcance general, se refiere el art. 7.2 del CC (LA LEY 1/1889), cuando dispone: «La Ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo. Todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso».

Como se ve, en clara sintonía con el art. 1902 CC (LA LEY 1/1889), en aquel art. 7.2 CC (LA LEY 1/1889) se habla de «acto u omisión» (el no vacunarse, en nuestro caso), que cause «daño para tercero» (lesiones o incluso la muerte por contagio), y de su indemnización, siendo esta la única consecuencia posible en nuestro caso, sin que sea posible imponer forzosa o coactivamente, por vía judicial ni administrativa, la vacunación, al serlo voluntaria, aunque recomendada, en nuestro Derecho (según lo antes también visto)

Ahora bien, que sea posible aplicar el régimen de responsabilidad por daños descrito no impide cierta dificultad en su aplicación en la práctica. No me refiero tanto al tema de cómo valorar y cuantificar dinerariamente el daño (al ser muy común el recurso a tal respecto a la aplicación —precisamente por analogía— de las tablas de baremación sobre daños contenidas en las normas sobre accidentes con vehículos a motor). Me refiero al requisito de la causalidad, a la relación de causa-efecto que ha de haber, y así probarse, entre la no vacunación de una persona y el contagio de otra, más o menos difícil de demostrar en cada caso (tal vez con menor dificultad si el contagio se produce dentro de centros laborales y entre el personal, o las personas allí presentes —vgr., empresas, hospitales, residencias, centros docentes, …—); una dificultad que existe dado el alto índice de contagiosidad del Covid-19, que no sé yo si bien pudiera salvarse con los actuales sistemas de rastreo a fin de conocer el origen y, así, acreditar aquella relación de causa-efecto.

Con todo, que sea difícil no quiere decir que sea imposible, ni impide, en nuestra opinión que aquí ya por fin concluye, la mejor manera de resolver los problemas que puedan surgir de los opositores a la vacunación contra el Covid-19. Todo sea, en fin, por la salud pública, por el bien común. De nuevo, y una vez más: «Salus populi suprema lex est».

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