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Cada año, el Tribunal Constitucional publica una memoria en la que cuenta a la ciudadanía y a las instituciones del Estado, las actividades desarrolladas durante el anterior. La última aparecida, cuando esto escribo, es la correspondiente al 2020. En ella, informa de que 215 trabajadores le sirvieron durante ese año. Uno de los 12 magistrados que lo componían, cesó a petición propia el día 14 de octubre. Y le asistieron 8 letrados pertenecientes al Cuerpo de Letrados del Tribunal Constitucional y 49 de adscripción temporal (1) .

Esa pequeña multitud produjo durante el año de referencia, 195 sentencias —de ellas, 170 en recursos de amparo—, 174 autos y 7.079 providencias (2) . Si se relativizan las cifras —algo superiores a las de años anteriores, a pesar de la pandemia— (3) , resulta una media aproximada de 17 sentencias, 15 autos y 643 providencias por cada magistrado, sin contar el que cesó.

Para hacerse una idea de lo que esas cantidades representan, repárese en que cada uno de los Juzgados de lo Penal de Madrid dictó, durante el año 2020, unas 266 sentencias de media (4) , a las que han de sumarse los autos y las providencias, cuyo número no he podido encontrar. Ya sé que no es igual de complicado un recurso de amparo que un procedimiento penal. Pero la referencia puede valer para abocetar, por contraste, una imagen de la tarea desarrollada por el Tribunal Constitucional en su faceta jurisdiccional durante el año de referencia.

Antes de continuar, debo advertir que, muy probablemente, otros habrán dicho lo que cuento aquí, y lo habrán dicho, seguro, mucho mejor (5) . Si es así, sirva lo mío como un modesto recordatorio sentimental.

I. Masiva inadmisión a trámite de recursos de amparo

En el año 2020, se interpusieron 6.515 demandas de amparo (6) y fueron admitidos a trámite 180 recursos; 34 por el Pleno y 146 por las Salas (7) . Es decir, las admisiones, respecto de las interposiciones, supusieron el 2,76 %. Estadísticamente, una minucia; algo, puramente residual. Lo grueso fue la gran cantidad de inadmisiones: en torno al 97 % (8) .

Algunos compañeros abogados con los que he comentado esta situación, la consideran escandalosa. Tan es así que uno me confesaba que ni siquiera se ha planteado formular ningún recurso ante el Tribunal Constitucional, y no por falta de motivos. Total, para qué, me decía, si hay una altísima probabilidad de que no llegue a tramitarse. Es más fácil, añadía, pedir un milagro y alcanzarlo que conseguir la admisión de una demanda de amparo.

Me pareció una opinión descomedida. Resulta llamativo, sí, que un número tan alto de peticiones de amparo no se admita a trámite. Pero tiene una explicación —ya no estoy tan seguro de si también justificación— perfectamente lógica. Es el efecto inexorable del cumplimiento de leyes naturales. No se puede meter algo donde no cabe.

Doce magistrados, por mucho que cuenten con la ayuda de un montón de letrados y muchos más funcionarios, no podrían, aunque lo deseasen vivamente, resolver 6.500 recursos de amparo al año. Ni produciendo, por cada uno de ellos, una sentencia al día, incluidos domingos y festivos.

II. Resolver más recursos mejoraría la productividad

Una forma de aumentar el número de admisiones y resoluciones sería mejorar la productividad. En este sentido, algunas sentencias se construyen, creo, con excesivas puntillas conceptuales. Si se las adornase menos, su elaboración necesitaría menos tiempo y esfuerzo, supongo. Y así, lo ahorrado en ellas se podría dedicar a resolver algún recurso más. Pondré un ejemplo.

Hace no mucho, se dictó una, la STC 99/2021, de 10 de mayo (LA LEY 42291/2021) (9) , que decidía la «Supuesta vulneración de los derechos a la intimidad, secreto de las comunicaciones y a la presunción de inocencia: captación y grabación de comunicaciones orales mantenidas en el interior de sendos vehículos que se prolongó por espacio de tres meses.» (10) En principio, el asunto no parece conceptualmente muy complicado. Ésta, como la mayoría de las relacionadas con derechos fundamentales, es una cuestión de parecer, de opinión, de sentimiento, si se quiere. Pero no, de grandes cálculos o de arduas pesquisas materiales.

En su edición publicada en el Boletín Oficial del Estado (11) , la susodicha sentencia ocupa 28 páginas. Eso sí, con no pocos párrafos y oraciones más largos de lo que una cómoda lectura pediría. De ese montón de páginas, 10 se dedican a los antecedentes; 9 a recordar doctrina propia y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y su aplicación al caso concreto; 3 a delimitar el ámbito aplicativo del artículo 588 quater b) de la Ley de enjuiciamiento criminal (LA LEY 1/1882); otras 3, a analizar un concepto indeterminado imposible de determinar: la proporcionalidad; y el resto, 8 más, al objeto del recurso, las pretensiones de las partes, la conclusión, etc.

Como muchas sentencias del Tribunal Constitucional, la aludida incluye un montón de citas de otras también suyas. Sólo en los fundamentos jurídicos, se invocan ¡63! diferentes, salvo mal recuento. Como las invocadas citan otras, y éstas, otras, y éstas, a su vez, otras más, y así prácticamente en bucle, el lector ha de sumergirse en un remolino infinito de materia jurídica, si quiere enterarse de todo.

Se trata de una sentencia muy bien construida, ciertamente. Pero, en mi opinión, demasiado copiosa. Que esto es así, lo demuestra la parvedad con que se razona en ella la especial trascendencia constitucional del recurso.

Es este un concepto axial en el proceso de amparo. El más importante, si nos atenemos a las consecuencias asociadas a él, como más adelante comentaré. Sin embargo, en la sentencia del ejemplo, se despacha —fundamento jurídico 2 completo— con un párrafo de doce líneas, ciento cincuenta palabras. A decir verdad, no creo que necesite ninguna más. Incluso le sobrarían. En justa correspondencia, no parece que deba hacerse mucho más gasto verbal para cada uno de los otros aspectos.

La retórica enseña y la tutela judicial exige que las sentencias sean breves, sencillas, precisas y claras (12) . No sé por qué, pero sospecho que, en este caso como en otros, quizá se haya buscado hacerla así de farragosa para aureolarla de prestigio. Es sabido que lo que cuesta, vale. Y sus autores quizás han considerado oportuno sacrificar las virtudes de la brevedad y la sencillez, para dar a entender el superior valor de su obra.

En todo caso, componer piezas como la comentada lleva, supongo —nunca he redactado ninguna—, mucho tiempo y trabajo. Si se las aligerase, insisto, daría para admitir y resolver algunos recursos más.

Aunque se consiguiese la máxima productividad del juicio constitucional, sería remedio pequeño para problema muy grande

Pero, aunque se consiguiese la máxima productividad del juicio constitucional, sería remedio pequeño para problema muy grande. ¿Qué se conseguiría? ¿Que el porcentaje de admisión y resolución de recursos de amparo saltase del 2,8 % al 8,2 %? Estupendo, para la microjusticia. Unos pocos recurrentes más tendrían la suerte de ver escuchadas sus súplicas, que no necesariamente estimadas.

Pero seguiría siendo una insignificancia respecto de la macrojusticia. Desde el punto de vista de los grandes números, daría igual que, en el año 2020, el Tribunal hubiese dictado 390 o 585 sentencias en lugar de las 195 que produjo. ¿Qué habrían supuesto esas cantidades respecto a los 6.515 recursos de amparo que llegaron a su buzón telemático o al de estampilla? Poquísimo. En contrapartida, el aumento traería consecuencias muy perniciosas.

Admitir más recursos significaría agrandar la rendija por la que se cuelan las demandas, lo que, casi seguro, provocaría un efecto llamada. Su número se multiplicaría por dos, o por tres, o por más, lo que, de ninguna manera, interesa que ocurra, supongo.

Además, un mayor número de sentencias empañaría el brillo de las pronunciadas. Las 195 que el Tribunal Constitucional dictó durante 2020 —170 en recursos de amparo— son otras tantas gemas que, por su escasez, simbolizan el prestigio de ese órgano del Estado. Pocos pronunciamientos anuales pregonan su alta dignidad. Muchos, la trivializarían.

El Poder ha procurado siempre servirse de signos que denoten su grandeza: el tamaño y adorno de los edificios donde trabajan sus funcionarios; los ricos y singulares uniformes de quienes lo ostentan, los majestuosos medios de transporte en que éstos se desplazan; la elaborada escenografía de que se acompañan; la exhibición de cuadros y esculturas que los representan; un sitio web deslumbrante, etc.

Aunque resulte paradójico, el pequeño número de sentencias que emite cada año el Tribunal Constitucional, potenciado en su caso con el reseñado empaque de la sobreabundancia conceptual, funciona como un importante signo de su poderosa identidad. Impone más la escasez de palabras que la facundia. ¿En qué se diferenciaría la apariencia del Alto Tribunal, de la de uno de los 380 juzgados de lo penal o los 872 juzgados de primera instancia (13) , si dictase 3.000 sentencias anuales en recursos de amparo, a razón de 250 por cada uno de sus doce magistrados?

III. Evitar vulneraciones de derechos fundamentales reduciría el número de recursos

Así pues, en las actuales circunstancias, admitir a trámite y resolver algunos recursos más no solucionaría el problema de su gran afluencia y su masiva inadmisión a trámite. Se conseguirían mejores resultados si se redujese su número. Se han propuesto varios modos de conseguirlo. Algunos se orientan a endurecer el acceso al recurso, incluso suprimirlo; otros, a crear un recurso especial o a modificar la organización de los tribunales (14) .

Hay uno que me ha parecido muy interesante. El que sugiere eliminar de la lista de vulneraciones recurribles, la del derecho a la tutela judicial (15) . Desde el punto de vista utilitario, tiene mucho sentido.

Según los datos ofrecidos por el Tribunal Constitucional en su Memoria 2020, el 75,06 % de las demandas de amparo invocaban el derecho a la tutela judicial efectiva durante ese año, y algo parecido ocurrió en años anteriores (16) . Así pues, no permitir los recursos contra la intromisión en ese derecho supondría acabar con las tres cuartas partes de ellos. Quizá menos, porque en algunos, se invocan otros derechos conjuntamente (17) . Pero, en todo caso, descongestionaría bastante las oficinas constitucionales.

Me parece, pues, una idea estupenda, la de reducir el número de demandas de amparo basadas en la vulneración del derecho a la tutela judicial. Pero de ninguna manera, impidiendo invocar ese motivo.

Como en el caso de cualquier poder, el judicial no es inmune a la tentación del despotismo. Sólo un buen sistema de controles externos —el propio poder judicial lo es del ejecutivo señaladamente, pero también del legislativo—, puede evitar la materialización de ese mal impulso.

Uno de esos controles del poder judicial con relativa eficacia (18) , quizá el único, es el ejercido por el Tribunal Constitucional a través, precisamente, del recurso de amparo. La posibilidad de denunciar ante él las vulneraciones del derecho a la tutela judicial es una forma de contenerlo en sus límites legales. Si se suprimiese la oportunidad de acudir a una instancia ajena a su organización, nada impediría que proliferasen los actos de despotismo; de baja intensidad, quizá, pero despotismo al fin y al cabo. En la práctica procesal, se ve muy bien cómo funciona.

Se trataría, pues, de acabar con los recursos de amparo basados en la vulneración de la tutela judicial efectiva. Pero no impidiendo su planteamiento, sino haciendo que éste deje de ser necesario, atajando el mal en origen. Se trataría de conseguir que se cometan menos vulneraciones de ese derecho y, por lo tanto, que se den menos motivos para acudir al Tribunal Constitucional en busca de amparo.

Como queda dicho, en torno al 75 % de las demandas invocan la vulneración de la tutela judicial. Eso quiere decir que, donde se produce el mayor número de acometidas contra algún derecho fundamental —percibidas como tales por los interesados— es en la administración de justicia. Curioso, ¿no?, justo donde debe protegérseles con más cuidado. Pero ésa es otra historia.

Al tratarse de un ámbito, aunque grande, perfectamente delimitado, y estar implicado un único derecho, aunque con variantes, no debería resultar difícil encontrar la causa, o causas, de las ofensas. Y donde primero habría que buscar, creo, es en la calidad técnica del juicio. Me temo que, no en todos los casos, es tan buena como cabría desear. Una calidad deteriorada podría ser la causa, inmediata o mediata, de la mayoría de las quejas por vulneración del derecho a la tutela judicial. Así pues, un adecuado control técnico del juicio vendría muy bien para muchas cosas, y, además, para reducir el número de demandas de amparo (19) .

Pero esta solución tal vez resultase conflictiva. En cualquier caso, no figura entre las mejoras programadas para la administración de justicia. Así que, con toda seguridad, los recursos de amparo seguirán siendo muchos y, por consiguiente, inadmitidos a trámite en su mayoría.

No creo, pues, que debamos escandalizarnos demasiado por ello. Lamentar que no se haga nada de fundamento para remediarlo, sí. Pero escandalizarnos, no. Sencillamente, con los medios disponibles, no se pueden resolver más recursos, y lo que no se puede, es imposible.

IV. El arcaico modo de reducir la carga de trabajo del Tribunal Constitucional

En cambio, si es, en mi opinión, motivo de serio desasosiego, la manera de arrojar tantas demandas al infierno de la inadmisión a trámite. El procedimiento utilizado para hacerlo me parece de lo más primitivo. Se asemeja mucho al que, según cuenta la leyenda, empleó Alejandro Magno para resolver el enigma del nudo gordiano.

La espada con que se taja hoy el enredo derivado de la gran afluencia de recursos de amparo, es la Ley orgánica 6/2007 (LA LEY 5526/2007) (20) ; más en concreto, el apartado 17 de su artículo único. Con él, se reescribieron los apartados 1 y 4 del artículo 49 de la Ley orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional (LA LEY 2383/1979). Y, con él, se introdujo la necesidad de justificar en la demanda la especial trascendencia constitucional del recurso, como requisito imprescindible para —ojo— optar a la admisión; no para ser admitido, no, no; simplemente para justificar que el Tribunal decida si lo admite o no.

Además, esa espada ha sido afilada en la muela de la nueva redacción dada por la citada Ley orgánica 6/2007 (LA LEY 5526/2007) al apartado 3 del artículo 50 de la Ley orgánica 2/1979 (LA LEY 2383/1979) del Tribunal Constitucional, y en el apartado 1 del artículo 86 de dicha ley, redactado por la Ley orgánica 6/1988, de 9 de junio (LA LEY 1150/1988).

Y así, la conjunción de todas esas normas da como resultado que los recursos de amparo sean inadmitidos a trámite con providencias inexplicadas. Éstas sólo tienen que expresar el requisito incumplido como determinante de la inadmisión —mayoritariamente alguno de los relacionados con la especial trascendencia constitucional—, sin ninguna argumentación sobre por qué se incumple.

A la vista de los resultados, llama la atención cómo los ingenieros de la forja jurídica han conseguido templar una daga tan aguda que, diestramente manejada por el Tribunal, le permite cercenar y dejar tiradas al borde del camino procesal casi todas las demandas de amparo. Durante el año 2020, el rechazo de un 8,74 % tuvo causa en la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional; el de otro 37,70 %, en la insuficiente justificación de esa trascendencia; y el de un 27,3 % más, en la falta de la trascendencia; en total, el 72,74 % de demandas archivadas a limine. Las cifras son muy parecidas a las de años anteriores (21) .

Y esa daga corta con tanto sigilo, que los demandantes relegados nunca llegan a saber muy bien por qué lo son (22) . Reciben su correspondiente providencia de cinco o seis líneas, en la que se les informa de que su recurso adolece de la falta de tal o cual requisito. Pero ni una explicación más.

Recuerdo a un compañero muy joven que había intervenido como abogado en un asunto con más pasión de la que aconseja la experiencia. Las cosas no le fueron en el proceso ordinario lo bien que esperaba, a pesar de que un derecho fundamental había resultado —decía— malherido. Muy ilusionado e imbuido de una fe ciega en el Tribunal Constitucional, planteó su primer, y supongo último, recurso de amparo. Cuando recibió la nota en la que aquél le hacía saber que su preciosa demanda —el calificativo laudatorio era suyo— se archivaba por carecer de especial trascendencia constitucional, sin más explicaciones, ¡se le puso una cara! Abría y cerraba compulsivamente el archivo PDF, de media página, que contenía aquella fúnebre resolución. Esperaba, supongo, que, en una de esas maniobras, apareciesen las explicaciones que echaba en falta. Si no se alude para nada a los argumentos con que fundaba en mi demanda la especial trascendencia constitucional del recurso, repetía ansioso y apenado. A punto estuvo de romper a llorar.

V. Providencias de inadmisión inexplicadas

Le he dado muchas vueltas a lo de inadmitir sin explicaciones mayores el recurso de amparo. Nunca lo he entendido. Incluso he leído algún artículo doctrinal sobre el tema, por ver si sacaba algo en limpio. Nada. Sigo sin entender nada.

Uno de esos artículos es el titulado «La especial trascendencia constitucional y la inadmisión del recurso» (23) , aparecido no mucho después de promulgada la Ley orgánica 6/2007 (LA LEY 5526/2007), es decir, en época todavía de sorpresa expectante. Vio la luz justo al tiempo de publicarse la STC 155/2009, de 25 de junio (LA LEY 99408/2009), con su célebre y borroso fundamento jurídico 2 dedicado a «avanzar en la interpretación del requisito del art. 50.1 b) LOTC (LA LEY 2383/1979)», es decir, el requisito referido a que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional.

He calificado de borroso el mencionado fundamento jurídico porque ¿cómo debe entenderse «un problema o una faceta de un derecho fundamental susceptible de amparo sobre el que no haya doctrina del Tribunal Constitucional»? Se supone que el sintagma «sobre el que no haya doctrina» complementa a «un derecho fundamental» ya que ambos están en singular. ¿Para qué se incluyen, entonces, «un problema o una faceta»? En cualquier caso, ¿cómo reconocer los problemas o las facetas de un derecho fundamental? ¿Cuál es el alcance semántico de, entre otras, las palabras subrayadas por mí de los siguientes sintagmas: «nuevas realidades sociales», «cambios normativos relevantes», «reiterada interpretación», «de modo general y reiterado», «negativa manifiesta», «relevante y general repercusión social o económica», «consecuencias políticasgenerales», «determinados amparos electorales o parlamentarios»? El concepto «trascendencia constitucional» sigue y seguirá siendo vaporoso. Y qué decir del adjetivo «especial», cuyo significado es aproximativo, casi poético. Tú eres especial para mí, se dicen los enamorados.

Volviendo al artículo mencionado en el párrafo anteanterior, su autor, Francisco Javier Matía Portilla, hace, en mi opinión, un análisis conceptualmente muy bien trabado sobre la motivación de las providencias de inadmisión del recurso de amparo. Sostiene, si no lo he entendido mal, la tesis de que el Tribunal Constitucional, por exigencia del derecho a la tutela judicial efectiva (24) y del derecho subjetivo al proceso debido (25) , entre otros motivos, debe justificar esas resoluciones con algo más que la mera cita del requisito incumplido. Si, en verdad, es eso lo que dice, me adhiero.

Lo confieso, la escasez de explicaciones en las providencias de inadmisión de recursos de amparo que emite el Tribunal Constitucional, me descoloca. Pero hay algo en ella que pone a prueba la poca fe en la justicia que me queda.

Resulta que el citado artículo 49 de la Ley orgánica 2/1979 (LA LEY 2383/1979) —convenientemente interpretado por el Tribunal Constitucional— exige al solicitante de amparo que justifique en la demanda la especial trascendencia constitucional de su recurso, con la consecuencia de ser inadmitida si no lo hace, y sin que, de ninguna manera, el incumplimiento del aciago requisito pueda ser subsanado (26) .

Resulta igualmente que esa misma disposición legal —convenientemente extendida su interpretación por el Tribunal Constitucional— exige también al Ministerio Fiscal que razone la especial trascendencia constitucional del recurso cuando recurre alguna providencia de inadmisión (27) .

Pero resulta que ni esa ni ninguna otra disposición —lo que, por lo visto, le parecen perfectamente oportuno al Tribunal Constitucional— le exigen a él justificar sus providencias de inadmisión con otras explicaciones que no sea la mera cita del requisito incumplido.

No lo puedo remediar. Cada vez que, de pensamiento o de obra, me topo con alguna de esas providencias, se me viene a la cabeza y me atormenta la imagen bíblica de los escribas y fariseos, quienes «atan cargas pesadas y difíciles de llevar y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas» (28) .

El Tribunal se limita a aplicar ad litteram el apartado 3 del artículo 50 de su Ley orgánica (29) , sin aclarar en qué ha fallado la justificación de la especial trascendencia del recurso ofrecida por el demandante. Ni una línea, ni una palabra para desmontar los argumentos que el propio Tribunal le exige a aquél incluir en la demanda.

Para valorar el alcance de ese agujero argumental, ha de tenerse en cuenta que inadmitir a trámite el recurso de amparo, aunque se le ha dado la apariencia de mero trámite, produce, para el recurrente, el mismo efecto que una sentencia desestimatoria de su demanda. Supone, en la práctica, denegarle el amparo solicitado, sólo que sin argumentación que arrope racionalmente la decisión.

No creo temerario afirmar que todos, absolutamente todos los recurrentes, con sus letrados, cuando reciben una providencia de inadmisión tan escuálida de razonamientos, se sienten no sólo burlados, sino heridos en su dignidad. Y con razón, porque el de amparo es un recurso que se funda en la vulneración de derechos fundamentales. Los derechos fundamentales están directamente vinculados con la dignidad humana. Y la dignidad humana es no sólo pilar del orden político y la paz social (30) , sino origen axiológico de la propia Constitución.

Por eso, se entiende muy mal que la vulneración de un derecho fundamental no sea por sí sola de especial, especialísima trascendencia constitucional (31) . Se entiende aún peor que se obligue a los recurrentes a justificar algo más que la existencia de esa vulneración. Y no se entiende de ninguna manera que se les nieguen las explicaciones de por qué no han justificado suficientemente la dichosa trascendencia.

Felizmente, nos encontramos en un estado político de democracia plena. Si no fuese así, lo que ocurre con las explicaciones no dadas en las providencias de inadmisión de los recursos de amparo, podría interpretarse con un gesto de prepotencia, de despotismo.

VI. Sería más humanitario no exigir al recurrente justificar la especial trascendencia constitucional del recurso de amparo

Cuánto mejor, menos lacerante, más compasivo sería que el Tribunal Constitucional decidiese por sí mismo qué recursos de amparo poseen el talismán de la especial trascendencia constitucional, sin implicar en ello a los recurrentes y sus asesores jurídicos. Al fin y al cabo, como ha afirmado algún autor y yo lo creo también, no deja de ser el «dueño» de ese concepto (32) . De hecho, él y sólo él es quien va llenando del significado que le parece bien, una expresión que, en la ley, no tiene ninguno. Qué bueno sería que las leyes tuviesen un apartado de definiciones, como incorporan los contratos privados bien construidos.

Parece que el Tribunal juega con los recurrentes y sus letrados, como el gato juega con el ratón antes de acabar con él. ¿Qué razón hay para exigirles que argumente la especial trascendencia constitucional si sólo él sabe lo que esa expresión significa? ¿Se trata de que acierten un acertijo? Me viene a la memoria el antiguo mito griego de la Esfinge, monstruo con rostro de mujer, pecho, patas y cola de león y alas de ave de rapiña, que proponía enigmas de imposible solución a los viajeros, a quienes mataba si no sabían resolverlos (33) .

Sí, ya sé. Esa carga tiene como finalidad que el recurrente colabore con la jurisdicción constitucional (34) y, además, lo exige la ley (35) . Pero, ¿la jurisdicción constitucional realmente necesita colaboración para decidir que un recurso reviste especial trascendencia constitucional? ¿De verdad es imprescindible que alguien excite el celo del Tribunal o le explique por qué una demanda tiene esa trascendencia, cuando él es el único que la reconoce?

La trascendencia constitucional de un recurso no es comparable a los hechos determinantes de la intromisión en un concreto derecho fundamental

La trascendencia constitucional de un recurso no es comparable a los hechos determinantes de la intromisión en un concreto derecho fundamental. Es imprescindible, sí, que el Tribunal conozca esos hechos y derecho para que sepa sobre qué ha de juzgar, y por eso el recurrente debe explicitarlos. Pero la trascendencia constitucional es … ¿Qué digo es, si resulta imposible saber exactamente en qué consiste?

Por supuesto que el Tribunal Constitucional no necesita que nadie le diga si un recurso de amparo tiene o no esa trascendencia. Se trata de una exigencia totalmente artificial (36) , diseñada, presumiblemente, para responsabilizar a los recurrentes de que sus recursos sean inadmitidos.

Ya antes de incorporar la especial trascendencia constitucional como instrumento con el que archivar recursos de amparo en masa, se utilizaba uno prácticamente idéntico, con la misma finalidad y muy parecida imprecisión conceptual. La Ley orgánica 6/1988, de 9 de junio (LA LEY 1150/1988), que modificó el artículo 50 de la Ley orgánica 2/1979 (LA LEY 2383/1979) (37) , del Tribunal Constitucional, introdujo la posibilidad de inadmitir las demandas de amparo que careciesen manifiestamente de contenido para justificar una decisión sobre el fondo.

Pero aquel sistema de cerrar la puerta del trámite a los recursos de amparo, instaurado por la Ley orgánica 6/1988 (LA LEY 1150/1988), no implicaba a los recurrentes en la operación. El Tribunal acordaba por su cuenta si el contenido justificaba o no la decisión sobre el fondo. Para nada se les pedía a aquéllos que argumentasen al respecto, sin perjuicio de que lo hiciesen si querían.

El sistema actual, es decir, la de exigir al demandante justificar la especial trascendencia constitucional del recurso, le responsabiliza de la inadmisión a trámite del suyo, con el quebranto psíquico añadido que ello le supone si se inadmite. No justifica esa trascendencia —se le reprocha—, no la justifica suficientemente, no sabe ver que no existe o, si lo sabe, insiste en plantear la demanda. Luego, él y únicamente él es el culpable de que su recurso no sea admitido a trámite. Solo de escribirlo, me estremezco.

El recurrente debe colaborar con la justicia constitucional. Sí, por supuesto que debe colaborar. Pero sólo en lo que pueda. ¿Y quién colabora con él y su abogado para que, al menos, puedan entender por qué se han equivocado al justificar la enigmática y especial trascendencia constitucional de su recurso? Desde luego, la justicia constitucional no, porque les niega la más mínima explicación al respecto en las providencias de inadmisión.

En cuanto a que la ley impone al recurrente de amparo la obligación de justificar la especial trascendencia constitucional de su recurso, ¿tan complicado es interpretarla pro humana dignitate y, si esto no fuera posible, modificarla? No todas las leyes son respetuosas con la dignidad de las personas. En mi opinión, la obligación legal de justificar la especial trascendencia constitucional del recurso no lo es.

Y, en todo caso, las leyes aprobadas en el Parlamento son humanas, no divinas. Nada impide derogarlas o cambiarlas, de la misma manera que se crean. De hecho, varios artículos de la Ley orgánica 2/1979 (LA LEY 2383/1979) del Tribunal Constitucional, desde su promulgación, han sido modificados e incluso algunos remodificados, como por ejemplo el 50 de marras (38) .

Nada impide, por ejemplo, transformar la obligación en opción. Sustituir le última oración del apartado 1 del renovado artículo 49 de la Ley orgánica del Tribunal Constitucional (LA LEY 2383/1979), por otra que diga algo como: «El recurrente podrá justificar en su demanda la especial trascendencia constitucional del recurso». Sería ésta una cláusula redundante y, por ello, innecesaria, ya que el demandante siempre puede alegar lo que considere oportuno y la ley no le prohíba. Pero serviría para recordarle cuál es el criterio más utilizado a la hora de inadmitir recursos, y para proponerle que intente convencer al Tribunal de que su demanda tiene la trascendencia constitucional requerida.

Insisto, cuánto menos cruel, más humanitario sería que el Tribunal, con la autoridad de la que se considere investido y al margen del amparo subjetivo de los derechos fundamentales y de quienes los invocan, decida qué recursos estima oportuno resolver y qué otros, no. Si ha de ser un acto de autoridad, de potestad, de poder, que lo sea. Pero sin coartadas ni derivas de responsabilidad hacia nadie, y menos hacia el posible damnificado por la vulneración de un derecho fundamental, porque bastante tiene ya con lo suyo. De esta manera, todo el mundo sabría a qué atenerse.

Hasta aquí la primera parte del artículo. En la segunda, comentaré el parecer del Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto al hecho de que las providencias de inadmisión de los recursos de amparo carezcan de motivación. Señalaré lo bien que vendría la publicación de esas providencias con las demandas de las que traen causa, para intentar conocer la «doctrina callada» del Tribunal Constitucional, cuyo concepto definiré. Y terminaré el artículo proponiendo la automatización del juicio constitucional, como la mejor manera de acabar definitivamente con el problema de las numerosas demandas de amparo inadmitidas a trámite cada año.

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