Os traemos la experiencia de la práctica de la Justicia Restaurativa en los delitos de trata de seres humanos con la finalidad de explotación sexual.
El relato que viene a continuación describe el Encuentro Restaurativo que se produjo entre una persona condenada por trata de personas y una persona víctima NO VINCULADA de este mismo delito. Es decir, que, coincidiendo la misma tipología del delito, no coinciden víctima y victimario en el mismo acto delictivo.
La persona autora del delito pasó por un programa de Justicia Restaurativa de Amee consistente, en su primera fase (Fase I o de Responsabilización), en diez sesiones grupales con otros autores y varias sesiones individuales. Este encuentro que se relata es parte de la Fase II o de Reparación de dicho programa.
Realizamos un acompañamiento a la persona víctima no vinculada en su preparación durante las sesiones necesarias para estar en disposición de realizar el Encuentro Restaurativo con la autora. Ella, la persona víctima, accedió voluntariamente al encuentro.
En este caso, existe la singularidad de que la persona penada fue, a su vez, también víctima de trata, circunstancia que es más frecuente de lo que imaginamos en este y en otros tipos de delito, como por ejemplo, los delitos contra la salud pública.
Esperamos que os guste el relato.
Sobre un Encuentro Restaurativo entre dos mujeres de la trata facilitado por Amee
7 de marzo de 2022
Toledo. Enigmática ciudad, de belleza única. A Toledo he acudido tres veces para facilitar un encuentro restaurativo entre Olga y Kay (nombres ficticios).
Se me eriza la piel cuando recuerdo sus historias, que tienen que ver con la trata de personas, con la prostitución forzada y con la huida de la pobreza y la represión.
Olga nació en un país del este de Europa. Para ayudar a su familia a llevar una vida un poco más digna, aceptó venir a España a trabajar limpiando o en restauración. Sin conocer el idioma, sin ninguna experiencia en la vida, a sus 19 años no había salido de su pequeño pueblo en donde nació.
Vino aquí engañada por la redes de trata y explotación sexual y tuvo que ejercer, atemorizada por las consecuencias que, no hacerlo, podía tener para ella o para su familia.
Relata que vivir en el club era como estar en una prisión, una cárcel emocional y psicológica, no se atrevía a escapar de allí; se imaginaba, con total ignorancia de cómo es la vida, un mundo cruel afuera, todavía peor que en el que ella vivía forzada a vender su cuerpo para saldar la deuda.
Tuvo que recurrir al alcohol para soportar esta situación, se hizo adicta.
La recibimos Natalia y yo (Natalia me acompaña en este viaje aportando su cálida mirada y su armas de terapeuta profesional, que me dan tranquilidad) el primer día muy abiertos a acoger lo que viniera. Nos encontramos una mujer apocada, habla bajito, se atreve poco. Oculta una fuerza interior tremenda y una determinación cristalina. «
La experiencia de la vida te hace fuerte
» nos confesó después.
Estas cualidades las descubrimos tras contarnos su relato. Tras esa figura que, en un primer momento, se percibe vulnerable, hay mucha
solidez y claridad
en lo que quiere y no quiere hacer. Y lo hace. Sólo le inquieta su hijo de 5 años, que es su motor y su vida, y el daño que puede hacerle que un día le cuenten que su madre ejerció la prostitución. No sabe cómo acometer esa pregunta de su hijo y sufre por ello.
Hacemos dos sesiones con ella, distanciadas un mes, para que nos muestre a esa Olga dolida y entristecida por haber perdido la juventud: hoy tiene más de 30 años. Por haberla perdido a la fuerza, esclavizada y obligada a ser rentable para beneficio de otros, de la forma más cruel que puede haber.
Le preguntamos qué le gustaría saber de los autores de su delito, qué querría pedirles y lo tiene claro:
quiere entender
… Quiere saber por qué lo hacen, si tienen de todo, si son de familia desahogada como sabe que lo son, por qué lo hacen. Ella no comprende sus motivos, sus metas, su no importarles el dolor y el sufrimiento de las chicas. Ni sus vidas…
Quiere saber y al mismo tiempo quiere justica, y tiene rabia y miedo. También tristeza, mucha; nos relata con añoranza lo feliz que era en su pueblo, hasta que emprendió el maldito viaje con destino a la perdición, a la marca de su vida, marca de hierro y fuego, para siempre…
Quiere volver a su pueblo, a conectar con la naturaleza, la sencillez y sentirse segura en los bosques y en su familia. «
No encuentro mi sitio aquí
» nos dice.
Se resigna a esperar a que su hijo tenga 18 años y que su padre no pueda impedir que se lo lleve.
Aun así, no guarda rencor hacia sus agresores. Sólo pide justicia. Estaría dispuesta a encontrarse con ellos para conseguir respuesta a su pregunta
¿Por qué?
¿Y qué pasa con Kay? Ella pasó 7 años en la cárcel condenada por trata de personas.
Nació en un país subsahariano, violento, y con nulas posibilidades para las mujeres, condenadas a pasar su vida en la cocina de un hombre. Su familia, con pocos medios, sí pudo darle
educación secundaria
. Tal vez esa preparación alimentó el coraje y la determinación para huir de ese su país, para negarse a ser casada y «servir» a un hombre toda su vida. Quiso una vida mejor y emprendió la migración ilegal a Europa, la Europa de la esperanza para muchos que huyen de la pobreza, la represión, la violencia y el indeseado destino que les espera si se quedan.
Dos años duró su viaje, pasando momentos muy duros, abusos, extorsiones, hambre y sed, desprecio de las autoridades de los países por los que transitaba…
Llegó por fin a España y, tras estar varios años saldando la deuda que había adquirido con las mafias de las pateras, prostituyéndose, pudo, por fin, ser libre y buscarse la vida. Emprender una nueva vida, con las mil estrecheces que ser un inmigrante ilegal supone.
Durante el camino a Toledo, me contaba que ella pudo salir porque
sabía contar
, sabía ir restando lo que ganaba y entregaba de la deuda, ir tachando renglones de cifras que te acercan a la libertad, como cuando nosotros miramos satisfechos el capital pendiente de la hipoteca de nuestras confortables casas.
Y me contaba que otras no podían hacerlo… No podían descontar ni acercarse a la libertad porque no sabían leer, y por tanto, contar.
Su chulo las tenía esclavizadas de por vida porque su deuda no se amortizaba jamás. Una prueba más de que la educación da alas.
Kay pasó sus 7 años en prisión. Durante ese tiempo se sintió rabiosa porque se consideraba
inocente
. Su hermano, dedicado a traficar con chicas, le pidió acoger a una de las chicas en su casa. Ella no colaboraba con esa banda de su hermano, pero accedió a su petición, y este «favor» familiar le llevó a ser considerada como parte de la organización criminal que traficaba con personas.
«En la prisión se piensa mucho» nos contaba, «le das vueltas a todo y, si eres capaz, cuestionas todo en lo que crees y llegas a conclusiones». «Pidiendo ayuda también se avanza».
Kay participó en un Programa de Justicias Restaurativa de Amee, y en él descubrió su delito y qué fue lo que la llevó a cometerlo.
Se dio cuenta de que estuvo
encubriendo
a su hermano, que no denunció los hechos que sabía estaba cometiendo. Hechos que causan tanto dolor y marcan de por vida a personas como Olga.
Y, con dolor y esfuerzo, entendió qué buscaba cuando ayudó a su hermano, cuando pasó de puntillas por lo que él estaba haciendo, y no impidió que otras chicas, como ella, como Olga, sufrieran todo lo que ella conocía.
Kay entendió que se sentía en deuda con su hermano, que las
relaciones familiares
estaban fuertemente afianzadas en ella, y que necesitaba imperiosamente ayudarle en lo que le pedía.
Kay es una mujer muy fuerte, se nota enseguida su energía, su
confianza en sí misma
. Su relato, su discurso, está siempre impregnado de emoción, no le cuesta decir lo que siente y empatiza con facilidad con el que sufre. A pesar de que su español es limitado, te llega muy adentro lo que dice, te toca el corazón, sobran las palabras imperfectas.
El encuentro.
Nos encontramos los cuatro, Olga, Natalia, Kay y yo, una mañana toledana, soleada y fría en la entrada del edificio en donde se ubicaba la sala del encuentro. Las presentaciones de rigor, ambiente tenso, dos desconocidas iban a dialogar, a contar sus dolores, sus heridas, y desconfiaban de lo que se iban a encontrar.
Hacer un encuentro restaurativo con media cara tapada por la mascarilla es antipático. Desgraciadamente, no teníamos tapabocas transparentes y era festivo y no podíamos comprar.
Nos pareció buena solución salir un rato al exterior y quitarnos el embozo del rostro, vernos todos las caras completas para recordar después, durante el acto sagrado del encuentro, las facciones que había tras el velo. Lo hicimos también al terminar, verificando que el rostro que grabamos en nuestra memoria seguía ahí, tal vez más distendido, más en paz.
Tras los actos protocolarios —agradecer, destacar el coraje y la disposición, las breves presentaciones de cada una, ¿cómo estáis ahora? Olga nerviosa, y las normas básica del encuentro (confidencialidad, voluntariedad), el papel de los facilitadores (imparcialidad, neutralidad)— hablamos del objetivo:
dialogar entre persona víctima y persona penada
sobre los hechos de cada una en un formato de libre expresión de sensaciones y sentimientos para sanar, en alguna medida, el daño sufrido y el dolor por el daño causado. Y, si llegase el caso, alcanzar algún acuerdo que satisfaga a ambas.
Empezó Olga. Tenía tanto que decir… que contar… que demostrar lo que había sufrido… Estuvo un buen rato, Kay escuchó con mucha atención, dando espacio, dando tiempo ¿De dónde han sacado estas chicas esta
calidad de escucha
? Me dejan boquiabierto…
Y no hizo falta hacer nada. En pocos minutos se había generado una
conexión entre corazones
por la que fluía sin barreras toda la comprensión y empatía que era necesaria.
La conversación fluía en ambos sentidos y se entendían tan bien que los facilitadores quedamos de
meros espectadores de ese baile
, a su ritmo, un vals, un, dos, tres, un dos, tres, andante, a veces adagio y en algún momento un allegretto…
Recogimos varios sacos de
empatía
. Incluso se nos salió desbordante de los mismos, sobraba.
Cosechamos también frases para enmarcar: «lo que tú llamas puta,
es una vida
» dijo Olga poniendo énfasis en la mirada de los clientes de los clubes. «la gente ve su delito (la prostitución), no a las chicas» dijo Kay. «Aunque haya terminado,
las cosas quedan
, marcan, para siempre» empatizó Kay tras el relato de Olga.
«Me alegro de que hayas perdonado a tu hermano» le dijo Olga a Kay cuando ésta contó que se había reconciliado con su hermano y que trabajaba con esmero en sensibilizarle a él y a otro hermano para que «vieran» el sufrimiento de las chicas.
«Hay que dar voz a esas niñas» decía Olga tras responder a la pregunta que le hicimos ¿Qué te gustaría que pudiera hacer Kay para reparar? Le pidió que siempre que viera a una «niña» de la prostitución le dijera que se puede salir, que hay maneras, que no desesperen, que pidan ayuda y que hay otra vida fuera. Ella también lo haría.
Me hubiera gustado hacer una foto de sus
ojos
… Dos pares de canicas brillantes, profundas, determinantes, maduras, compasivas, amorosas y admirables. Tuve que conformarme con los pies…
De todo lo que he contado, me quedo con
el abrazo
que ambas se dieron al final, un abrazo de oso, sincero e impregnante, fundido en un solo cuerpo, las moléculas de ambas mezcladas, me gusta la palabra inglesa «merged».
No tengo ni el menor resquicio de duda de que Olga y Kay, especialmente la primera, más necesitada de pasar página, son hoy personas distintas, han dado un paso en
aliviar un pasado
que está marcando su vida, en dejar atrás el dolor de fondo que siempre tienen presente.
Con este relato quiero mostrar la forma en la que hacemos Justicia Restaurativa en Amee.