Pocos llegan a tierra, afortunados,
Con las náufragas tablas abrazados.
Todos cuantos el oro recogieron,
Con el peso abrumados, perecieron.
A Clecémone van. Allí vivía
Un varón literato, que leía
Las obras de Simónides, de suerte
Que al conversar los náufragos, advierte
Que Simónides habla, y en su estilo
Le conoce; le presta todo asilo
De vestidos, criados y dineros;
Pero a sus compañeros
Les quedó solamente por sufragio
Mendigar con la tabla del naufragio.
(El naufragio de Simónides, de Félix María de Samaniego, versos finales).
El ius naufragii era un derecho arcaico de común ejercicio (que no solo) en los diversos pueblos del mediterráneo, en virtud del cual el que encontraba los restos de un naufragio podía hacerlos suyos.
Lo que comenzó como un derecho individual evolucionó consuetudinariamente hacia un derecho de ejercicio colectivo. Jenofonte, en su Anábasis o Expedición de los Diez Mil, nos da cuenta de la práctica de los habitantes de las riberas de recurrir a la longitud de las costas como criterio divisor de los frutos de los infortunios de los navegantes que estuvieren por venir.
La misma evolución podemos percibir en el derecho al cobro de las deudas que traen origen del infortunio del deudor, que nace como derecho individual para luego disciplinar su ejercicio colectivo, mediante el reparto del propio cuerpo del deudor, partes secanto en su vertiente más primitiva, o de sus bienes.
1. La Ley Concursal de 2003: el naufragio de Simónides
Las fábulas de Gayo julio Fedro y de nuestro Félix María de Samaniego dan cuenta del naufragio de Simónides, y de cómo los náufragos se veían obligados a vagar en tierra, pidiendo limosna con una tabla al cuello, a modo de cartel evocador de la razón de su pobreza.
Nuestra Ley Concursal, en su versión primitiva del año 2003, no estaba concebida para dar solución a la insolvencia de las personas físicas. Le daba tratamiento, pero no solución, pues no pasaba de mantener la vigencia del secular principio de responsabilidad patrimonial universal del art. 1911 CC (LA LEY 1/1889), que el art. 178 LC 22/03 (LA LEY 1181/2003) reforzaba al afirmar en su apartado 2, sin distinción por la naturaleza de la persona (física o jurídica), que «[e]n los casos de conclusión del concurso por inexistencia de bienes y derechos, el deudor quedará responsable del pago de los créditos restantes», pudiendo «[l]os acreedores iniciar ejecuciones singulares, en tanto no se acuerde la reapertura del concurso o no se declare nuevo concurso».
La responsabilidad por los créditos impagados tenía, pues, vocación general, si bien limitada a la inexistencia de bienes; aún no se había introducido la conclusión por liquidación interrupta (art. 152.2 LC 22/03 (LA LEY 1181/2003), que excusó de liquidar bienes desprovistos de valor de mercado o con valor venal inferior al coste de realización) y la insuficiencia de masa (art. 176 bis LC 22/03 (LA LEY 1181/2003)), para las que hubo que esperar hasta la Ley 38/2011 (LA LEY 19112/2011), que mutó el presupuesto objetivo de la responsabilidad residual del deudor de la inicial «conclusión del concurso por inexistencia de bienes y derechos» a la «conclusión del concurso por liquidación o insufiencia de masa activa».
El concurso de persona física solo servía para aquella que tuviera unos ingresos fijos, de cierta cuantía, que le permitieran aprobar un convenio y, sobre todo, cumplirlo. La liquidación, primaria o consecutiva al fracaso del convenio, era ruinosa para la persona física, pues ordinariamente salía del concurso debiendo más (y a más) que antes.
El deudor quedaba abandonado a su suerte, condenado a vagar eternamente con la tabla del naufragio al cuello.
2. Los primeros pasos: la Ley de Emprendedores
Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización (LA LEY 15490/2013), crea el acuerdo extrajudicial de pagos e introduce, en autojuicio de la Exposición de Motivos, «una regulación suficiente de la exoneración de deudas residuales en los casos de liquidación del patrimonio del deudor que, declarado en concurso, directo o consecutivo, no hubiere sido declarado culpable de la insolvencia, y siempre que quede un umbral mínimo del pasivo satisfecho.»
A tal fin modificó el apartado 2 del artículo 178, que comenzó a definir las formas de aquel embrionario BEPI:
- a.— En cuanto a la causa de conclusión, nacía limitado a la liquidación de la masa activa.
- b.— Los presupuestos se agotaban en que el concurso no hubiera sido declarado culpable ni condenado el deudor por el delito previsto por el artículo 260 del Código Penal (LA LEY 3996/1995) o por cualquier otro delito singularmente relacionado con el concurso y que hubieran sido satisfechos en su integridad los créditos contra la masa, y los créditos concursales privilegiados y, al menos, el 25 por ciento del importe de los créditos concursales ordinarios, salvo que el deudor hubiera intentado sin éxito el acuerdo extrajudicial de pagos, en cuyo caso el umbral mínimo de deuda a satisfacer se rebajaba a los créditos contra la masa y todos los créditos concursales privilegiados.
- c.— El efecto del beneficio se extendía al resto del pasivo insatisfecho.
Crédito público y privado quedaban, teóricamente, igual de (des)protegidos, pues no se hacía distinción entre unos y otros. Era la clasificación crediticia y no la naturaleza u origen del crédito lo que definía su suerte. Aunque no éramos ni somos ajenos a que la mejor clasificación de los créditos públicos radica precisamente en su naturaleza. Luego incluso en esta versión primera el crédito público gozaba de mayor protección que el privado, por su tendencia al privilegio general.
3. El crédito público y el naufragio de Eudemone
El 28 de julio de 2015 se promulga la 25/2015, también llamada de «segunda oportunidad».
Su objetivo, según la Exposición de Motivos, no es otro que permitir lo que tan expresivamente describe su denominación: que una persona física, a pesar de un fracaso económico empresarial o personal, tenga la posibilidad de encarrilar nuevamente su vida e incluso de arriesgarse a nuevas iniciativas, sin tener que arrastrar indefinidamente una losa de deuda que nunca podrá satisfacer.
Mucho ha llovido (sobre todo en mi tierra) desde la «versión 2015» del art. 178 bis. Tanto como para provocar miles de naufragios.
Y aunque se hayan contado por miles los naufragios de personas naturales, siguen arrastrando la misma losa, pues tal parece que el material con que esté hecha influye en la capacidad de arrastre del deudor. Si es de liviano crédito privado, se le libera definitivamente; si es de marmóreo crédito público, la sigue llevando al cuello.
No nos vamos a detener en la corrección jurisprudencial de esa desigualdad (STS de 2 de julio de 2019), ni en los intentos (ultra vires mediante) de perpetuarla tras el Texto Refundido. Tampoco en lo que dijo (o dice, tras la reciente corrección de errores) la Directiva. Porque la sobreprotección del crédito público en el BEPI es una cuestión de voluntad; y de voluntad, no judicial, sino legislativa.
Por eso sí vamos a detenernos en rescatar del olvido algunos pasajes de aquella Ley de segunda oportunidad. Explicaba el legislador entonces que en los países donde no existen mecanismos de segunda oportunidad se produce un doble efecto:
- a) La pérdida de incentivos para acometer nuevas actividades, lo que repercute en la economía nacional, fundamentalmente en España, con un tejido empresarial dominado por autónomos y micropymes;
- b) Se favorece que su deudor se sitúe fuera del circuito regular de la economía, favoreciendo la economía sumergida.
La visión, por tanto, ha de ser a largo plazo. Frente a ello, si la reflexión veraniega no lo remedia, el legislador, en el Proyecto de Reforma del Texto Refundido, persiste en sobreproteger el crédito público.
Esta visión cortoplacista, de corte recaudatorio, olvida el objetivo: que el deudor de hoy se convierta en un pagador de futuro. Y no un pagador de la deuda actual, que se ha demostrado que no es capaz de pagar, sino de la deuda fruto de su actividad futura. Si no le liberamos de la losa, le condenamos a hundirse en la economía sumergida, en la que seguirá consumiendo recursos públicos, pero sin la menor contribución.
Ignoro cómo vamos a afrontar los jueces la nueva regulación. Si habrá plegado de velas o se seguirá avanzando contra el crédito público usando la Directiva no como un mascarón de proa meramente decorativo, sino como un ariete contra la reforma.
Eso me trae a la memoria otro naufragio célebre, el de Eudemone en las islas Cíclades. Eudemone, al ver confiscados los restos del naufragio por impago del portorium (tasa portuaria), consulta al emperador romano si no era más justo aplicarle, en lugar de la ley romana, la Lex Rhodia (de origen griego), que le eximía de pago en caso de que la arribada a puerto no fuera voluntaria sino que trajera causa de naufragio. La respuesta del emperador, comprometido como estaba el erario público, fue tan ambigua como cabía esperar: su caso podía ser juzgado con la Lex Rhodia siempre que no entrara en contradicción con las leyes romanas.
Quizás deberíamos plantearnos si la clave no ha de estar en el origen del naufragio, esto es de la insolvencia: si lo fue la imprudencia (acaso el dolo), se paga la tasa, porque no hay razón para liberar de ella (como tampoco de otros créditos); si lo es el infortunio, no.