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Los mandamientos del juez se resumen en uno: la sujeción u obediencia a la ley, su única dueña. Así lo asumió e interiorizó Joaquín María Polonio Calvente, juez de los categorizados «de trinchera», quien tras superar la oposición en 1928, pasó por los juzgados de Vitigudino y de Alora para llegar, en febrero de 1936, muy poco después de celebradas las elecciones que ganó el Frente Popular, a Melilla, de donde nunca salió. Allí está enterrado, en el cementerio de La Purísima.

Luis María Cazorla es un grandísimo jurista pero demuestra, en esta tercera entrega de la serie de novelas históricas que ha dedicado a la II República española, sus extraordinarias dotes como narrador. Si en las dos anteriores –La rebelión del General Sanjurjo y La bahía de Venus- el autor mezclaba realidad y ficción, en Melilla 1936 todos los personajes son reales. Por la novela, editada con su habitual cuidado por Almuzara, transitan desde el catedrático Luis Jordana de Pozas, de paso por la ciudad en el verano del 36, hasta los ministros de la Guerra y de Gobernación, Casares Quiroga y Moles respectivamente, el general Romerales, el comandante Edmundo Seco (padre del historiador Carlos Seco Serrano) y tantos otros miembros del estamento militar y de la sociedad civil melillense, notablemente ilustrada y satisfecha con el engrandecimiento que para la ciudad, supuso el Ensanche modernista.

La historia de Melilla 1936 es la real del juez Polonio Calvente quien, enormemente ilusionado con su destino, se embebió de la ciudad desde el minuto posterior a desembarcar en ella, pues «para hacer bien mi función de juez tengo que conocer qué ocurre en la ciudad, qué intereses serpentean por debajo de las apariencias» (p. 33). Era un juez culto y cultivado, amante de la lectura y con una formación jurídica intensa. Alcanzó el grado de doctor en Derecho y obtuvo una beca para ampliar estudios en París en 1933. Publicó un libro sobre la jurisdicción en materia de comercio prologado elogiosamente ni más ni menos que por Joaquín Garrigues. Méritos y capacidades, pues, acreditadas de este joven juez que se resumen en una vocación incontestable por hacer justicia («yo no puedo cerrar los ojos ante las injusticias que pasan por mi juzgado», p.31) y a ello se dedicó con tan absoluta entrega que las personas más cercanas como Antonia, su esposa, o Lalaguna, el secretario, le recriminaron pasar «demasiadas horas encerrado y tampoco hace falta que en las pocas semanas que lleva en el juzgado haga lo que otros no han hecho en mucho tiempo» (p. 73).

Desde sus primeros pasos por Melilla se sintió el juez Polonio Calvente «al tiempo atado a su suerte y al mismo tiempo extraño, como elemento raro en un ambiente que rezuma tensión contenida a primera vista, pero desatada si se araña la corteza». Sus movimientos son observados con lupa «en una ciudad encerrada en sí misma, más aun en tiempos de banderías desbocadas» (p. 44). No eran meses –los que transcurren de marzo a julio del 36 –especialmente aptos para la lírica y, como se verá, tampoco para el Derecho.

El juez de Melilla tenía un cometido no jurisdiccional harto singular. Le correspondía, conforme a la normativa entonces vigente, suplir al delegado del Gobierno en caso de ausencia de la ciudad. Para Polonio Calvente era un suplicio, pues la función para la que estaba preparado y que satisfacía su vocación era juzgar. Ese suplicio se acrecentó por el infortunio pues, en las ocasiones en que le correspondió asumir interinamente el cargo delegado, hubo de lidiar con grandes incidentes como el que le llevó a instar al general Romerales el cierre del Casino militar o el que le condujo a intervenir para evitar llegar a mayores enfrentamientos ente el teniente de la Legión García Alegre y tres jóvenes frente populistas o, en fin, hacer frente a la huelga de panaderos, o a la actuación vandálica de unos descontrolados extremistas el 1 de mayo. Algunos entendieron que se entremezcla indebidamente con la política «que lo emponzoña todo y divide a padres e hijos» y le aconsejaron tomar distancia porque «la situación se está convirtiendo en tan peligrosa que no se trata solo de ser independiente en la resolución; la cosa va bastante más allá» (p. 82).

El juez Polonio Calvente se sentía protegido por «su actitud independiente» (p. 92), pero la falta de dependencia es incomprendida por todos aquellos que, solo entienden su propio credo, más aún cuando «la tensión ambiental rutinaria se había instalado en la vida melillense (que) se transformaba en ciertos momentos en peligroso incendio del que se podía temer lo peor» (p. 95). «¡Ándese usted con cuidado!», le espeta el teniente coronel Maximino Bertomen, pero el Juez Polonio no hace sino reiterar y reiterar su lealtad a la Constitución y a la ley ante «la actitud amenazante de los militares que no soportan el sesgo que ha tomado la República» (p. 121). Y se pregunta qué puede hacer para evitar lo terrible, en qué puede «contribuir a frenar la locura de rencillas inagotables y odios cervales que se abate sobre esta ciudad» (p. 149), y la respuesta siempre estaba en la ley («el agobiante peso del Derecho que soportaba su ser», p. 151).

Se disparan las noticias del golpe militar que sus hacedores en Melilla adelantan al 17 de julio por el conjunto de circunstancias que describe con detalle la novela. Son páginas comprimidas y tensas. Explosivas, magníficamente trazadas por Cazorla Prieto, quien nos traslada al edificio de la Comisión Geográfica de Límites y a la las calles melillenses, y nos hace vivir esas horas intensas como si allí estuviéramos sentados como observadores o como protagonistas incluso. Ya no son menos rumores de alzamiento militar en esa tarde del 17 de julio, pues los movimientos son decididos; no se vislumbra marcha atrás más aun cuando el nuevo delegado del Gobierno y el propio Juez Polonio comprueban que fracasa el intento de abortar el reparto de armas organizado en la Comisión Geográfica de Límites.

Y comienzan los ceses fulminantes como el del general Romerales al que suple el coronel Solans, y comienzan los movimientos de tropas, los registros, las tomas de edificios y, sobre todo, las detenciones arbitrarias siendo de las primeras la del juez Polonio Calvente. Aquí he de detenerme porque la función del comentarista es invitar e incitar a la lectura y no desvelar más que las líneas maestras de una obra, pero no es ajena a la inteligencia del lector que la arbitraria acusación de antimilitarismo prosperó. Quedémonos con algunas de las reflexiones del juez: «siempre he creído a pies juntillas en la fuerza de la ley» (p. 251), «no puedo aceptar la barbarie de la fuerza bruta como algo inevitable e inexorable» (p. 252); «nunca renunciaré a ser la máxima autoridad judicial de Melilla» (p. 259), «soy consciente de la importancia de una lucha estrictamente jurídica contra el poder militar armado hasta los dientes» (p. 259)

Melilla 1936 es una obra acabada, lo que quiere decir Luis María Cazorla desgrana con rigor histórico, con ritmo dramático y con lenguaje cuidado un momento tan crucial como terrible de un país, de una España desgarrada por un lucha fratricida a través de la mirada puesta en una pequeña ciudad y sobre el telón de la vida de un gran personaje, un juez que creía en el Derecho como mecanismo para la solución de cualquier conflicto, el Juez Joaquín María Polonio Calvente y que resultó arrollado por la tragedia nacional de la guerra civil.

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