Angel Puyol
Catedrático de Ética. Universitat Autònoma de Barcelona
El edadismo es la discriminación de las personas por su edad. Puede afectar a cualquier individuo, ya que el término no especifica ninguna franja de edad determinada como víctima de la discriminación, pero lo cierto es que habitualmente se refiere a la discriminación de las personas mayores «por ser mayores», es decir, por creer, valorar o inferir que «su edad avanzada» es una razón suficiente para no tratarles con la misma consideración y respeto que a los demás. El edadismo engloba actitudes de rechazo hacia las personas mayores o hacia la vejez o el envejecimiento (como el prejuicio de dejar de entrar en un local de ocio porque hay demasiados «viejos»), de discriminación en el acceso a determinados recursos (por ejemplo, el acceso a prótesis o trasplante de órganos), y de prácticas institucionales y sociales que perpetúan los estereotipos sobre las personas mayores (como el abandono en las residencias o la presuposición de que abuelos y abuelas tienen que soportar el cuidado de sus nietos y nietas).
La palabra edadismo se ha creado por imitación del inglés, que utiliza el término ageism para señalar la discriminación por edad en paralelo al racismo o el sexismo. En castellano, podemos usar también vocablos como viejismo, ancianismo, gerontofobia o etarismo, aunque creo que la palabra edadismo se ha popularizado más que las demás. Recientemente, la ONU se refirió al edadismo como una «devastadora desgracia para la sociedad», y la Unión Democrática de Pensionistas de España ha instado a la RAE a incluir la palabra «edadismo» en su diccionario con el ánimo de que se reconozca el problema que contiene su significado y que afecta a millones de personas, puesto que si un problema no tiene una palabra que lo señale con facilidad es como si no existiese. Para identificar y conocer un problema, primero hay que poderlo nombrar.
De las diferentes formas de edadismo que se dan en nuestra sociedad, voy a resaltar aquí una que recientemente ha sobresaltado a la población: la discriminación de las personas mayores en el acceso a los recursos limitados de la sanidad, sobre todo a raíz de la pandemia y, más concretamente, de los protocolos de la mayoría de las sociedades científicas de cuidados intensivos para priorizar (en realidad, habría que decir racionar) el acceso a las camas de las UCIs en un contexto de más demanda de camas que oferta, que es lo que sucedió (o casi) en numerosos hospitales de todo el mundo. Esos protocolos utilizaban el criterio de la edad, a veces indisimuladamente, para negar a los mayores el acceso al recurso sanitario. Así lo hizo la sociedad científica de los intensivistas italianos cuando, al inicio de la pandemia, recomendó abiertamente la posibilidad de poner un límite de edad en el acceso a la UCI con el objetivo de priorizar a los enfermos con una esperanza de vida mayor. Los defensores de esos criterios aducen que no es la edad por sí misma sino la desgraciada combinación de la edad avanzada con el peor pronóstico lo que condena a las personas ancianas en la persecución de la eficiencia sanitaria (la producción de la mayor cantidad posible de salud agregada en la población). El problema es que ese criterio perjudica sistemáticamente a las personas mayores porque estas siempre van a tener por delante una menor cantidad de años de vida disponibles precisamente por su edad. Si a eso añadimos que la enfermedad de la COVID-19 se ha cebado en los cuerpos más vulnerables de estas personas, la eficiencia sanitaria que persiguen esos protocolos les impone una doble pena (por su edad avanzada y porque esta produce estadísticamente peores pronósticos).
¿Es eso injusto? ¿Es injusto que los criterios usados para priorizar los recursos limitados de la sanidad perjudiquen sistemáticamente a las personas mayores? Tal vez existen razones morales para priorizar a los más jóvenes en tiempos de escasez, razones ligadas a la justicia —a la igualdad de oportunidades— de que todos podamos llegar a una edad avanzada, pero también es verdad que esas razones pueden derivar en una clara discriminación hacia las personas mayores si afianzan en nuestra imaginación la idea de que las personas añosas deben ser las sacrificados cuando los recursos son escasos. Esa impregnación cognitiva de que la ancianidad sobra en tiempos de escasez puede actuar como un obstáculo para autoexigirnos como sociedad el deber de planificar escenarios futuros (de futuras pandemias, por ejemplo) en los que podamos estar mejor preparados para no tener que llegar a «sacrificar a los mayores». Ese deber de planificación o de anticipación de los peores escenarios se debería traducir, por ejemplo, en el diseño e implementación, desde ahora, de residencias que no se conviertan en ratoneras, en la adaptación de los recursos hospitalarios —humanos y materiales— para aumentar con rapidez las camas y los respiradores en las UCIs si hiciese falta, y en asegurar la creación de redes de apoyo a las personas mayores para evitar la desprotección social y material y la soledad no deseada que tanto les aflige, aún más en tiempos de confinamiento y de final de vida. En otras palabras, si damos por bueno que podemos y debemos sacrificar a los individuos de más edad en tiempos extraordinarios no tendremos incentivos morales ni cognitivos para anticiparnos a las situaciones de escasez, para evitarlas cuando sean evitables y para abordarlas con más equidad cuando sean inevitables. Si nos acostumbramos a pensar que la vejez es una etapa sobrante o menos necesaria de la vida, aplicaremos ese razonamiento propio de una ética de guerra también a los tiempos ordinarios.
La vejez es el final deseable de cualquier vida porque significa que esta se ha extendido tanto como la biología permite. Por lo tanto, vivir una vejez saludable y honrosa, en condiciones de igualdad con el resto de la población, debería formar parte de nuestra mejor comprensión de la moral. Sacrificar a las personas mayores debería ser contemplado no como un mal menor de nuestras obligaciones éticas con la sociedad, sino sobre todo como una inaceptable falta de imaginación moral.
JUBILARE |
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