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I. Planteamiento

Hablar con rigor jurídico sobre la eutanasia, fuera de sesgos morales o de la comprensión o empatía que puede llegar a suponer ponernos en la piel de quien ha decidido o se enfrenta al duro trance de decidir acabar de forma prematura con su vida, es una empresa realmente comprometida. Pocos son los que se atreven a abordar el tema; y más con el rigor jurídico que se merece.

Cuando tuve la oportunidad de colaborar en una obra colectiva que enfocaba la eutanasia desde la concreta perspectiva de la anticipación de la decisión a través de un documento de anticipación de voluntades vitales, popularmente conocido como testamento vital (1) , llegué a experimentar por momentos, y así he de reconocerlo, un sentimiento de angustia vital que me confrontaba una y otra vez con la sensación de compartir lo que debía sentir alguien que había llegado a la conclusión de que su vida ya no tenía sentido; que prolongar la vida no le suponía ya sino un continuo e insoportable sufrimiento. Como prueba de ese sesgo que es fruto de nuestras convicciones morales o vitales, he de reconocer igualmente que ese vitalismo que caracteriza mi pensamiento me llevaba a desarrollar planteamientos jurídicos tendentes a tratar de proteger la primacía de la vida como valor superior; pero no como una imposición a quienes legítimamente defienden la eutanasia como un auténtico derecho del ser humano a arrostrar el fin de su vida cuando ésta ya no tiene sentido para quien toma tal decisión, sino como un principio que debería presidir cualquier interpretación de la ley que pudiera tolerar, reconocer o canalizar la materialización de una tal decisión con el respaldo del Estado.

Una de las principales conclusiones a las que llegáramos a la hora de adentrarnos en el análisis de concretos aspectos de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia (LA LEY 5981/2021) —LORE—, fue sin duda el de la preocupante deficiente regulación de la decisión de solicitar la llamada ayuda para morir, como prestación asistencial a cargo de la Administración sanitaria, cuando la misma se articulaba a través de un testamento vital. Toda la batería de garantías, prevenciones y cautelas que se desplegaban en el que pudiéramos definir como procedimiento ordinario de solicitud de la prestación de la ayuda para morir se difuminaba cuando la petición había sido formulada en el contexto del otorgamiento de un testamento vital, declaración de voluntad anticipada, instrucciones previas, o documento de igual eficacia jurídica.

Con solo adentrarnos en las mínimamente exigentes normas que regulan, tanto a nivel estatal (2) como autonómico tal documento capaz de marcar en el futuro decisiones vitales en orden a problemas de salud a los que pudiera enfrentarse el otorgante, nos daremos cuenta con facilidad cómo ese destacado mínimo rigor en la comprobación de la capacidad real para entender lo que se está decidiendo de futuro, ante un escenario en el que el otorgante no estará en condiciones para tomar una decisión por sí mismo, se reproduce en una decisión tan trascendental como es la de poner fin a la vida propia. Resulta, de hecho, además, que la propia LORE simplifica al máximo el proceso de ayuda para morir cuando la solicitud es consecuencia del mandato de un testamento vital; hasta el punto que, en la nuda literalidad de la norma, el procedimiento se limita a la constatación de que se den las condiciones objetivas previstas en tal documento (descripción clínica clara o interpretable del supuesto en que el otorgante considera que habría de ponerse fin a su vida, en un escenario que va desde la convicción de que este momento habrá de tener lugar en un espacio de tiempo más o menos breve, o expresión de la voluntad para la simple hipótesis de que ello pudiera producirse en el futuro (3) ). Así se puede constatar de la simple lectura del art. 5.2 de la LORE, en el que se exime del trámite la práctica de las actuaciones previas tendentes a confrontar al solicitante con las posibilidades terapéuticas que pueden ofrecerse a nivel curativo o paliativo y del trance de confirmación, mediante consentimiento informado de la solicitud; y 9, donde se puede apreciar cómo es la sola constatación de la existencia del testamento vital y la valoración de que la situación del otorgante se ajusta a alguno de los supuestos en los que se tiene derecho a instar la ayuda para morir, la única exigencia para su continuación. Defendíamos igualmente cómo solo un forzamiento de las limitadas posibilidades de comprobación de la capacidad del otorgante al momento de suscribir el documento de testamento vital y la capacidad de indagación de la Comisión de Garantía y Evaluación —art. 10— podían permitir poner en cuestión la obligada materialización, en palabras del art. 9, de estas instrucciones.

Si ya nos pronunciamos en el sentido de considerar que la LORE apenas ofrecía resquicios en un hipotético sentido de pronunciamiento sobre constitucionalidad de la norma, a excepción de este aspecto de la regulación de los testamentos vitales, así como, si acaso, en cuanto respectaba a la participación del entorno familiar más cercano a la persona que hubiera de tomar una tal dramática decisión (4) , la reciente STEDH, Secc. 3ª, de 4 de octubre de 2022 (caso MORTIER v. Bélgica; asunto 78017/17), podría considerarse como un indiscutible respaldo, en términos generales, a esa constitucionalidad de la norma que predicáramos, al menos en términos de su conformidad con el CEDH (LA LEY 16/1950). Pero ello no quiere decir en modo alguno que de la lectura de la sentencia no pueda deducirse la existencia de dudas o lagunas que, aún referidas a la permisiva legislación belga, puedan encontrar algún tipo de traducción con relevancia en el juicio de constitucionalidad de la norma en nuestra LORE.

Dedicaremos el presente trabajo a hacer un recorrido por las claves fundamentales de la sentencia del TEDH; extrayendo conclusiones sobre su aplicabilidad a la norma nacional (5) .

II. Breve reseña del trasfondo fáctico de la STEDH del caso MORTIER v. Bélgica

La Sra. GT, de nacionalidad belga y residente en dicho Estado, estaba siendo tratada de una depresión crónica que arrastraba desde 40 años atrás. La solicitante manifestaba padecer de depresión desde la edad de 19 años, y haber sido sometida a toda clase de tratamientos y medicación, con resultados insatisfactorios. Era madre de dos hijos; el demandante ante el TEDH y otra hija.

Como consecuencia de su insatisfacción y la angustia que le suponía vivir en tal situación, decide iniciar los trámites para poner fin a su viva mediante la eutanasia activa conforme a la legislación belga. Ante la reticencia de su médico de cabecera —médecin généraliste—, el Dr. W, a asumir el rol de médico responsable (6) , éste la deriva a otro profesional médico, el Dr. D, especialista en cuidados paliativos; quien se entrevista por primera vez con la paciente el 29 de septiembre de 2011. En la entrevista la paciente describe al Dr. D cómo su psiquiatra, el Dr. B, le había indicado que había llegado al final de su tratamiento psiquiátrico. Sin embargo, se hace constar en la anamnesis cómo había un condicionante familiar que influía aparentemente de forma relevante en la decisión de ésta de poner fin a su vida: Una sensación de soledad, de aislamiento familiar, que arrastraba en su desdichada vida desde años. Decía haber perdido contacto con su hijo, que posteriormente fuera el demandante ante el TEDH, o sus nietos durante dos años. La mejor prueba de ese componente familiar en su decisión de poner fin a su vida fue el episodio que narraba de haber sido feliz tras habérsele diagnosticado un cáncer de mama; durante cuyo tratamiento se sintió arropada por el apoyo de una nueva pareja.

El Dr. D concluye su exploración considerando que la paciente se encontraba gravemente traumatizada como consecuencia de sufrir un trastorno grave de la personalidad y del estado de ánimo; y que ya no creía en la recuperación ni en el tratamiento. Por tal motivo acepta asumir el rol de médico responsable para tramitar su solicitud de eutanasia activa; remitiendo a la paciente al Dr. V, especialista en psiquiatría; quien asumiría en el procedimiento el papel de médico consultor —médecin consultant—.

El 17 de noviembre de 2011 el Dr. V se entrevista con la paciente; quien llegó a constatar el fracaso de las medidas terapéuticas para atender la depresión de la paciente. Sin embargo, consideró prematura la solicitud de eutanasia; recomendándole acudir a un nuevo psiquiatra que tratara su problema de salud mental: la Dra. VD.

En una nueva entrevista con el médico responsable, el D, que tuviera lugar el 23 de diciembre de 2011, la paciente le muestra sus recelos a ser tratada por el nuevo psiquiatra, pues temía sentirse abandonada y ver rechazada su solicitud de eutanasia. Expuso igualmente su deseo de romper cualquier tipo de contacto con sus dos hijos; haciendo constar que en concreto su hijo era agresivo y que le tenía miedo.

El 12 de enero de 2012 la paciente se describe en una nueva entrevista con el médico responsable como en un estado de exhausta; que no quería volver a tener contacto con sus hijos. Ante la tardanza en la cita con la nueva psiquiatra, es remitida por el médico responsable a un nuevo psiquiatra, el Dr. T. Ante éste, que la recibe cinco días después, le refiere que de momento podía mantenerse con su tratamiento. Le expone su mala relación con su marido ya fallecido, así como con su hija; quien sí tenía conocimiento de la intención de la solicitante de acabar con su vida mediante la eutanasia. En la entrevista con el nuevo psiquiatra, le transmite que se sentía incurablemente enferma, habiendo perdido su fe en la psiquiatría; aunque le reconoció que nunca había sido hospitalizada por su padecimiento psíquico. Al final de la entrevista, y tras referir que su hijo sí había sido hospitalizado, le indica al psiquiatra su deseo de poner fin a su vida en unas semanas.

El 20 de enero el nuevo psiquiatra acepta emitir el informe como médico consultor; sugiriéndose a la paciente la conveniencia de participar a sus hijos la existencia del procedimiento de eutanasia. En base a ello, la solicitante envía sendos correos electrónicos a sus dos hijos exponiéndoles su voluntad y los motivos de su decisión. Solamente la hija responde, contestándole a su madre que respetaba su decisión. Prosiguiendo el curso del procedimiento, el Dr. T comunica al médico responsable haber atendido en 1996 a la solicitante, describiendo su pronóstico como de una situación extremadamente sombría. Cuatro días después la solicitante redacta un escrito, redactado a mano, instando su eutanasia; asumiendo el rol de médico responsable el Dr. D. El Dr. T emite informe en el que indica que la paciente le había consultado en varias ocasiones acerca de la eutanasia; que tenía capacidad de raciocinio y lucidez, que se le había informado convenientemente sobre las opciones terapéuticas frente a lo que ella consideraba un sufrimiento insoportable y desesperado, y que éstas no conducirían a su curación; así como que se le recomendó contactar con sus hijos, aunque ella declinara, aduciendo que se limitaría a escribir una carta de despedida. Ante ello, y aseverando la inexistencia de presión externa de terceros, concluía que a su juicio la paciente estaba en condiciones de poder asumir el proceso de la eutanasia. Se recaba el informe de la Dra. VD; quien confirma la conclusión de su compañero. En su informe, de 20 de febrero de 2021, destaca la sensación de aislamiento social y actitud amarga hacia la vida de la paciente, con rechazo a cualquier otra nueva terapia adicional, en un contexto de estado depresivo crónico y desesperanza ante las posibilidades de mejoría con la adecuada terapia.

El Dr. D vuelve a recibir a la solicitante el 22 de febrero de 2012, constatando la situación desesperada de la paciente. Contacta de nuevo con el Dr. B; quien reconoce que se habían agotado todas las opciones de tratamiento y atención a la paciente.

Siete días después, la solicitante decide hacer una aportación económica de 2.500 € a una asociación sin ánimo de lucro destinada a ayudar a las personas en su trance hacia la eutanasia —LEIF (LevensEinde InformatieForum)—. El médico responsable era director de dicha asociación; y a ella pertenecían los Drs. T y VD.

Continúan las entrevistas, informándose por el médico responsable el 12 de marzo de 2021 que la denunciante ya no tenía ninguna perspectiva de vida. Finalmente, la solicitante, tras informársele por aquél de que ya no tenía sentido un nuevo contacto con sus hijos, decide hacerles llegar una carta de despedida. Tras ello, los Dres. D y VD mantienen una última entrevista con la solicitante; en la que concluyeron que no encontraban ninguna opción razonable que no fuera la eutanasia. Tras ello se fija como fecha para su materialización, al no exigirse en la legislación belga un control independiente previo, sino a posteriori, el 19 de abril de 2012. La eutanasia se materializa en dicha fecha en hospital público y a presencia de amigos de la solicitante, tras declinar ésta nuevamente cualquier contacto con sus hijos.

Tras la certificación del fallecimiento, se inicia el procedimiento de control a posteriori por parte de la Commission fédérale de contrôle et d’évaluation de l’euthanasie —en adelante, la Comisión—. En este procedimiento los integrantes de la Comisión examinan un documento en el que se expone la clínica del proceso y las razones que llevan a la conclusión de la necesidad de la práctica de la eutanasia como única opción razonable a criterio del médico responsable. El documento no había de contener ningún dato personal que permitiera identificar a la persona a la que se hubiera ayudado a morir; pero tampoco la identidad de los profesionales médicos intervinientes en el proceso. En el mismo se explicaba que, con la corroboración de dos médicos independientes, se confirmó la capacidad de la paciente, la incurabilidad de su padecimiento, así como la constatación de un sufrimiento psíquico que se tildaba de extremo, insoportable e insuperable. Uno de los componentes de la Comisión, su copresidente, sería, a la postre, quien interviniera en el proceso de eutanasia como médico responsable: el Dr. D. La Comisión concluye dando el visto bueno a la causa y tramitación de la solicitud de eutanasia de la solicitante.

Disgustado porque entendía que no se le había permitido despedirse de su madre antes de ponerse fin a su vida, el denunciante inicia una estrategia dirigida a tener conocimiento de las circunstancias en las que tuvo lugar tal desenlace; principiando por tratar de acceder a la historia clínica de su madre. Examinando el expediente, se queja en agosto de 2013 que en el mismo no constaba el documento de declaración de eutanasia. Tras ello, inicia el ejercicio de varias acciones ante la Comisión, instando la petición de una copia del documento de registro de la eutanasia, que le fuera rechazada; así como la presentación de denuncia ante la Fiscalía. Esta denuncia es archivada por resolución de la Fiscalía. Notificada ésta, decide reproducir su denuncia directamente ante la autoridad judicial. El juez instructor decide recabar el dictamen de un perito, profesor en medicina, para que emitiera un dictamen sobre el proceso de eutanasia. En el dictamen éste concluye que la solicitante padecía efectivamente de un dolor psicológico insoportable y que se encontraba en una situación terapéutica desesperada; que la solicitante, que había insistido en varias ocasiones en su solicitud de eutanasia, estaba al tanto de las posibilidades terapéuticas para atender a su padecimiento que los profesionales le habían informado en el procedimiento de eutanasia, y que era una persona capaz, inteligente y lúcida. Destacaba cómo durante el proceso se habían superado obstáculos por la reticencia de otros tantos profesionales; habiéndose obtenido la opinión conforme de dos expertos en psiquiatría; así como que se trató a toda costa de que la paciente contactara con sus hijos para abordar la cuestión de su decisión de poner fin a su vida. Ante el sentido del informe, el juez instructor decide archivar la causa penal.

III. La respuesta del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ante la reclamación del Sr. MORTIER

La STEDH, Secc. 3ª, de 4 de octubre de 2022 (caso MORTIER v. Bélgica; asunto 78017/17), representa el primer supuesto en el que el TEDH se enfrenta a una regulación legal de la eutanasia (7) . Si en el precedente del caso LAMBERT v. Francia (8) el Tribunal de Estrasburgo se enfrenta a una situación de no prolongación clínica de la vida del paciente en un contexto de consentimiento informado, en la más reciente del caso HAAS v. Suiza (9) se aborda el supuesto de una ciudadana que quería poner fin a su vida y demandaba la ayuda del Estado para obtener la sustancia tóxica que consideraba adecuada para poner fin a su vida sin sufrimiento. Pero en este último caso el análisis se realiza frente a un contexto en el que la legislación suiza por aquel entonces no recogía una fórmula legal para garantizar a los ciudadanos una eutanasia activa con facilitación de medios por parte del Estado.

El primero de los motivos por los que el demandante acude al Tribunal es por considerar que se había producido una transgresión del derecho a la vida garantido por el art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950). Consideraba éste que la legislación belga no había protegido convenientemente el interés superior de la salvaguardia de la vida de su madre (10) . El cambio de médico ante la oposición de quien hasta entonces era su psiquiatra y la búsqueda en un breve período de dos meses de otros dos sí abiertos a la posibilidad de informar favorablemente a la labor de contraste o confirmación científica de la situación clínica en la que se basaba la petición de eutanasia, así como la inmediatez temporal entre la donación de 2.500 € de la paciente a la asociación de ayuda a la eutanasia en la que estaban integrados los tres profesionales médicos que participaron en el proceso y su posición finalmente favorable a la materialización, serían un argumento de peso en la tesis del reclamante sobre la insuficiencia de la ley belga para evitar posibles situaciones de abuso o auténtico fraude de ley. A ello se unía, aparte de poner en cuestión el carácter realmente desesperado de la situación de su madre, lo que consideraba el reclamante una falta de contacto con el equipo médico habitual de su madre (11) . Destacaba igualmente la aparente falta de imparcialidad de una Comisión copresidida precisamente por el médico responsable; y lo que entendía era una insuficiente investigación de los hechos tanto por la Fiscalía como posteriormente por la autoridad judicial.

Los primeros pasos del discurso jurídico de la sentencia —§§ 116 y ss.— se centran en recordar la existencia de esa doble dimensión negativa y positiva que asumen los Estados miembros del Consejo de Europa en base al mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950): Por una parte prohibición de causar de forma intencional la muerte de una persona, salvo en los supuestos taxativamente permitidos en el apartado 2 del mismo precepto; y como dimensión positiva, obligación de tomar las medidas necesarias para proteger la vida de las personas dentro de su jurisdicción. Este deber positivo de proteger la vida es considerado en el § 117 como un deber primordial bajo la responsabilidad del Estado.

Desde la STEDH del caso PRETTY v. Reino Unido se sostuvo por el TEDH que no podía deducirse del mandato del art. 2 del CEDH un derecho a morir, como auténtica dimensión negativa del derecho a la vida

A partir de aquí se nos recuerda cómo desde la STEDH del caso PRETTY v. Reino Unido (12) se sostuvo por el TEDH que no podía deducirse del mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950) un derecho a morir, como auténtica dimensión negativa del derecho a la vida; y ello, bien fuera a manos de un tercero o con la asistencia de una entidad pública. Sin embargo, el Tribunal, haciéndose eco de esa doctrina que emanara de la STEDH del caso PRETTY v. Reino Unido, aunque claramente consolidada en los ejemplos de las SSTEDH de los casos GROSS (13) y HAAS v. Suiza, consigue desvincular en parte el planteamiento de la cuestión del ámbito exclusivo del derecho a la vida; para enfocarlo en el entorno del derecho al respeto de la vida privada del art. 8. El pretendido derecho de una persona a elegir cómo y cuándo debería ponerse fin a su vida, tan arraigado en el ámbito propio de la dignidad y libertad humanas, encontraría su asiento, siempre y cuando contara con capacidad para formar libremente su voluntad al respecto y actuar en consecuencia, en el poliédrico entorno de la privacidad (14) .

Los siguientes pasos de la sentencia tratan de ubicar el supuesto de la eutanasia en el mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950); recordándonos la posibilidad de conferir al derecho una dimensión horizontal; es decir, un derecho que puede ser hecho valer tanto en las relaciones de los ciudadanos con los Poderes Públicos, como frente a otros ciudadanos. Precisamente, como muestra de esta dimensión horizontal, el TEDH trae a colación un supuesto de interrupción voluntaria del embarazo —Decisión de inadmisibilidad de 5 de septiembre de 2002 (caso BOSO v. Italia; asunto 59490/99)—; en el que, en función de la legislación entonces vigente en Italia, el interés del conflicto entre el derecho del nasciturus a la vida y el riesgo para la vida de la madre que suponía la continuidad del embarazo y el parto prevaleció en favor de esta última. Sin embargo, en el § 133, la sentencia parece no apreciar que en la materialización de una eutanasia a petición del solicitante confluyen tanto una dimensión horizontal (relación entre paciente y profesionales médicos que asumen los roles de médico responsable y consultor), como vertical (garantía de la corrección del procedimiento, aunque sea esencialmente a posteriori, y facilitación de los medios humanos y materiales para que la ayuda para morir tenga lugar).

La sentencia utiliza la comprensión y solidaridad frente a la decisión que algunas personas toman de querer poner fin a sus vidas en un escenario de grave deterioro físico o psíquico

La sentencia, realmente, da un salto en su argumentación; pues sin adentrarse en este momento en el papel que ha de jugar el Estado como garante del derecho a la vida de quien solicita poner fin a su vida mediante una eutanasia bajo soporte legal, y casi presuponiendo esa posición horizontal en el ejercicio de ese derecho que se reconoce como tal a cualquier ciudadano con tal que se den los presupuestos establecidos por la ley, se introduce nuevamente en esa fundamentación que se encuentra a la decisión de arrostrar la vida propia en el ámbito de la dignidad y la vida privada de las personas. Prefiere acudir, para ello, a un lenguaje en negativo, de no oposición del CEDH (LA LEY 16/1950) al planteamiento, más que a un posicionamiento abiertamente favorable, de una regulación legal reconocedora del derecho a la eutanasia. Y utiliza para ello el discurso de la comprensión, casi empatía; de una especie de no exigibilidad de otra conducta, si quisiéramos traducir el concepto a lenguaje dogmático penal. Es la comprensión y solidaridad frente a la decisión que algunas personas toman de querer poner fin a sus vidas en un escenario de grave deterioro físico o psíquico, y de lo que podría definirse como un comprensible deseo de poner coto a un final de la vida indigno y doloroso, en palabras del Tribunal Constitucional belga, el trasfondo que claramente exterioriza el Alto Tribunal europeo. De ello extraerá la conclusión de que si no es posible deducir del art. 2 del Convenio un derecho a morir, no puede interpretarse la norma en el sentido de que el derecho a la vida se oponga per se a una despenalización condicional de la eutanasia —§ 138— (15) .

Eso sí, advertirá en el parágrafo siguiente que una norma que permitiera tal despenalización habría de enmarcarse en el establecimiento de garantías adecuadas y suficientes que previnieran del abuso; como herramienta indispensable para garantizar el respeto del derecho a la vida. Se recalca por ello, compartiendo la posición defendida por el Comité de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (16) , la imperiosa necesidad de que la norma habilitante se vea rodeada de sólidas garantías legales e institucionales encaminadas a verificar que los profesionales médicos involucrados en el proceso hacia la muerte del solicitante no hacen sino aplicar una decisión explícita, no ambigua, libre e informada de su paciente; protegiéndolo adecuadamente frente a presiones externas y abusos (17) .

El margen de apreciación de los Estados miembros del Consejo de Europa, con más motivo ante la falta de consenso entre unos y otros, se describe como relativamente amplio; aunque no ilimitado. Aparte de valorar la aplicación de las garantías de la ley belga sobre la protección del derecho a la vida de la solicitante y el respeto del proceso a las garantías derivadas del mandato del art. 2 del Convenio, el principal punto de discrepancia entre las partes radica en la efectividad del control ex post que singulariza destacadamente el ejemplo de la legislación belga, frente a otros marcos regulatorios de otros Estados cercanos, tales como Holanda o la propia legislación española.

Pero ya en este momento nos enfrenta a lo que se considerará una especificidad requerida de una mayor atención tanto por el legislador nacional como por las autoridades públicas que asumen el cometido de velar por el adecuado cumplimiento de la legislación habilitante, y, por ende, de la salvaguardia del derecho a la vida de quienes pretenden acudir a este mecanismo de anticipación del momento de su muerte. Será tal situación del sufrimiento mental, junto a la alongación del proceso para la práctica de la eutanasia tras su solicitud, con contravención incluso del mandato de la ley belga en el caso concreto analizado, lo que llevará al TEDH a exigir de la ley habilitante la previsión de garantías reforzadas en torno al proceso de decisión relativo a la eutanasia —§ 148—; sobre lo que posteriormente volveremos.

El Tribunal constata lo que a su juicio serían suficientes garantías en una legislación belga, en la que, pese al establecimiento de un control a posteriori por autoridad independiente, son la voluntad libre y consciente del paciente y el control por médico independiente sobre las razones aducidas para materializar la eutanasia los dos ejes sobre los que pivota la conformidad de la ley belga con las exigencias del Alto Tribunal. La norma, de hecho, desde el punto de vista de la posición del solicitante, hace especial hincapié en garantizar que la decisión del paciente es voluntaria, ponderada y reiterada; y que no es el resultado de una presión externa. Se exige un alto estándar de justificación de tal decisión, que la aleja claramente del voluntarismo o de meras decisiones vitales; pues la eutanasia, nos dirá el § 150, solamente habría de ser autorizada en tanto que el paciente se encontrara en una situación médica desesperada; estando sometido sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables que no pueden ser aliviados y que resultan de una condición accidental o patológica grave e incurable. Además, desde el punto de vista del control y evaluación médica independiente, tanto respecto del paciente como del médico responsable, el deber de consulta a un segundo médico de la especialidad correspondiente al padecimiento del solicitante cuando la muerte no se produce en breve, se considera una garantía reforzada (18) .

Esta consideración sobre la suficiencia de la ley belga en términos de definición normativa podría plantearnos serias dudas acerca de la regularidad del proceso previo a la materialización de la eutanasia. De hecho, en el § 162, el TEDH destaca cómo las obligaciones positivas derivadas del artículo 2 del Convenio implican que la condición de independencia de los médicos consultores en el marco de una solicitud de eutanasia presupone no sólo la ausencia de un vínculo jerárquico o institucional entre éstos y el médico responsable, sino también una independencia tanto formal como concreta; que abarcaría tanto a la relación entre los distintos médicos intervinientes en el proceso como a la de éstos con el paciente (19) .

Si nos retrotraemos al anterior relato de hechos, fácil resulta comprobar cómo uno de los dos psiquiatras que informan había atendido como paciente a la solicitante durante un prolongado espacio de tiempo; y los dos eran miembros de la misma asociación de ayuda a la eutanasia de la que el médico responsable era presidente. Existían, por ello, vínculos que podían hacer cuestionar el carácter independiente de éstos a los efectos de participar en el proceso para la materialización de la eutanasia de la solicitante. Además, la previa aportación de una donación de 2.500 € a la asociación poco tiempo antes de tomarse la decisión de asumir la materialización de la eutanasia demandada por la solicitante, podía poner en cuestión aún más esta independencia. Sin embargo, el TEDH no atiende a ese razonable cuestionamiento de la independencia de los dos psiquiatras consultores ni a la relevancia de esa aportación económica a la asociación. En cuanto al cuestionamiento por razón de la pertenencia a la asociación, destaca cómo, tal y como advierte el gobierno belga, la asociación había impartido cursos a un gran número de médicos; y a su vez considera que no era relevante el solo hecho de su pertenencia a la asociación. Destaca igualmente cómo la aportación de la donación tuvo lugar varios meses después de exteriorizar la solicitante su deseo de poner fin a su vida, y quince días después de la presentación de su solicitud formal; ponderando igualmente el escaso importe económico de la aportación, como no susceptible de ser tenido en cuenta para un cambio de voluntades, así como que en el expediente no existieran indicios de que la solicitante hiciera la donación precisamente para condicionar la emisión de dictamen favorable por los dos especialistas. Echamos de menos una ponderación conjunta de todas estas circunstancias; así como recordar que la falta independencia no debería ser demostrada; que es la ausencia de una duda razonable sobre la falta de independencia la que debía regir tal juicio de valor.

Ante la falta de un criterio propio del Tribunal sobre la valoración médica de la capacidad de decisión de la solicitante y la naturaleza del padecimiento psíquico que le llevara a tomar una tal decisión, derivada de ese doble filtro de control, el tiempo transcurrido entre la solicitud y su materialización, y la corroboración de la corrección de tal decisión por el ulterior informe pericial en la causa criminal abierta, el TEDH concluye, en su § 164, en el sentido de entender que la eutanasia se llevó a efecto tras haberse cumplido con los condicionantes materiales y procesales exigidos por la ley belga; y, por ende, que no se ha podido acreditar que su materialización se hubiera llevado a efecto en contravención con el mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950).

El TEDH somete igualmente a análisis la efectividad del sistema de control a posteriori de la legislación belga; recordándonos que esos deberes positivos de garantía del derecho a la vida exigibles a los Poderes Públicos alcanzan a la obligación de establecer un sistema judicial efectivo e independiente que permita detectar y corregir situaciones de abuso; para lo cual debería tenerse en cuenta que el control por organismo independiente que prevé la ley belga tiene lugar precisamente cuando el óbito del solicitante ha tenido ya lugar. Tal sistema judicial ha de garantizar la investigación rápida de los hechos, su sanción, en su caso, y la reparación adecuada a las víctimas —§ 166—.

La peculiaridad del carácter ex post de la evaluación que ha de realizar la llamada Comisión hace que el TEDH se muestre algo más celoso en esa exigencia de rigorosidad en su labor censora. Y es aquí cuando de forma más evidente se hace ver la especial posición de un médico responsable que participa, nada más y nada menos, como copresidente en dicho organismo. Partiendo del hecho de que ninguna de las partes niega, tampoco el TEDH, que el origen parlamentario de la lista de personas integrantes de este organismo público de naturaleza interdisciplinar es una garantía de su independencia, el demandante, con lógica, considera que el Dr. D debía haberse abstenido de su participación como integrante de la Comisión. Por contra, el gobierno belga responde que la decisión se adopta en base a un informe con datos identificativos anónimos; y que si alguno de los médicos integrantes de la Comisión hubiera participado de forma directa o indirecta en la redacción del documento de registro de la eutanasia, tendría obligación de guardar silencio durante la deliberación. El TEDH prefiere partir de la escasa información contenida en el expediente ante la Comisión; y de ahí extrae la conclusión de que no puede deducirse de ello si este peculiar régimen de abstención fue seguido o no realmente en el caso concreto. Y es aquí donde encuentra la primera quiebra del régimen de garantías en el funcionamiento de la Comisión: Trabajar con datos anónimos, con separación entre datos personales y asistenciales, precisamente para dar protección a la confidencialidad en la relación paciente/médico no cumpliría, nos dirá el § 177, con las exigencias derivadas del mandato del art. 2 del Convenio. Este anonimato afecta también a la identidad de los médicos que participaron en el proceso de eutanasia; y, en consecuencia, no existen garantías suficientes de que un médico que interviniera en tal proceso participe en la deliberación de la Comisión e incluso vote; poniéndose en cuestión, por tanto, la garantía de la independencia de la Comisión en tan trascendental cometido. Aunque las soluciones que propone no parecen ser especialmente convincentes (20) , la sentencia concluye afirmando que el sistema de control establecido por la ley no se mostró en el caso concreto suficiente para asegurar, fuera de toda duda, la independencia de la Comisión en su decisión (21) ; y ello con independencia de la influencia real que pudiera haber tenido quien participara en el proceso mismo de la eutanasia de la solicitante en la decisión de la Comisión —§ 178— (22) .

La transgresión del art. 2 lo sería no por un vicio en dicho procedimiento, sino por no darse una respuesta adecuada por parte de los Poderes Públicos a la razonable petición de investigación del hijo de la finada

El análisis que realiza la sentencia sobre el tratamiento de la denuncia del reclamante en sede penal nada nos aporta realmente al objeto del presente trabajo. La sentencia se limita a destacar lo que considera sería una dilación indebida en la investigación de los hechos; que atentaría a la exigencia de celeridad impuesta por el Tribunal de Estrasburgo como uno de los pilares de la salvaguardia del derecho a la vida garantido en el art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950). Una investigación criminal de un proceso de eutanasia que no requiere de una previa valoración por organismo independiente del supuesto concreto nada ofrece a las garantías en su tramitación hasta que la muerte se materialice. La transgresión del art. 2 lo sería no por un vicio en dicho procedimiento, sino por no darse una respuesta adecuada por parte de los Poderes Públicos a la razonable petición de investigación bajo la iniciativa del hijo de la finada.

La sentencia vuelve a ganar en intensidad en el debate jurídico cuando se enfrenta al alegato del hijo de la finada de sentirse cercenado en su derecho a la vida privada y familiar por motivo de lo que consideró una inadecuada protección del derecho a la vida de su madre. Se queja de la ausencia de intentos para tratar de rehacer los lazos familiares con sus hijos y nietos antes de declararse el carácter incurable de su padecimiento; así como de su apartamiento frente a cualquier posibilidad real de participar en el proceso de toma de decisiones que condujeran al fallecimiento de su madre.

Que el derecho a la vida privada y familiar incluya un componente relacional, es decir, el derecho de toda persona a mantener contactos con su entorno familiar o social más cercano, es algo que no puede ponerse en cuestión a estas alturas; y así queda reflejado con rotundidad en el § 200, con cita de precedentes jurisprudenciales. La sentencia, no obstante, deriva el nudo del objeto de debate a la contraposición del derecho del hijo a acompañar a su madre en el trance hacia su muerte, y el de ésta a que se respetara su voluntad y autonomía personal en cuanto a que no se comunicara tal extremo a sus hijos. Resulta comprensible en este sentido que el TEDH constate cómo el personal facultativo que asistiera a la solicitante, al igual que aquellos que rehusaron intervenir, trataron en varias ocasiones de sugerir a la solicitante un contacto con sus hijos. La solicitante niega esta posibilidad en varias ocasiones; aunque llegara a aceptar, recordémoslo, enviar un e-mail a sus dos hijos, en el que expusiera su decisión de iniciar el proceso para su eutanasia. Es comprensible, por ello, que el TEDH acabe concluyendo que los médicos hicieron lo razonable para favorecer un contacto con los hijos de la solicitante, tanto para tratar de reconducir su problema a través de una perspectiva terapéutica de búsqueda de una mejoría en su diagnóstico, como para darle compañía y aliento en los últimos momentos de su vida.

Ahora bien, la sentencia introduce un factor adicional de comprensión, en este caso referido a la propia regulación de la eutanasia en Bélgica. Considera que la decisión del legislador de hacer prevalecer el principio de confidencialidad y el secreto en la relación médico/paciente no es criticable per se; que el respeto a la confidencialidad de la información de salud constituye un principio esencial del ordenamiento jurídico en todos los Estados firmantes del CEDH (LA LEY 16/1950), y que ello es fundamental no sólo para proteger la vida privada de los pacientes sino también para preservar su confianza en la profesión médica y los servicios de salud en general —§ 207— (23) .

Concluye, por ello, afirmando que esta concreta opción del legislador ha permitido establecer un justo equilibrio entre los diferentes intereses involucrados (24) .

Pero deberíamos aquí hacer algunas puntualización: Hemos de partir de la base de que ese componente relacional derivado del derecho a la vida familiar es un factor que sin duda es tenido en cuenta por el TEDH; forma parte de los valores en confrontación en ese juicio de balance que se propone. En otras palabras: que no podemos extraer de forma apodíctica la conclusión de que el principio de confidencialidad haya de prevalecer, hasta anularlo, el derecho propio de familiares de participar en un modo u otro en el proceso de materialización de la eutanasia. Este derecho de relación habría de tener alguna forma de entrada o penetración en tan grave proceso de decisión; aunque fuera imponiendo a los profesionales médicos el deber de tratar de dirigir la intervención del solicitante en tal proceso hacia una permeabilidad en la intervención del entorno familiar o social más cercano; y ello, especialmente, cuando es un padecimiento psíquico, con gran intervención del factor aislamiento familiar o sensación de ausencia de compañía o apoyo de los seres queridos, el que fundamenta la propia petición de eutanasia. En el caso de Bélgica, la propia sentencia constata cómo las normas deontológicas del Colegio de Médicos recomiendan encarecidamente la necesaria participación de los familiares en el proceso; para lo cual sugiere la introducción por los profesionales intervinientes de la posibilidad de participación de familiares o amigos en el proceso de decisión, salvo que hubiera poderosas razones para no hacerlo (25) .

IV. La perspectiva crítica del voto en parte concurrente y discrepante de la Magistrada Elósegui

La sentencia concluyó finalmente declarando, por cinco votos a favor y dos en contra, que no se había producido una contravención del art. 2 del Convenio, ni a causa del marco legislativo relativo a los actos previos a la eutanasia, ni en las condiciones en que se llevó a cabo la eutanasia de la madre del reclamante. Se rechazó igualmente, aunque por seis votos a favor y solo uno en contra, que se hubiera producido una violación del art. 8 del Convenio. Sin embargo, hubo unanimidad en considerar que las irregularidades detectadas en el control a posteriori sí habían supuesto una transgresión del art. 2.

Siempre he considerado que acudir a la posición doctrinal defendida en votos particulares, por muy ponderados que sean, solamente aporta riqueza al tratamiento doctrinal de un determinado conflicto jurídico; o simplemente sirve para tratar de desvirtuar, como en no pocas ocasiones ha sucedido en España y de forma reciente, la contundencia de una determinada resolución judicial en un asunto de especial calado político o social. Pero en ocasiones, y así sucede con esta sentencia, la calidad jurídica de los razonamientos expuestos por el discrepante, en este caso la Magistrada D.ª. María Elósegui Itxaso, gran conocedora de la materia por su experiencia en el ámbito del derecho sanitario, y en concreto en materia de bioética, se hacen merecedores aunque sea de un brevísimo comentario.

El punto de coincidencia con el voto mayoritario abarca a la declaración de afectación del art. 2 del Convenio en cuanto respecta al control a posteriori realizado a la eutanasia practicada a la madre del reclamante, así como a la declaración de no afectación del art. 8 del Convenio. Sus aportaciones al voto concurrente sobre las deficiencias en el funcionamiento de la Comisión son realmente ilustrativas y clarificadoras; desde el momento que destaca esa situación de preponderancia que, aun en un panorama ya consolidado de la garantía del derecho al consentimiento informado del paciente, sigue rigiendo la relación médico-paciente; a quien éste acude confiando plenamente en su integridad moral y competencia. Y es en esta asimétrica relación donde debe de ponderarse la existencia de posibles conflictos de intereses entre ambos. Concluye la crítica a la argumentación de la sentencia sobre el particular, entendiendo que debería haberse realizado un análisis más profundo sobre la inexistencia de suficientes garantías en la legislación belga a la hora de regular la composición y funcionamiento de la Comisión.

El siguiente componente crítico se centra en las evidentes dificultades y trabas que se observaron ante la iniciativa del hijo de la solicitante de cuestionar la actuación profesional de los profesionales médicos intervinientes en el proceso de eutanasia. Rechazo al acceso a la historia clínica, y en concreto al documento de solicitud; ausencia en el expediente de documentos relevantes y excesiva duración de la investigación (tres años), son prueba de que esa exigencia de celeridad en la investigación de las circunstancias del fallecimiento no se ajustaron a la interpretación jurisprudencial de la exigencia de deberes positivos en garantía del derecho a la vida. Destaca, de hecho, cómo el dictamen pericial, y así se reconoce en el informe, fue confeccionado sin que el perito hubiera tenido acceso al documento de registro de la eutanasia ni al de su evaluación por la Comisión. De hecho, el reclamante solo tuvo acceso al primero de los documentos referidos, ocho años después, una vez que éste acudió al TEDH.

Uno de los más incisivos argumentos en los que se basa el voto discrepante radica en el planteamiento sobre la existencia de dudas razonables sobre el nivel de independencia exigible a los médicos consultores

Uno de los más incisivos argumentos en los que se basa el voto discrepante, ya en el proceso mismo de toma de decisión por parte de la solicitante, radica precisamente en el planteamiento que anticipáramos sobre la existencia de dudas razonables sobre el nivel de independencia exigible a los médicos consultores. La Magistrada destaca con preocupación cómo el médico responsable, a la sazón Presidente de la asociación LEIF, propone como consultores no a médicos especialistas que hubieran asistido a cursos impartidos por la asociación, sino a dos de sus integrantes; y considera por ello que el grado de independencia de tales profesionales impuesto por la ley belga, simplemente, no se cumplía. Destaca igualmente cómo una de los dos psiquiatras consultores había atendido como paciente a la solicitante; lo que comportaba un segundo óbice a su exigencia de independencia. Recalca, por otra parte incoherencias e inexactitudes en el documento de eutanasia. Pero esta duda sobre la independencia/imparcialidad de los médicos intervinientes gana aún más peso cuando se constata cómo el médico psiquiatra que llevaba tratando a la paciente durante veinte años, plenamente conocedor de la depresión mayor que padecía ésta, concluyó que no se daban las circunstancias para que ésta pudiera someterse legalmente a una eutanasia; razón por la cual el médico responsable acude a dos psiquiatras de su misma asociación, sin duda en busca de una posición más favorable por tal afinidad.

Acaba este análisis discrepante mostrando sus serias dudas sobre una cuestión que estuvo presente en segundo plano durante el discurso jurídico de la sentencia: La duda sobre si la enfermedad mental que padecía la solicitante era realmente incurable hasta el extremo exigido por la ley belga, y si este padecimiento no estaba realmente detrás de esa decisión de pedir el auxilio para poner fin a su vida. En concreto, y en cuanto a este último interrogante, si esta voluntad no era sino síntoma de la enfermedad y que por ello su capacidad de decisión pudiera estar realmente afectada.

Precisamente, así nos advierte el voto particular, en el contexto de enfermedades psiquiátricas la ortodoxia médica parte de una búsqueda del acompañamiento familiar como forma de tratar la pérdida de autonomía del paciente y su tendencia al aislamiento y la autolisis, propios de cuadros psiquiátricos como la depresión mayor. Junto al principio de autonomía del paciente y el respeto a ultranza de su decisión de no informar sobre su problema de salud al entorno familiar, el voto particular nos recuerda la preeminencia de los otros tres pilares de la bioética (beneficencia, no maleficencia y justicia); que considera deberían ser ponderados conjuntamente con el respeto a la autonomía del paciente y la salvaguardia de su privacidad que le sirve de sustento. En todo caso, advierte que en la implicación de esos cuatro pilares, y más en enfermedades mentales, el apoyo familiar adquiere una relevancia trascendental; máxime manejando unos datos estadísticos del entorno social de Estados integrantes del Consejo de Europa que demuestran que a más apoyo familiar menor incidencia de tasas de suicidio. Se reconoce, realmente, la grave repercusión que puede generar al entorno familiar cercano un proceso de eutanasia que se tramite y culmine a sus espaldas. Pero el voto particular prefiere incidir más en el riesgo que se deriva de que la decisión sea finalmente adoptada con una carencia efectiva de autonomía en ese nebuloso escenario de posible influencia de la propia enfermedad mental en la toma de la decisión por el solicitante. En cualquier caso, se trata de poner énfasis en la necesidad de hacer partícipe, de un modo u otro, al entorno familiar en tan delicado proceso de decisión cuando el solicitante es aquejado de una enfermedad mental que pudiera ser causa desencadenante de la propia opción vital.

V. La sentencia del caso MORTIER v. bélgica en clave española

Adaptar la sentencia del caso MORTIER v. Bélgica a la LORE nos hace enfrentarnos a sus claroscuros; pese a que la LORE se muestre aparentemente garantista a la hora de definir y regular el proceso previo a la materialización de la eutanasia.

En favor de la conciliación de la ley española con el estándar marcado por dicha sentencia, nos encontramos con que la propia regulación del procedimiento de ayuda para morir se rige por un manifiestamente prevalente criterio de verticalidad. La ayuda para morir es considerada de hecho como una prestación pública más de la Administración Sanitaria —art. 1, párrafo primero, de la LORE—. Si bien la norma no se pronuncia abiertamente en contra de que este proceso fuera dirigido y/o informado por un médico particular, en el sentido de no integrado en el sistema público de salud, lo cierto es que la inevitable superación del trámite ante la Comisión de Garantía y Evaluación garantizaría siempre y en todo caso una intervención relevante de los Poderes Públicos en el procedimiento. La vinculación del Estado, a través de los organismos competentes, en la garantía del cumplimiento de los deberes positivos derivados de la tramitación de una solicitud de ayuda para morir deducida del mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950) quedaría de este modo en todo caso salvaguardada; y, en ese sentido, con un incuestionablemente mayor y más eficiente nivel de cumplimiento frente al ejemplo de una legislación, como la belga, que aparenta derivar el peso esencial del procedimiento a una relación horizontal entre profesionales médicos y solicitante.

Algún tipo de control externo al funcionamiento de las comisiones sin duda favorecería el correcto funcionamiento de este sistema de control

El previo conocimiento de la identidad de los integrantes de dicha Comisión facilitaría sin duda un alto nivel de transparencia a la hora de forzar la abstención de aquellos que hubieran incurrido en causa de incompatibilidad; al igual que podría ocurrir en cuanto a la accesibilidad por parte de dicho organismo público a las historias clínicas de los solicitantes, abriendo la posibilidad de identificar posibles conflictos de intereses entre éstos y los médicos consultores. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que el carácter reservado de todo el procedimiento garantizado por la LORE restaría de eficacia cualquier posibilidad de un control externo verdaderamente efectivo, más allá de la propia intervención de la Comisión. Algún tipo de control externo al funcionamiento de tales comisiones sin duda que no haría sino favorecer el correcto funcionamiento de este sistema de control. ¿Cómo realizar un control externo del deber de independencia de profesionales médicos intervinientes y Comisión, si la puesta en conocimiento del procedimiento al entorno familiar del solicitante se hace depender de su sola decisión?

Es cierto que los supuestos de padecimientos que permiten ope legis la tramitación de una solicitud de ayuda para morir pudieran adolecer de cierto grado de inespecificidad; y que ello pudiera esconder situaciones en las que fuera una determinada huera decisión vital de poner fin a la vida ajena a esas exigencias de insoportabilidad e irreversibilidad del padecimiento la que justificara su materialización (26) . Pero ello es algo que podría ser corregido sin duda en la aplicación de la norma por guías, directrices o protocolos marcados por las distintas autoridades sanitarias competentes. La norma establece una definición que permite sin duda adecuarse a esas exigencias establecidas en la jurisprudencia del TEDH sobre el carácter insoportable del padecimiento del solicitante de eutanasia.

Mayor preocupación deberíamos mostrar por la garantía de independencia de los profesionales médicos intervinientes; pues no hemos de olvidar que la sentencia recalca especialmente de entre los deberes positivos de actuación de los Poderes Públicos en orden a la práctica de eutanasias respetuosas del mandato del art. 2 del Convenio el de la independencia de los médicos consultores —§ 162—. La independencia comportará no solo la inexistencia de un vínculo jerárquico o institucional entre éstos y el médico responsable, sino la ausencia de cualquier vínculo de interdependencia, de naturaleza tanto formal o concreta entre uno y otros y entre el paciente y éstos. Formar parte de un mismo gabinete clínico, estar integrados en una misma estructura organizativa con vínculos de interdependencia afectaría, por ello, a tal nivel de independencia exigido por la jurisprudencia del TEDH; pero también el haber existido una previa relación paciente/médicos consultores. La participación de éstos en el proceso de eutanasia impone, con cierta asimilación a la figura del perito que interviene ante un Tribunal de Justicia, la ausencia de una previa relación asistencial de la que hubiera surgido un vínculo de confianza entre paciente y el médico especialista que haya de emitir su dictamen de especialidad sobre la concurrencia de los presupuestos clínicos que habrían de permitir la práctica de la eutanasia. El médico consultor habría de ser completamente ajeno a una previa relación asistencial con el paciente.

Si aplicamos tal exigencia al contenido de la LORE, podremos apreciar cómo la misma aparenta no llegar a ese rigoroso nivel que se impone para garantizar la independencia de los médicos consultores. De hecho, el art. 3,e) de la LORE, con motivo de su definición, solamente se refiere a éste como facultativo con formación en el ámbito de las patologías que padece el paciente y que no pertenece al mismo equipo del médico responsable; mientras que el art. 8.3 guarda silencio al respecto. Hemos de acudir al art. 62.5 del vigente Código Deontológico de la Medicina de 2011, aunque desde la perspectiva de la actuación pericial en un ámbito jurisdiccional, para encontrar una norma que rechace de forma taxativa la compatibilidad entre una actuación de un médico como perito y la previa prestación asistencial a la persona que ha de ser objeto de la pericia; pero no pasa de ser un deber deontológico de abstención de actuar y circunscrito al ámbito de la prueba pericial.

Realmente, la LORE no se preocupa, con claro paralelismo con la normativa específica que regulaba la interrupción voluntaria del embarazo anterior a la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo (LA LEY 3292/2010), de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (27) , sino de que médico responsable y consultor no pertenezcan al mismo equipo. Y cuando se habla de equipo se está pensando sin duda en la integración en una misma unidad asistencial que pudiera generar vínculos de actuación decisoria, más que coordinada, conjunta. Por poner un ejemplo, no se afectaría ese deber de independencia si médico internista o de familia que asume el rol de médico responsable y neurólogo al que se acude para valorar el carácter incurable y causante de padecimientos insoportables de un paciente de ELA, simplemente están adscritos al mismo distrito sanitario o trabajan en el mismo hospital; pero sí si participan de una misma unidad asistencial en la que se establecen vínculos de coordinación entre uno y otro. Es más, la única referencia a la existencia de conflicto de intereses ha de encontrarse en un art. 14 que aparenta centrarse en la materialización de una ayuda para morir que ha superado favorablemente los previos trámites administrativos. Aun así, parece que esta prohibición de intervención en los equipos profesionales de aquellos que incurran en conflictos de intereses o resulten beneficiados de la práctica de la eutanasia, tiene poco sentido en este último momento; y debería extenderse a todo el proceso de solicitud de ayuda para morir desde su génesis. Poco sentido tiene eximir de control a quienes toman las decisiones que a la postre llevarán a la muerte asistida del solicitante, e imponer éste solo respecto de quienes asumirán el cometido de facilitar la muerte del solicitante.

Esta insuficiencia de la norma nos lleva a reinterpretarla, desde luego, en ese sentido de inexistencia de vinculaciones tales como las descritas por la comentada sentencia del TEDH; así como relacionarla con esa garantía de ausencia de conflicto de intereses y de eventual ánimo de beneficio por la práctica de la eutanasia que impone el art. 14. Pero a su vez, y más allá del propio autocontrol exigible al médico consultor a quien se le demanda el dictamen, y que comportaría alguna forma de declaración o manifestación al menos en el dictamen sobre inexistencia de causas que pudieran afectar a su independencia, habríamos de acudir a la solución jurídica de poderse llevar a efecto un control externo cuyo cometido pudiera ser asumido sin limitaciones por la Comisión de Garantía y Evaluación, en los claros términos en que en ese sentido se pronuncia el art. 18,a); al incluir entre los cometidos de la Comisión: «...dirimir los conflictos de intereses que puedan suscitarse según lo previsto en el art. 14». La potestad de control del conflicto de intereses entre solicitante y profesionales médicos que han de intervenir en el procedimiento de solicitud de ayuda para morir desde que el solicitante exterioriza la decisión de instarla habrá de convertirse en clave para el cumplimiento de tal deber impuesto en los arts. 10 y 18,a) de la LORE.

El reconocimiento legal de expectativas de intervención de familiares o allegados del solicitante en el proceso de solicitud para morir se muestra especialmente limitado en la LORE. El art. 4.1 establece la interactuación con el entorno familiar durante el proceso como una garantía del solicitante; en un contexto de aseguramiento de que la decisión que se tome por éste sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas. Pero esta interactuación del entorno familiar queda reducida a una manifestación favorable expresa de éste; tal y como se infiere, por una parte, de la interpretación a contrario sensu del art. 8.2 de la LORE, así como de la estricta salvaguardia de la confidencialidad que se recoge del art. 15. La primera de las normas citadas solamente permite la participación de familiares a través de una a modo de puesta conocimiento de existencia de la solicitud, una vez manifestada por el solicitante, tras superar un primer proceso deliberativo, su decisión de continuar con el procedimiento de ayuda para morir; pero siempre y cuando haya sido así solicitado expresamente por el paciente. Por tanto, tanto si el solicitante rechaza tal opción, como si guarda silencio al respecto, esta comunicación no habrá de tener lugar. Y si ello es así, la aplicación de la reserva de confidencialidad y protección de datos personales del solicitante habría de vedar de forma absoluta cualquier posibilidad de puesta en conocimiento a familiares o allegados sobre la existencia de tal trámite o decisión del solicitante de pedir ayuda para poner fin a su vida.

La STEDH hace prevalecer la confidencialidad de la relación paciente/médico frente al derecho a la vida familiar de parientes que pudieran aducir su vínculo familiar para participar en la solicitud

Ya hemos visto cómo la STEDH hace prevalecer la confidencialidad de la relación paciente/médico frente al derecho a la vida familiar de parientes que pudieran aducir su vínculo familiar para, bien participar en la tramitación de la solicitud, bien poder siquiera compartir los últimos momentos de la vida de éste. Pero no olvidemos que esta prevalencia tiene lugar en un contexto específico de un supuesto de hecho en el que, por una parte los profesionales que participaron en la decisión de la solicitante trataron de potenciar el contacto de ésta con sus familiares, y por otra ésta tomó finalmente la decisión de apartarlos de forma clara y contundente. La posible transgresión de ese derecho de relación familiar que encuentra cobijo en el art. 8.1 del CEDH (LA LEY 16/1950) no puede ser negada, desde luego, al menos en aquellos supuestos en que el solicitante no haya mostrado su oposición a la comunicación de forma clara y terminante.

Y es lo cierto que la LORE, sin duda previendo las graves disfunciones que pudieran derivarse de un régimen en el que se garantizara la intervención del entorno familiar en el procedimiento mismo de solicitud, ha optado por la solución más drástica; en el sentido de menos favorecedora de esa intervención, aun a riesgo de dejar plenamente desprotegido el derecho a la vida familiar que sí les reconoce a familiares y allegados en el art. 8.1 del CEDH (LA LEY 16/1950). Un régimen en el que la regla fuera favorecer este contacto con el entorno familiar para tratar de buscar en los seres más cercanos el apoyo y comprensión que demanda el solicitante, bien para poner fin a su vida ante un escenario tan dramático, bien para desistirse de tal pretensión a la vista del apoyo familiar que pudiera encontrar; en el que la ocultación o no opción por tal participación fuera no la regla general, sino consecuencia de una petición expresa del solicitante, tras ser convenientemente informado de los beneficios que pudieran derivarse de tal participación, sería realmente plenamente conciliador con ese conflicto de intereses que confronta la confidencialidad en la relación médico/paciente con el derecho de pacientes y allegados a tener conocimiento y poder participar, en su caso, en el proceso mismo que pudiera llevar a la muerte asistida de aquél.

Precisamente, en los supuestos de enfermedad mental, y así se recoge en la sentencia de forma un tanto más velada, y en el citado voto particular de forma más consistente, el componente familiar, o, más bien, su ausencia, se convierte en un factor decisivo para la realización de un juicio de ponderación de las garantías desplegadas por los Poderes Públicos competentes en un proceso de eutanasia. Sustrato de sufrimiento en la esfera de la salud mental y alongación excesiva en su materialización se convertirán, en aras del cumplimiento de los deberes positivos de garantía del derecho a la vida, en claves para la exigencia de garantías reforzadas en torno al proceso de decisión relativo a la eutanasia —§ 148—.

El riesgo de confusión a la hora de valorar una ideación de poner fin a la vida, sea mediante el suicidio, sea mediante la promoción de un procedimiento de ayuda para morir, como una decisión libre y voluntaria, cuando resulta que no llega a ser sino un síntoma o consecuencia directa de una determinada enfermedad mental, como lo es principalmente la depresión mayor, es realmente elevado. La prevención de la legislación belga de exigir un doble control por médico consultor, inexistente en la ley española, da buena cuenta de ello. Esta misma prevención ante tal riesgo de confusión en la valoración del carácter libre, consciente, voluntario y ajeno a presiones externas se ve aún más reforzada cuando se detecta una ruptura o inexistencia de relación del solicitante con su entorno familiar. Es el entorno familiar, a salvo lógicamente situaciones de ruptura radical de cualquier forma de relación, el más adecuado para tratar de abordar los graves problemas de soledad y sufrimiento que presentan personas que han de vivir bajo el tremendo yugo de enfermedades mentales tan graves como una depresión mayor. Y ello nos enfrenta a un dilema jurídico: El médico responsable debería tomar seriamente en consideración la opción por hacer ver al solicitante la necesidad de agotar las posibilidades de un acercamiento familiar, como forma bien de mitigar ese mismo dolor y soledad que le atosigan, bien de conseguir un apoyo personal en esos últimos momentos que ha de superar hasta la materialización de su solicitud de ayuda para morir. Pero al dejarse a la iniciativa del solicitante la propia participación de su entorno familiar en el proceso, la norma limita claramente esa iniciativa de hacer partícipe al solicitante de tal opción. Cualquier solución pasaría, al menos en mi modesta opinión, por considerar tal participación del entorno familiar como uno de los factores a tener en cuenta a la hora de valorar la existencia de una situación objetiva susceptible de permitir el reconocimiento del derecho; como una línea de actuación terapéutica que debería ser explotada previamente a la decisión del médico responsable de denegar el reconocimiento del derecho o continuar dando trámite a la solicitud.

Otro dilema al que nos enfrenta ese debido engarce del derecho a la vida familiar con la confidencialidad exigible en términos de consustancialidad al procedimiento de eutanasia sería el de la nueva regulación sobre la capacidad de obrar de personas con discapacidad necesitadas de apoyo, conforme la Ley 8/2021, de 2 de junio (LA LEY 12480/2021), por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica. Que personas con discapacidad puedan solicitar, y, en su caso, ver reconocido su derecho a la prestación de la ayuda para morir, es algo que difícilmente podría negarse a la luz de determinados pasajes de la LORE. Ciertamente, el art. 5.1,a) de la LORE parte de la exigencia de que toda persona que pretenda solicitar la ayuda para morir, deba ser «…capaz y consciente en el momento de la solicitud»; pero si nos fijamos en la redacción del apartado 3 del art. 4, la norma ya recoge un concepto de complemento de la capacidad de decisión que nos recuerda en su esencialidad la redacción del art. 9.7 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002) (28) . La sola previsión de la existencia de medidas de apoyo para la formación de la voluntad del paciente que pretende tomar una tal decisión es la mejor muestra de que las personas con discapacidad no estarían excluidas por definición de tal capacidad de ser acreedoras del derecho. Buena parte del procedimiento para la tramitación de la solicitud parte de la base de la comprobación de esa capacidad, consciencia y libertad del solicitante; lo que habría de llevarnos a la conclusión de que no podríamos excluir de forma apriorística a las personas con discapacidad de su legitimación para instar dicho procedimiento.

Ahora bien, esta realidad de poder permitir que una persona con discapacidad pudiera acudir legítimamente a la vía de la ayuda para morir, con tal que se garantizara su capacidad de comprensión y decisión en un contexto de libertad y ausencia de condicionantes externos, chocaría con el legítimo derecho, casi deber, del guardador de hecho o con capacidades de actuación en nombre de la persona con discapacidad, de intervenir en el complemento de la voluntad de aquél. El nuevo art. 249 del Código Civil (LA LEY 1/1889) (29) parte precisamente de esa misma garantía del respeto de la dignidad de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales que inspira a la actual regulación del consentimiento informado de personas discapacitadas en el área del derecho sanitario. Pretende, además, involucrar, casi hasta el agotamiento, a la persona necesitada de apoyo, en el proceso de toma de sus decisiones; en un horizonte, en no pocas ocasiones utópico, desde luego, en el que, mediante el basamento en su apoyo y razonamiento, pueda expresar así su decisión, si no al menos sus preferencias. Pero ni en la norma sobre el consentimiento informado para la práctica de una intervención, ni en el supuesto de la solicitud de ayuda para morir, se llega a excluir de forma taxativa la intervención de quien asuma el rol de representante, con o sin facultades reconocidas judicialmente para complementar la voluntad del discapacitado, o incluso guardador de hecho. La intervención de éstos habría de abarcar, cuando menos, al momento en que el médico responsable hubiera de valorar la capacidad para tomar tan dramática decisión, en tanto en cuanto éste pudiera albergar dudas sobre la existencia de limitaciones en tal capacidad de decisión. La intervención de representante o guardador de hecho, al menos en esa fase en la que el médico responsable ha de valorar la capacidad del solicitante para instar un procedimiento de ayuda para morir, una vez manifestada tal intención por persona con discapacidad, no debería ser negada en modo alguno.

Si en un aspecto de nuestra LORE deberíamos sentirnos especialmente preocupados a la hora de su sometimiento a las exigencias de adopción de medidas positivas dirigidas a garantizar el derecho a la vida conforme a la posición de la jurisprudencia del TEDH reiterada en la sentencia del caso MORTIER v. Bélgica este sería sin duda la cuestión sobre el abordaje del supuesto de solicitud conforme al trámite, auténticamente abreviado, previsto para el supuesto de que la solicitud se contuviera en un documento de instrucciones previas, testamento vital, declaración vital anticipada o documento de similar naturaleza jurídica. Como seguidamente podremos comprobar (30) , la ingenuidad o desconocimiento por parte del legislador de la regulación de esta institución tanto en la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002) como en la normativa autonómica que parte de las bases sentadas por ésta, ha hecho que la ley diste mucho de someter tal crítica decisión a un control previo que abarque la garantía de capacidad, libertad y falta de presiones externas por parte del otorgante; sometimiento a un adecuado consentimiento informado previo a la expresión de tal voluntad y materialización de la eutanasia, así como del debido control del mantenimiento de esa voluntad a lo largo del tiempo.

Que el legislador parte de una visión desenfocada de la posibilidad de que en un documento de voluntad vital anticipada puedan garantizarse los presupuestos subjetivos de capacidad para instar el inicio de un procedimiento de ayuda para morir es algo que ya llega a apreciarse en el propio Preámbulo, apartado II, párrafo segundo, de la LORE (31) . El legislador, de hecho, presupone que estos documentos podrían servir de perfecto asiento para canalizar una tal voluntad favorable a la práctica de la eutanasia, con tal que se dieran los condicionantes descritos en su texto. Pero obvia la realidad de que ni la norma nacional, el art. 11.1 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002), ni ninguna de las normas autonómicas preveían ningún tipo de actuación que se escapara de lo estrictamente asistencial. La posibilidad de instituir una decisión de someterse a eutanasia, tanto en un contexto de incertus an o quando, o bien era negada abiertamente por estas normas autonómicas, o simplemente, se presuponía.

Ese marcado carácter abreviado del procedimiento queda perfectamente reflejado en un art. 5.2 de la LORE que reduce, en buena parte en lógica consonancia con las circunstancias en las que ha de desarrollarse, las exigencias en orden a la comprobación de esa capacidad, libertad y ausencia de presiones externas que se previenen en el apartado 1 del mismo precepto para los supuestos en los que la solicitud se presenta por quien insta el inicio del procedimiento de ayuda para morir para su materialización en un momento presente. De hecho, la norma exime del sometimiento al solicitante, propio del procedimiento común, a un consentimiento informado en el que habría de exponérsele a las posibilidades reales de alternativas médicas, soluciones paliativas y posibilidades de atención a la dependencia; de la reiteración de solicitudes por escrito, con existencia entre ellas de período de reflexión y, además, de la concreta suscripción del documento escrito de consentimiento previo a la materialización de la ayuda para morir. Aparte de ello, lógicamente sí habrá de contrastarse la perfecta sintonía entre el supuesto descrito en testamento vital como causante de la solicitud de eutanasia y la circunstancia clínica a la que el paciente se enfrenta. Ahora bien, tal procedimiento especial o abreviado parte del presupuesto común de que solamente podrá activarse cuando, padeciendo precisamente el mismo esa enfermedad grave e incurable, o padecimiento grave crónico o imposibilitante que se describiera en el clausulado del testamento vital como determinante de la decisión del otorgante de poner fin a su vida mediante la eutanasia, debidamente certificado por el médico responsable; así como de la constatación, igualmente certificada por médico responsable, de que el solicitante no se encuentra en el pleno uso de sus facultades, ni es capaz de prestar su conformidad de forma libre, voluntaria y consciente; lo que en el párrafo siguiente del mismo apartado 2 del art. 5 se equipara a una situación de incapacidad de hecho (32) .

Verificado el contenido de la cláusula de testamento vital en el que consta la decisión de solicitar la ayuda para morir determinando el supuesto o supuestos en que ello debería tener lugar; constatándose que tal supuesto se ajusta a alguno en los que la LORE sí permite acudir a dicha actividad prestacional de la Administración sanitaria, y comprobándose tal situación de incapacidad de hecho, surgiría, por mandato del art. 9 de la LORE, la obligación del médico responsable de dar cumplimento a tal decisión anticipada, con tal que haya tenido conocimiento de su existencia por alguno de los canales previstos en el art. 6.4 de la LORE. Pero a contrario sensu, en tanto en cuanto el solicitante sí gozara de tal capacidad de decisión para poder solicitar la ayuda para morir por sí mismo, o con las adecuadas medidas de apoyo, el procedimiento que habría de seguirse, siempre y en todo caso, sería el previsto en los arts. 6 y ss. de la LORE.

Ni el art. 11.1 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002), ni ninguna de las leyes autonómicas que regulan la figura del testamento vital en base al marco normativo de dicho precepto establecen unas garantías suficientes como para asegurar que quien toma la decisión de incluir en un testamento vital una solicitud de eutanasia para el caso de que en el futuro concurra una determinada contingencia se encuentra en plenitud de facultades para ello y ha obtenido previamente la información precisa sobre las opciones terapéuticas o paliativas que le puede ofrecer como alternativa el sistema de salud. Además, cuando transcurre un gran lapso de tiempo entre el otorgamiento del testamento vital y la ocurrencia del supuesto establecido en el mismo, tampoco existe ninguna garantía del mantenimiento en firme de tal decisión ni su carácter informado a la luz de la evolución que desde entonces hubiera experimentado la ciencia médica (33) . Ello hace que esa exigencia de garantías que se imponen a las autoridades nacionales por mandato del art. 2 del CEDH (LA LEY 16/1950) se vea realmente comprometida en el supuesto de la solicitud vía testamento vital. El salto entre la escrupulosa garantía de la persistencia, capacidad y libertad propios del procedimiento común frente a la ausencia de cualquier control previo y a posteriori de la decisión plasmada en testamento vital es realmente abismal.

Si acudimos a la norma nacional, podremos comprobar cómo el art. 11.1 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002) se preocupa solo de advertir que el otorgante de un testamento vital, no hablemos de un solicitante de eutanasia por tal vía, sea una persona mayor de edad, capaz y libre de manifestar de forma anticipada su voluntad vital «...con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo» (34) . La ubicación sistemática del precepto, entre normas que sí exigen la previa información clínica a cualquier intervención médica, pero en un capítulo independiente al que regula el deber de información previa, y bajo el epígrafe del respeto de la autonomía del paciente, dificulta seriamente cualquier posibilidad de someter legalmente a un paciente que ha tomado la decisión de otorgar un testamento vital, cualquiera que sea su contenido, a una necesaria previa información clínica. Solamente podría interpretarse la posibilidad de cuestionar la capacidad de toma de determinadas decisiones, bien de forma absoluta, bien en ausencia de los correspondientes apoyos, en la forma que se determina en los arts. 8 (LA LEY 1580/2002) y 9 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002).

Acudiendo a algunos ejemplos de normas autonómicas, el art. 5 de la Ley del Parlamento de Andalucía 5/2003, de 9 de octubre (LA LEY 1751/2003), de declaración de voluntad vital anticipada, sí impone la adecuada capacidad de obrar del otorgante. Del mismo modo se prevé en el art. 15 de la Ley 6/2002, de 15 de abril (LA LEY 798/2002), de Salud de Aragón; en el art. 55 de la Ley Foral 17/2010, de 8 de noviembre (LA LEY 22584/2010), de derechos y deberes de las personas en materia de salud en la Comunidad Foral de Navarra; art. 8 de la Ley del Parlament de Cataluña 21/2000, de 29 de diciembre (LA LEY 193/2001), sobre los derechos de información concernientes a la salud y la autonomía del paciente, y la documentación clínica, o en el art. 4 de la Ley 3/2005, de 23 de mayo (LA LEY 1570/2005), por la que se regula el ejercicio del derecho a formular instrucciones previas en el ámbito sanitario y se crea el registro correspondiente, en el caso de la Comunidad de Madrid.

La posibilidad de cuestionamiento de esta capacidad de obrar suficiente para el otorgamiento de un testamento vital ya se encontraba de por sí limitada con anterioridad a la entrada en vigor de la reforma del Código Civil en materia de discapacidad. Son escasas las normas autonómicas que prevén mecanismos para facilitar la impugnación de tales documentos. Así sería el caso de la legislación andaluza, que, tras reconocer capacidad para el otorgamiento de un testamento vital a cualquier persona incapacitada judicialmente con tal que no existiera una declaración expresa contraria en la sentencia de incapacitación —art. 4.2 de la Ley andaluza 5/2003 (LA LEY 1751/2003) (35) —, no abriría más vía para su cuestionamiento que la de acudir al Ministerio Fiscal para que planteara una nueva demanda encaminada a expandir el ámbito de la incapacitación a la del otorgamiento de testamento vital (36) .

La naturaleza personalísima del acto no ya de otorgar un testamento vital, sino de prever en él una solicitud de eutanasia condicionada al cumplimiento de determinados presupuestos, dificultaría cualquier posibilidad de pretender delegar en un tercero tal decisión, a modo de medidas voluntarias de apoyo, del otorgamiento de un poder preventivo, conforme a los arts. 256 (LA LEY 1/1889)-262 del Código Civil (LA LEY 1/1889); ni siquiera ante un horizonte probable o previsible de absoluta discapacidad del otorgante en un futuro. La capacidad de decisión de todo paciente en el contexto decisiones que atañen a su salud se mantiene siempre y en todo caso en favor del discapacitado; como nos recuerda con vehemencia el art. 9.7 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002). Precepto que involucra sin aparente excepción, en tanto en cuanto ello sea posible, a la persona discapacitada en el proceso de decisión. Incluso esta limitación quedaría claramente reforzada en el supuesto del otorgamiento; y la intervención del representante al que se refiere el apartado 3 del mismo precepto, no deja de ser una vía de canalización de la voluntad del paciente, a cuya obtención ha de tender el proceso de información adaptada a sus peculiaridades. Ello incluso queda aún más reforzado en el art. 11.3 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002), cuando se relaciona a la figura del representante con un genuino interlocutor de la voluntad del otorgante, no como una persona que toma decisiones por éste; y de forma más patente aún en el último inciso del art. 5.2 de la LORE, al describirse al representante como un interlocutor válido para el médico responsable. Las normas autonómicas que confieren algún tipo de capacidad de decisión en favor del representante designado en testamento vital (37) deben interpretarse sin duda a la luz del mandato de ambos preceptos.

Difícilmente podríamos negar, con la nueva Ley 8/2021, a una persona discapacitada su derecho a otorgar un testamento vital en tanto en cuanto al menos mostrara capacidad de entendimiento y voluntad

Que por vía judicial, y en concreto en base a lo establecido en el art. 269 del Código Civil (LA LEY 1/1889) se podría limitar la capacidad de obrar de determinadas personas con discapacidad para, en concreto, otorgar testamento vital y/o instar una solicitud de ayuda para morir canalizada a través de dicho documento, y, en general para el otorgamiento de un consentimiento informado, es una posibilidad que no habría de ser negada lege data. Pero incluso en tal hipótesis ello no excepcionaría de las prevenciones del art. 9.7 de la Ley 41/2002 (LA LEY 1580/2002). Prevenciones que siguen orbitando en una dimensión diversa de la capacidad de obrar del paciente; consecuencia de sus verdaderas aptitudes intelectivas y volitivas para asumir las consecuencias de su sometimiento a una determinada intervención médica. En definitiva, difícilmente podríamos negar, con la nueva Ley 8/2021 (LA LEY 12480/2021), a una persona discapacitada su derecho a otorgar un testamento vital en tanto en cuanto al menos mostrara una capacidad de entendimiento y voluntad sobre el sentido y alcance de las cláusulas que incluyera dicho documento. Es más, cualquier prohibición legal basada en la constatación de la existencia de una determinada discapacidad debería entenderse derogada por mandato de la Disposición transitoria primera de la Ley 8/2021 (LA LEY 12480/2021) a su entrada en vigor (38) . La capacidad de otorgamiento de un tal documento se hará depender, en consecuencia, de la capacidad de comprensión y manifestación libre de la voluntad que representan sus cláusulas. Y ello incluiría, sin duda, la capacidad de disponer de la vida propia mediante solicitud de eutanasia activa para el caso en que, en una situación de incapacidad de hecho, se cumplieran las circunstancias previstas en el testamento vital.

Pero ahora deberíamos preguntarnos: ¿Cubriría ello con las prevenciones exigidas por la jurisprudencia del TEDH en orden a la garantía de la capacidad, libertad y ausencia de presiones externas del otorgante, en un contexto de consentimiento informado, cuando resulta que cualquier expectativa de control partiría de la base de una actuación de los Poderes Públicos o personas con interés legítimo que habría de presuponer la existencia de una tal cláusula y el conocimiento de determinadas patologías o situaciones contextuales que pudieran poder en entredicho tales cualidades de decisión? No hemos de olvidar que el control previo es inexistente; que el otorgante no accederá a información de calidad científica contrastada sobre las circunstancias en las que tuviera planeada solicitar la eutanasia si no es por su propia iniciativa, y que la decisión podrá producir su efecto pasado un larguísimo lapso de tiempo, sin que pueda en tal caso acudir a ningún mecanismo de ratificación o reafirmación, como es el exigido al que acude directamente a la Administración sanitaria interesando la ayuda para morir. Es más, esta marcada diferenciación en el trámite y en los controles podría convertirse en la solución jurídica para quienes, estando ya afectados en su capacidad de decisión por la patología que presentan por una situación de incapacidad de hecho actual (una depresión), en previsión de empeorar en un futuro a medio o largo plazo en una situación de incapacidad de hecho en un estadio que les hiciera pensar que en modo alguno se les va a reconocer capacidad para instar tal solicitud, pudieran acceder a tal ayuda anticipando su decisión en testamento vital.

Precisamente una de las mayores preocupaciones del TEDH, y así se destaca en la STEDH, Secc. 1ª, de 20 de enero de 2011 (LA LEY 2721/2011) (caso HAAS v. Suiza; asunto 31322/07), es la de evitar que personas con antecedentes psiquiátricos pudieran instar el auxilio del Estado para la eutanasia llevados precisamente por esa caracterización de la ideación suicida como un síntoma propio de la enfermedad mental que padecen (39) . Hemos de recordar cómo la sentencia comentada del caso MORTIER v. Bélgica se muestra exigente de la garantía por parte de los Poderes Públicos de que quien insta la ayuda del Estado para materializar su eutanasia deba contar con la suficiente capacidad para formar libremente su voluntad al respecto y actuar en consecuencia. Y ello, es obvio, no debería tener que presumirse; siendo exigible un procedimiento de comprobación. La norma habilitante, como antes hemos recogido, habría de verse adornada de sólidas garantías legales e institucionales encaminadas a verificar que los profesionales médicos involucrados en el proceso hacia la muerte del solicitante no hacen sino aplicar una decisión explícita, no ambigua, libre e informada de su paciente; protegiéndolo adecuadamente frente a presiones externas y abusos. Pero a ello hemos de añadir una especial sensibilización del Alto Tribunal europeo a la hora de constatar el factor sufrimiento mental de quien ansía poner fin a su vida, junto con la alongación del proceso mismo para su materialización, como componentes merecedores de una especial atención en orden al reforzamiento de las garantías.

Si resulta que el control por parte del Estado se invierte realmente en el supuesto de una cláusula de eutanasia contenida en un testamento vital, hasta el punto de que no solo no se limita ni somete a control previo a las personas con discapacidad conocida, sino que se impone a los Poderes Públicos un deber de actuación con limitado margen de respuesta; y si, además, se cercena cualquier tipo de control previo sobre el carácter consciente, libre y voluntario de la decisión misma de suscribir la cláusula, se comprenderá que el Estado español diste muchísimo de ser capaz de mostrar un robusto régimen de garantías que impida que se materialice la eutanasia respecto de personas que previamente no han sido sometidas a ningún género de control sobre su capacidad, información, autonomía y libertad.

La necesidad de reforma legal a este respecto, acorde con la jurisprudencia del TEDH, no puede ser más palmaria. Urge regular mecanismos de control previo que permitan garantizar que al menos en los supuestos en que testamentos vitales incluyen cláusulas de eutanasia, quienes los otorgan hayan partido de un previo control médico de capacidad, autonomía y libertad, y enfrentado a las soluciones terapéuticas o paliativas que el conocimiento científico pudiera ofrecer a los supuestos de aplicación de la cláusula pretendidos. Además de ello, sería conveniente un seguimiento periódico de la decisión, que confrontara al otorgante con la naturaleza y sentido de la decisión ya tomada y a la posible evolución de la ciencia. No tiene sentido que quien solicita la ayuda para morir tenga que reafirmarse hasta en tres ocasiones en su petición formal, la última de ellas previa a su materialización, y que a quien lo inste vía testamento vital le baste con la firma de un documento que incluso en su acrítica o huera comprensión pudiera partir de un impreso facilitado por determinadas asociaciones destinadas a promover el derecho a una muerte digna.

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