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I. Introducción

Además de constituir unidad de medida y meta para las instituciones, la eficiencia juega un papel determinante en la conformación del discurso actualmente imperante sobre la justicia. Dado su valor simbólico, el concepto de eficiencia opera a día de hoy como evidente fuente de legitimación política cuando se abordan cuestiones relativas al tercer poder del Estado. Así se desprende claramente de la retórica empleada por las instituciones públicas a la hora de fundamentar sus planteamientos estratégicos en la materia.

Menos evidentes son, sin embargo, los efectos prácticos que este discurso está desplegando en el diseño de las reformas procesales y orgánicas operadas sobre el modelo jurisdiccional vigente. Las consecuencias directas e indirectas de las políticas de la eficiencia en el funcionamiento de la Administración de Justicia son aún inciertas. Como línea argumental, su influencia es indudable, pero la forma en que este paradigma se concreta en normas y proyectos específicos resulta todavía confusa, dada la amplitud de medidas, aparentemente inconexas, que parecen encontrar justificación en él. Por eso, la consagración de la eficiencia como valor superior del sistema jurídico no entusiasma a todos por igual. Mientras que ciertos ámbitos, como el institucional y el empresarial, han acogido e impulsado este discurso con fervor, otros, entre los que se encuadran parte de la academia y algunos colectivos profesionales, observan el fenómeno con preocupación.

Tomar posición en el debate suscitado en torno al «el discurso de la eficiencia de la justicia», exige, previamente, desgranar el trasfondo argumental en que se apoya su narrativa; analizar qué es lo que se dice y qué es lo que se oculta tras su retórica; reflexionar sobre el contexto y los promotores del discurso y clarificar el verdadero valor o utilidad de la visión que proporciona sobre la justicia.

II. La eficiencia como epistemológica

Del análisis económico y legislativo realizado hasta el momento, puede deducirse que las cifras de la eficiencia, a nivel discursivo, traen consigo también conceptos. Unos conceptos que se encuentran estrechamente conectados con el imaginario social contemporáneo, como son digitalización, agilización, resiliencia, transparencia, sostenibilidad, etc. Son conceptos ajenos hasta hace poco al ámbito jurídico, pero a tenor de la legislación previamente analizada, enormemente relevantes a día de hoy en el diseño de las políticas públicas sobre la materia. De hecho, la importancia de estos términos alcanza tales cotas, que en muchos casos han acabado por utilizarse como principales referentes de la calidad de la justicia (1) . Se entienden, en esencia, como los factores indispensables de la ecuación que permitirá al sistema mejorar su eficiencia. De forma que, en términos discursivos, es en busca de la eficiencia, como la justicia del siglo XXI se vuelve digital, flexible, transparente, sostenible, etc. (2) .

El giro terminológico que acompaña al análisis económico del sistema judicial no es banal. Estos adjetivos son formulados en clave prescriptiva —para decirnos como debe ser el sistema judicial actual o futuro—, de modo que, puestos en relación unos con otros, conforman un nuevo marco conceptual, el del discurso de laeficiencia. En este marco, todas las consideraciones posibles parten de la misma premisa: es posible valorar el funcionamiento de la justicia en términos puramente objetivos (3) . Y albergan, además, una finalidad compartida: optimizar el rendimiento de los tribunales como forma de mejorar el sistema de justicia en su conjunto (4) . La conjunción de ambos postulados aboca, en la práctica, a centrar la atención en la búsqueda de factores de ineficiencia, con el objetivo de promover medidas dirigidas a su eliminación (5) .

El de la eficiencia es, por tanto, un discurso bidimensional. Desde el punto de vista epistemológico, la eficiencia sirve como medida para explicar o entender el funcionamiento de la justicia. En el plano teleológico, la eficiencia e ineficiencia funciona como criterio valorativo, de gran calado, a la hora de decidir sobre la adopción de una u otra opción política o legislativas en materia de justicia.

III. La eficiencia como dogmática

Como se viene desarrollando, el discurso de la eficiencia es hoy predominante en el ámbito institucional. Las principales autoridades del sector de la justicia lo acogen y promueven con fervor, impulsando numerosas iniciativas para desarrollarlo y ponerlo en práctica. La eficiencia presenta, indudablemente, un gran peso en la construcción del ideal de justicia al que las instituciones españolas y europeas aspiran. Un ideal donde los números son clave para entender el presente y proyectar el futuro de esta institución.

Desde el punto de vista académico, el creciente interés mostrado por las instituciones públicas en aplicar sistemas de medición empírica sobre la justicia, lejos de resultar negativo, permite introducir una serie de elementos de carácter objetivo en el tradicional esquema de pensamiento jurídico. Estos valores numéricos proporcionan, en su conjunto, una visión sobre la práctica diaria de los tribunales contra la que puede resultar útil contrastar las hipótesis sobre la materia enunciadas desde la dogmática clásica. Hipótesis que, en muchos casos, fueron formuladas a partir de planteamientos desligados de la realidad material (6) . La toma en consideración de un conocimiento cuantitativo de la Administración de justicia, hasta ahora desatendido o inexistente (7) , como es el que nos proporcionan los factores objetivamente mesurables que afectan al desempeño de los órganos judiciales, puede ser una oportunidad para enriquecer el razonamiento jurídico convencional, que, como es sabido, resulta abstracto e inmaterial por definición (8) . Tal y como ha señalado una parte de la doctrina procesal: «hoy no es sostenible que todo lo necesario para entender el sistema jurídico sea conocer su funcionamiento interno. El instrumental analítico que hoy frece la economía -junto a otras ciencias sociales, claro- permite tales posibilidades de explicación y predicción de los comportamientos humanos y de los fenómenos jurídicos, que darle la espalda supondría una renuncia injustificable. Se trata desde esta perspectiva de buscar la integración y la complementariedad con el análisis jurídico tradicional, de modo que cada aproximación salve las carencias y potencie las bondades de la otra» (9) .

Esta visión, sin embargo, no es compartida por la totalidad de sectores doctrinales. Son varias las voces que, desde determinados lugares de la comunidad jurídica, alertan sobre la deriva «gerencialista», que podría poner en riesgo la vigencia del constructo ilustrado al que hoy llamamos justicia —es decir, la buena justicia—, puesto que afectaría a los mismos pilares del complejo sistema de valores en que se sustenta (10) . Desde este prisma, se han planteado diversas objeciones a lo que podría denominarse como «el discurso de la eficiencia», de entre las que destacan, por su prodigalidad, aquellas que ponen el foco en la disolución o rebaja de las garantías procesales en favor de enfoques excesivamente pragmatistas o economicistas del proceso.

Se trata del conocido binomio: eficiencia versus garantías. Ante el creciente empleo de conceptos econométricos en el ámbito jurídico-procesal, enfrentar ambos conceptos supone un lugar común entre la doctrina procesal (11) . Las cuestiones planteadas dentro de esta lógica dicotómica son plurales.

En el ámbito penal, dentro de las medidas adoptadas en pos de una mayor eficiencia, suelen calificarse como especialmente lesivas para las garantías:

  • i. La introducción del principio de oportunidad en delitos leves o cualquier otro supuesto motivado por razones de economía procesal (12) ;
  • ii. La promoción de la conformidad u otros institutos basados en la justicia penal negociada (13) ;
  • iii. El creciente peso de la investigación preliminar y de las diligencias practicadas durante la instrucción en la conformación del juicio del órgano sentenciador (14) o, incluso;
  • iv. La atribución de facultades indagatorias a figuras distintas de la autoridad judicial (15) .

En relación a la justicia civil, las reformas inspiradas en la idea de eficiencia que más preocupan a la doctrina, por su posible afectación a los derechos de los justiciables, son:

  • i. Las dirigidas al reconocimiento de facultades decisorias a agentes distintos de los tradicionales operadores jurídicos (como LAJS, procuradores, notarios, etc.) (16) ;
  • ii. La supresión de tramites de audiencia y flexibilización de exigencias procedimentales como la oralidad (17) y;
  • iii. la obstaculización del acceso a la jurisdicción mediante la imposición de tasas, el establecimiento de nuevos requisitos de procedibilidad o, en general, la articulación de medidas disuasivas del ejercicio de la acción (18) .

Todas estas cuestiones puntuales de orden procesal, quedan sintetizadas en la posición dogmática que dibuja el discurso eficientista como una mera justificación para la desarticulación de la justicia en su concepción ilustrada. Así, autoras como Armenta Deu, vienen señalando que, tras la repetición de narrativas economicistas sobre el funcionamiento de los tribunales, subyace una crítica larvada, nunca frontal, que no cuestiona abiertamente el sistema judicial, pero que, utilizando otro léxico, lo describe como un servicio público gravoso, caro e ineficiente (19) . Todo ello con el fin de acabar sustituyendo, lo que se ha venido entendiendo hasta ahora como una obligación prestacional del Estado Social, por sistemas privados de gestión y resolución de conflictos.

La denominada «crisis de la jurisdicción» sería, en realidad, una crisis provocada con la intención de justificar el desmantelamiento del servicio público de justicia dentro de la ofensiva general que el neoliberalismo impulsa desde hace décadas contra la sociedad del bienestar

De este modo, la denominada «crisis de la jurisdicción» sería, en realidad, una crisis provocada con la intención de justificar el desmantelamiento del servicio público de justicia dentro de la ofensiva general que el neoliberalismo impulsa desde hace décadas contra la sociedad del bienestar (20) . En este proceso de privatización de la justicia, tal y como ha ocurrido con otros servicios públicos, la econometría pondría las bases argumentales para la progresivamente jibarizado del Estado. Siempre en aras de una mayor eficiencia (21) .

Además, paralelamente a su decrecimiento, el concepto moderno de justicia estaría sufriendo una progresiva desnaturalización, provocada por el constante cálculo de costes y beneficios que el eficientísimo impone, hasta acabar convirtiéndolo en un mero ejercicio de gestión, enteramente funcional y despojado de cualquier otro contenido que no sea el de reducir el gasto público, aun a costa de la calidad o existencia misma del servicio (22) .

En un sentido similar se pronuncia Taruffo cuando, en relación con la crisis de la justicia civil, vincula la quiebra de «la idea de una justicia «pública», administrada desde el Estado por medio de jueces independientes e imparciales, dotados de especialización profesional y del status de funcionarios públicos (elegidos, retribuidos, formados y organizados según los principios que gobiernan en general la administración pública)» (23) , con la creciente desconfianza que, interesadamente, viene generándose por todo aquello que sea considerado en algún modo «público» (24) . Esta desconfianza, conecta, según el autor, con la tendencia del neoliberalismo a celebrar los fastos de la autonomía y de la iniciativa del individuo privado y se alimenta, sobre todo, de la constante caracterización de la justicia como un instrumento inútil, inoperante, debido, fundamentalmente, a su «falta de funcionalidad y eficiencia». Así, es como, en palabras del profesor italiano, «el vacío provocado por la falta de adecuación de la justicia "pública" tiende a ser llenado por la justicia "privada"» (25) .

Del razonamiento de ambos autores se deduce que el paradigma eficientista al que aboca el análisis econométrico de la justicia promueve su privatización, principalmente a través de dos vías simultaneas y complementarias. De un lado, trata de reducir la presencia del Estado prestacional mediante la sustitución del recurso público a la jurisdicción por mecanismos privados basados en la autonomía de la voluntad. De otro lado, empuja al sistema de justicia hacia lógicas productivistas basadas en la rentabilidad, lo que acaba transformando el diseño y aplicación de las políticas públicas sobre esta materia en un ejercicio gerencial o de justice management (26) .

Aun cuando pueda estarse de acuerdo -en todo o en parte-, con las críticas vertidas desde la dogmática procesal contra el papel que juega la econometría en la construcción del actual ideal de justicia manejado por las instituciones, debe señalarse que tales críticas versan, en realidad, sobre la concreta concepción de la justicia que subyace al discurso economicista. La eficiencia y el resto de términos que acompañan al paradigma econométrico operan, esencialmente, como refuerzo argumental de los valores imperantes dentro de la idea de justicia de la que se parte.

Frente a los argumentos esgrimidos por la doctrina crítica, puede oponerse el hecho de que, en el contexto del discurso de la eficiencia, los valores jurídicos liberales no se abandonan ni confrontan, sino que, en realidad, son integrados en el seno de una lógica econométrica reduccionista. La maximización de las capacidades productivas del sistema judicial es interpretada, en esta lógica, como un poderoso vector que impulsa simultáneamente la satisfacción de todos los fines que la justicia es llamada a cumplir; incluida la protección del individuo frente al ejercicio coactivo del poder por parte del Estado -mediante el establecimiento y respeto de una serie de garantías procesales-, o la prestación de un servicio público dirigido a la satisfacción de pretensiones legitimas basado en Derecho (27) . Así, desde el discurso de la eficiencia, se asume tácitamente que, si se dictan más sentencias, en menos tiempo y a un menor coste, aumentará la seguridad jurídica, se tutelarán mejor los derechos subjetivos de las personas y, por extensión, se estará más cerca de alcanzar cualquier expectativa que se haya podido proyectar sobre la justicia, sea cual sea esta. Subyace, al razonamiento expuesto, la asunción tacita de que existe una relación directamente proporcional entre la eficiencia del sistema judicial y el éxito de la justicia a todos los niveles.

Si la correlación descrita supone el punto de partida de todo discurso sobre la eficiencia de la justicia, centrar el debate en la posible contradicción entre eficiencia y fundamentos axiológicos del sistema resulta erróneo. Para que existiera tal contradicción sería necesario poder ubicar, frente al modelo tradicional, un esquema alternativo de justicia, basado en lógicas propias y distintas, al menos en parte, a las del sistema clásico. Esta genuinidad o autonomía conceptual, sin embargo, es algo que la eficiencia no proporciona al sistema que define, ya que, como se expone a continuación, se trata de un concepto relativo, cuya concreción dependerá del posicionamiento político de partida sobre lo que es y para qué sirve la justicia. Los principios clásicos no son discutidos ni relegados bajo el mantra de la eficiencia. Simplemente, su satisfacción se asocia a la consecución de objetivos empíricos susceptibles de cuantificación. En la medida que estos objetivos o indicadores empíricos puedan cambiar, también lo hará el punto de gravedad del análisis realizado. Por eso, contrariamente a lo que parece extraerse de la narrativa institucional y las críticas vertidas por la doctrina, no existe un modelo jurídico procesal claro de justicia basado en la eficiencia.

1. La eficiencia como ideología

Tal y como señala Mora-Sanguinetti, «Las perspectivas sobre cómo se comporta un sistema judicial "eficiente" y que funciona "bien" son potencialmente numerosas» (28) . Ello es así, esencialmente, porque no existe un concepto unívoco de Justicia, ni, por tanto, su función social es susceptible de reconducirse a un solo objetivo principal, cuya consecución valorar en términos cuantitativos antes que cualquier otro aspecto.

En el amplísimo marco conceptual que va desde la formulación más abstracta del vocablo, hasta su identificación con locuciones como Poder Judicial, Administración de Justicia o Servicio Público de Justicia, confluyen numerosas funciones políticas, sociales y jurídicas diferentes. Estas funciones serán, en muchas ocasiones, complementarias —como el control normativo y la tutela de derechos subjetivos—, en otras simplemente compatibles —como la de garantizar la separación de poderes y la prevención del delito— y, en el menor de los casos, contradictorias —como la de disciplinar la contratación privada (29) y la defensa de los derechos humanos de carácter social (30) —.

Por eso, el conjunto de valores que subyace al diagnóstico sobre la eficiencia de la justicia, no siempre tiene porque ser el mismo. De hecho, dependerá en cada caso de los factores o indicadores utilizados para confeccionar el modelo de medición. Elegir ciertos factores como parámetro para la realización del análisis econométrico, entre una amplísima pluralidad de ellos, implica siempre una decisión política indisolublemente ligada a la concepción de Justicia de la que se parte y, sobre todo, de la finalidad o función social que se le asigna a esta institución.

2. Eficiencia y neoliberalismo

En la gran mayoría de casos, la literatura especializada en el análisis econométrico de la justicia parte de una visión muy concreta de la función política y social que esta institución debe cumplir, asociada al funcionamiento de la economía de libre mercado (31) . La justicia se dibuja así, por buena parte de los autores centrados en este ámbito y por parte de las instituciones comprometidas con el discurso (32) , como esa administración que puede estimular o desincentivar la economía competitiva. Algo que hará dependiendo de su rendimiento a la hora de generar seguridad jurídica en el intercambio de bienes y servicios, disciplinar la contratación privada en los casos de incumplimiento contractual o proteger a los ciudadanos y empresas de la actividad expropiatoria del Estado (33) . La prevalencia de estos fines del sistema de justicia frente a cualquier otros, es coherente con las teorías que, desde la economía organizacional neoclásica, apuestan por una administración de justicia orientada por el mercado. Una administración que adopta dinámicas empresariales en busca de mayor eficiencia y que impulsa la competitividad del sector privado en lugar de suplantarlo. De forma que, cuanto más se expande este último, más debe encogerse el Estado (34) .

Ante tales planteamientos, hay autoras que, en clave critica, señalan como «el neoliberalismo imperante abre la justicia a una concepción donde predomina la gestión (justice managériale) y a la que, en último término, las reglas del mercado no son ajenas» (35) .

Desde esta óptica es natural que se prioricen aquellos indicadores que hacen referencia a la rapidez con que se tramitan los asuntos, el coste económico que supone el proceso o la predictibilidad de las resoluciones judiciales dictadas por los tribunales (36) . El problema reside en que, como denuncia parte de la doctrina, resulta sencillo hacer un uso interesado de los mismos para reforzar la idea defendida por la economía organizacional neoclásica, de que la administración pública solo puede ser eficiente en la medida que se encuentre orientada por el mercado (37) . Desde esta perspectiva, solo se contempla una administración que adopta dinámicas empresariales en busca de mayor eficiencia y que impulsa la competitividad del sector privado en lugar de suplantarlo. De forma que, cuanto más se expande este último, más debe contraerse el Estado (38) .

Pero esa no es la única perspectiva posible desde la que calcular la eficiencia. Es, sencillamente, la más cercana al ámbito del conocimiento del que proviene la mayoría de especialistas en este campo: la economía convencional (39) .

3. La eficiencia social y democrática

Independientemente de los postulados propios de la ortodoxia económica —solo aplicables en contextos donde los sujetos se mueven en base a su interés particular— (40) , la eficiencia es, a nivel discursivo, un concepto relativo, cuya concreción varía según los objetivos que se pretenden alcanzar. Por lo que, existe la posibilidad de buscar la eficiencia del sistema de justicia desde perspectivas no neoliberales. De hecho, pueden establecerse modelos de análisis empírico radicados en concepciones de justicia de base política o social muy diversa, siempre que sus finalidades resulten reconducibles a parámetros susceptibles de cuantificación mediante el uso de indicadores.

A este respecto, conviene recordar que, dentro de los fines históricamente atribuidos a la justicia, destacan el control del ejercicio del poder dentro del Estado de Derecho (41) , la salvaguarda de los principios democráticos (42) , la protección de las minorías y colectivos vulnerables o la defensa de los Derechos Humanos (43) . Para determinar el nivel de eficiencia de un modelo de justicia presidido por cualquiera de estas finalidades (o por todas ellas simultáneamente), únicamente sería necesario ampliar los indicadores generalmente utilizados, con el fin de incluir aquellos que resulten más representativos del valor o valores que pretendan enfatizarse.

Por ejemplo, en relación con la función de control sobre el poder ejercido por otras autoridades del Estado (como las pertenecientes al ejecutivo), la independencia e imparcialidad de jueces y magistrados resultarán parámetros mucho más relevantes que la saturación del sistema. Y, por tanto, para su medición, además de tomar como referencia indicadores como el número de jueces por cada cien mil habitantes, habría de fijarse otros, como pueda ser el número de abstenciones y recusaciones promovidas, estimadas y desestimadas; el crecimiento o descenso de miembros del poder judicial en la conformación de otros poderes del Estado; el peso y distribución porcentual del asociacionismo dentro de la carrera judicial; la presencia de los miembros del poder judicial en los medios de opinión e información, etc.

Si lo que se pretende poner en valor es la salvaguarda de los principios democráticos, parece lógico empezar por establecer, como uno de los principales parámetros de la eficiencia del modelo, la propia legitimación y representatividad del poder judicial

Si lo que se pretende poner en valor es la salvaguarda de los principios democráticos, parece lógico empezar por establecer, como uno de los principales parámetros de la eficiencia del modelo, la propia legitimación y representatividad del poder judicial. Este parámetro está estrechamente relacionado con los indicadores que permiten analizar el funcionamiento de cuestiones como el acceso a la carrera judicial o fiscal; la promoción dentro de esta o; la frecuencia con que se produce la renovación de los órganos de gobierno. Todos estos extremos resultan perfectamente cuantificables, lo que permite además ponerlos en relación con otros también susceptibles de objetivación, como la extracción social o renta del núcleo familiar del que proceden los operadores jurídico públicos, el tiempo medio de estudio para superar las pruebas de ingreso, etc.

Por otra parte, en lo que respecta a la valoración cuantitativa de la protección de las minorías y colectivos vulnerables, adicionalmente a factores como los costes públicos del proceso, podrían tomarse en consideración también parámetros como el efecto redistributivo que los pronunciamientos judiciales puedan tener en el marco de controversias socioeconómicas de amplio espectro, como las que se suelen suscitar entre particulares y entidades bancarias (piénsese en el caso de las preferentes) o entre usuarios de servicios básicos y grandes multinacionales (por ejemplo, en relación con la nulidad de cláusulas abusivas), etc. En el mismo plano se encontrarían los indicadores relativos al número y efectividad de las medidas judiciales de naturaleza cautelar o de protección que se pudieran adoptarse sobre grupos de víctimas especialmente indefensas, como menores, personas con discapacidad, etc.

Por último, si donde se pone en foco es en la defensa de los Derechos Humanos, en tanto una de las principales finalidades del sistema judicial, los indicadores representativos de su eficiencia no se encontraran tan relacionados con la cantidad de sentencias dictadas por órgano, sino con cuestiones como el número de solicitudes de asilo y protección internacional concedidas por estos; los datos en materia de asistencia jurídica gratuita efectivamente prestada; o, en sentido negativo, el aumento o disminución de las condenas a España dictadas por los organismos internacionales encargados de controlar el cumplimiento de los convenios ratificados en la materia.

Todas estas posibilidades, expuestas con un afán meramente ejemplificativo, pretenden mostrar la amplia gama de configuraciones que acepta el análisis empírico del sistema judicial. Pese a que parte de la doctrina y, en cierta forma, las propias instituciones, hayan visto tras la retórica de la eficiencia una concepción muy concreta de la justicia, cercana al productivismo organizacional y la gestión empresarial, esta no es la única articulación posible del discurso (44) . En rigor, el componente ideológico presente en el análisis empírico del sistema judicial dependerá, para cada caso, de los indicadores utilizados como referencia. Estos operan, siempre, como reflejo de los valores imperantes en la concepción político-jurídica de la que se parte. Por lo que, tanto las bondades como los males que hoy se aprecian en el eficientísimo, deben imputarse, en realidad, a los planteamientos de partida -a veces explícitos, otras ocultos-, de quienes determinan lo que debe ser medido y en qué medida.

IV. Algunas consideraciones finales sobre la eficiencia de la justicia

Eficiente o ineficiente, la justicia actual no solo habita en leyes y tratados, sino que también se construye en base a gráficas, funciones y variables. La simbología económica ha penetrado en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea y los tribunales no son una excepción.

De hecho, a día de hoy, el discurso político imperante sobre lo que debe ser la justicia, se encuentra estrechamente ligado a planteamientos netamente economicistas, como son la optimización de sus capacidades productivas, el máximo rendimiento de los recursos disponibles o el retorno de la inversión realizada en este servicio público. Todos estos postulados, subsumibles bajo el paradigma de la eficiencia, provienen, indudablemente, del esquema conceptual propio del sector privado y reflejan, en buena parte, la capilarización de la cultura empresarial en la Administración Púbica.

A través de la asunción y promoción de la narrativa econométrica, instituciones de gobierno nacionales y europeas conciben y proyectan la justicia como una institución cada vez más cercana al mercado; tanto en su funcionamiento, como en relación a las funciones que desempeña en la estructura sociopolítica del Estado. Por un lado, el discurso de la eficiencia se articula como la principal respuesta ante la creciente desafección social hacia el sistema de justicia, en la idea de que el descontento puede ser reconducido a una simple cuestión de rendimiento y atajado mediante la aplicación de lógicas incrementales. Por otro, la línea argumental en que se apoya este discurso prioriza, de entre las múltiples funciones que cumple la justicia en sociedad, la relativa a proporcionar estabilidad al mercado mediante la salvaguarda de la seguridad jurídica indispensable para el intercambio de bienes y servicios. A ello, habría de añadir, además, el peso de este enfoque en la consideración, cada vez más presente, de la justicia como un mercado en sí mismo, en cuyo seno se mueven miles de millones de euros entre honorarios de profesionales autónomos, empresas editoriales, tecnológicas, publicitarias, etc.

Teniendo en cuenta los fundamentos ilustrados sobre los que se apoya nuestra tradición jurídica y la fuerte influencia del Estado del bienestar en la conformación del modelo social y político actualmente vigente, parece lógico que las posiciones descritas puedan encontrar objeciones, al menos, en el ámbito académico.

Pero, aun desde posiciones radicalmente contrarias a la mercantilización de la justicia, carecería de sentido renunciar a hacer de ella un servicio público eficiente. De hecho, el análisis empírico puede aportar una visión sobre el funcionamiento de los tribunales extraordinariamente útil de cara a promover transformaciones del sistema judicial que nada tienen que ver con liberalización administrativa.

La capacidad del Estado para tutelar los derechos de las y los ciudadanos, la defensa de los principios democrático y la pluralidad, la facultad de poner coto al ejercicio arbitrario del poder, la protección de los Derechos Humanos o la defensa de los derechos individuales y sociales de colectivos especialmente vulnerables, son también finalidades susceptibles de determinar la eficiencia del sistema de justicia. La posibilidad de concretar este concepto de múltiples formas hace imposible hablar de un modelo concreto de justicia basada en la eficiencia.

Y es que, la eficiencia, aun antes que una herramienta de análisis o meta a la que aspirar, opera como base argumental sobre la que esconder o reforzar una concreta concepción de la justicia. El discurso de la eficiencia es, en este sentido, un vehículo. Utilicémoslo, por tanto, para construir una justicia más eficiente en términos democráticos, sociales y equitativos, más redistributiva y cercana a la realidad y necesidades de la ciudadanía.

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