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Este artículo es complementario de «Vademecum cuasijurídico (I): Pleitos famosos», publicado en el Diario La Ley, n.o 10156, Sección Tribuna, de 24 de octubre de 2022; y de «Vademecum cuasijurídico (II): Más pleitos famosos», publicado en el Diario La Ley, n.o 10215, Sección Tribuna, de 25 de enero de 2023.

I. Introducción. Ars longa / vita brevis / occasio praeceps / experimentum periculosum / iudicium difficile

Decían en una reunión:

  • «El ingenio es cosa que puede tener todo el mundo».
  • «Eso es un rumor que hacen correr los necios» —replicó Sophie Arnould.

«La vida es corta, el arte largo, la ocasión rápida, la experiencia peligrosa… y el juicio difícil» (Hipócrates). Esta famosa frase del galeno de la antigua Grecia Hipócrates, refiriéndose a la dificultad de emitir un juicio médico sobre una enfermedad, significa que el arte (conocimiento, habilidad, destreza) es largo de aprender, pero la vida en cambio, es breve. El pleito es, ante todo, LEX ET IUS ARTIS, el arte de la ley y el derecho… La celebración de una vista es el acto jurídico fundamental de un proceso. Se requieren muchas habilidades por parte de todos los operadores jurídicos para realizar bien las diversas tareas. Hay un escenario en el que se utilizan fundamentalmente palabras, argumentos, frases, expresiones. Y además hay un contexto discursivo que es un conjunto de factores ajenos al lenguaje mismo que condicionan la producción de un enunciado y también su significado. El entorno espaciotemporal donde se produce la comunicación (desde dónde y cuándo se habla), las circunstancias de los interlocutores (lo que sucede mientras se emite el mensaje), el entorno sociocultural de quienes intervienen y el conocimiento que tienen del mundo jurídico y social y que comparten con el resto. Así, las connotaciones que adquiere un término o expresión en un contexto son la base de su comprensión e interpretación. El momento y la oportunidad en que esas palabras brotan… Porque el lenguaje somos nosotros. Las palabras (muchas veces) no significan nada por si mismas, sino que se van construyendo como un cúmulo histórico de significados que vamos entre todos creando. A veces, ni siquiera tienen un significado y por el poder del contexto se produce con éxito la comunicación…

II. Practica forense

A continuación, se refieren una serie de supuestos donde se aprecian los argumentos reseñados con anterioridad.

PRIMERO. Inscripción en el frontispicio de un tribunal. En Florencia figuraba la siguiente inscripción: OPORTET MISERERI (Es necesaria la misericordia), que era traducida así por los pleiteantes: «Puerta de la miseria».

SEGUNDO. Un cuadro. En un palacio de Justicia, figuraba una antigua tela de un pintor desconocido representando a un hombre de avanzada edad, roto y estropeado, con remiendos en el traje y vueltos los bolsillos del pantalón; debajo figuraban unos versos que traducidos decían así:

«Siempre he litigado, siempre he ganado. Y ahora mira como me han pintado».

TERCERO. Un regalo. Ejerciendo el cargo de Presidente de la Audiencia de Madrid, el que fue luego magistrado del Supremo, señor Aldecoa, se ventilaba ante el Tribunal al frente del cual se hallaba, un pleito de bastante importancia en el cual intervenían dos labradores castellanos. Uno de ellos, que tenía el pleito poco menos que perdido, visitó a don Juan Díaz Caneja, abogado suyo, quien le comunicó las impresiones más pesimistas.

¿Y si le hiciera un regalo al presidente de la Audiencia? —preguntó.

No diga usted disparates. El señor Aldecoa le metería a usted en la cárcel si lo intenta.

Pasaron varios días, y el pleito fue fallado en favor del representado del señor Díaz Caneja.

¿Lo ve usted? —le decía a éste—. Gracias al regalo que le hice al señor Aldecoa.

Eso no es posible. No lo creo.

Pero ¿no se ha enterado?

¿Qué?

Que le envié un buen regalo... pero con la tarjeta de mi contrario. Creo que le van a procesar, después de devolverle el regalo...

CUARTO.Constancia. Un renombrado criminalista, durante diez años seguidos terminaba sus oraciones forenses con este argumento casi irresistible:

Señores del jurado, absolved a mi cliente, ¡por favor! Ésta es la última vez que informo ante un tribunal... No me neguéis este supremo favor que será, al mismo tiempo, un acto de justicia.

QUINTO. Pregunta. El Juez pregunta:

¿Tiene usted pruebas que apoyen su declaración de que el acusado estaba ebrio esa noche?

Si, su señoría —contesta el testigo—. Se metió en una cabina telefónica, salió media hora después y se quejó de que no funcionaba el ascensor.

SEXTO. Juez Municipal. Cierto Juez Municipal dictó sentencia redactando un considerando en estos términos:

«Considerando: que fulano de tal es conservador y por tanto persona de mala fe: Fallamos que debemos condenar y condenamos... ».

SÉPTIMO. Un Magistrado. Según Juan Ríos Sarmiento, un Magistrado hiperclorhídrico clasificó a los abogados en dos grupos: el del abogado que perora y el del abogado que perora y media. El mismo magistrado, clasificaba a su vez los pleitos por la duración de la vista del juicio en: cortos de vista y pleitos de vista cansada.

OCTAVO. Ni visto, ni oído. Un día don Antonio Maura informaba ante el tribunal cuando se dio cuenta de que el presidente del mismo se había dormido. Elevó la voz y nada: el hombre no despertaba. Entonces, Maura calló de repente, y el presidente despertó al no oír la voz que le adormecía y, pensando que el abogado había terminado, pronunció la frase ritual:

¡Visto!

A lo que Maura indignado protestó:

¡Ni visto ni oído, señor presidente!

NOVENO. Excusa de un jurado. Un ejecutivo fue requerido para formar parte de un jurado en un proceso que, al parecer, iba a ser bastante largo. Por este motivo, pidió al juez que le excusara.

Tengo mucho trabajo en la oficina explicó—. No puedo darme el lujo de faltar durante un período prolongado.

Entiendo —replicó el juez—. Es usted uno de esos hombres de negocios que se sienten imprescindibles. Está convencido de que su empresa no puede funcionar en su ausencia. ¿No es así?

Al contrario, Su Señoría, sé que mis empleados pueden arreglárselas divinamente sin mí. Pero no quiero que se den cuenta de ello.

DÉCIMO. Cara justicia. Un comerciante tenía un hijo que acababa de entrar en la magistratura. Al felicitarlo por su nombramiento su padre le dijo:

Confío, hijo, en que harás pagar caras tus sentencias.

Pero, qué dices, papá; no soy un comerciante, soy un administrador de la justicia.

Lo sé; por esto te lo digo. ¡Tan raro como es obtener justicia, tú quieres distribuirla gratuitamente!

DECIMOPRIMERO. Subasta pública. Un Agente Judicial novato, recién aprobadas las oposiciones, era instruido por su compañero sobre la manera de intervenir en la celebración de las subastas públicas. Y como es conocido para dar publicidad a las mismas, el agente judicial ha de salir a la puerta del juzgado y gritar tres veces, así: ¡Subasta pública!, ¡subasta pública!, ¡subasta pública! Pues bien, al avezado agente, no se le ocurrió, nada más que salir a la puerta y vocear: «¡SUBASTA PÚBLICA TRES VECES!» La mofa, una vez acabado el acto solemne fue descomunal.

DECIMOSEGUNDO. Una historia sobre el voto masculino. Según cuenta la leyenda, Poseidón y Atenea, dioses de la mitología griega, trataban de obtener el reconocimiento de los ciudadanos atenienses y el predominio espiritual sobre los mismos (1) . De este modo, Poseidón y Atenea, entablaron una lid de méritos. Para ello, Poseidón ofreció a los hombres un caballo blanco, como muestra de su poderío y una fuente que hizo brotar de la dura piedra, y fue votado por todos los hombres. Atenea, en cambio, para ganarse su favor, ofreció a todas las mujeres atenienses una paloma y una rama de olivo, como muestra de prosperidad y fecundidad. A efectos de determinar dicha primacía, se llevó a cabo la votación, que fue ganada por Atenea por un solo voto de diferencia y que recibió el voto mayoritario de las mujeres. Poseidón montó en cólera, y como consecuencia de ello, desplegó sus poderes marinos e inundó la región de Atenas. Para aplacar su furia, fue necesario retirar el derecho de voto a las mujeres. Y desde entonces, dice la historia, se despojó del voto a las mujeres.

DECIMOTERCERO. Acusado gracioso. En un juzgado de Madrid se juzgaba en el siglo pasado a un pobre diablo acusado de haber cometido un robo.

Ayer a esta hora —dijo el acusado— estaba cenando en una taberna de la calle de Ceres con tres matarifes que no me dejarán mentir.

¡Taberna! ¡Matarifes! ¡Calle de Ceres! —dijo el juez—. ¡Vaya calle y lugar y vaya escogida sociedad!

Sr. juez —respondió el acusado—, ¿por ventura usía me ha invitado alguna vez a cenar en su casa?

DECIMOCUARTO. Testigo ingenioso. En una vista fue llamado, entre otros, un testigo, que, no hacía mucho, había salido del manicomio. El abogado de una de las partes a quien la declaración de tal testigo era perjudicial observó:

¿Cómo se puede dar crédito, señores, al testimonio de este señor que hace sólo tres meses que ha salido del manicomio?

Es exacto —dijo a éste el testigo—, hace poco que he salido del manicomio; pero en realidad, ello quiere decir que soy el único de los que se encuentran aquí que puede presentar un certificado que me declara sano de mente.

Lo cual quiere decir que no sólo a los abogados y los jueces, les está permitido tener ingenio.

DECIMOQUINTO. Abogado provinciano. Un Abogado de una capital de provincia francesa tenía como adversario en una causa a un ilustre abogado de París. La fama de éste era tal que se daba por descontada la derrota del letrado provinciano. Cuando le tocó hablar a este último, empezó diciendo:

Con la venia. Cuando en una casa alguien sufre una ligera indisposición, se consulta el caso con el farmacéutico; cuando el enfermo tiene fiebre se llama al médico; pero si el caso es desesperado se recurre a una celebridad.

Así para esta causa: evidentemente, la parte contraria cree su caso desesperado y ha llamado a mi ilustre colega parisiense para defenderla.

Inútil es decir que el letrado provinciano ganó el pleito.

DECIMOSEXTO. Argucia teatral. En un caso de asesinato, una mujer comparece entre los testigos, va enlutada. El presidente del tribunal le pregunta su nombre y responde sollozando. Es la madre de la víctima. El dolor de la madre se extiende por la sala y hace pena en los corazones de los componentes del jurado y de los propios jueces. La impresión que produce será difícil de borrar. El defensor Lachaud, uno de los mejores abogados de Francia, lo observa y se inclina sobre su pupitre como para escuchar mejor. Ante él, una pila de libros, códigos y tratados. En el momento escogido hace un gesto, al parecer involuntario Y códigos y tratados caen al suelo con gran ruido. Lachaud se inclina a recogerlos y es entonces el birrete el que cae, reuniéndose con los libros, la toga le molesta y poco falta, para que él mismo no sea uno más en la pila informe. El espectáculo es ridículo e hilarante. Magistrados y jueces no pueden contener la risa... pero el hálito de la tragedia ha pasado ya…

DECIMOSÉPTIMO. Recursos profesionales. DON FRANCISCO SILVELA Y DON JOSÉ CANALEJAS habían de informar como abogados en un recurso de casación en el Tribunal Supremo. Ninguno de los dos había estudiado el asunto, ni tampoco sabían si era el recurrente o el recurrido. Así las cosas, llegó el día de la vista. Canalejas, para tener una idea del recurso hizo que sus pasantes se lo contaran rápidamente, pero no se detuvo en detalles, ni en hacer estudio alguno, confiando en que Silvela tenía que informar el primero y en que sus argumentos le servirían para sacar el hilo de la cuestión e improvisar el informe. Lo mismo exactamente, le ocurrió a Silvela y, con tal motivo, ambos abogados acudieron a la vista desconociendo el pleito cuyas defensas les estaban encomendadas. Le tocó informar primero a Silvela y quedó de una pieza cuando el presidente, que lo era el señor Aldecoa, le concedió la palabra. En tan difícil trance no se anonadó Silvela. Inventó un pleito completamente distinto al que se litigaba, y, en armonía con él, pronunció un informe. Habló después Canalejas, y aunque le pareció que el asunto expuesto por don Francisco difería totalmente del que sus pasantes le hablan contado, dio más crédito a Silvela y acomodó su informe al pleito que acababa de inventar el político conservador. La sorpresa que el tribunal experimentó ante aquellos argumentos fantásticos fue verdaderamente enorme.

DECIMOOCTAVO. Tesis disparatada. A propósito de los órganos colegiados, un presidente de tribunal me contó que una vez, en momentos en que se hallaba deliberando con los vocales, le oyó a uno de ellos una tesis tan disparatada, que no pudo contenerse y le gritó:

¡Pero eso es una estupidez!

El magistrado sin alterarse, contestó con dignidad.

Excelencia, en este tribunal, las estupideces se llaman «opiniones doctorum» (Calamandrei).

DECIMONOVENO. La verdad y la justicia. Cuenta una historia que vinieron la verdad y la justicia a la Tierra: La una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo así, hasta que la verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo. La justicia desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y, viendo que no hacían caso de ella, y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo. Salióse de las grandes ciudades y cortes, y fuese a las aldeas de villanos, donde por algunos días escondida en su pobreza, fue hospedada de la simplicidad, hasta que envió contra ella requisitorias la malicia. Huyó entonces de todo punto, y fue de casa en casa pidiendo que la recogiesen. Preguntaban todos quien era. Y ella, que no sabe mentir, decía que la Justicia. Y respondianle todos:

Justicia, y no por mi casa, vaya a otra.

Y así no entraba en ninguna. Subióse al cielo y apenas dejó acá pisadas. Los hombres, que esto vieron, bautizaron con su nombre algunas varas, que arden muy bien allá, y acá, sólo tienen nombre de justicia ellas y los que las traen. Porque hay muchos de éstos, en quien la vara hurta más que el ladrón con ganzúa y llave falsa y escala. Y habéis de advertir, que la codicia de los hombres ha hecho instrumento para hurtar todas sus partes, sentidos y potencias, que Dios les dio las unas para vivir y las otras para vivir bien. ¿No hurta la honra de la doncella con la voluntad del enamorado? ¿No hurta con el entendimiento el letrado, que le da malo y torcido a la ley? ¿No hurta con la memoria el representante, que nos lleva el tiempo? ¿No hurta el amor con los ojos, el discreto con la boca, el poderoso con los brazos, pues no medra quien no tiene los suyos?;… el valiente con las manos, el músico con los dedos, el gitano y el cicatero con las uñas, el médico con la muerte, el boticario con la salud, el astrólogo con el cielo? Y, al fin, cada uno hurta con todo el cuerpo, pues acecha con los ojos, sigue con los pies, ase con las manos y atestigua con la boca, y, al fin, son tales los alguaciles, que dellos y de nosotros defienden a los hombres pocas cosas» (Quevedo, en El alguacil alguacilado).

VIGÉSIMO. Pleito de cuatro siglos. Noticia de un periódico del 31 de julio de 1960: Valverde del Camino. El Juzgado de Primera Instancia de Moguer ha hecho pública la sentencia favorable a Valverde del Camino como resultado de un pleito, cuya iniciación se remonta al año 1500, cuando Niebla era villa dominadora y Valverde uno de sus lugares. Los valverdeños, buscando el sustento, salían a labrar las tierras fuera de su perímetro, y esta expansión no era vista con buenos ojos. En el año 1553, se presentó la primera demanda en el concejo de Niebla, y a partir de aquellas fechas las incidencias del pleito se han ido sucediendo. En marzo de 1631, la Sala de Mil y Quinientas dictó la sentencia del Terrazgo, la más célebre de las querellas con Niebla. Para financiar el pleito, los valverdeños tuvieron que pedir «de puerta en puerta». Y la sentencia se fue desvirtuando por costumbre hasta olvidarse totalmente. Pero este nuevo fallo del juzgado de Moguer pone fin a una serie de pruebas a que fue sometido Valverde del camino durante cuatro siglos.

VIGESIMOPRIMERO. Napoleón y la justicia. De Napoleón se cuenta que, pasando por Chalons y hablando con el presidente del tribunal, le preguntó:

¿Se han decidido muchas causas este año?

Sire —respondió el presidente—, nosotros procuramos más, emitir sentencias justas, que muchas sentencias.

Hacéis mal —replicó con severidad el emperador—, poco importa a la sociedad que un campo pertenezca a Pierre o a François; lo que interesa es que se sepa rápidamente a quién pertenece.

VIGESIMOSEGUNDO. Cuestiones de derecho. Cuentan que un médico que cuando era llamado a la cabecera de un enfermo, en lugar de ponerse a examinarlo y auscultarlo pacientemente a fin de diagnosticar su enfermedad, comenzaba a declamar disertaciones filosóficas sobre el origen metafísico de la enfermedad, que, a su entender, demostraba que el auscultar al enfermo y el tomarle la temperatura eran operaciones superfluas. Los familiares que esperaban el diagnostico en torno al lecho, quedaban maravillados de tanta sabiduría, y el enfermo, a las pocas horas moría tranquilamente. A ese médico, de quererlo definir en jerga forense, se le podría llamar un especialista en «CUESTIONES DE DERECHO» (Calamandrei).

VIGESIMOTERCERO. El cielo de los conceptos jurídicos. Es clásica, la descripción que hace von Ihering, en su obra «Bromas y veras de la ciencia jurídica», del denominado «cielo de los conceptos jurídicos», que es aquél, al que van a parar los eruditos y teóricos al morir. Y dice así:

«Pero los teóricos que ingresen en ese cielo totalmente lóbrego y tenebroso... ¿cómo se las arreglan para ver?

— Los ojos de los teóricos ya se acostumbraron en la Tierra a ver en la oscuridad. Cuanto más oscuro es el objeto de que tratan, tanto más atractivo les resulta, porque les permite hacer alarde de agudeza. El teórico, es algo semejante a la lechuza, el ave de Minerva, que ve en la oscuridad... Precisamente, los puntos más interesantes son los más oscuros, porque permiten a la fantasía divagar libremente; por eso, contar con ellos es un placer gratísimo».

VIGESIMOCUARTO. Una carta peligrosa. El corredor de comercio de San Sebastián don Antonio Díaz tuvo un asunto judicial para solventar el cual, era necesaria la interposición de un pleito. Acudió a un abogado amigo suyo, a quien fue a explicar el asunto. Pero no bien había comenzado la exposición, fue atajado por el letrado, quien le participó que la parte contraria acababa de encargárselo. Al ver la contrariedad del litigante, le ofreció recomendarle otro abogado amigo suyo. El señor Díaz aceptó encantado, y el letrado le dio una carta para su compañero. La carta iba cerrada. Pero el litigante, un poco escamado cuando meditó lo ocurrido, decidió no entregar la carta, abriéndola para ver qué términos le recomendaba. La carta decía sencillamente:

— «Ahí te mando ese pollo para que lo desplumes».

VIGESIMOQUINTO. Defensa de un parricida. Antes de la vista de la causa, el propio presidente del tribunal le había dicho:

Esta vez va a ser difícil su tarea, difícilmente podrá convencer al jurado para que no condene a muerte a su cliente.

Ya veremos...

Era el 24 de diciembre. La vista se había prolongado hasta las nueve de la noche. El tribunal habla decidido terminar aquel día. A las diez, terminado el informe fiscal, se concedió la palabra al abogado defensor, el cual empezó con un exordio interminable lleno de digresiones e interrumpiéndose a cada paso. Al fin, dirigiéndose al tribunal, pidió una breve suspensión de la vista alegando una gran fatiga, suspensión que concedió el presidente hasta las once y media. A esta hora, se reanudó la sesión y el letrado Lachaud pareció ya más en forma; empezó a acumular argumentos legales uno tras otro, razonamientos de gran fuerza que parecen impresionar al jurado, aunque sin llegar a conmoverlo. De pronto, suena la medianoche y todos los campanarios de la ciudad lanzan sus campanas al vuelo. Es Nochebuena. El defensor se para, y durante un minuto reza. Y en seguida implora a los jurados:

Señores— En esta Nochebuena nació el supremo perdón. Jesús en su pesebre os pide piedad. La misericordia divina es infinita. ¿Seréis vosotros más inflexibles que Dios?

El parricida estaba salvado.

VIGESIMOSEXTO. Inscripción jurídica. En el frontón del Palacio de Justicia de Milán, se leía esta sentencia de G. Filangieri: «Lo spavento del malvagio deve essere combinato con la sicurezza dell´ innocente» (El miedo del malvado debe combinarse con la seguridad del inocente).

El pueblo al leerlo lo parafraseaba así: «Lo sapvento dell´ innocente, debe essere combinato con la sicurezza del malvagio» (El miedo del inocente debe combinarse con la seguridad del malvado).

Y más tarde fue transformada en: «Lo spavento del malvagio debe essere combinato con l´ innocenza del colpévole» (El miedo del malvado debe ser combinado con la inocencia del culpable).

Con lo que consiguió que la frase fuese ininteligible y al serlo, la gente la creyó más jurídica.

VIGESIMOSÉPTIMO. Respuesta soez. Había un Fiscal afamado por su costumbre de desconcertar y confundir a los testigos en la audiencia. Así, interpelaba:

¿A qué distancia se encontraba usted del lugar del hecho? —preguntó cierta vez a uno de ellos.

A siete metros y treinta y nueve centímetros.

¿Y cómo lo sabe con tanta precisión? — dijo el fiscal, estupefacto.

Porque ya supuse que alguien me haría una pregunta imbécil de este calibre y tomé las medidas exactas.

VIGESIMOOCTAVO. Fuera de lugar. Lord Brockurn, cuando era un simple abogado, defendió a un vulgar y feroz delincuente, quien no obstante su defensa, fue condenado a ser ahorcado el día 17 del mes siguiente. Después de la sentencia el condenado se lamentaba, con su abogado, de no haber obtenido justicia.

Ya la obtendréis el diecisiete —le respondió Brockburn.

VIGESIMONOVENO. Afortunadamente los tiempos han cambiado. Dos casos imposibles de imaginar hoy día.

A) «Sabéis por qué antes se decía una doncella y ahora se dice una joven?: — Porque no se debe prejuzgar». Esta reflexión aparece en un libro de 1886 y muestra a las claras el sesgo machista de la época. Afortunadamente, los tiempos han cambiado.

B) Había un abogado defensor a quien EL FISCAL OPONÍA constantemente la autoridad de la cosa juzgada. A cada argumento peligroso para la acusación, el fiscal interrumpía con vehemencia:

Perdone el letrado, pero a este respecto la autoridad de la cosa juzgada...

Pero al final, a una nueva interrupción, el abogado se irrita y extendiendo la mano hacia el crucifijo que preside la sala, exclama:

— ¡Sr. fiscal, he aquí la autoridad de la cosa juzgada!

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