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Alfonso Muñoz Paredes

Especialista CGPJ en asuntos propios de lo Mercantil

Director de LA LEY Insolvencia

1. Diferencia o repetición

En 1968 el filósofo francés Gilles DELEUZE publica su obra Différence et Répétition. Ya agonizando el prefacio, se encuentra una referencia al Quijote de MENARD. ¿Quién fue Pierre Menard y en qué consistió su Quijote?

Cuenta BORGES que conoció a este poeta y novelista de Nîmes en los vendredis inolvidables en casa de la baronesa de Bacourt. Ya fallecido, vio la luz en cierto diario un catálogo falaz e incompleto de sus obras. Y aunque eran pocos los lectores de aquel diario —«y calvinistas, cuando no masones y circuncisos»—, Borges, prometió ante su mármol final reparar su honra con una breve rectificación, que incluyó en sus Ficciones bajo el título «Pierre Menard, autor de El Quijote».

Menard tenía obra visible y obra invisible. Tras examinar con esmero su archivo particular, enumera BORGES su obra visible, compuesta, entre otras, por un soneto simbolista que apareció dos veces —«con variaciones»— en la revista La Conque, una monografía sobre ciertas conexiones o afinidades del pensamiento de Descartes, Leibniz y John Wilkins, una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull, una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura u otra traducción, ésta manuscrita, de la Aguja de navegar cultos de Quevedo.

«Hasta aquí (…) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós».

De haber detenido aquí la lectura del relato, podríamos haber pensado que Menard era un continuador de la obra cervantina, añadiendo capítulos de mano propia allí donde a su juicio faltaban.

Pero si consultamos El Quijote comprobaremos que los capítulos que Menard afirma haber escrito ya existen. ¿Cuál fue, entonces, su aportación? ¿Alargó su extensión? ¿Les dio, quizás, un nuevo final?

Nos aclara BORGES que Menard «no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes».

Y a fe que lo hizo. Cotejados capítulos con capítulos, son idénticos. Hay quienes —«(nada perspicazmente)», juzga BORGES— ven en la obra de Menard una simple transcripción del Quijote; pero allí donde los demás ven burda copia, el escritor porteño ve algo más:

«El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico».

Y aquí no se paró Menard, del que se dice que contaba también entre sus obras «una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie devote de San Francisco de Sales».

Ignoramos qué movió a BORGES a escribir este relato corto. Si sabida era su afición por imaginar libros, aquí imaginó autor y obras, que nunca existió ni existieron, al menos con esos nombres.

Traigo aquí esta fingida historia para ilustrar de las bondades y peligros del efecto imitación.

2. La decisión de no transponer

«Las debilidades de un libro son a menudo la contrapartida de intenciones vacías que no se han sabido cumplir». Así comienza la Différence et Répétition de Delouze.

Me apropio de la frase, casi una sentencia, porque una de las debilidades de la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022) es la contrapartida de haber dejado vacía la intención de transponer el art. 19 (LA LEY 11089/2019) (18 en su versión primera) de la Directiva 2019/1023 (LA LEY 11089/2019).

Ubicado en el Capítulo 5 («Obligaciones de los administradores sociales») es del siguiente tenor:

«Obligaciones de los administradores sociales en caso de insolvencia inminente

Los Estados miembros se cerciorarán de que, en caso de insolvencia inminente, los administradores sociales tomen debidamente en cuenta, como mínimo, lo siguiente:

a) los intereses de los acreedores, tenedores de participaciones y otros interesados;

b) la necesidad de tomar medidas para evitar la insolvencia, y

c) la necesidad de evitar una conducta dolosa o gravemente negligente que ponga en peligro la viabilidad de la empresa. »

Qué pretendía el legislador comunitario con esta norma es fácil deducirlo de la lectura de los Considerandos (70) y (71). En ellos, al tiempo que se advierte de la importancia de no disuadir a los administradores de asumir riesgos comerciales razonables o de seguir comerciando cuando sea adecuado hacerlo con el fin de maximizar el valor de la empresa en funcionamiento (70) se enfatiza que «[e]n caso de que el deudor esté próximo a la insolvencia, es importante también proteger los intereses legítimos de los acreedores frente a las decisiones de los gestores que podrían tener un impacto sobre la constitución de la masa del deudor, en particular cuando tales decisiones podrían tener el efecto de disminuir el valor del patrimonio disponible para los esfuerzos de reestructuración o para su distribución a los acreedores. Por lo tanto, es necesario garantizar que en tales casos los administradores sociales eviten toda actuación dolosa o gravemente negligente que resulte en beneficio propio en perjuicio de los interesados, y eviten aceptar transacciones a pérdida o tomando medidas conducentes a favorecer injustamente a uno o más interesados.» (71)

Y a tal fin, concluye [sigue (71)]: «Los Estados miembros deben poder aplicar las disposiciones correspondientes de la presente Directiva garantizando que las autoridades judiciales o administrativas, al evaluar si debe considerarse a un administrador social responsable de incumplimientos del deber de diligencia, tengan en cuenta las normas en materia de obligaciones de los administradores sociales establecidas en la presente Directiva. La presente Directiva no pretende establecer un orden de prelación entre las distintas partes cuyos intereses deben ser tenidos debidamente en cuenta. Ahora bien, los Estados miembros deben poder decidir establecer tal orden. La presente Directiva debe entenderse sin perjuicio de la normativa nacional de los Estados miembros relativa a los procesos de toma de decisiones de las empresas.»

El largo proceso de transposición vino a coincidir, en parte, con lo más duro de la pandemia, allá por el segundo trimestre de 2020. Lo que ocurrió entonces con la posibilidad de transponer el art. 19 me recuerda a otra obra de Menard, en concreto su «artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre», innovación que Menard «propone, recomienda, discute y acaba por rechazar».

En aquellos tiempos, en que el obligado confinamiento invitaba a la reflexión, se sucedieron debates en la distancia, en los que, cada vez que se suscitaba la cuestión de transponer —o no— el art. 19, y, más concretamente, el apartado relativo a la anticipación de los intereses de los acreedores, se proponía recomendaba y discutía, para al final rechazar tal posibilidad bajo la afirmación de que el ordenamiento español ya contempla un catálogo de acciones, societarias y concursales, lo suficientemente completo para proteger los intereses de los acreedores. El efecto imitación hizo el resto.

Volviendo a la obra de DELEUZE con que dábamos comienzo a esta reflexión, creo que en ese tiempo se incurrió en la repetición sin percibir la diferencia, pues a poco que se hubiera conocido el régimen de responsabilidad actual y su forma de aplicación judicial, se habría caído en la cuenta de que pocas verdades pretendidamente universales resultaron tan falsas.

Aunque (o porque) nuestro derecho contempla dos tipos de responsabilidad, la societaria, con su doble acción individual (art. 241 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010)) y de responsabilidad solidaria por deudas (art. 367 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010)) —prescindimos de la acción social, por ser nulo su uso por acreedores— y la concursal, con una responsabilidad causal por daños y perjuicios (art. 455 TRLConc (LA LEY 6274/2020)) y/o por déficit concursal (art. 456 TRLConc (LA LEY 6274/2020)), ninguna de estas acciones tutela los intereses de los acreedores cuando la insolvencia no pasa de probable.

3. Clases y grados de insolvencia

La insolvencia, entendida como impotencia solutoria, es susceptible de gradación.

Por el tiempo de aparición podemos distinguir la insolvencia actual, la inminente y la insolvencia en mero régimen de probabilidad.

La insolvencia actual se define como la imposibilidad de cumplir regularmente las obligaciones exigibles, entendido el adverbio regularmente como indicativo tanto del elemento temporal —cumplir a su debido vencimiento— como del modal —cumplir con la venta de productos o servicios que ordinariamente están destinados a ser vendidos—. La insolvencia inminente se ha definido tradicionalmente como previsión de la imposibilidad de cumplir regular y puntualmente las obligaciones exigibles, pero sin fijación de límite temporal a esa previsibilidad.

Con la Directiva y su ejercicio de transposición se introduce un estadio previo a la insolvencia actual e inminente: la probabilidad de insolvencia.

Probabilidad de insolvencia, insolvencia inminente e insolvencia actual nos dice el preámbulo del Proyecto de Ley de Reforma del TRLC son tres estadios que se ordenan secuencialmente: la probabilidad de insolvencia es un estadio previo a la insolvencia inminente y ésta un estadio previo a la insolvencia actual.

El deslinde entre categorías solo podía ser temporal en función del incumplimiento: actual si el incumplimiento ya es de presente, inminente si previsiblemente lo será dentro de los tres meses siguientes (nuevo art. 2.3 TRLConc (LA LEY 6274/2020)) y probable «cuando sea objetivamente previsible que, de no alcanzarse un plan de reestraucturación, el deudor no podrá cumplir regularmente sus obligaciones que venzan en los próximos dos años» (art. 584.2 TRLConc (LA LEY 6274/2020)).

Insolvencia probable, inminente y actual son estadios secuenciales; natural pero no necesariamente secuenciales. Una misma empresa puede atravesar de forma ordenada cada estadio, saltarse uno o, incluso, dos, pues no hay que excluir que se sitúe de forma primaria en insolvencia actual si la crisis solutoria es de súbita aparición.

La insolvencia que se califica como «inminente» en la versión española del art. 19 de la Directiva se acerca más a la nueva figura de la «probabilidad de insolvencia» (con horizonte de incumplimiento a dos años vista,) que a la insolvencia inminente (sin plazo hasta la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022), tremesina tras ella). La versión inglesa se refiere a likelihood of insolvency y la francesa a probabilité d’insolvabilité.

Aquí no acaban los grados de insolvencia, pues, en atención al grado de avance, la insolvencia actual podemos calificarla de simple o cualificada, esta última presupuesto habilitante del concurso necesario y definida de forma agotadora a través de los hechos reveladores del art. 2.4 TRLConc. (LA LEY 6274/2020)

Cada patología o clase de insolvencia tiene su propio tratamiento:

  • i.- En la probable, el deudor puede reestructurar (ya no sólo refinanciar pasivo financiero), acceder al procedimiento de microempresas (si el deudor lo es) o «preconcursar». El concurso le está vedado.
  • ii.- En la inminente o actual, el deudor empresario puede «preconcursar» (pero ya solo para preparar una reestructuración, al desaparecer tanto la propuesta anticipada de convenio como el acuerdo extrajudicial de pagos), concursar o acceder al procedimiento de microempresas y reestructurar. La persona natural no empresario solo podrá concursar.

4. La desprotección del acreedor de un deudor en probabilidad de insolvencia

¿Protege nuestro derecho al acreedor que lo sea de un deudor cuya insolvencia es mero probable?

Comencemos por la acción individual. Nominada, que no regulada, en el art. 241 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010), deja a salvo las acciones que a los terceros (entre ellos los acreedores) puedan «corresponder (…) por actos de los administradores que lesionen directamente los intereses de aquellos».

La jurisprudencia viene considerando esta acción como una modalidad de responsabilidad por ilícito orgánico, contraída por los administradores en el desempeño de las funciones de su cargo, y que constituye un supuesto especial de responsabilidad extracontractual, con una regulación (sic.) propia en el Derecho de sociedades ( art. 241 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010)), que la especializa dentro de la genérica del art. 1902 CC. (LA LEY 1/1889)

Para su apreciación, se nos dice, deben concurrir los siguientes requisitos:

  • i) un comportamiento activo o pasivo de los administradores;
  • ii) que tal comportamiento sea imputable al órgano de administración en cuanto tal;
  • iii) que la conducta del administrador sea antijurídica por infringir la ley, los estatutos o no ajustarse al estándar o patrón de diligencia exigible a un ordenado empresario y a un representante leal;
  • iv) que la conducta antijurídica, culposa o negligente, sea susceptible de producir un daño;
  • v) el daño que se infiere sea directo al tercero que contrata, sin necesidad de lesionar los intereses de la sociedad; y
  • vi) la relación de causalidad entre la conducta antijurídica del administrador y el daño directo ocasionado al tercero.

Más importante que el recordatorio de sus presupuestos, es cómo hemos de abordarlos. A tal fin el TS (sentencia de 6 de octubre de 2021) es pródigo en cautelas:

  • i.- Con carácter general, no puede recurrirse indiscriminadamente a la vía de la responsabilidad individual de los administradores por cualquier incumplimiento contractual de la sociedad o por el impago de cualquier deuda social, aunque tenga otro origen. Lo contrario supondría contrariar los principios fundamentales de las sociedades de capital, como son su personalidad jurídica diferenciada, su autonomía patrimonial y su exclusiva responsabilidad por las deudas sociales, u olvidar el principio de que los contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan, como proclama el art. 1257 CC. (LA LEY 1/1889)
  • ii.-  No puede identificarse la actuación antijurídica de la sociedad que no abona sus deudas y cuyos acreedores se ven impedidos para cobrarlas porque la sociedad deudora es insolvente, con la infracción por su administrador de la ley o los estatutos, o de los deberes inherentes a su cargo. Esta concepción de la responsabilidad de los administradores sociales convertiría tal responsabilidad en objetiva y produciría una confusión entre la actuación en el tráfico jurídico de la sociedad y la actuación de su administrador: cuando la sociedad resulte deudora por haber incumplido un contrato, haber infringido una obligación legal o haber causado un daño extracontractual, su administrador sería responsable por ser él quien habría infringido la ley o sus deberes inherentes al cargo, entre otros, el de diligente administración.
  • iii.-  El impago de las deudas sociales no puede equivaler necesariamente a un daño directamente causado a los acreedores sociales por los administradores de la sociedad deudora, a menos que el riesgo comercial quiera eliminarse por completo del tráfico entre empresas o se pretenda desvirtuar el principio básico de que los socios no responden personalmente de las deudas sociales. De ahí que se exija al demandante, además de la prueba del daño, tanto la prueba de la conducta del administrador, ilegal o carente de la diligencia de un ordenado empresario, como la del nexo causal entre conducta y daño, sin que el incumplimiento de una obligación social sea demostrativo por sí mismo de la culpa del administrador, ni determinante sin más de su responsabilidad.
  • iv.- Como regla general, no cabe atribuir a los administradores la responsabilidad por el impago de las deudas sociales de una sociedad que ha entrado en una situación de insolvencia que impide a sus acreedores cobrar sus deudas. Por el contrario, cuando la TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010) ha querido imputar a los administradores la responsabilidad solidaria por el impago de las deudas sociales, ha exigido el incumplimiento del deber de promover la disolución de la sociedad o solicitar el concurso, y ha restringido esta responsabilidad a los créditos posteriores a la aparición de la causa de disolución ( art. 367 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010)).
  • v.- Quien ha causado el quebranto patrimonial del acreedor, al no pagar su crédito, ha sido la sociedad, no sus administradores sociales. La actuación antijurídica de los administradores, por negligente o contraria a la diligencia exigible, no puede consistir en el propio comportamiento, contractual o extracontractual, de la sociedad que ha generado un derecho de crédito a favor del demandante.
  • vi.-  Incluso en el caso de que los administradores sociales no hubieran sido diligentes en la gestión social y hubieran llevado a la sociedad a la insolvencia, el daño directo se habría causado a la sociedad administrada por ellos, que habría incurrido en pérdidas, no a los acreedores sociales, que solo habrían sufrido el daño de modo indirecto, al no poder cobrar sus créditos de la sociedad. Así pues, los daños sufridos por el acreedor no serían daños directos o primarios, sino reflejos o secundarios, derivados de la insolvencia de la sociedad.
  • vii.- En caso de que el acreedor haya sufrido daños como consecuencia de la insolvencia de la sociedad deudora, la acción que puede ejercitarse no es por regla general la individual, sino la social, que permite reintegrar el patrimonio de la sociedad.

«Es cierto —concluye la sentencia— que, en determinados supuestos, hemos considerado que la imposibilidad del cobro de sus créditos por los acreedores sociales es un daño directo imputable a los administradores sociales. Pero para ello, advierte es preciso que concurran circunstancias muy excepcionales y cualificadas».

Entre esas circunstancias destacan dos en la práctica judicial: lo que el propio Alto Tribunal denomina la «asunción de deuda en situación de crisis irreversible» y el «cierre de hecho».

Dejemos de lado esta última, ya que el cierre de hecho no se puede identificar con un escenario de probabilidad de insolvencia, sino con una insolvencia muy avanzada e irresoluble. Limitados a la contratación en situación de crisis, la sentencia citada enjuicia un caso en que el pedido de las mercancías se realizó en fecha muy próxima a la comunicación de negociaciones para evitar el concurso, lo que impulsó a la Audiencia a afirmar que el órgano de administración no podía desconocer que no se podrían pagar, lo que constituyó, cuando menos, una conducta gravemente culposa.

El Alto Tribunal censura dicha interpretación, a la que reprocha no ser acorde con la expuesta jurisprudencia de la sala, pues:

  • i.- No consta que la operación que dio lugar a la deuda, aun siendo de un elevado importe económico (más de 200 mil euros), fuera fraudulenta, extraordinaria o se alejara de las pautas habituales de contratación de la sociedad; antes al contrario, la propia argumentación de la sentencia recurrida relativa a que las marcas proveedoras obligaban a comprar un gran número de género induce a pensar lo contrario.
  • ii.- Tampoco puede considerarse que la conducta del administrador fuera negligente en cuanto al cumplimiento de sus obligaciones legales: cuando tuvo noticia de la existencia de graves dificultades económica acudió al mecanismo preconcursal procedente y ante la inviabilidad de éste, instó el concurso voluntario de la sociedad, que fue declarado fortuito.
  • iii.- Que a posteriori pueda considerarse que la decisión del administrador de optar por marcas punteras que le obligaban a comprar un stock de mercancía elevado fue desacertada y no atajó la situación de insolvencia de la sociedad, que acabó en su declaración de concurso, no puede derivarse en una responsabilidad individual del administrador social. Debemos recordar —zanja la Sala— que la responsabilidad del administrador no se genera por el hecho de que se haya incumplido el contrato, ni tampoco por el fracaso de la empresa.

Por tanto, si en una contratación en la antesala de la comunicación del art. 584 TRLConc (LA LEY 6274/2020) (de aquella solo abierta a la insolvencia actual e inminente) no basta para fundar una condena del art. 241 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010), menos aún lo será cuando se contrate en insolvencia meramente probable.

Porque, ¿qué ha de entenderse por «asunción de deuda en situación de crisis irreversible, con acreditada falta de capital»?

Esa referencia fáctica, que no jurídica, a la crisis irreversible, hace que nos planteemos hasta qué punto es susceptible de identificarse con la insolvencia definida en el TRLConc (LA LEY 6274/2020) y, dentro de ella, con cuál sus clases (si alguna). En la SJM n.o 1 de Oviedo de 30 de diciembre de 2022 hemos podido avanzar nuestra opinión, que reproducimos parcialmente, en un supuesto en que la sociedad deudora había concursado y el concurso, tras una liquidación consecutiva al fracaso del convenio, había sido declarado fortuito:

«Si tuviéramos que identificar esa "situación de crisis irreversible, con acreditada falta de capital" con las distintas categorías de insolvencia reconocidas legislativamente en nuestro país (antes de la introducción de la insolvencia probable con la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022)) se identificaría mejor, a nuestro criterio, con la insolvencia actual y, dentro de ella, con la cualificada del art. 2.4 TRLConc (LA LEY 6274/2020), aquella que se hace visible al tráfico en diversos hechos reveladores. Y calificando la jurisprudencia la crisis como irreversible, entendemos que se compadece mejor con un concurso liquidatorio. Dado que la liquidación tanto puede ser suerte primaria del concurso como consecutiva al fracaso de un convenio, entendemos también que la situación fáctica que sirve de presupuesto a la acción del art. 241 debe limitarse a los concursos en que la liquidación es directa y no consecutiva a un convenio, salvo, claro está, que se perciba que el convenio era inviable desde un principio, lo que, ya adelantamos, no nos parece el caso de CONTRATAS IGLESIAS S.A.

(...) Aunque ya avanzamos que, a nuestro juicio, la demanda no puede prosperar, hemos de hacer explícitas las razones que abonan esta conclusión.

Por principio, hemos de aclarar que con esta acción no puede pretenderse una revisión societaria del juicio de calificación, que ya mereció un calificativo de fortuito. El objeto de una y otra acción (societaria y concursal) son distintos; así como cualquier retraso en la solicitud de concurso que haya generado o agravado la insolvencia es causa bastante para fundar una calificación culpable, la configuración jurisprudencial del art. 241 exige que la deuda se haya contraído en una situación de insolvencia muy agravada, de tal modo que toda conducta calificada a través de la acción del art. 241 seguramente tendría cabida en la presunción del antiguo art. 165.1.1.º LC (por estar a la numeración entonces vigente), pero, a la inversa, no toda violación del deber de instar el concurso sería causa suficiente para el triunfo de la acción individual, que tiene un ámbito de actuación más restringido.»

Si la acción individual no satisface a los acreedores cuando su deudor se encuentra en probabilidad de insolvencia, tampoco la acción del art. 367 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010) parece darles cobijo. Aunque es lugar común afirmar que esta acción tiene un contenido preconcursal, la misma no guarda relación con la insolvencia, en ninguno de sus grados, sino con el desbalance patrimonial, que puede confluir con la insolvencia —probable, inminente o actual—, precederla u operar de forma completamente autónoma. Lo único relevante es la existencia de una causa de disolución —de ordinario por pérdidas cualificadas; la insolvencia, de coexistir, es irrelevante de cara al acreedor ex art. 367. Es la «foto» contable y no la liquidez la que determina la responsabilidad. Y aunque conceptualmente es posible concebir que en un mismo espacio-tiempo concurran causas de disolución e insolvencia probable, es bastante inusual que efectivamente coincidan, por el tan largo horizonte temporal asociado a ésta. Una causa de disolución por pérdidas no removida por medios societarios (aumento, reducción, aportaciones a cuenta 118 PGC, préstamos participativos) es más propia de fases más avanzadas de insolvencia.

Para concluir, los acreedores de una sociedad en probabilidad de insolvencia no están amparados por la calificación concursal. Si el deudor en probabilidad de insolvencia está impedido de concursar, su órgano de administración no puede ser imputado por haber incumplido un deber que no le es exigible. En realidad, como solo hay deber de concursar cuando la insolvencia es actual, solo entonces habrá causa de imputación de un resultado dañoso, que solo podrá ser la agravación de la insolvencia actual, que también admite grados, no ya temporales, pero sí cuantitativos: el mayor déficit originado entre el tiempo en que el órgano de administración debió (no simplemente pudo) instar el concurso y el tiempo en que efectivamente lo hizo. Y otro tanto cabe decir del procedimiento de microempresas que, aun abierto a la probabilidad de insolvencia, solo puede sancionar, en su calificación abreviada, el incumplimiento del deber del art. 686.2 TRLConc. (LA LEY 6274/2020)

Ante la imposibilidad de reprobar la contratación en probabilidad de insolvencia por la vía de la presunción débil del art. 444.1º TRLConc (LA LEY 6274/2020) podemos caer en la tentación de recurrir a la cláusula general del art. 442 TRLConc (LA LEY 6274/2020), que abraza aparentemente cualquier conducta que, con dolo o culpa grave, genere o agrave la insolvencia, lo que podría dar lugar a sostener que cubre el deterioro que media entre la insolvencia probable y la actual. Esta tentación ya la hemos vivido antes, en relación con el incumplimiento de deberes disolutorios del art. 365 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010), y no hemos dudado en rechazarla (SAP de Murcia, Sección 4.ª, de 25 de junio de 2015 (LA LEY 120331/2015) y SJM n.o 1 de Oviedo de 12 de febrero de 2016 (LA LEY 29835/2016)).

Para el caso que la tentación nos venza, ni siquiera así se satisfaría el interés de los acreedores que lo son por contratar en probabilidad de insolvencia. De haber lugar a la condena del art. 456 TRLConc (LA LEY 6274/2020), al integrarse lo obtenido en su ejecución en la masa activa (art. 461.2 TRLConc (LA LEY 6274/2020)) para su posterior reparto entre los acreedores por las reglas de pago concursales, los destinatarios potenciales del cobro serán, normalmente, acreedores de mejor rango a aquellos cuyos créditos tienen origen en la causa de culpabilidad. Esto requiere una explicación más detallada.

El art. 172.3, antes de ser rebautizado como 172 bis con la Ley 38/2011 (LA LEY 19112/2011), señalaba como destinatarios de la condena a los acreedores concursales. Decía en aquella primera versión normativa que el juez podía condenar «a pagar a los acreedores concursales lo que de sus créditos no perciban en la liquidación de la masa activa», sin mención siquiera a los créditos contra la masa, que parecían quedar excluidos como partícipes en el reparto de lo obtenido.

A mayores, los defensores de la naturaleza culpabilística del artículo comentado encontraban en este inciso final un argumento a favor de su tesis, pues tal limitación en los acreedores destinatarios de la condena por el residuo se explicaba a su juicio porque, a diferencia de los acreedores contra la masa, que tienen su origen en la declaración de concurso, los acreedores concursales están causalmente vinculados a la generación o agravación de la insolvencia. Esta tesis reduccionista encontró predicamento en la SAP de Madrid, Sección 28.ª, de 21 de julio de 2009 (LA LEY 215145/2009), modificando su anterior criterio, inicialmente favorable a la inclusión de los créditos prededucibles en el ámbito de beneficiarios. En este mismo sentido encontrábamos la SJM n.o 1 de Málaga de 22 de mayo de 2006, SJM n.o 6 de Madrid de 16 de febrero de 2009 o la SJM de Granada de 1 de octubre de 2008.

Ya en la SJM n.o 1 de Oviedo de 2 de junio de 2007 (LA LEY 271658/2007)expresaba mi parecer contrario, decantándome «por entender que cuando la Ley habla de acreedores concursales está empleando una expresión vulgar, no técnica, que englobaría ambas categorías, pues carece de sentido que tratándose de una responsabilidad que opera en sede de concurso se desconozca la prioridad en el cobro de los créditos contra la masa. Por ello me inclino porque en el cálculo de la condena se tenga en cuenta, como módulo de partida, la totalidad de los créditos impagados, cualquiera que sea su naturaleza, y que, una vez fijada la cuantía de aquélla, las cantidades obtenidas se destinen a la masa activa y se proceda a aplicar las reglas de pago de los arts. 154 y ss.».

Con la reforma operada por la Ley 38/2011 (LA LEY 19112/2011), la condena ya no se definía subjetivamente (»al pago de los acreedores concursales»), sino objetivamente «a la cobertura, total o parcial del déficit»), por lo que se eliminó cualquier óbice a la inclusión de los créditos contra la masa, conclusión que se reforzaba merced a la imperatividad de la integración de lo obtenido en la masa del concurso (art. 172 bis.3, hoy art. 461.2 TRLConc (LA LEY 6274/2020)), para su aplicación al pago conforme a las reglas legales de preferencia crediticia.

Abundando en esta idea, subrayaba en la SJM n.o 1 de Oviedo de 29 de diciembre de 2014 (LA LEY 250608/2014) que «hay que distinguir entre «cuantificación» de la condena y «destino» de las cantidades obtenidas en ejecución de la misma. Con un ejemplo se entenderá mejor: pensemos que un crédito de la Hacienda Local por un IBI ha sido excluido por el juez al fijar el importe de la condena del art. 172 bis, pues no se detecta enlace causal entre la conducta imputada y su generación; ello no quiere decir que, fijando la ley que el destino de dicha condena ha de ser la masa activa para luego aplicarse al pago de los créditos por el orden legal (por imperativo del art. 172 bis.3) no acabe por cobrar la Hacienda Pública ese crédito. Se estima prudente hacer esta aclaración, quizás obvia a los ojos de un concursalista, pero no tanto a los de los acreedores, que son en definitiva para quienes se dicta la sentencia. Se da así la paradoja de que, tras agotar una década en alumbrar legislativamente una responsabilidad por daño y culpa, terminen por cobrar preferentemente créditos (señaladamente contra la masa y privilegiados generales) en cuya generación no se aprecia ni culpa ni daño, lo que quizás mereciera una reflexión del legislador. Si aceptamos, como ha de hacerse tras las últimas reformas, que es una responsabilidad por daño y culpa, sin duda era más atinada la redacción originaria del art. 172.3 cuando señalaba a los acreedores «concursales» como destinatarios de la condena. Al menos así la norma tendría una coherencia interna de la que ahora carece, causalizada para fijar el importe, pero no para su aplicación».

Creo haber demostrado que las acciones actuales no dan protección a los acreedores en la probabilidad de insolvencia. Para hacerlo, no era necesario modificar el catálogo de acciones, ampliándolo. Ya bastantes acciones tenemos. Bastaba con haber retocado la norma que fija el estándar de diligencia, el art. 225 TRLSC/2010 (LA LEY 14030/2010). En lugar de incluir en ella la referencia al «interés de la empresa» (Ley 5/2021, de 12 de abril (LA LEY 7527/2021)), que es un elemento extraño por pertenecer al deber de lealtad, y no de diligencia, bien podría haberse aprovechado para, emulando a Menard, hacer que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— el art. 225 con el art. 19 de la Directiva. A veces, y la historia nos da constantes pruebas de ello, más vale copiar que innovar. Sobre todo cuando falta talento para mejorar el original.

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