El Estatuto General de la Abogacía Española aprobado por Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo (LA LEY 5889/2021), contiene una disposición alusiva al uniforme de los abogados, que, supongo, no habrá pasado desapercibida a los afectados. Por si acaso, hela aquí destacada:
Artículo 56: «1. Los profesionales de la Abogacía tendrán derecho a intervenir ante los juzgados y tribunales de cualquier jurisdicción sentados en el estrado, preferentemente, al mismo nivel en que se halle instalado el órgano jurisdiccional ante el que actúen y vistiendo toga, adecuando su indumentaria a la dignidad de su función.
Resumido, dice que los abogados «… tendrán derecho a intervenir ante los juzgados y tribunales de cualquier jurisdicción … vistiendo toga …».
Lo cual significa, si no he entendido mal, que vestir toga en sus intervenciones ante los juzgados y tribunales se ha convertido en un derecho a partir del 1 de julio de 2021, fecha de entrada en vigor del citado real decreto. O sea, que, si quieren, pueden renunciar a ejercerlo o, lo que es lo mismo, actuar con o sin toga en las vistas judiciales.
Dicho lo cual, debería dejarlo aquí y no seguir escribiendo. ¡A disfrutar de la nueva libertad!
Pero el asunto tiene sus recovecos jurídicos, además de otros, asociados éstos a la singularidad de la toga.
Como es notorio, se trata de una prenda que carece de utilidad práctica. No se usa para protegerse del frío, ni de la lluvia, ni de la suciedad, y tampoco vale para lucir, al ser monótona y poco «cool». Sólo sirve para simbolizar. Y aun eso lo hace mal, porque resulta imposible saber qué simboliza exactamente.
Es el último de los elementos rituales con los que, en el pasado, se envolvía la ceremonia de administrar justicia. El olvido ha devorado todos los demás.
Las salas de audiencia de hogaño, no se adornan con las almohadas, las alfombras, los doseles, las escribanías, el crucifijo de los juramentos, que, en las de antaño, manifestaban la sacralidad de la ceremonia que en ellas se celebraba. Incluso, ha desaparecido el sonido solemne de la campanilla de plata con la que el presidente llamaba a guardar sala.
De aquella utilería, sólo se conserva la toga, y, la verdad, no es fácil entender por qué. Parece como si su resistencia a ser eliminada ocultase algún misterio. Propondré una explicación para este extraño fenómeno. Pero, antes, algunas precisiones.
I. Obligación y no derecho
Habrá quien crea que lo de considerar como un derecho el uso de la toga por los profesionales de la abogacía no es ninguna novedad, que ya era un privilegio antes del Real Decreto 135/2021 (LA LEY 5889/2021), y, además, un privilegio conquistado con esfuerzo (1) . Pero ese apresto de honorabilidad con que se quiere almidonar la prenda, es sólo imaginario.
Por lo que conozco, comparecer uniformados los profesionales de la abogacía en las salas de vistas, ha sido durante más de cuatro siglos no un derecho, sino una obligación. Lo explico.
Tras su nacimiento como letrados, o sea, desde la aparición de las universidades —al caer el imperio romano sólo quedaron voceros más o menos aficionados—, los abogados se presentaban ante los tribunales con la misma indumentaria que llevaban en la vida ordinaria. No he encontrado ninguna noticia de que utilizasen un atuendo específico para representar el papel que les era, y les sigue siendo, propio. Presumiblemente, saldrían de casa con las ropas largas y holgadas características de los hombres de letras, confeccionadas con distintos tejidos, formas y colores (2) . Debemos suponer, pues, que vestidos de esa guisa, acudirían, si era el caso, a las audiencias judiciales.
En el Tríptico de San Ivo, San Clemente y San Antonio de Padua (siglos XIV-XV), conservado en el museo catedralicio de Salamanca (3) , vemos al patrono de los abogados —el situado más a la izquierda según se mira— que lleva la entonces típica vestimenta de los letrados. Concretamente, luce, encima de una túnica hasta los pies, una loba con maneras —aberturas laterales para sacar los brazos—, capirote sobre los hombros y bonete en la cabeza. En buena lógica, hemos de suponer que el pintor lo vestiría como él veía vestir a sus patrocinados; los del santo, se entiende.
Si se compara el atuendo de aquel abogado santo con el de los médicos o los boticarios de la época, se comprueba la semejanza del de unos y otros. Obsérvense, si no, las figuras de galenos incluidas en el artículo de R. Ballesteros Massó, E. Gómez Barrena y A. D. Delgado Martínez, «Historia de la Traumatología y Cirugía Ortopédica» (4) , o las imágenes que ofrece Carmen Bernis en su obra Trajes y modas en la España de los Reyes Católicos (5) .
Así pues, bien podemos decir que los abogados de los siglos XIII, XIV, XV y buena parte del XVI acudían a las audiencias judiciales, ataviados como mejor les parecía, o sea, con las prendas que, dentro del gusto del momento, les permitían sus posibles.
En tiempo de Felipe II, se utilizó la uniformidad como manifestación del poder, y se impuso el negro para el traje de etiqueta, que siguió usándose durante todo el reinado de los Habsburgo. Quienes crean que ese color era el de la sencillez y la humildad, tengan en cuenta que se obtenía con un tinte extraído del muy codiciado palo de Campeche, el cual, procedente de México, España explotó en monopolio durante algún tiempo. Era, pues, el color de la elegancia.
Los oficiales de los tribunales llevaban traje negro, llamado «traje de golilla» por el característico cuello forrado con una tela blanca almidonada. Para hacerse una idea de cómo era aquel atuendo, basta echar una mirada al que lucen hoy los alguacilillos que encabezan el desfile de los toreros con que dan comienzo las corridas de toros.
Los oidores, es decir, los miembros de los tribunales, vestían también traje negro y, encima, un sobretodo evolucionado de la primitiva garnacha, con el que Felipe II los obligó a cubrirse en todo momento como distintivo de su rango (6) . En el Museo del Prado, se conserva el retrato que, hacia 1632, Diego Velázquez pintó del que fue oidor del Consejo de Castilla, don Diego del Corral (7) . El personaje luce el característico traje negro, con su golilla, y una elegante garnacha, aparentemente de seda.
Los abogados no iban a ser menos. Como participantes asiduos en la actividad curial, se cubrían con el mismo traje, que complementaban con una capa talar con capilla, idéntica a la de los relatores.
El vestido de las gentes de la justicia se convirtió en un asunto de la máxima importancia. Así lo demuestra un pleito dilatado durante dos años, entre 1630 y 1632. El conflicto surgió cuando don García de Aro y Avellaneda, miembro del Consejo de Castilla, al adquirir el título de conde de Castrillo por su matrimonio, quiso acudir a las sesiones del órgano de gobierno ataviado con la capa y la espada. Éste era el atuendo común de los miembros no togados, llamados por eso «de capa y espada». El Consejo se opuso a las pretensiones del nuevo conde, aduciendo que debía cubrirse con la garnacha propia de consejero letrado, al ser la calidad por la que había accedido al cargo (8) . Vemos, ya, vinculado el hábito a la función.
II. El primer ornamento forense
Bien es cierto que, durante mucho tiempo, la vestimenta de los «golillas» —así eran conocidos popularmente los funcionarios reales, precisamente por su uniforme— no se diferenciaba demasiado de la utilizada por la gente del común como traje de etiqueta. El cuadro de Francisco Rizi titulado Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid (1683)muestra a muchos espectadores ataviados con él (9) . En principio, debemos suponer que se trataba de personas ajenas al foro y que vestían así porque lo exigía el protocolo o, más sencillo, porque les gustaba.
Pero hay indicios de que la indumentaria de quienes intervenían en la administración de justicia se estaba distanciando de la generalmente usada en sociedad y, por lo tanto, de que se había iniciado el proceso de su ritualización. Una nota en el margen de la obra manuscrita de Juan de Mariana titulada Discurso sobre el Consejo Real y ceremonial del mismo, de mediados del siglo XVII, así lo pone de manifiesto. Dice lo siguiente:
«Los abogados que asisten en palacio, aprovados por el Consejo y Chancillerías, a abogar y defender los pleitos, y en todos los demás tribunales desta Corte, tienen obligación de estar y asistir en el patio a la ora que entra el Consejo con capa y gorra, para entrar quando los llaman a la defensa de los pelitos que tienen a su cargo, porque de no hacerlo así el Consejo los multa si no tienen impedimento legítimo, y tal vez los multan en pecuniario, y no pueden entrar en las salas del Consejo si no es con capa de capilla y gorra, porque algunos letrados mozos an introducido entrar con ferreruelos, que es poca reberencia y respeto al Consejo y pueden ser multados» (10) .
El ferreruelo con el que los abogados jóvenes pretendían entrar a las vistas del Consejo de Castilla —sin duda, de color negro y usado sobre el común traje también negro—, era una capa corta sin capilla, que llegaba por encima de la rodilla o un poco por debajo. Desde luego, muy distinta de la capa hasta los pies que el ritual les imponía. Pero, en modo alguno, se trataba de una prenda friki, puesto que la usaba la gente de postín, desde hacía tiempo. No soy entendido en moda antigua, ni moderna. Pero creo que Felipe II lo luce en el retrato pintado por Juan Pantoja de la Cruz que se conserva en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (11) .
Supongo que los abogados jóvenes sólo pretendían acudir a las audiencias de los tribunales vestidos como la gente normal, con una prenda a la moda y elegante: el ferreruelo, y no con una reliquia de los hábitos viejunos y pasados de moda, como era la capa talar con capilla. Pero eso se consideraba una irreverencia.
No bastaba, pues, asistir con la ropa común. Era preciso cubrirse con una especial.
La llegada de los Borbones al trono de España a comienzos del siglo XVIII, vino acompañada del vestido «a la francesa», que, para los hombres, se confeccionaba con ricas telas de vivos colores (12) . El «traje a la española», es decir, el traje negro, prácticamente desapareció de la vida social, al menos de la que marcaba la moda. En el cuadro de Luis Paret y Alcázar titulado Carlos III comiendo ante su corte (1771-1772), conservado en el Museo del Prado, vemos que ni uno solo de los asistentes a esa ceremonia lo luce (13) .
Lo normal habría sido que los jueces, abogados y demás gentes del foro vistiesen como todo el mundo. Pero, no. El traje de golilla se mantuvo fosilizado en las casas de la justicia. Por Pragmática de 15 de noviembre de 1723 —apartado 5—, Felipe V dispuso que el vestido de los ministros superiores, subalternos e inferiores de los tribunales fuese negro (14) . Señal de que algunos intentaban librarse de él. Las láminas que ilustran la Colección de memorias y noticias del gobierno general y político del Consejo (15) , nos muestran la figura que en el siglo XVIII componían quienes actuaban en las salas de vistas. Nada que ver con el colorido del salón palaciego retratado por Paret.
Así pues, el traje de golilla, con la gorra, la garnacha los oidores y la capa talar los abogados y los relatores, se convirtió en el ornamento litúrgico de uso obligado para quienes participaban en el acto de administrar justicia.
La ritualización del atuendo ceremonial fue propiciada, muy probablemente, por la idea prevalente de que Dios era el único titular del poder, en particular de la potestad de administrar justicia, que delegaba en el Rey, quien, a su vez, lo hacía en sus tribunales. Algunos usos practicados en el ámbito forense de la época muestran la vigencia de esa idea.
Los oidores de los consejos, chancillerías y audiencias, presididos generalmente por eclesiásticos, asistían a misa antes de comenzar las tareas diarias (16) . Una anécdota recogida por Martínez de Salazar (17) y referida al Consejo de Aragón, refleja el espíritu con que dicho órgano desarrollaba su cometido. Sus miembros, una vez oídas las peticiones de justicia, puestos en pie rezaban la siguiente oración, muy oportuna, por lo demás:
«Mentes nostras, quæsumus Domine, lumine tuæ claritatis illustra, ut videre possimus quæ agenda sint, et quæ recta sunt agere valeamus» (18) .
Que, traducida libremente, viene a decir: «Te pedimos, Sr.: ilumina nuestras mentes con la luz de tu resplandor, para que podamos conocer lo que se ha de hacer y tengamos valor para hacer lo correcto» (19) .
Así pues, la vista celebrada ante un tribunal bien podía considerarse un acto sagrado, y nada había de particular en que se escenificase como otros actos del mismo tipo.
Es fácil, pues, descubrir un paralelismo entre las ceremonias forenses y las religiosas. En éstas, los oficiantes y sus acólitos se revestían con albas, estolas, cíngulos, casullas, capas pluviales (20) . En aquéllas, los jueces y sus auxiliares lo hacían con traje de golilla, gorra, garnacha los unos y capa talar los otros. Y en ambas, prevalecía la unción y el recogimiento.
Las salas de audiencia venían a ser una prolongación de la capilla donde los oidores acababan de oír misa antes de comenzar la sesión. Lugar sagrado, donde la justicia de Dios se manifestaba.
III. Modernización del ornamento forense
Isabel II, por Decreto de 28 de noviembre de 1835 (21) , suprimió el traje de golilla, lo que supuso el comienzo de la desacralización de la justica o, quizá mejor, fue consecuencia de ese comienzo. Pero, en lugar de llevar el proceso hasta sus últimas consecuencias, o sea, permitir que los jueces y los abogados vistiesen como lo hacían en la vida social, y dejasen, por tanto, de parecer oficiantes de una ceremonia sagrada, se limitó a sólo «modernizar» el ornamento litúrgico.
Ordenó que el traje ritual de los ministros togados, o sea, los magistrados, fuese una gorra negra y la toga usada hasta entonces, sobre «un vestido negro de frac o Casaca con pañuelo negro al cuello». A los abogados, les impuso la misma indumentaria. Ah, pero no los equiparó del todo a los magistrados. ¡Sólo faltaba! Las mangas de su recién estrenada garnacha no podían pasar del codo, mientras que las bocamangas de la de los ministros togados se debían adornar con vuelillos (22) . Unos, sin mangas, y otros, con ellas engalanadas.
La nueva vestimenta, a pesar del aggiornamento, seguía teniendo poco que ver con el modo de ataviarse generalmente los seglares. Mantenía, pues, su carácter de ornamento litúrgico de una ceremonia con una sacralidad ahora reconvertida en laica.
Pero, sin el soporte ideológico asociado al origen divino del poder, que, de alguna manera, había justificado los hábitos forenses, era cuestión de tiempo que éstos desapareciesen.
El traje de debajo fue adaptándose a las modas profanas. El frac se convirtió en chaqueta y el pañuelo en corbata, que terminaron por no ser obligatorios. El último Estatuto General de la Abogacía que las impuso fue, salvo error, el aprobado por Real Decreto 2090/1982, de 24 de julio (LA LEY 2068/1982). Esto decía su artículo 49: «Los Abogados comparecerán ante los Tribunales con traje, corbata y zapatos negros, camisa blanca y vistiendo toga y, potestativamente, birrete, sin distintivos de ninguna clase.»
Se aclaró también el negro. La última referencia estatutaria a ese color fue, si no me equivoco, la contenida en la norma citada en el párrafo anterior. Aunque, ya entonces, resultaba chocante la exigencia de ese tinte. Hacía siete años que se había aprobado la Constitución, con los luminosos y coloridos derechos y libertades fundamentales de que hoy seguimos haciendo gala.
La citada norma estatutaria de 1982 se limitaba a reproducir, tanto para el traje y corbata como para el color negro, lo dispuesto en el artículo 880 de la entonces aún vigente y decimonónica Ley provisional sobre organización del Poder Judicial, de 15 de septiembre de 1870 (LA LEY 5/1870): «Los abogados se presentarán en traje profesional, que será negro, con toga y birrete …».
IV. Desaparición de la gorra
Y desapareció el birrete o, en términos clásicos, la gorra. Se trataba de uno de los componentes más constantes y emblemáticos del ornamento litúrgico forense. Se resistió a hacerlo. Pero, al fin, se fue, con la costumbre de los seglares de cubrirse la cabeza.
El citado artículo 880 de la Ley orgánica del Poder Judicial de 1870 (LA LEY 5/1870), trascrito parcialmente en un párrafo anterior, imponía expresamente el birrete a los abogados (23) . La Ley orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), que la derogó, ni siquiera lo nombra. A pesar de lo cual, el Estatuto General de la Abogacía aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio (LA LEY 1024/2001), es decir, dieciséis años después de la segunda ley citada, aún mantenía en su artículo 37, apartado 1, el uso del birrete como potestativo.
Supongo que esa previsión estatutaria respondía al deseo de dar amparo legal al derecho de los abogados a permanecer tocados en las salas de vista. Fue —ésta, sí— una prerrogativa muy peleada en el siglo XVII (24) , y el orgullo de clase pedía conservarla. Esto decía el apartado 2 del mismo artículo 37 del estatuto de 2001:
«Los abogados no estarán obligados a descubrirse más que a la entrada y salida de las Salas a que concurran para las vistas y en el momento de solicitar la venia para informar.»
Pero, en esta vida, nada hay perdurable, y, en el estatuto de ahora, es decir, el aprobado por Real Decreto 135/2021 (LA LEY 5889/2021), se ha omitido la referencia al privilegio de permanecer tocados los abogados en presencia de los jueces y, con él, se ha enterado el birrete, que ya estaba muerto. Otro símbolo que ha salido de escena sin que nadie parezca echarlo en falta.
El cine nos ofrece la oportunidad de contemplar la evolución del uso del birrete en las salas de vistas durante los últimos cien años. En las primeras escenas de la película Morena Clara (CIFESA, 1936), de Florián Rey, se ve a los magistrados, al fiscal y a la abogada defensora tocados, durante la vista, con su correspondiente birrete (25) .
Por cierto, supongo que incluir en esa película a una mujer en el papel de abogado defensor fue un tributo —¿o una mofa?— a las pioneras que ejercieron la abogacía en España. La primera, Ascensión Chirivella, colegiada en el Colegio de Valencia en 1922, pero sobre todo, como más mediáticas, Victoria Kent (26) y Clara Campoamor, ambas inscritas en el Colegio de Madrid en 1925.
En una versión posterior del mismo film, con los mismos argumento y título: Morena Clara (CIFESA, 1954), dirigida esta vez por Luis Lucia, unos lucen birrete puesto y otros lo tienen encima de su mesa (27) .
En El caso Almería (Multivideo S.A., 1986), de Pedro Costa, aparecen los cinco magistrados que forman el tribunal, entrando en la sala de vistas tocados con sus birretes, los cuales —los birretes, no confundir— descansan en la mesa presidencial durante las sesiones. El fiscal y los abogados de la historia ni lo llevan puesto ni lo tienen en sus mesas (28) .
Y en De niños (Massa d’Or Produccions, 2003), documental dirigido por Joaquim Jordá, ya no hay birretes ni en las cabezas ni en las mesas de nadie.
Así pues, del viejo ornamento litúrgico: traje de golilla, gorra, toga los jueces y capa talar los abogados, y del que lo sustituyó: frac o casaca, pañuelo al cuello, gorra y toga, todos negros, sólo queda la toga. Bien es cierto que sobrevive aquejada de una doble enfermedad, que, a la larga o a la corta, la llevará a la sepultara del olvido. Primer mal, no simboliza el vínculo de la justicia con la divinidad, en el que oficialmente ya no se cree, y segundo mal, tampoco «pega» con la vestimenta a la que acompaña. ¿Qué pinta una garnacha negra del siglo XIII encima de un vestido estampado de colores o de un traje beige claro?
En este sentido, el artículo 37.1 del Estatuto General de la Abogacía aprobado por Real Decreto 658/2001 (LA LEY 1024/2001), hoy derogado, exigía a los abogados adecuar su vestimenta «a la dignidad y prestigio de la toga que visten» (29) . ¿Desde cuándo las prendas de vestir gozan de prestigio y dignidad? Supongo que el legislador se refería a que, para su comparecencia ante los tribunales, debían elegir trajes y vestidos de un estilo compatible con el de la susodicha prenda. Vamos, les pedía que no se pusiesen debajo un vestido estampado de colores o un traje beige claro, que convertirían en ridículo el sobre todo medieval.
El uso de la toga, despojada de su referencia al origen divino de la justicia y sin encaje en la moda actual, se ha convertido en un uniforme de uso forzado para los abogados
Y así, el uso de la toga, despojada de su referencia al origen divino de la justicia y sin encaje en la moda actual, se ha convertido en un uniforme de uso forzado para los abogados. Otra cosa es que éstos hayan sobrellevado la obligación sin mayores muestras de rechazo e, incluso, hayan buscado sentimientos poéticos para hacerla agradable.
V. El honor de vestir toga
Uno de esos sentimientos es el que algunos dicen experimentar cuando se la ponen: lo consideran un honor (30) .
También yo estaría dispuesto a creer que lo es. Pero sólo en tanto en cuanto se trate de un gesto libre. Si se impone, se convierte en una carga, y las cargas se soportan serenamente sólo si van asociadas a algún beneficio. Ahí está, por ejemplo, la de los impuestos; quiero decir, los tributos. No conozco a nadie que los pague con gusto y contento. Pero la vida ordenada en sociedad los exige, y pensarlo de esta manera aligera su peso. Aun así, dudo de que, si no existiesen sanciones para el fraude fiscal, el solo amor a la convivencia pacífica determinase que todos los pagasen.
La obligación de llevar uniforme los abogados en las audiencias judiciales no aporta ningún provecho que justifique sacrificar su libertad de ataviarse como quieran. Desde luego, ninguno sustancial. La administración de justicia funciona exactamente igual, actúen uniformados o no. Y la eficacia de las leyes y de las resoluciones judiciales que las aplican, no depende para nada de cómo vistan quienes andan con ellas.
En una ocasión, un compañero, conocedor de mis artículos sobre los símbolos y ritos de la justicia aparecidos en la revista Abogados de Valladolid, editada por el colegio de esa ciudad, me llamó desde otra para preguntarme si podía alegar nulidad de una sentencia dictada por un juzgado de lo social, con base en que el abogado de la parte ganadora había actuado en el juicio sin el preceptivo uniforme. Le contesté que, a mi entender, lo que vistan los actores para la representación procesal, en modo alguno determina la validez del resultado del juicio. Y, en ese caso, una nulidad de actuaciones difícilmente podría sustentarse en la transgresión de las reglas referidas al vestuario. Pero, en fin, le consolé, transmitiéndole mi experiencia de que los jueces suelen sorprendernos con soluciones creativas. Que probase, si quería.
La prueba definitiva de la falta de relevancia jurídica vinculada a la ausencia del uniforme es el hecho de que, por exigencias de la covid-19, el artículo 17 de la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) (31) dispensó temporalmente a los abogados de llevarlo puesto durante los juicios. Se han celebrado miles —muchos videoconferenciados— sin que la función de impartir justicia se haya resentido. Y las decisiones judiciales recaídas en ellos han surtido pleno efecto sin ningún problema.
Estoy convencido de que el solo hecho de sentir el honor emanado de la toga no determinaría que todos los abogados se cubriesen con ella, si fuesen libres de hacerlo. El orgullo de vestirla está muy potenciado por el temor de que el juez impida, a quien no vaya convenientemente uniformado, acceder al recinto ceremonial.
VI. Símbolo de igualdad
Otro motivo, también muy poético, que se aduce para estimular a los abogados a aceptar complacidos el uso obligado de la toga, es el de que ésta simboliza la igualdad de las partes ante el juez o, aún más poético, la igualdad de armas. ¡Qué bonito!, eso de la igualdad de armas. Como si el juez no supiese quiénes son los contendientes enfrentados en los pleitos que se sustancian ante él. Claro que lo sabe, lo cual no quiere decir que necesariamente vaya a dar la razón a unos u otros por motivos ajenos a las leyes.
En cuanto a los litigantes, no necesitan este tipo de pedagogía. Experimentan la igualdad o la desigualdad en directo, sin simbolismos vicarios. La perciben en el trato que sus abogados reciben del juez durante el juicio, y la comprueban en los razonamientos con que éste argumenta su decisión.
Y si el uniforme se exige para ilustrar al público, mejor nos lo ahorramos, porque los juicios, en su inmensa mayoría, carecen de espectadores o éstos se reducen a algunos allegados de las partes, muy pocos, que saben perfectamente de qué va la representación a la que asisten.
Más que la igualdad de armas, la toga visibiliza una aparente y engañosa igualdad entre los intérpretes de la ceremonia
Más que la igualdad de armas, la toga visibiliza una aparente y engañosa igualdad entre los intérpretes de la ceremonia. Hay quien sostiene que el mismo uniforme significa una misma titulación académica (32) . Pues, sí, suena bien. Pero con matices, porque los graduados sociales han dado en usarla y, creo, no son licenciados en Derecho.
La igualdad de titulación académica y de vestido donde adquiere verdadero sentido es en los actos de espectáculo, tales como la apertura del curso judicial. La misma toga puede, efectivamente, dar a entender que todos los engalanados con ella son licenciados en Derecho. Algo parecido a lo que ocurre en eventos académicos de aparato. La ceremonia de concesión de un doctorado honoris causa, por ejemplo. En ambos tipos de acontecimientos, el académico y el forense, lo que prima es la escenografía, y cuanto más ostentosa, dentro de una artificial austeridad, mejor.
Pero, ¿qué tiene que ver la coincidencia en la licenciatura de jueces y abogados con el hecho de que éstos estén obligados a vestir toga en presencia de aquéllos? A mí me parece que nada. Nadie que los vea juntos en el estrado, con el mismo uniforme básico, pensará que todos son licenciados en derecho. Ya lo saben y, si no, da lo mismo, porque lo decisivo es el resultado del juicio.
VII. Mejor potenciar la diferencia
En cambio, la igualdad del hábito invita a creer que los ataviados con él desempeñan las mismas funciones o parecidas y, en todo caso, que —permítaseme el símil— pertenecen al mismo grupo de boy scouts o juegan en el mismo equipo de balón mano o cantan en el mismo coro de góspel. Esa percepción de una similitud de funciones se ve reforzada en nuestro caso, por la eventual proximidad de unos y otros, sentados allá arriba, durante el juicio.
Pero esa apariencia es engañosa. Sabemos que no hay tal semejanza de funciones entre el juez y los abogados; que cada cual va a la suya; que sus papeles son muy diferentes, puesto que unos proponen y otros disponen. Es verdad que todos deben contribuir a la realización de la Justicia. Pero cada uno, a su manera.
Si la toga necesariamente ha de seguir presente en las audiencias judiciales —que no veo por qué—, sea asociada a la disparidad, mejor que a la igualdad.
En los juicios de los filmes americanos, salvo los ambientados en los estados sureños —recuérdese la amable película titulada El juez Priest (Juce Priest, Fox Film Corporation, 1934), de John Ford (33) —, sólo el magistrado viste lo que más parece una sotana que una toga como la nuestra (34) . Bueno, realmente, la nuestra también se parece bastante a la antigua prenda clerical. Recuérdese lo dicho más arriba respecto a la vinculación de las vistas judiciales con las ceremonias religiosas.
Los jueces cinematográficos de Hollywood visten a lo clérigo. Pero los abogados, cuyas dilatadas intervenciones tanto tedio les produce, van siempre de paisano.
A propósito de la toga de los jueces norteamericanos, tengo entendido que no existe ninguna norma que los obligue a cubrirse con ella, como aquí lo hace el artículo 187 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), y menos, que se imponga un tipo común para todos. Parece ser que cada uno inventa para la suya el modelo que le apetece (35) . Aunque, supongo, serán los sastres que se las confeccionan, quienes prevalentemente decidan el diseño. Y lo más cómodo para estos profesionales es utilizar el mismo (36) . La verdad es que aquí pasa algo parecido. No conozco ninguna norma que disponga cuál debe ser la traza de las togas tanto de los jueces como de los abogados. Quienes la deciden son los sastres.
En todo caso, estoy convencido de que los jueces de los Estados Unidos de América llevan toga por pura coquetería mística. Hay que reconocer que, allí como aquí, vestir distinto induce a sentirse distinto y, lo que es más importante, a considerarse distinto, o sea, mejor. No digamos, si el distinguido tiene poder (37) .
Desde luego, que los jueces norteamericanos usen tonga no es porque la necesiten para diferenciarse de los otros participantes en la representación. Existen signos mucho más potentes que los identifican como tales. Ninguno, mejor que la elevada posición de su sitial en el salón de audiencias, desde donde, dueños del mazo del orden en la sala, ejercen el supremo poder ceremonial en «su» juzgado. Quien entre en una sala de juicios norteamericana, no dudará de quién es el juez, sin necesidad de que éste se revista con ningún ornamento.
VIII. Contribución a la solemnidad del acto
La solemnidad suele ser también un motivo muy evocado para edulcorar la obligación del uso de la toga por los abogados. El artículo 33 del Reglamento 2/2005, de honores, tratamientos y protocolo en los actos judiciales solemnes (38) , vincula la vestimenta —se supone que también la toga como parte de ella— con la solemnidad del acto.
Ésta —la solemnidad— tiene que ver con la pompa, el boato, el esplendor, el empaque que envuelven ciertas ceremonias. Por ejemplo, exequias, procesiones, juntas, desfiles, audiencias, etc., en las que los participantes exhiben galas extraordinarias.
Pues sí, no hay duda. Las exóticas togas —recuérdese su origen medieval— del juez y de los abogados dan vistosidad a los actos en los que se usan. Pero me resisto a creer que, para alcanzar el nivel de solemnidad requerido por los juicios de diario, se necesite la asistencia de los abogados uniformados con ella.
¿En serio, la aportación de la toga al esplendor de un juicio celebrado en una sala de veinte metros cuadrados, con la sola asistencia del juez, el fiscal, el abogado, el agente, el acusado y, raramente, el procurador de éste, es justificación suficiente para privar a nadie de su libertad de vestir como quiera? ¿No basta con que todos acudan aseados y con los vestidos que aconseje la buena educación imperante en cada momento? ¿No será, más bien, que quienes defienden la solemnidad como motivo de la obligación de la toga, en realidad, siguen creyendo que es el símbolo de la sacralidad de una administración de justicia vinculada al poder divino?
Si se analiza con algún cuidado, la solemnidad de un juicio, más allá de la seriedad y la autenticidad con la que debe celebrarse, es sólo apariencia. Lo que de verdad ensalza y prestigia la justicia no son los decorados de la sala donde se lleva a cabo la vista, o los vestidos de quienes actúan en ella, sino el adecuado desenvolvimiento de su administración y, sobre todo, la calidad de las resoluciones judiciales.
Búsquese la eficacia y el acierto, mejor que la solemnidad. La liturgia, por muy aparatosa que sea, nunca podrá encubrir un mal funcionamiento de la justicia. Como tampoco el perfume más caro es capaz de disimular los efectos del desaseo.
La administración de justicia no es una ceremonia religiosa, ni siquiera sagrada en sentido laico, que deba empaquetarse con ritos que sugieran misterio. En ella no debe haber secretos ni enigmas, sino realidad patente. Insistir, pues, demasiado en la solemnidad del atrezo forense invita a sospechar que, con él, se quiere ocultar algo feo.
IX. Símbolo de respeto
La idea del respeto suele asociarse también a la imposición de la toga. Buscando información en la internet para este artículo, he encontrado varias referencias al asunto. En ellas, se relaciona la toga con el respeto a la profesionalidad, a la autoridad, a la justicia, a la administración de justicia, al acto de impartir justicia, al proceso. He oído, incluso —hace unos días, sin ir más lejos, a un compañero—, alusiones al respeto en abstracto, sin especificar a qué. «Es que la toga significa respeto», aseguraba con un brillo fervoroso en sus ojos.
Tal y como yo lo entiendo, la toga sería símbolo de respeto en tanto en cuanto su visión lo inspira y su uso lo demuestra.
El inspirado por la de los jueces deriva del poder que éstos tienen. No se los respetas porque lleven toga, sino porque pueden desestimarte la demanda y, de remate, imponerte las costas del proceso. Y no digamos si de ellos depende una condena de quince años de prisión. Muchas veces, los jueces y, por lo tanto, su toga, más que inspirar respeto, dan miedo; mucho miedo.
En cuanto a la de los abogados —la toga—, a algún compañero he oído decir que con ella impresiona a los clientes; que les infunde respeto. Puede que así sea. No he detectado nunca en los míos tal efecto.
Pero dudo de que una eventual impresión de ese tipo justifique coartar la libertad de todos los demás abogados de ataviarse como mejor les parezca cuando acuden a las salas de audiencia. El respeto entre el cliente y su abogado es asunto exclusivamente suyo. Más interesante me parece suscitarlo defendiendo los intereses de los patrocinados, con determinación y sabiduría.
No me convence lo de asociar el respeto al uso de a la toga. La película Argentina, 1985, de Santiago Mitre (39) , cuenta el juicio al que fue sometida la junta militar de aquel país en el año del título. En el film, vemos a los miembros del tribunal vestidos de paisano, como es lo habitual por aquellas tierras, sin más distintivo que el lugar preeminente donde se encuentran en el testero de la sala. Es verdad que resultan menos sacerdotales, menos sagrados, y que su vestimenta de calle contrasta con el espacio, aparentemente el verdadero, delimitado con barandillas de madera y adornado con vitrales semejantes a los de una iglesia gótica. El escenario, que evoca la vieja concepción divina de la justicia, contrasta con su vestimenta, digamos, normal. Pero ésta hace que se los vea más reales, más auténticos, sin que resulten afectados el respeto y el poder, como lo demuestra el final de la historia.
X. Símbolo de sumisión
Tras reflexionar sobre el asunto e interpretar las muchas señales asociadas a él, he llegado al convencimiento de que la toga simboliza sumisión, más que respeto. Por eso, creo, el Consejo Real —en el siglo XVII— impuso la capa talar a los abogados jóvenes que querían entrar en sus salas con ferreruelo. Y por eso —estoy convencido—, se pide el uso de la prenda litúrgica a los abogados actuales. ¿Qué otra razón pueden haber para que algunos jueces hayan manifestado el deseo de que aquéllos vuelvan a vestirla tras la dispensa acordada con motivo de la covid-19? (40)
Dejar la toga durante más de dos años no ha hecho mal a nadie. Al contrario, ha traído mucho bien
Dejar la toga durante más de dos años —por imposición del citado artículo 17 de la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020)— no ha hecho mal a nadie. Al contrario, ha traído mucho bien. Se han ahorrado muchos dineros y muchas molestias. Los de adquirirlas y conservarlas, y las de tener que ocuparse de recogerlas y dejarlas en el armario que las guarda.
Entonces, ¿por qué ese prurito de los magistrados de que los abogados vistan toga en su presencia? ¿Buscan, acaso, el lucimiento propio? Bien pudiera ser. Las escuetas togas de los abogados hacen que las de los magistrados, engalanadas con puntillas y placas, destaquen en las ceremonias forenses, y ensalcen, por ello, a las personas que las visten.
Pero, para magnificar el poder del juez, bastaría sentarlo en un sitial a otro nivel, por supuesto más alto y más alejado de quienes le suplican, convenientemente revestido con el uniforme y los signos que le son propios. Y si eso fuera poco, reálcese su persona con más placas, más puntillas, más símbolos, incluida la tradicional vara de mando en su mano. Pero, por favor, no, con los despojos de la libertad sacrificada de los abogados, de vestir como quieran.
A lo largo de mi carrera profesional, desde el primer día en que me acerqué al Colegio a recoger una toga de las comunitarias, cada vez que he repetido el gesto, he pensado que, con la obligación de llevarla, se me recordaba mi deber de ser respetuoso, sumiso con quien presidiría la audiencia a la que iba a asistir. Y me sentía humillado, porque no necesitaba ese recordatorio. Nunca he pretendido ser, y creo no haber sido, ni irrespetuoso ni díscolo con las personas que ostentan el poder. Desde luego, no por mi manera de vestir.
De ahí que, ya viejo, haya recibido con alborozo que el artículo 56.1 del vigente Estatuto General de la Abogacía Española configure como un derecho el uso de la toga para los abogados, y, por lo tanto, que se pueda renunciar a su ejercicio.
Pero, por favor, no se me malinterprete. Esa alegría no significa que proponga tirar todas las togas al contenedor de la ropa vieja. Ni mucho menos. Simplemente es la manera personal de celebrar el nacimiento de una nueva libertad: la de que los abogados, después de más de cuatro siglos, podamos dejar de vestir uniforme en nuestras comparecencias ante los órganos judiciales, y ataviarnos como queramos.
Me parece magnífico que quienes lo deseen, se presenten a los juicios —a todos o sólo a alguno—, vistiendo toga. Como me lo parece si no la visten nunca. Porque lo importante es la libertad de poder elegir.
XI. ¿Y si el derecho de vestir, o no, toga fuera sólo un sueño?
Pero temo que la alegría que acabo de manifestar, sea inconsistente. Sobre este asunto, planea el artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985). Recuérdese su contenido:
«En audiencia pública, reuniones del Tribunal y actos solemnes judiciales, los Jueces, Magistrados, Fiscales, Secretarios, Abogados y Procuradores usarán toga y, en su caso, placa y medalla de acuerdo con su rango.»
Atención. Dice «usarán», en futuro.
Como es sabido, en español, el morfema verbal futuro puede funcionar como imperativo. Es decir, puede servir para expresar un mandato. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la formulación de los conocidos diez mandamientos de la Ley de Dios. Todos comienzan con un futuro imperativo: «Honrarás a tu padre y a tu madre» —popularmente «Honrarás padre y madre»—, «No matarás», «No robarás», «No dirás —darás, cometerás— falso testimonio ni mentirás», etc. El Código penal vigente, en nuestro ramo, está lleno de futuros como esos. Lo es la segunda palabra de su texto, precedida por el adverbio «no», que la convierte en prohibición: «No será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su perpetración.»
Cabe, pues, entender que el «usarán» del artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) expresa un mandato. Y si fuera así, seguiría imponiendo a los abogados el uniforme durante sus intervenciones en las audiencias públicas de los tribunales. Distinto sería si, en lugar de «usarán», dijese «podrán usar», o algo parecido. Pero no dice tal.
Entonces, latente dicha disposición, ¿qué ocurre con el derecho enunciado en el artículo 56.1 del vigente Estatuto General de la Abogacía Española, es decir, el de que los abogados pueden vestir, o no, la toga en sus intervenciones ante los jueces y tribunales? Pues pueden ocurrir varias cosas.
Puede ocurrir que yo haya interpretado mal el artículo del estatuto, lo cual no tiene nada de particular porque está redactado más bien mal. Prueba de su poco buena compostura es la STS 1.089/2022, de 22 de julio (LA LEY 164227/2022), en la que la Sección Tercera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo ha tenido que aclarar el significado —el «alcance», dice el ponente— de una de sus palabras clave: el adverbio «preferentemente». Por cierto, a los abogados que propiciaron la aclaración del enigma asociado a ese vocablo, se les ha agradecido el esfuerzo con la imposición de las costas del proceso en el que la impugnaron, ellos en persona, no clientes, como suele ser habitual (41) .
Puede ocurrir también que se trate de otra pifia jurídica más. Simplemente, el redactor de la norma se habría olvidado del futuro del verbo «usarán» presente en el artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985). Esas cosas pasan.
Y puede ocurrir —lo más probable— que el autor del Estatuto, conocedor del artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), con su futuro «usarán», esté interpretando dicha norma en el sentido de que regula derechos, no obligaciones.
Éste sería también el parecer del Consejo de Estado, si no lo he entendido mal. En su Dictamen de 5 de marzo de 2020, al Proyecto de Real Decreto por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española —el vigente— (42) , dice:
«Ciertamente, en alguna ocasión [las previsiones del título correspondiente] se refieren a su [la de los abogados] ubicación o actuación en las salas y dependencias judiciales, reconociendo unos derechos que deben estar establecidos en otras normas. Así, en el artículo 58.1 [quizá sea un error por 56.1] se dice que los profesionales de la abogacía "tendrán derecho" a intervenir ante los juzgados y tribunales de cualquier jurisdicción sentados en el estrado, preferentemente, al mismo nivel en que se halle instalado el órgano jurisdiccional ante el que actúen y vistiendo toga; sin embargo, ello no es sino reflejo de lo que dice el artículo 187 de la LOPJ (LA LEY 1694/1985), que es el lugar propio para el reconocimiento de este tipo de derechos» (43) .
O sea, el Consejo de Estado entendería que configurar como un derecho el uso de la toga por los abogados en las audiencias públicas de los tribunales, «no es sino reflejo de lo que dice el artículo 187 de la LOPJ (LA LEY 1694/1985)».
No obstante, la mejor solución para dejar zanjado este asunto sería que el legislador modificase el artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) de forma que, inequívocamente, establezca el uso de la toga por los abogados como un derecho, a cuyo ejercicio se pueda renunciar.
XII. Interpretación pro libertad
Pero, mientras eso llega, también sería estupendo que los magos de la interpretación jurídica sacasen su varita mágica e hiciesen concordar el artículo 56.1 del Estatuto y el 187.1 de la Ley orgánica, a favor del derecho, por supuesto, y no de la coacción de la libertad. La maniobra es difícil, lo reconozco. Pero problemas hermenéuticos más complicados se han resuelto. Todo es cuestión de querer.
Antes de emprender la búsqueda del remedio, conviene tener en cuenta que, en este asunto, se ventila algo más que si tal o cual prenda sienta bien o mal, si está de moda o no, si contribuye o no al fasto de la ceremonia. Se trata de libertad. Ni siquiera de seguridad, la cual no interviene para nada en este asunto. Sólo está en juego la libertad: la de que los abogados puedan vestir como quieran para hacer su trabajo.
El problema no radica en que se les imponga, por ejemplo, el uso de chaqueta y corbata para acceder a un restaurante de mucho relumbrón, al que voluntariamente acuden a cenar, sino en que se les exige un determinado vestido para hacer su trabajo. Algo así como si se tratase de aeromozos a los que no se les permite embarcar en la aeronave sin el uniforme identificativo de la aerolínea que los contrata. Pero con una pequeña diferencia: los abogados no son empleados de la Administración de Justicia ni de ninguna otra administración pública. Los jueces, aunque a veces lo parezca por su comportamiento, no son sus jefes.
La solución fácil para armonizar las normas de referencia sería caracterizar el uso de la toga por los abogados como un deber, legal, y un derecho, estatutario
La solución fácil para armonizar las normas de referencia sería caracterizar el uso de la toga por los abogados como un deber, legal, y un derecho, estatutario. O sea, un deber que al mismo tiempo es un derecho, o un derecho que es un deber.
Rodando por la internet he visto que hay ensayos sobre esa supuesta compatibilidad teórica de derechos que son deberes y a la inversa. Un ejemplo de esa teoría es el muy debatido —sobre todo en otras latitudes— derecho/deber o deber/derecho de sufragio. En las nuestras, tenemos un derecho-deber constitucionalizado: el de defender a España, enunciado en el artículos 30.1 de la carta Magna, y otros deberes y derechos relacionados con una misma realidad. Tales son los enunciados en el artículo 3: deber y derecho referido a la lengua española, el artículo 35.1: deber y derecho referido al trabajo, el artículo 45: deber y derecho referido al medio ambiente.
Esta construcción conceptual siempre me ha recordado la novela de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. La veo como una figura jurídica con una especie de trastorno disociativo. O es un deber, y no queda otro remedio que cumplirlo, o es un derecho y se puede renunciar a él. Lo de derecho que es un deber, me suena a oxímoron, o sea, a poesía, de la que, por cierto, se está llenando el espacio jurídico.
Otra solución para cohonestar los artículos 56.1 del Estatuto General de la Abogacía Española y el 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), sería entender que los juicios no son actos solemnes y, así, no operaría para ellos el mandato sobre el uso de la toga establecido en la última de las dos normas citadas. La verdad es que, si uno mira a la realidad, tiene sentido. No es fácil determinar qué hace solemne una vista en la que se impugna una cláusula suelo o se juzga una alcoholemia, salvo la vinculación en abstracto de la administración de justicia con la divinidad, en la que, por otra parte, no creemos. Es estupendo pensar que la resolución de esos casos, y de todos en general, es obra de Dios, quien actúa a través de los jueces. Pero éstos no son delegados de Dios, ni sus juicios, decisiones divinas. Son resoluciones dictadas por personas; por, se supone, buenas personas.
Esta interpretación de la falta de solemnidad de los juicios resolvería el problema de armonizar las dos normas en conflicto. Pero presenta un problema, y es que ley les atribuye el carácter de solemne. Al menos, así lo da a entender el artículo 247 de dicha ley. Y, por lo tanto, hay que celebrarlos con la solemnidad ceremonial que la ley prescribe, o sea, los oficiantes revestidos con el ornamento litúrgico.
XIII. Derechos rituales de los abogados
Ya he dicho que no me parece nada fácil encontrar la interpretación pro libertad que se busca. Pero hay que perseverar en el intento. Podría entenderse el artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) en el sentido de que, aunque parece imponer la obligación del uso de la toga, realmente enuncia un derecho, al menos, en lo que afecta a los abogados.
El razonamiento para llegar a esa conclusión, insisto, es complicado. Pero de ahí que se pida la colaboración de los que pueden y, sobre todo, quieran encontrarla. Propongo una posible ruta dialéctica para llegar a la solución.
El artículo 542.2 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) dice: «2. En su actuación ante los juzgados y tribunales, los abogados son libres e independientes, se sujetarán al principio de buena fe, gozarán de los derechos inherentes a la dignidad de su función y serán amparados por aquéllos en su libertad de expresión y defensa.»
¿A qué «derechos inherentes a la dignidad de su función» se refiere? Los inherentes sólo a la función de abogar —sin referencia a la «dignidad»—, o sea, los derechos a la defensa en sí, sabemos más o menos en qué consisten: comunicación libre y directa con el defendido, tiempo para preparar la defensa, posibilidad de proponer pruebas, conocimiento de las propuestas por el contrario, etc.
¿Pero cuáles serían los derechos inherentes a, específicamente, la «dignidad» de la función de abogar? ¿Es decir, a la dignidad de la defensa? En mi modesta opinión, no pueden ser otros que los derechos rituales clásicos: informar sentados, estar situados a la misma altura que los miembros del tribunal, vestir toga —es el que nos interesa— y, hasta hace nada de tiempo, permanecer tocados durante las vistas. También los hay negativos: que el juez no trate despectivamente a los abogados, que no los desprecie, que no los ningunee, etc.
Si se entiende que el uso de la toga por los abogados durante las vistas judiciales es uno de los derechos rituales aludidos en el artículo 542.2 de esa ley, el 187.1 del mismo cuerpo legal ya no tendría por qué ser incompatible con el 56.1 del Estatuto General de la Abogacía Española. Esta norma no haría más que aclarar la otra, como así parece que lo entienden el Ministerio de Justicia y el Consejo de Estado.
Pero, insisto, daría mucha más seguridad, más tranquilidad que los dueños de la interpretación de las leyes —señaladamente el Tribunal Supremo, si hubiese ocasión— acogiesen la que acabo de proponer, u otra parecida. Todo es cuestión de que encuentren alguna de esas interpretaciones sistemáticas que tan diestramente manejan (44) , y declaren que el uso de la toga por los abogados en sus intervenciones ante los jueces y tribunales es un derecho, y que, por lo tanto, pueden renunciar a ejercerlo, y, en consecuencia, dejar de vestirla si lo desean.
Estoy seguro de que la clase judicial es sensible a conceder a los abogados la libertad, intervenida durante más de cuatro siglos, primero por sus predecesores y luego por el legislador, de vestir como quieran en su presencia. Al menos, hay indicios de que está empezando a serlo.
Pedro Tuset del Pino, magistrado-juez de lo social de Barcelona, cierra un artículo titulado «El uso de la toga por los jueces como signo de respeto y autoridad a la Administración de justicia» (45) , con estas palabras: «Y lo anterior [lo referido a las bondades del uso de la toga por parte de los magistrados] sin perjuicio de que, siguiendo el modelo norteamericano, abogados, procuradores y graduados sociales puedan prescindir de la toga en el futuro.»
Ese futuro que anuncia el magistrado ya está aquí. Es el presente. Y, para que los abogados puedan prescindir del uniforme, no se necesita invocar el modelo norteamericano. Basta considerarlo una natural emanación de la libertad. La misma libertad que el artículo 1 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978) identifica como valor superior del ordenamiento jurídico, y que sugiere el artículo 542.2 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), cuando asegura que «en su actuación ante los juzgados y tribunales, los abogados son libres e independientes». Se supone que también en el vestir.
XIV. Situación jurídica especial
El párrafo anterior habría sido un final aceptable para el artículo, que ya excede del tamaño soportable. Pero —lo siento— hay más.
En este momento, cuando escribo estas líneas, se produce una situación jurídica muy curiosa, respecto al uso de la toga por los abogados. Como ya he dicho más arriba, el artículo 17 de la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) los dispensó de vestirla, para combatir los efectos entonces eventualmente mortales de la covid-19. Pero, la disposición transitoria segunda de la misma Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) dice:
«Las medidas contenidas en el Capítulo III de esta Ley [entre las que se encuentra la referida a la dispensa de la utilización de la toga por los abogados] serán de aplicación en todo el territorio nacional hasta el 20 de junio de 2021 inclusive. No obstante, si a dicha fecha se mantuviera la situación de crisis sanitaria, las medidas contenidas en el citado Capítulo III serán de aplicación en todo el territorio nacional hasta que el Gobierno declare de manera motivada y de acuerdo con la evidencia científica disponible, previo informe del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, la finalización de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.»
Resulta que la Ley 3/2020 (LA LEY 16761/2020) sigue vigente (46) ; resulta que sigue habiendo casos de covid-19, aunque la incidencia estadística del mal no parece grave; resulta que el Gobierno no ha declarado finalizada la situación de crisis sanitaria ocasionada por dicha enfermedad; ergo los abogados siguen afectados por la dispensa del uso de la toga, o sea, pueden seguir acudiendo a los juicios sin ella (47) .
Tenemos, pues, por un lado el artículo 56.1 del Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por Real Decreto 135/2021 (LA LEY 5889/2021), que reconoce el derecho de los abogados a utilizar toga en su comparecencia antes lo órganos judiciales. Se supone, derecho a cuyo ejercicio pueden renunciar.
Tenemos el artículo 187.1 de la Ley orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), que parece imponer el uso de la toga a los abogados cuando actúan en los juicios, aunque, interpretado en favor de la libertad, estaría refiriéndose a un derecho.
Y tenemos el artículo 17, en correlación con la disposición transitoria segunda, ambos de la Ley 3/2021 (LA LEY 7525/2021), que dispensa del uso de la toga a esos profesionales hasta que el Gobierno declare finalizada la situación de crisis sanitaria ocasionada por la covid-19, a lo que parece no estar dispuesto.
XV. Epílogo
Creo que es el momento de liberar definitivamente a los abogados de la servidumbre de tener que vestir uniforme para trabajar en sus comparecencias antes los órganos judiciales. Se los liberó del traje de golilla, de la capa talar, del birrete, de la chaqueta y de la corbata. ¿A qué se espera para liberarlos también de la toga?
Es un lugar común que las buenas gentes del foro prefieren conservar a innovar. No sé. Como que les dan miedo los cambios. No quiero decir que los rechacen. Sólo, que los ven con cierta prevención y que les cuesta incorporarlos a su quehacer.
Habrá quien tema que la desaparición de las togas sea el pistoletazo de salida para que el desacato, el desorden, el desaliño y las malas formas se adueñen de las salas de vistas
Habrá, pues, quien tema que la desaparición de las togas sea el pistoletazo de salida para que el desacato, el desorden, el desaliño y las malas formas se adueñen de las salas de vistas. Pierdan cuidado quienes eso recelan. Los abogados no son, no somos así. No somos personas sin ley, sin freno, sin medida. Aunque la imposición del uniforme da a entender que no sabemos comportarnos, sí que sabemos. También, en lo que toca a la elección del vestido.
Los abogados somos profesionales responsables y, sobre todo, hábiles. Sabemos que cómo nos arreglamos, gana voluntades. Así que, todo el mundo tranquilo. Seguiremos acudiendo a presencia de jueces y tribunales con traje y corbata, con faldas, con vestidos de formas y colores dignísimos, respetuosísimos y solemnísimos. Nos presentaremos a los juicios con la indumentaria que, pensemos, agradará al magistrado o los magistrados ante los que actuemos, o que, al menos, no perturbará su ánimo. Incluso seguiremos vistiendo toga —los que lo deseen—, ¿por qué no?
Y, para los nostálgicos de las tradiciones, serenidad. Si los abogados, todos o mayoritariamente, deciden libremente seguir usando uniforme, pues estupendo. Y si libremente dejan de hacerlo, no por eso se perderán las esencias de la profesión. Hay muchos países, significativamente los Estados Unidos de América pero también otros de la américa hispana, donde estos profesionales no visten toga u otra prenda similar y, parece ser, hacen una abogacía magnífica.
Désenos a los de aquí la oportunidad de demostrar la grandeza de que somos capaces, también en la interpretación del papel que tenemos asignado en la ceremonia de administrar justicia. Permítasenos vestir a en ella a nuestra manera. No defraudaremos. Seguro.