A Encarna Mateos; y a tantos que, como ella, dejaron esta vida a tras haber perdido el más preciado de sus tesoros: los recuerdos.
I. Planteamiento: de cómo una aparentemente intrascendente sentencia del tribunal constitucional puede hacer estallar los cimientos del juicio por delito leve y la regulación del derecho de autodefensa en el ordenamiento jurídico español
Quienes llevamos tantos años, yo ya 31, enfrentándonos a la cruda realidad de los juicios por delito leve, sabemos lo que puede llegar a doler un drástico golpe de timón en el esquema de un procedimiento que se destaca por ser el más estrecho acercamiento de la Justicia a los problemas de convivencia de la ciudadanía. Nada importa que los vientos de cambio procedan de un legislador voluntarista o de una jurisprudencia que toma sus decisiones desde el pedestal de la auctoritas que le otorga, sin duda por merecimiento propio, su alta responsabilidad. El daño será el mismo. Legislar desde la distancia de quien no se ha enfrentado a las carencias y miserias de la vida real convertidas en pretensiones punitivas es fácil; como lo es tomar decisiones jurisprudenciales que, sin dejar de poder tener un poderoso basamento doctrinal, convierten determinados ritos procesales que debían fluir con celeridad y sencillez en una auténtica pesadilla para quienes han de administrar la Justicia y quienes han de someterse a la misma.
Quienes acuden a la Justicia por un problema de convivencia vecinal, por una situación de crisis en el entorno familiar, o por ese amplio abanico y desperdigado catálogo de infracciones criminales que no tienen más denominador común que el de haber sido consideradas por el legislador, explícita o implícitamente (1) , como infracciones leves, se enfrentan a una forma de hacer Justicia que nos recuerda a tiempos pretéritos; en los que el ciudadano acudía a un representante de la Justicia a impetrar su amparo y reconocimiento, sin necesidad de la asistencia de ningún defensor versado en el arte de la aplicación del derecho. Sencillez del trámite y escasa entidad del conflicto intersubjetivo estaban detrás de la opción del legislador por convertir estos procedimientos en ejemplo paradigmático de entre los sometidos a régimen de autodefensa.
Pero es que esta poca relevancia y complejidad jurídica esconden realmente la necesidad de regular mecanismos ágiles al alcance de cualquier ciudadano para hacer valer elementales derechos en un marco de normal convivencia ciudadana. Tanto daño podría causar a la sociedad abolir los escasos delitos leves clásicos que aún recoge nuestro vigente Código Penal —CP—, como someterlos en cuanto a su enjuiciamiento a condicionantes que los conviertan en inaccesibles para toda la ciudadanía o un sector relevante de ella. Especialmente en aquellos delitos leves perseguibles exclusivamente a instancia de parte, y en los que no intervenía el Ministerio Fiscal, someter a cualquiera de las partes a la necesidad de garantizarse una asistencia letrada con un coste medio que podría superar los 300 € por juicio si resulta que excede los límites de IPREM establecidos en el art. 3.1 de la Ley 1/1996, de 10 de enero, de asistencia jurídica gratuita (LA LEY 106/1996) —LAJG—, y más en un horizonte de previsión de reiteración de hechos en el futuro, es una invitación a que no vuelva a pensar en la Justicia como una posible solución; optando por la peor de las indefensiones: no acudir a la Justicia si es la persona agraviada, o no acudir a la vista de tratarse de la persona denunciada.
Yo que pensaba haber encontrado una ponderada consideración jurídica de la regulación del derecho de autodefensa con motivo de un trabajo que publicara sobre la regulación del juicio por delito leve en el ya definitivamente malogrado último Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 22837/2020) (2) , me vi seriamente sorprendido por la publicación en el Diario La Ley de un interesante, a la vez que concienzudo, trabajo de ORTEGA CALDERÓN (3) . Reconozco que había descuidado mis saludables hábitos de visitar regularmente la web del Tribunal Constitucional a la caza de resoluciones de especial trascendencia para el desempeño de mi función jurisdiccional o para las distintas líneas de abordaje doctrinal en las que a duras penas pretendo estar actualizado; pero mi disconformidad con algunos pronunciamientos derivados de la nueva composición del Alto Tribunal de garantías constitucionales, la acumulación de trabajo y la atención a necesidades familiares estuvieron detrás de una cierta relajación en tal hábito, que me hizo verme totalmente sorprendido por una sentencia tan trascendente, y que tanto impacto podría llegar a producir en la celebración de unos juicios cuyos datos estadísticos distan mucho de ser insignificantes.
Tanta preocupación me produjo tener conocimiento de la existencia de la STC 29/2023, de 17 de abril (LA LEY 83019/2023), como leer la bien razonada conclusión del trabajo de considerar que, ante el cariz que había tomado la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el ejercicio del derecho de autodefensa, la defensa técnica en tales procedimientos había de pasar a ser, independientemente de lo que dijera la ley, constitucionalmente preceptiva. Pero he de reconocer que ese tenebrismo que inspira desde el mismo principio la tesis defendida por este primer trabajo que ha abordado de forma tan valiente el dificilísimo reto al que nos enfrenta la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023), me ha llevado a revelarme frente a lo que considero que es un preocupante reto jurídico: Sin llegar a hacer que el propio esquema del juicio por delito leve, basado en el principio de autodefensa como consecuencia directa de la no preceptividad de la asistencia letrada, se precipite al abismo, el Tribunal Constitucional convierte al juez de instrucción en una especie de ser clarividente capaz de deducir del primer contacto con las partes, sin iniciar el juicio en sentido estricto, su capacidad para asumir su propia defensa, a los efectos de poderle imponer a éstas, aun contra su voluntad, una asistencia letrada que, de no ser acreedoras del derecho a la asistencia jurídica gratuita habrán de soportar de su propio bolsillo; y todo ello frente a un esquema normativo como el propuesto por nuestro ordenamiento procesal, destacadamente decantado por someter a la iniciativa de la parte la decisión de instar la asistencia jurídica en el seno de dicho procedimiento.
Considero indispensable adentrarnos en los propios fundamentos del derecho de autodefensa, tanto a nivel del Consejo de Europa como de la Unión Europea, en los que sin duda se inspira claramente el legislador español a la hora de regular el derecho a la asistencia jurídica gratuita; y basarnos en ellos para refutar las dramáticas exigencias que impone el Alto Tribunal, hasta constreñir el juicio por delito leve prácticamente a ese asfixiante escenario que nos dibuja ORTEGA CALDERÓN, en el que no encuentra otra solución técnica que la de convertir en regla general la asistencia letrada, al menos en cuanto respecta al sujeto pasivo del proceso. Hemos de llegar necesariamente a la conclusión de que si el Tribunal Constitucional finalmente no ha optado por plantear de oficio una cuestión de constitucionalidad contra determinados preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) que regulan las condiciones defensa y postulación procesal en el juicio por delito leve, es porque está pensando en que la posibilidad de garantía de los derechos de igualdad de partes y contradicción en el ejercicio del derecho a la autodefensa es constitucionalmente posible. Que eso sea una labor tan ardua y asfixiante que, finalmente equivalga a una imposición de la asistencia letrada como dicho autor sugiere con argumentos aparentemente sólidos, es un atractivo planteamiento para quien opine, como resulta en mi caso, que sería un gran acierto general la asistencia letrada en los juicios por delito leve de la misma forma que se exige para los procedimientos ante los Juzgados de lo penal y órganos colegiados de la jurisdicción penal. Creo que, siendo plenamente respetuoso con unas normas procesales que no han sido directamente cuestionadas por la sentencia comentada, sino más bien derivadas a un panorama secundario en orden a la priorización de la aplicación de garantías constitucionales a las que aquéllas atienden, ese propio referente de la garantía de un derecho de autodefensa que también existe, permite extraer un contexto en el que el respeto de la literalidad de la norma procesal podría coexistir, como durante tantos años ha coexistido, con el nuevo horizonte que la comentada sentencia diseña. Tal entendimiento podría servir de base para garantizar tales principios de igualdad de partes y contradicción sin necesidad de acudir irremisiblemente de la asistencia técnica. No deberíamos considerar esta última como una excepción, sino convertir ambas garantías en una difícil carga de modulación de equilibrios por parte del juez enjuiciador, siempre bajo la garantía, que también lo es, de su imparcialidad.
Desde una perspectiva sin duda decididamente crítica frente a una solución propuesta por el Tribunal Constitucional en su STC 29/2023, trataremos de encontrar soluciones razonables al angustioso panorama dibujado para la celebración de cualquier juicio por delito leve en el que las partes no acudan, motu proprio, debidamente asistidos de letrado; y ello en un ínterin de incapacidad de reacción a nivel legislativo que haría que cualquier solución a nivel legislativo tardara meses en ver la luz.
II. El imposible reto de la jurisprudencia del tribunal constitucional: ¿realmente es viable mantener la posibilidad del ejercicio del derecho de autodefensa en el juicio por delito leve a la luz de lo que sostiene la STC 29/2023?
Al realizar una primera lectura de la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023), lo primero que se nos viene a la cabeza es eso de aplicar la sentencia bíblica del camello por el ojo de la aguja a la posibilidad de encontrar a un ciudadano, nacional o extranjero, que, sin conocimientos jurídicos específicos o, incluso con ellos, fuera capaz de superar el control de capacidad que impone el Tribunal Constitucional para que alguien pudiera tomar la iniciativa de ejercer su derecho a la autodefensa; que lo es. Cualquiera que haya tenido contacto con los estrados de la sala de vistas en la que celebre un Juzgado de Instrucción pronto podrá llegar a la conclusión de que en no pocas ocasiones el nivel con que se enfrentan a la vista algunos abogados dista bastante de lo que pudiera ser considerado un dechado de elocuencia y conocimiento jurídico, o incluso de capacidad efectiva de articular los medios de defensa de sus patrocinados. En otras ocasiones, y no pocas, es el propio justiciable, bien en su condición de denunciante o de denunciado, quien demuestra una capacidad, innata o adquirida por su experiencia en causas anteriores, de ejercitar su defensa con una habilidad que supera con creces la calidad del servicio prestada por aquéllos. Es, al menos en mi modesta opinión y experiencia, pecar excesivamente de prejuicio, pensar que porque un ciudadano se enfrente a un tribunal sin contar con la asistencia de un abogado no pueda ver garantizado su derecho a un juicio justo; como lo es pensar que sí se garantizará por el solo hecho de que su intervención en el juicio venga adornada por la tenue pátina de la participación de un abogado que actúe en su nombre. La garantía de ese derecho a un juicio justo al que se refiere el art. 6.1 del CEDH (LA LEY 16/1950), en su doble dimensión de las garantías de igualdad de partes y de contradicción, no se hace depender de determinadas formalidades ni exigencias que pudieran ser solventados por determinados condicionantes de control de decisiones de los justiciables, sino de una valoración global del desarrollo del juicio. Que pueda ello apreciarse en los primeros compases es algo evidente; pero la verdadera justa ponderación solo podrá garantizarse plenamente en ese juicio ex post, conclusivo. De hecho, puedo garantizarles que en bastantes ocasiones me he visto gratamente sorprendido del acierto en la estrategia conclusiva de personas que durante la vista se mostraban casi balbuceantes o en una actitud y comportamiento cercanos al ya trasnochado desacato.
La verdad es que el supuesto de hecho que analiza el Tribunal Constitucional tiene de todo menos de peculiar. Pero no por ello deberíamos renunciar a realizar un análisis del supuesto de hecho de la sentencia analizada, conforme al ritual establecido en la LECRIM (LA LEY 1/1882); para realizar una comparativa con las deficiencias de trascendencia constitucional que se destacan por el Tribunal Constitucional a modo de conclusivo, en aplicación de la doctrina que sienta previamente. Razones metodológicas harán preciso que analicemos primero estas deficiencias para, después, adentrarnos en las bases doctrinales en que se asienta.
1. El supuesto de hecho analizado y la valoración que del mismo hace el Tribunal Constitucional
Las dos denunciantes presentan sendas denuncias contra la recurrente en amparo, hermana de una de ellas, por supuestas amenazas. Los hechos, acontecidos en el exterior de una cafetería, no pueden ofrecer una mayor sencillez expositiva. La primera acusa a ésta de decirle «cabrona puta, por mi hija que te mato». En la segunda denuncia, distanciada algo en el tiempo, aunque en el mismo día, la segunda denunciante le imputa haberle dicho «puta, os vais a enterar, os voy a joder a todas». El primer hecho, de resultar probado, no parece que pudiera ofrecer una especial dificultad en poder ser tipificada como un delito leve de amenazas del art. 171.7 (LA LEY 3996/1995), primer párrafo del CP; así sería entendido sin duda en el sentir social (4) . El segundo podría debatirse entre la atipicidad de la conducta y su consideración igualmente como el mismo delito leve de amenazas; toda vez que habría que contextualizar qué podía entenderse por esa expresión de joder a todas (agredir, hacer la vida imposible, acudir a las vías legales para ejercitar una legítima pretensión…).
En la vista la parte denunciante viene asistida de abogado. La cédula de citación hacía constar expresamente al denunciado que podría acudir asistido por medio de abogado, si es que así lo desease; que debería acudir con los medios de prueba de que intentara valerse y que si no asistiera le pararía el perjuicio a que hubiera lugar en derecho; es decir, prácticamente la literalidad del mandato del art. 967.1 de la LECRIM. (LA LEY 1/1882) A la vista de que la parte contraria, dos denunciantes, acudía asistida de sendos letrados, la denunciada no solicita ni la suspensión del juicio para acudir con un abogado propio ni la designación de un abogado de oficio. Tampoco consta que la magistrada le ofreciera esta posibilidad a la denuncianda.
Durante el juicio se describe cómo los interrogatorios de partes y testigo de la acusación, sin la intervención directa de la magistrada, son dirigidos directamente por los dos abogados de la acusación; sin que la denunciada participara, interviniera en el interrogatorio de las contrarias y su testigo. Recuérdese que al art. 969.1 de la LECRIM (LA LEY 1/1882) utiliza verbos reflexivos y de forma impersonal (examen de testigos convocados; se oirá al acusado; se examinarán los testigos que presente en su descargo); lo que en la ortodoxia procesal, al menos en aquellos supuestos en que todas las partes no acudieran asistidas de abogado, haría conveniente que fuera el juez, con la sola excepción del supuesto de testigos de parte, quien hubiera de asumir el interrogatorio de las partes en primer lugar, sin perjuicio de dar el turno siguientemente a los abogados y ofrecer la oportunidad a las partes no asistidas de hacer valer preguntas por conducto de SSª (5) . Precisamente, el art. 6.3,d) del Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (LA LEY 16/1950) —CEDH— hace mención a esa doble opción del derecho del acusado a interrogar o hacer interrogar a los testigos. La denunciada propone como documental, tal y como permite el citado art. 969.1 de la LECRIM (LA LEY 1/1882), una grabación audiovisual y mensajes de Whatsapp, que son rechazados como medios de prueba, aunque se unen a la causa a los efectos de poder ser hechos valer como medios de prueba; una de las acusaciones aporta copia de una sentencia entre las partes.
Las acusaciones plantean sus peticiones de condena a penas de multa, las máximas, una de ellas indemnización de 500 € por daño moral, así como ambas una pena de prohibición de comunicación y acercamiento a sus personas y al establecimiento hostelero donde se desarrollaron los acontecimientos por tiempo de seis meses. Es de suponer que la denunciada solicita su absolución, aunque la sentencia del Tribunal Constitucional refiere que directamente se concedió a la acusada el derecho a la última palabra. Ciertamente, cuando en el juicio por delito leve el denunciado prefiere ejercitar su autodefensa, lo que en sentido técnico se define como conclusiones definitivas pasa a ser la exposición de aquello que el denunciado considere conveniente en apoyo de sus respectivas pretensiones —art. 969.1, último inciso—; y ello se suele enlazar con el ejercicio del derecho a la última palabra. Carece de un sentido práctico dar traslado para que haga alegaciones en su propia defensa frente a la petición de condena y, al menos formalmente, se le conceda un nuevo traslado para ejercitar su derecho a la última palabra: Habría gozado de este derecho al ser la última que, en persona, ha tenido la palabra antes de que se declare el juicio visto para sentencia. El derecho a la última palabra solo adquiere todo su sentido en el juicio por delito leve cuando el acusado cuenta con asistencia letrada.
El Juzgado condena a la acusada a la pena mínima de multa con una cuota diaria que se correspondería con la mitad de lo que la jurisprudencia ha considerado como un estándar medio de cuota diaria de multa (6) , con su correspondiente responsabilidad subsidiaria para caso de impago, así como una pena de prohibición de acercamiento, con distancia de 50 metros, y comunicación por tiempo de un mes (7) .
Notificada la sentencia, la condenada presenta en el Decanato de Madrid un escrito en el que, no solo solicita el nombramiento de un abogado de oficio y reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita; sino que condensa en muy pocas, pero certeras, palabras lo que podría entenderse una casi perfecta estructuración de los motivos de un recurso de apelación (8) :
«No estoy de acuerdo con la sentencia y quiero recurrir por razones que he presentado en juicio/testimonio falso de ellos/ presente la grabación/ en ningún momento habido insultos/ en ningún momento habido clientes ya que esta en el vídeo y siempre la misma persona es el testigo y siempre un trabajador suya/es el vídeo grabado y la imagen vale que mil palabras. Gracias y como he pedido que pueden coger imágenes de cámaras de seguridad en la calle»
El abogado designado interpone recurso de apelación; en el que como primer motivo se plantea, con cita de los arts. 24 de la CE (LA LEY 2500/1978) y 967.1 7 (LA LEY 1/1882)969.1 de la LECRIM (LA LEY 1/1882), la nulidad del juicio al habérsele vedado, al no estar asistida de abogado, su derecho a formular preguntas al denunciante y al testigo de la acusación, cuando sí se les permitió a los abogados de las denunciantes. Se alega igualmente, en este bloque del primer motivo de recurso, la indebida denegación de la prueba documental presentada por su cliente en la vista; haberse impedido a su patrocinada hacer uso de un trámite específico de informe; y, por último, no habérsele designado un abogado una vez conocidas las penas solicitadas, en concreto esa pena de seis meses de privación de acercamiento y comunicación, sobre la que posteriormente hablaremos. El segundo motivo de apelación se basaba en error en la valoración de la prueba, haciendo especial hincapié enla trascendencia del hecho de que se hubieran declarado impertinentes las dos pruebas documentales propuestas en la instancia. No abordaremos este segundo motivo al analizar la sentencia de apelación, al no mostrar un especial interés jurídico.
La sentencia de apelación desestima íntegramente el recurso. En cuanto al primero de los motivos, la sentencia de apelación acude al precedente de la STC 65/2007, de 27 de marzo (LA LEY 10799/2007). Considera que, ante la sencillez de tipos penales que caracteriza el juicio por delito leve, y ante el silencio al respecto de cómo podría materializarse la participación directa en los interrogatorios de las partes no asistidas de abogado, lo procedente sería que fuera el Ministerio Fiscal y abogados de las partes, y defectivamente el propio juez, quienes habrían de proceder a practicar el interrogatorio (9) . La sentencia de apelación no niega, realmente, ese derecho de la parte que ejerce su opción por la autodefensa, sino que cuestiona que el mismo pueda ser ejercitado confiriendo a las propias partes la posibilidad de interrogar directamente a sus contrarios y a sus testigos; planteando los serios problemas que ello comporta en orden al control del orden en la sala de vistas o que los interrogatorios tornen en auténticos careos o discusiones directas; de lo que concluiría diciendo que: «…de ahí que sea frecuente que no se advierta a las partes de este derecho y que los interrogatorios sean realizados por los profesionales del derecho presentes en el juicio». La sentencia acaba considerando que sí llegó a existir una irregularidad formal como consecuencia de no haberse ofrecido a la acusada la posibilidad de interrogar a contrapartes y testigo; pero que como quiera que en ningún momento aquélla solicitó interrogarles, tal derecho en ningún momento le fue denegado. La irregularidad formal detectada no habría supuesto por ello limitación alguna del derecho de autodefensa, ni se preveía una modificación del sentido de la valoración probatoria por tal no instrucción.
Si nos atenemos a lo que estableciera la sentencia del Tribunal Constitucional objeto de cita en sede de apelación, lo cierto es que no resulta difícil constatar cierto desenfoque en la aplicación de la doctrina que de la misma emana
Si nos atenemos a lo que estableciera la sentencia del Tribunal Constitucional objeto de cita en sede de apelación, lo cierto es que no resulta difícil constatar cierto desenfoque en la aplicación de la doctrina que de la misma emana: Para empezar, el Tribunal Constitucional deja claro que la ausencia de asistencia jurídica respecto de la parte que opta por ejercitar su derecho de autodefensa no ha de ser suplida por la posibilidad de darle voz para interrogar directamente a sus contrarios y testigos. El Alto Tribunal, sin duda consciente en ese momento de los problemas que ello podría acarrear en la práctica cotidiana de los juicios por delito leve, por aquel entonces de faltas, optó decididamente porque fuera el magistrado o juez que preside la sala quien canalizara estas preguntas, tras su proposición por la parte que ejercitara tal derecho. Habla, de hecho, de que las partes puedan formular «…preguntas pertinentes a través de la Magistrada que dirigía los debates»; y si bien no se indica que en tales casos debería ser el juez quien procediera al interrogatorio, no debe olvidarse que ello encontraría por razón de ser que la sentencia analiza un supuesto de falta de lesiones con intervención del Ministerio Fiscal, y en la que la parte denunciante contaba con asistencia de abogado. De no haber técnicos en derecho en la sala, es evidente que el propio sentido de la sentencia analizada nos lleva a considerar que sería el juez quien debería dirigir el interrogatorio, tanto si ninguna de las partes solicita hacer preguntas, como si lo hace. Dicho esto, el Tribunal Constitucional relaciona con la garantía de contradicción y el derecho de defensa el ofrecimiento a las partes que ejercitan el derecho de autodefensa en juicio de la posibilidad de hacer interrogar a las restantes partes y testigos; y es por ello, ante la no indicación constatada en la vista de tal posibilidad, que se concede el amparo al recurrente.
En consecuencia, y siguiendo la propia regulación del juicio por delito leve en la LECRIM (LA LEY 1/1882), y la interpretación que del ejercicio del derecho de autodefensa se realiza en la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007), nada habría obstado al Alto Tribunal para haber sostenido un pronunciamiento idéntico al desarrollado en dicho precedente jurisprudencial; insistiendo en convertir en rito procesal esa advertencia de poder hacer valer el interrogatorio de partes y testigos por conducto de SSª, como predicado del propio derecho de iniciativa probatoria que reconoce a denunciantes y denunciados el art. 969.1 de la LECRIM. (LA LEY 1/1882) Y ello por mucho que, al menos en mi opinión, pueda considerarse absolutamente razonable hacer descansar en las partes que ejercitan el derecho de defensa, al igual que se les permite presentar documentos o traer testigos en la vista, la sencilla carga de hacer constar que desean que se les haga a las restantes partes o testigos determinadas preguntas; pudiendo considerarse, según las circunstancias, mera indefensión formal el mantenerse en silencio antes o durante los interrogatorios.
A la hora de analizar el supuesto de hecho, la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) parte de una premisa desde la que desarrollará toda su nueva doctrina sobre el derecho a la autodefensa: «la garantía de la asistencia letrada puede ser constitucionalmente exigible para garantizar la igualdad de las partes y la efectiva contradicción». Es a partir de aquí cuando el derecho del justiciable tornará en deber de la autoridad de garantizar su defensa técnica, cuando constate la existencia de desequilibrios entre las diversas posiciones procesales de las partes que pudieran incidir sobre esos esenciales principios de igualdad de partes y contradicción.
El primero de los factores que es tenido en cuenta por el Tribunal Constitucional parte de la condición de denunciada en la que fue citada a juicio; y que el hecho de que su actuación procesal haya de desenvolverse en un juicio penal confiere a la exigencia de garantía de contradicción una especial proyección. Ello no significa que debamos extraer como la conclusión de tal afirmación que la asistencia letrada en términos constitucionales en el juicio por delito leve solo haya de ser garantizada a la parte pasiva del proceso penal; pues la necesidad de garantía de igualdad de partes y contradicción en un proceso en el que llegan a diluirse las condiciones de parte acusadora y perjudicado/denunciante, especialmente cuando no interviene el Ministerio Fiscal, también habrá de alcanzar a quien asume el rol de parte acusadora. El Alto Tribunal pretende destacar simplemente que la posición pasiva en el juicio por delito leve se hace merecedora de un mayor nivel garantía en ese deber que se impone al juez. Este factor, por otra parte, debe ser considerado más bien como simple estándar o referente a la hora de ponderar las circunstancias del caso.
Es en el siguiente ordinal donde el Tribunal Constitucional entrará de lleno en las peculiaridades del caso concreto. Constata cómo, de hecho, es la propia denunciada quien toma la decisión de acudir no asistida de letrado, cuando en la citación se le había advertido tal posibilidad. Solamente al conocer el sentido del fallo de la sentencia es cuando decide instar el nombramiento de uno de oficio. Se destaca igualmente cómo la recurrente «…no manifestó opción alguna en relación con el ejercicio de la autodefensa». Seguidamente describe qué debía entenderse como ejercicio de tal derecho: Hacer alegaciones; intervenir en la prueba, controlando su correcta práctica y contradiciéndola; interrogar o hacer interrogar a los testigos que declararon en su contra. Constata cómo, de hecho, su intervención en el juicio se limitó a la proposición de dos pruebas documentales que fueron rechazadas por la magistrada, y a la manifestación de la última palabra. Tal planteamiento llega a hacernos pensar si tal derecho de autodefensa debería, por tanto, ser compensado por una actitud del órgano enjuiciador tendente a recalcar e informar el contenido de este derecho al inicio de la sesión del juicio; en un contexto en el que no sería suficiente con el sentido informador de la cédula de citación. La propia sentencia se contradice a sí misma, cuando no llega a darle valor al hecho de que sí se ejercita el derecho a la autodefensa cuando pretenden aportarse como prueba soportes gráficos, aunque fueran denegados, y cómo el derecho a la última palabra permitía sin duda hacer a la acusada cuantas alegaciones tuviera por conveniente hacer en relación con el sentido de las pruebas practicadas y la concreta petición de condena que se había solicitado contra ella. Realmente, insistimos, el juicio adolecería de un favorecimiento por la magistrada de la posibilidad de que la denunciada hubiera participado en la práctica de las pruebas testificales; fue una opción de ella no instar el nombramiento de un abogado que la asistiera al ser conocedora de que las dos acusaciones acudían asistidas de letrado, e instar la práctica de los medios de prueba de que se intento valer en el acto de la vista, tal y como igualmente se le informaba en la cédula de citación. La posibilidad de cumplida instrucción de tales derechos, en definitiva, podría haberse llevado a efecto mediante su inserción en la cédula de citación; al menos en tanto en cuanto pudiera deducirse de su actitud en la vista una comprensión de tales derechos. Que se convierta en algo conveniente su salmódica referencia por el órgano sentenciador al inicio de cada vista es algo que, a la luz de tal doctrina, pasaría a ser algo más que conveniente.
Ese planteamiento de lo que debería considerarse un deber de explícita instrucción en la vista del contenido del derecho de autodefensa torna, en el ordinal siguiente, en garantía de la igualdad de partes con motivo de que la contraria acudiera asistida de abogado. Tal situación de desigualdad procesal debió generar en la magistrada una obligación de compensar la situación procesal de la denunciada. Ese deber de instrucción a la parte en aparente situación de desequilibrio, entiende, debió dar paso a un especial celo en su obligación de instruirle sobre las posibilidades de intervención en la vista con que contaba en el ejercicio de su derecho a la autodefensa. Conocimiento de éstas y capacidad de ejercitarlas se convierten en un deber para el órgano enjuiciador. Advirtió, por ello, que, ante la pasividad de la denunciada, «…tampoco el órgano judicial preservó sus posibilidades procesales, instruyéndole de sus facultades de autodefensa o informándole de una eventual suspensión del acto del juicio a los efectos de que procediera a continuar el juicio mediante abogado de su elección o con uno designado de oficio». Reforzar la garantía del derecho de defensa de quien no acude a juicio por delito leve asistido de abogado, al menos cuando la parte contraria sí lo hace, es sin duda una decisión comprensible, a la vez que plausible; y podría darse cumplimiento a esta garantía sin un especial detrimento ni para la apariencia de imparcialidad del juez, ni para el normal desarrollo de las vistas en esos interminables señalamientos de juicio por delito leve.
La asistencia jurídica gratuita está pensada, casi por esencia, en un contexto de escrupuloso respeto del principio de rogación
Pero es en esa segunda garantía de control de la capacidad de quien opta por ejercer por sí mismo su defensa, donde realmente el Alto Tribunal somete al juzgador y al propio proceso a un tensionamiento que aleja tal doctrina de una posibilidad real de cumplimiento; más allá del sencillo expediente de claudicar, imponiendo a todas las partes en el juicio la carga de acudir de abogado de libre designación o de oficio; con la importante carga económica que ello representaría, bien para los justiciables, bien para las arcas públicas, en un contexto el que, como veremos posteriormente, la asistencia jurídica gratuita está pensada, casi por esencia, en un contexto de escrupuloso respeto del principio de rogación, en aquellos supuestos en que la asistencia letrada se articula en la norma procesal como potestativa. La sentencia se atreve a analizar la actitud de la parte durante la vista y a la hora de interponer el recurso de apelación. Y del análisis de ambas fuentes acaba por concluir que de ello no podría deducirse que la recurrente «…fuera consciente del desequilibrio procesal en el que se celebró el acto del juicio o de sus posibilidades de defensa». Pero es que aún va más allá; pues esa constatación debería ir acompañada a su vez de un juicio de valor sobre si la denunciada hubiera sido capaz de ejercitar tales facultades propias del derecho de autodefensa de haber sido convenientemente instruida de ellas; o que hubieran sido viables en ese contexto de grave enemistad contra sus contrarias manifestada durante la celebración de la vista (10) . La magistrada, por tanto, debería no solo haber instruido a la denunciada de las posibilidades que tenía en su condición de tal ejercitante de su autodefensa, sino explorar si realmente era capaz de asumir tal posición procesal en un contexto de equilibrio frente a una parte contraria asistida de abogado. Ésta es sin duda la especial novedad que incorpora la sentencia comentada: un deber de control de capacidad para ejercer la autodefensa, unida al deber de imposición, que no sugerencia, de la asistencia letrada cuando ese juicio de capacidad, no permitiera atribuir a la parte tales aptitudes. Que en qué consiste este juicio ponderativo, será algo que desarrollaremos en el apartado siguiente, desde una perspectiva marcadamente critica; y más en un horizonte en el que el Tribunal Constitucional impone al juez de instrucción que tal juicio ponderativo se realice, no a la vista del desarrollo de la vista, como sería lo razonable, sino en el momento inicial del juicio.
El siguiente argumento podría ser calificado como el clásico argumento ad abundantiam. Un argumento de poco peso intrínseco que se introduce, a veces innecesariamente sobredimensionado, en el discurso argumentativo como adicional a las verdaderas razones que sustentan una determinada tesis. Se trae a colación que finalmente las acusaciones solicitan una pena de prohibición de acercamiento y comunicación, por tiempo de seis meses, que se tilda de pena menos grave, tal y como se colige del mandato del art. 33.3,i) del CP (LA LEY 3996/1995); al que une una consideración de esta pena como pena especialmente aflictiva y de contenido diverso a las penas privativas de derechos; hasta el punto de destacar cómo el art. 48.1 del CP (LA LEY 3996/1995) prevé la posibilidad de realización del control del cumplimiento de la pena a través de medios electrónicos que lo permitan. Ello en sí supone todo un reto jurídico; pues una parte muy representativa de los delitos leves admite la posibilidad de imposición de esta pena, tal y como se deduce de la lectura del art. 57.1 del CP (LA LEY 3996/1995); incluidos los tan habituales hurtos en establecimientos comerciales. Lo primero que deberíamos advertir de ello es que el Código Penal cae en cierta imprecisión técnica, por no decir contradicción, a la hora de delimitar las prohibiciones de residencia, presencia, acercamiento o comunicación como penas menos graves y leves. El art. 33.4 sí marca con total nitidez esta diferenciación; pues si para el delito menos grave la mínima expresión temporal de la pena se corresponde con los seis meses, para el delito leve se establece por tiempo de un día a menos de seis meses. Es decir: ambas normas establecen la frontera que separa una de otra sanción en los seis meses; por lo que la pena máxima que podría imponerse en el contexto de un delito leve no podría ser sino de cinco meses y veintinueve días. Sin embargo, el art. 57.3 del CP (LA LEY 3996/1995) habla de que en los delitos leves la extensión de tal pena no podría exceder de los seis meses. Se produce, en consecuencia, si acaso, una coincidencia entre el punto álgido del máximo de la pena leve con la mínima expresión de la pena menos grave. Incluso aceptando esta discordancia consecuencia de la nueva redacción del art. 57 del CP (LA LEY 3996/1995) por la LO 1/2015 (LA LEY 4993/2015), nos encontraríamos con que una pena de tal naturaleza podría ser en esa determinación de los seis meses, tanto leve como menos grave (11) . Sin embargo, el Alto Tribunal parece no haber tenido en cuenta que una norma procesal dejaría claramente resuelta la controversia: el juicio por delito leve solamente permite la imposición de penas leves —art. 14.1 de la LECRIM (LA LEY 1/1882)—; por lo que, solicitada esta pena, solamente podría ser considerada pena leve, pues en otro caso la magistrada debería haber advertido a la parte de la imposibilidad de solicitud de tal pena por su consideración precisamente como menos grave. Pero es que, además, no podemos hacer un juicio de ponderación de la garantía de la igualdad de partes y contradicción, en su variante de capacidad real para el ejercicio de la autodefensa, bajo la simple hipótesis de previsión de que alguien pudiera ser objeto de una eventual petición de pena que pudiera ser equiparable a una pena menos grave; y, además, sometido a la imposición de mecanismos electrónicos de seguimiento, cuya compatibilidad en términos de proporcionalidad con delitos leves sería seriamente discutible (12) . El desequilibrio solamente podrá ser objeto de apreciación como consecuencia de la concreta petición de parte; nunca a priori, como simple hipótesis o probabilidad. Igual podría decirse de habituales pretensiones indemnizatorias desorbitadas o cuotas multa absolutamente desproporcionadas o injustificadas cuya petición está condenada a su palmaria desestimación. Partir de esta hipótesis supondría imponer por definición la asistencia letrada, incluso contra la expresa voluntad del justiciable.
2. La nueva doctrina del Tribunal Constitucional sobre el derecho de autodefensa y su dimensión constitucional
La STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) se inspira de forma incontestable en su precedente inmediato de la también citada STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007). Sigue sus postulados fundamentales; realiza citas explícitas o implícitas, y aparenta mostrar un alto grado de sincronía con ella. Sin embargo, se enfrenta a ésta, sin dar una explicación clara ni menos convincente del cambio de rumbo, desde el momento que convierte la garantía de la igualdad de partes y de contradicción no en un objetivo que deba cumplirse a lo largo del proceso, sino en un deber en sí mismo, casi formal, que ha de imponerse a modo de ponderación inicial, casi prejuicio, sobre una capacidad de asumir la autodefensa que parece acercarse peligrosamente a la exigencia de unos conocimientos jurídicos prácticamente equiparables a los de un abogado. Se fuerza, por ello, esa garantía del derecho a un juicio justo que está detrás de las exigencias de igualdad de partes y contradicción; pero aún más importante, se introduce, forzando la propia interpretación de la normativa sobre asistencia jurídica gratuita, un concepto de preceptividad constitucional de la asistencia letrada que supera con creces el escenario dibujado por la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007). Realizaremos una comparativa de ambas sentencias para destacar dónde y de qué forma tiene lugar ese punto de inflexión que da paso a esa deriva hipergarantista hacia la que ha evolucionado el Alto Tribunal.
La plena coincidencia principia con la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007) principia con el lógico establecimiento de un vínculo de conexión entre el derecho a una defensa contradictoria y la proscripción de la indefensión. Ello se traducirá en la exigencia a la autoridad judicial competente de un especial esfuerzo en esa garantía del derecho de defensa, orientado a ofrecer a las partes contendientes «…el derecho de defensa contradictoria, mediante la oportunidad de alegar y probar procesalmente sus derechos o intereses (SSTC 25/1997, de 11 de febrero (LA LEY 2675/1997), FJ 2; 102/1998, de 18 de mayo (LA LEY 7328/1998), FJ 2; 18/1999, de 22 de febrero (LA LEY 2883/1999), FJ 3; 109/2002, de 6 de mayo (LA LEY 4898/2002), FJ 2)». Obviamente, el hecho de que la sentencia se enfrente a un juicio de faltas, actual juicio por delito leve, no supone en caso alguno una merma de esta garantía de las partes y deber de la autoridad judicial competente. La coincidencia alcanza igualmente a la exigencia de un mayor esfuerzo en el órgano sentenciador cuando uno de los justiciables acude sin asistencia letrada. Tan es así que ambas sentencias no muestran el más mínimo reparo el considerar a la defensa contradictoria como «…un derecho formal cuyo reconocimiento no depende de la calidad d la defensa que se hubiera llevado a ejercer».
La STC 65/2005 (LA LEY 11428/2005) llega a comprometer incluso al Ministerio Fiscal en este cometido de involucrarse en la garantía del respeto del principio de contradicción en el desarrollo del juicio (13) . La STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) llega finalmente a introducir esta referencia de forma explícita. Pero, además, tal y como hemos visto, introduce este factor moderador de la presencia en juicio del Ministerio Fiscal como susceptible de compensar, al menos en parte, esa carencia de capacidad de autodefensa que exige del contendiente que decide acudir sin asistencia letrada.
La coincidencia sí se mantendrá en cuanto a esa definición de la garantía del derecho de defensa a través del principio de contradicción; como que la misma integra las facultades de «…alegar, probar e intervenir en la prueba ajena para controlar su correcta práctica y contradecirla (por todas, SSTC 176/1988, de 4 de octubre (LA LEY 1115-TC/1989); 122/1995, de 18 de julio (LA LEY 13111/1995); y 76/1999, de 26 de abril (LA LEY 4905/1999)), y muy concretamente la de `interrogar o hacer interrogar a los testigos que declaren contra él», facultad ésta que el art. 6.3 d) del Convenio europeo de derechos humanos (LA LEY 16/1950) reconoce a todo acusado como regla general entre sus mínimos derechos». En el proceso penal esta garantía no haría sino enfatizarse, dada la trascendencia de los intereses en juego.
El punto de inflexión derivará realmente del especial tratamiento que dedica la STC 29/2023 al análisis comparativo de la asistencia letrada cuando es preceptiva, frente a la que lo es de forma potestativa
El punto de inflexión derivará realmente del especial tratamiento que dedica la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) al análisis comparativo de la asistencia letrada cuando es preceptiva, frente a la que lo es de forma potestativa. Es aquí el verdadero punto de arranque del distanciamiento de ambas posiciones jurisprudenciales; aunque el Alto Tribunal vuelva de nuevo al poco didáctico recurso de no exteriorizar el por qué de la deriva argumentativa, limitándose a exponer esa nueva línea como aparentemente nacida de su precedente.
No es que la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007) y sus precedentes no tomen en consideración las peculiaridades propias de la autodefensa como legítima opción de los justiciables. En ellas, y presuponiendo ésta como un auténtico derecho de opción, la cuestión se deriva hacia que en todo caso se garantice ese principio de contradicción a modo de asistencia jurídica gratuita; pero siempre en un contexto de rogación: «…cuando se opte por la defensa técnica de un Abogado de oficio por carencia de medios económicos y se ponga de manifiesto esa circunstancia con las debidas formalidades legales ante el órgano judicial». Esta jurisprudencia llega a adelantarse realmente a la actual regulación de la asistencia jurídica gratuita, cuando exigiera como factores a tener en cuenta a la hora de acceder o no el juez a la petición de nombramiento de abogado de oficio, ponderando si los intereses de la justicia sí lo exigen, «…las concretas circunstancias del caso, con especial atención a la mayor o menor complejidad del debate procesal, a la cultura y conocimientos jurídicos del solicitante [STC 233/1998, de 1 de diciembre (LA LEY 50/1999), FJ 3 b)] y a si la contraparte cuenta con una asistencia técnica de la que pueda deducirse una situación de desigualdad procesal (STC 22/2001, de 29 de enero (LA LEY 1649/2001), FJ 4)».
La STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) considera la asistencia letrada, cuando es preceptiva, como una exigencia estructural; a la que encomienda el cometido de satisfacer el fin común de toda asistencia letrada, así como «…lograr el adecuado desarrollo del proceso, como un mecanismo instrumental introducido por el legislador con miras a una dialéctica procesal efectiva, que facilite al órgano judicial la búsqueda de una sentencia ajustada a Derecho». El siguiente paso llevará al Tribunal Constitucional a establecer prácticamente una equiparación entre los supuestos de defensa preceptiva y potestativa; partiendo de la premisa, lógica sin duda, de que el hecho de que la asistencia letrada sea potestativa en un concreto proceso no hace que tal garantía de la asistencia letrada decaiga como derecho fundamental de la parte procesal. El derecho consistiría no tanto en poder autodefenderse, sino en poder optar entre la autodefensa y una defensa técnica. Hasta aquí no se produciría realmente un cisma con la jurisprudencia precedente. Pero el siguiente paso consistirá en diseñar una nueva dimensión de la asistencia letrada: La necesidad constitucional de asistencia letrada. Una nueva dimensión que podrá imponer a la parte que desea prescindir de la asistencia de un abogado, como consecuencia de que no se dieran en él los condicionantes para que pudiera ejercitar en términos constitucionales tal opción, la designación de uno que le defienda; en un contexto en el que el Tribunal Constitucional insiste en la complejidad técnica de las cuestiones jurídicas que en el proceso penal se debaten. Concluirá, por ello, afirmando que: «será constitucionalmente obligada la asistencia letrada allí donde la capacidad del interesado, el objeto del proceso, su dificultad técnica, la mayor o menor complejidad del debate procesal y la cultura y conocimientos jurídicos del comparecido personalmente, deducidos de la forma y nivel técnico con que haya realizado su defensa, hagan estéril la autodefensa que el mismo puede ejercer mediante su comparecencia personal (por todas, STC 47/1987, de 22 de abril (LA LEY 776-TC/1987), FJ 3), por más que la asistencia técnica carezca del preceptivo carácter legal».
Nada se plantea en la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) sobre la situación, bastante habitual en la práctica forense, de que el denunciado citado en legal forma opte por no acudir al acto del juicio. Es una opción legal que incluso encuentra su respaldo explícito en el art. 971 de la LECRIM. (LA LEY 1/1882) La ley permite al juez forzar su presencia, para lo cual incluso cuenta con la posibilidad de imponer una sanción económica por razón de su inasistencia —art. 967.2 de la LECRIM (LA LEY 1/1882)—; pero se condiciona a que considere necesaria su declaración. Ante el nuevo escenario que plantea el Tribunal Constitucional, difícilmente podría el juez sentenciador realizar un juicio de ponderación sobre las aptitudes del denunciado ausente para ejercitar un derecho de autodefensa al que ha renunciado de forma tan clamorosa. Llevar hasta sus últimas consecuencias la tesis de la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) podría llevarnos a la necesidad de tener que forzar la designación de un abogado de oficio al denunciado ausente que por su propia voluntad se ha generado una clamorosa situación de indefensión formal; y además en un contexto en el que posiblemente el abogado, como auténtico convidado de piedra, tendría que ejercitar su defensa incluso sin llegar a entrevistarse previamente con su cliente. La única solución lógica que pudiéramos pensar a esta auténtica paradoja jurídica no podría ser sino validar esta estrategia procesal autoasumida por quien es consciente de que no podrá defenderse si ni siquiera acude a juicio a dar su versión de los hechos. Es cierto que el art. 8.2,b) de la Directiva 2016/343 (LA LEY 3261/2016) (14) impone como garantía de los juicios en ausencia la asistencia de un abogado; pero el precepto siguiente parte de la posibilidad de que esta exigencia pueda no llegar a cumplirse, arbitrándose los remedios procesales ante tal eventualidad, y la Directiva 2016/19 (15) , como posteriormente veremos, sí permite la celebración de juicios por delito leve sin la asistencia de abogado.
Estos mismos criterios fueron ya utilizados por el precedente inicial que se cita de la STC 47/1987 (LA LEY 776-TC/1987), pero, como bien matiza ORTEGA CALDERÓN (16) , en un contexto de solicitud de asistencia jurídica gratuita; y es en este escenario en el que igualmente se debate la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007) (17) . Pero si dichas resoluciones imponían forzar la interpretación de la norma reguladora del reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita entonces vigente, lo que ahora está planteando el Alto Tribunal es que esta defensa técnica deba de ser impuesta; pudiera o no tener el justiciable derecho a la asistencia jurídica gratuita, e independientemente de si la parte que hubiera optado por ejercer su derecho de autodefensa debiera o no hacerse cargo de los costes de tal asistencia letrada. Si no se supera el estándar mínimo que propone el Tribunal Constitucional la garantía de la igualdad de partes y la contradicción solamente podría verse salvaguardada imponiendo la designación de abogado a la parte en situación de desequilibrio.
Se trata, en definitiva, de unos criterios de apreciación de la aptitud de una determinada persona para poder ejercitar el derecho a la autodefensa no ya de definición, sino de creación constitucional; por mucho que se hayan inspirado en unos criterios que en cierto modo encuentran respaldo en la actualidad en la LAJG (LA LEY 106/1996). Lo primero que destaca de éstos es que se huye del referente de la realidad de que la otra parte venga asistida de abogado como criterio definidor de esa necesidad constitucional de asistencia letrada, para convertirse en un factor adicional de naturaleza externa; marcando claramente la diferencia en este sentido con lo que nos propusiera el precedente de la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007). Y es que el legislador se centra, de forma casi única y exclusiva, en las aptitudes del interesado para afrontar su autodefensa. Aptitudes que se diversifican entre lo que podríamos definir como aquéllas que afectan al ámbito sustantivo del objeto del proceso (capacidad, objeto del proceso, dificultad técnica, cultura y conocimientos jurídicos) y aquellas otras que atañen a sus habilidades para desenvolverse en el foro en función de tales condicionantes (mayor o menor complejidad del debate procesal) (18) .
Pero no nos hemos de llevar a equívoco: que el Tribunal Constitucional eleve tanto el listón, haciéndolo desde la perspectiva de una presunción de mayor dificultad técnica del conocimiento jurídico en el ámbito del derecho sustantivo y procesal penal, no significa en modo alguno que hayamos de claudicar hasta el punto de concluir que, simplemente, la autodefensa ha pasado a ser una entelequia jurídica. El Tribunal Constitucional no ha sido capaz de dar un paso adelante que, de forma prácticamente inevitable, le hubiera llevado a la necesidad de plantear de oficio una cuestión de constitucionalidad que enmendara todo el régimen de potestatividad en la asistencia letrada en la jurisdicción penal.
Precisamente porque el Tribunal Constitucional es consciente de que el actual juicio por delito leve es un procedimiento conciso, simple y ausente de solemnidades, y en el que rige un destacado principio de concentración, se abre a la posibilidad de que los interesados puedan copar esas aptitudes que la sentencia exige; y que no pretenden cubrir el estándar de actuación exigible a un abogado en ejercicio. No se trata de que el interesado pueda recitar de memoria los distintos criterios exoneradores de un título de imputación objetiva; tenga criterio propio sobre la existencia de un elemento subjetivo del injusto en determinadas infracciones patrimoniales o maneje con soltura la jurisprudencia sobre los límites de la tipicidad en los delitos leves contra las personas. El debate jurídico en los juicios por delito leve, incluso aquellos en los que intervienen abogados, no suelen ir mucho más allá del manejo de expectativas procesales en función de los medios de prueba con que acuden a juicio. Y esa característica desformalización del proceso hace que, teniendo en cuenta esa actitud de compensación que se exige al juez competente, se permita que un cierto nivel de capacidad de discernimiento y desenvolvimiento en sede judicial, más que un determinado nivel de cultura jurídica, pueda mostrarse suficiente para alcanzar dicho estándar. Yéndonos de nuevo al supuesto de hecho analizado, es evidente que ese concepto de amenaza que es manejado por nuestro entorno social se acerca bastante a su concepto jurídico; lo que no sucedería sin duda si lo que pretendemos es celebrar un juicio por una imprudencia menos grave en el ámbito sanitario o incluso de la seguridad vial. Son las circunstancias del caso y la forma de desenvolverse el interesado no asistido de abogado en la vista las que habrán de definir si el mismo tiene o no aptitud para ejercitar su derecho a la autodefensa, como opción que le permite la ley; no un planteamiento de un alto estándar de conocimiento jurídico respecto de todos los factores que influyen en el enjuiciamiento.
Pensar que con ello estamos haciendo frente al reto al que nos enfrenta el Tribunal Constitucional, sin embargo, sería pecar de simplismo. El precedente de la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007), no olvidemos, bajo un esquema de sometimiento de la asistencia jurídica gratuita bajo el principio de rogación advertía de la conveniencia de que el interesado que pretendiera valerse de abogado de oficio lo hiciera lo más tempranamente posible; evitando así, en la medida de lo posible, la suspensión de actos judiciales, con el detrimento que ello supondría a otros intereses constitucionalmente relevantes, tal y como el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas del resto de las partes procesales. Pero igualmente, tal afirmación habría de contextualizarse en el momento en que el interesado pretendiera hacer valer su derecho a la asistencia letrada; lo que daba pie a la posibilidad de que la situación de conflicto se planteara, incluso a sugerencia del órgano enjuiciador, a la vista del desequilibrio manifiesto en que se estuviera desarrollando el debate, tanto durante el desarrollo de la vista, como en sede de conclusiones, o como consecuencia del sentido desfavorable para el interesado de la sentencia de instancia. Es aquí donde el carácter rupturista de la sentencia alcanza una de sus máximas expresiones: Precisamente para evitar esas eventuales suspensiones derivadas de la constatación de que el interesado no asistido de abogado y que no ha solicitado la designación de uno de oficio carece de capacidad para ejercer su autodefensa al nivel exigido por el Alto Tribunal, el pronunciamiento del juez sobre la necesidad de asistencia letrada de una de las partes debe llevarse a efecto, atendidas las circunstancias concurrentes, en el momento inicial del juicio.
Este es precisamente el pronunciamiento del Tribunal Constitucional que ha de someterse a una más severa crítica. Nótese que la sentencia huye de otras soluciones jurídicas basadas en la garantía del derecho a un juicio justo y que permitieran retrotraer las actuaciones, desde el momento en que se hubiera constatado la situación de desigualdad; y por ello acude a la solución del pronunciamiento previo, ante la constatación de que de poco serviría nombrar un abogado en sede de conclusiones. Olvidando que la imposición de la asistencia letrada por criterio constitucional obedece precisamente a esa finalidad de garantía del derecho a un juicio justo, se acude a esta solución del pronunciamiento previo poniendo en valor un principio de seguridad que no se define con nitidez; y que difícilmente podría contraponerse a la garantía de igualdad de partes y contradicción que estaría detrás de pronunciamientos anulatorios como el del precedente precisamente de la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007). Pensar que el juez, a la vista de cómo acuden las partes a la sala de vistas, cómo se sientan y cómo se presentan puede tomar una decisión fundada de si una determinada persona está capacitada para ejercitar su derecho de autodefensa es, simplemente imposible. Afirmar lo contrario sería imponer al juez, o bien la solución más sencilla de considerar que siempre es precisa la intervención de un abogado por apreciar que no ha quedado acreditada la capacidad de la parte para ejercer su autodefensa (no olvidemos que la sentencia basa en parte su argumentación estimadora del amparo en que no se acreditó por la magistrada que la acusada gozara de tal capacidad), o actuar por medio de intuiciones, sesgos o prejuicios. No puede someterse a las partes a una especie de test de cultura jurídica y capacidad práctica para aplicarla, como base para su decisión sobre la capacidad de autodefensa de éstas. Los desequilibrios o carencias de aptitud, tanto internos como externos, solo pueden apreciarse constante la celebración del juicio; y una vez que la autoridad judicial hubiera fracasado en su intento de tratar de compensar estos desequilibrios. En cualquier otro caso no pasarían de un nivel de simple opinión o intuición que el propio Tribunal habría tildado de insuficiente. Obrar de este modo, interrumpir la vista una vez que se constata que la situación de desequilibrio o incapacidad es insalvable resulta sin duda más ponderado, a la par que conveniente. La advertencia de la sentencia en este sentido de exigir un pronunciamiento, y, además, fundado, sobre la capacidad de la parte que ejerce su derecho de autodefensa, debería ser entendida como un desiderátum; compatible como tal con decisiones tomadas durante el desarrollo de la vista, con potencialidad de forzar una retroacción de las actuaciones desde el momento mismo en que se constatara una situación de desequilibrio entre las partes.
La mejor prueba de que esta posibilidad de compensación puede desplegarse durante la celebración de la vista se encuentra en el hecho de esa potencialidad de equilibrio que puede derivarse de la intervención de un Ministerio Fiscal «…cuya función constitucional, es la de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley (art. 124.1 CE (LA LEY 2500/1978)), alejado por tanto de la defensa de los intereses de las partes». Es de destacar cómo la actuación previa al juicio del Ministerio Fiscal, aparte de la potestad que tiene de instar el archivo de determinadas causas por delito leve en función del principio de oportunidad —art. 963.1 (LA LEY 1/1882),1ª de la LECRIM—, se limita a dar un visto a la calificación provisoria de los hechos; y que su definición sobre el ejercicio de la acusación pública no tendrá lugar sino en sede de conclusiones (19) . Además, la propia ponderación del factor exógeno de la asistencia letrada de una contraparte es clara muestra de que la sentencia no basa el juicio de capacidad para afrontar el juicio solo en las condiciones o aptitudes de la parte que acude sin abogado; que ello atiende a una funcionalidad de garantizar en todo caso un juicio justo, adornado de los principios de igualdad de partes y contradicción.
En definitiva: Podemos extraer de la argumentación jurídica de la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023) las siguientes conclusiones:
- 1. El órgano enjuiciador de un juicio por delito leve ha de asumir un especial papel protagonista en la garantía del derecho a un juicio justo, en sus variantes de igualdad de partes y contradicción. Deberá compensar en la medida de lo posible situaciones de desigualdad que aprecie, bien dirigiendo el debate jurídico y los interrogatorios, bien informando, desde su delicada situación de apariencia de imparcialidad en que habrá de desenvolverse, a la parte en aparente posición de desequilibrio sobre posibles opciones jurídicas que pudiera tener a su disposición, incluida la posibilidad de demandar la asistencia de un abogado que le defienda.
- 2. En tanto en cuanto alguna de las partes acuda sin ser asistida de abogado, debe ser convenientemente instruida de su derecho a hacer alegaciones, acudir con, o proponer, medios de prueba propios; interrogar o hacer interrogar a la parte contraria y testigos, y plantear conclusiones en la fase final del plenario.
- 3. El juez debe, preferentemente al inicio del juicio, tomar una decisión sobre si la parte que ha optado por ejercer su derecho de autodefensa cumple con el estándar de capacidad adecuado para su debido desempeño, en base a los criterios establecidos en la sentencia (la capacidad de la parte interesada, el objeto del proceso, su dificultad técnica, la mayor o menor complejidad del debate procesal, la cultura y conocimientos jurídicos de quien ha comparecido personalmente, deducidos de la forma y nivel técnico con que haya ejercitado su autodefensa); estándar que, obviamente, no impone que aquélla tenga un conocimiento jurídico equiparable al de un abogado en ejercicio, sino una capacidad real de poder hacer valer y defender sus pretensiones y articular sus medios de prueba.
- 4. Ante la constatación de que el nivel de capacidad del justiciable que acude sin abogado no puede ser objeto de compensación, la autoridad judicial habría de advertir a la parte afectada de la posibilidad de, con suspensión del juicio, pode acudir en su reanudación con abogado de libre designación o con uno de oficio.
- 5. La proscripción de este desequilibrio procesal habría de poder imponerse a la propia parte, aun frente a su posición contraria; pues de otro modo tal situación no deseada desde el punto de vista constitucional, con repercusión en la garantía del derecho a un juicio justo, se perpetuaría.
III. Autodefensa y garantía del derecho a un juicio justo desde el punto de vista de la legislación positiva española y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
Esa dicotomía entre la garantía legal de la asistencia letrada como meramente potestativa en el juicio por delito leve y la garantía constitucional de la asistencia cuando en su seno no se dan los presupuestos para la celebración de un juicio en condiciones de debida igualdad y contradicción es lo que marca realmente esta nueva posición que nos plantea la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023). Que el Alto Tribunal lo haya impuesto incluso contra lo que establece la ley, pero sin atreverse a cuestionar la inconstitucionalidad de la norma, nos enfrenta a un reto jurídico de difícil solución en su aplicación en la práctica forense cotidiana.
La LECRIM (LA LEY 1/1882), como sabemos, trata en su art. 967.1 la cuestión de la asistencia letrada potestativa en el delito leve como como una facultad de elección; en la que las partes, no necesariamente solo el denunciado, han de escoger si actúan o no debidamente asistidos de un abogado de libre designación o solicitan uno de oficio. Aunque la norma no lo diga, pues será consecuencia del contraste con el mandato del art. 6.3 de la LAJG (LA LEY 106/1996), la petición de abogado de oficio, lege data, y conforme a la interpretación de la norma por parte de la referenciada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, exigirá al juez de instrucción competente tomar una decisión al respecto, ponderando si concurre alguna de las circunstancias descritas en las dos letras de dicho apartado; es decir: La garantía de la igualdad de partes en el proceso, o, en clara sintonía con buena parte de los criterios manejados por la jurisprudencia constitucional para la realización del test de capacidad del solicitante, «…en atención a la entidad de la infracción de que se trate y las circunstancias personales del solicitante de asistencia jurídica». La posibilidad de imponer la designación de un abogado solamente está pensada en un escenario de preceptividad; de suerte que, siendo preceptiva la designación. no designado éste por el investigado o acusado, debe procederse a su designación de oficio, sea o no procedente el reconocimiento del derecho a la justicia gratuita —arts.118.3 (LA LEY 1/1882), 520.5 (LA LEY 1/1882) y 784.1 de la LECRIM (LA LEY 1/1882)—. El perjudicado/denunciante debe necesariamente ser asistido de abogado y representado por procurador si pretende ejercitar la acción penal como acusación particular o privada en todas las causas penales; con la sola excepción de los delitos leves. En consecuencia, solamente interpretando, como ha hecho el Tribunal Constitucional en su STC 29/2023, que esa situación de falta de aptitud en un interesado, que no necesariamente denunciado (20) , genera una necesidad de asistencia letrada de raigambre constitucional, podríamos entender la existencia de una situación de preceptividad de la asistencia letrada; pero pagando el precio de no aplicar el taxativo mandato del art. 6.3 de la LAJG (LA LEY 106/1996).
Es aquí donde nos encontramos con el más difícil reto al que nos confronta la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023): Incluso expandiendo como se expanden los distintos supuestos de procedencia de designación de abogado de oficio en el juicio por delito leve, conforme un precepto, el art. 6.3 de la LAJG (LA LEY 106/1996) claramente inspirado en el art. 6.3,c) del CEDH (LA LEY 16/1950), no podríamos dejar atrás que tanto la LECRIM (LA LEY 1/1882) como esta ley parten de la base de la aplicación de un principio de rogación; que, cuando la asistencia letrada se define por el legislador como potestativa, es el interesado quien debe solicitar una designación de abogado de oficio, y no el juez imponérsela.
De la sola lectura de la LAJG no podríamos extraer ninguna norma que permita asumir esa idea de una asistencia letrada forzada en un contexto de potestatividad, de facultad de elección entre la autodefensa o la designación de un abogado Efectivamente, de la sola lectura de la LAJG (LA LEY 106/1996) no podríamos extraer ninguna norma que permita asumir esa idea de una asistencia letrada forzada en un contexto de potestatividad, de facultad de elección entre la autodefensa o la designación de un abogado. El art. 2, en sus apartados h) e i) desarrolla una relación de circunstancias en las que determinadas personas pueden, en virtud de concretas cualidades subjetivas o por la naturaleza del hecho objeto de investigación, ser acreedores de la designación de un abogado de oficio, independientemente de sus ingresos económicos; pero la designación se hace depender de que así lo insten, bien porque decidan ejercer las oportunas acciones penales o civiles, bien por que pretendan hacer valer otros beneficios relacionados con el reconocimiento de tal derecho. La norma no lo especifica realmente, pero obviamente esta asistencia letrada no se ha diseñado en un contexto de imposición al beneficiario; quien puede o no hacer uso de esta auténtica prerrogativa dirigida a garantizar una tutela efectiva de personas sin duda acreedoras de tal tratamiento. Hay que esperar al art. 5, en sus apartados 1 y 2, para encontrar una primera referencia clara al carácter rogado del reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita, como vía para la designación de un abogado de oficio al solicitante que acredite estar bajo el umbral de determinados niveles de ingresos. El precepto define al titular de este derecho como solicitante. El art. 6.1 despejará toda duda en cuanto al empleo de esta voz solicitante, cuando al definir el contenido de este derecho nos habla del asesoramiento y orientación gratuitos previos al proceso en favor de «…quienes pretendan reclamarla tutela judicial de sus derechos e intereses». En la misma línea, el art. 12.1 vuelve a emplear la voz solicitante del derecho a la asistencia gratuita; ídem el art. 17.1. Podríase plantear una disociación entre la petición de la asistencia letrada de oficio y la tramitación del reconocimiento de la asistencia jurídica gratuita; pero es que en cualquier caso esa opción jurídica que sí existe de designar a un abogado por el turno de oficio de solventes no dejaría de ser una opción por la asistencia letrada en un contexto de potestatividad; que además sería perfectamente equiparable a una libre elección. Lo que menos importa en este sentido es si el interesado pretende exonerarse del pago de los honorarios de un abogado. Se trata de determinar si el mismo decide acudir asistido de abogado; y que, lege data, solo a él le correspondería tomar esa decisión, vea o no reconocido su derecho a la asistencia jurídica gratuita. Nuestro ordenamiento procesal no encuentra un basamento normativo en el que poder fundamentar una imposición de asistencia letrada a la parte que hubiera decidido acudir a un juicio por delito leve como no fuera porque así lo instara; y esa era la solución que proponía por nuestro Tribunal Constitucional hasta su STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007). Nos enfrentamos ante una confrontación de resoluciones que no necesariamente habría de solventarse optando por la más reciente; y más en un contexto en el que la evolución trata de hacerse camino con la cita de unos precedentes que, francamente, la contradicen. Sacar conclusiones exclusivamente a la luz solo de la nueva sentencia del Tribunal Constitucional sería, al menos en mi modesta opinión, discutible, al menos a falta de nuevas resoluciones que confirmaran esa nueva línea interpretativa.
Pero, ¿podemos afirmar que la nueva posición jurisprudencial del Tribunal Constitucional sobre el reconocimiento del derecho a la autodefensa en los términos definidos en el art. 6.3,c) del CEDH (LA LEY 16/1950), coincide con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos —TEDH— sobre la materia? El Tribunal Constitucional, al menos en los últimos años, se ha caracterizado por, cuando menos, analizar la doctrina jurisprudencial del TEDH, en los asuntos sobre los que ha de resolver; y ello con mayor o menor detalle o actualización, en un panorama de difícil absorción de la ingente jurisprudencia que dicho Tribunal publica prácticamente a diario. En este supuesto, sin embargo, y pese a haber numerosos precedentes jurisprudenciales que podrían servirles de referencia, prefiere resolver la cuestión desde una perspectiva exclusivamente de derecho interno.
Ni siquiera se preocupa de analizar la cuestión desde el punto de vista del Derecho de la Unión Europea; cuando el art. 4 de la Directiva (UE) 2016/19, utiliza el mismo criterio del cuando el interés de la justicia así lo requiera que se emplea en el art. 6.3,c) del CEDH (LA LEY 16/1950) (cuando los intereses de la justicia así lo exijan), y lo hace sin duda en un contexto en el que la posibilidad de escenarios en los que la persona interesada sea quien tome la decisión de acudir a juicio sin asistencia letrada, ejerciendo su derecho a defenderse por sí mismo que se recoge el inicio de la misma letra del apartado 3 del art. 6 del CEDH (LA LEY 16/1950), hubo de ser tenida en cuenta por el redactor de la Directiva, como concretamente se justifica en sus considerandos. Y es que el Considerando 13 de la Directiva, anticipando la posibilidad que se reconoce a los Estados miembros de excepcionar la obligación de garantía de la asistencia letrada en supuestos de delincuencia leve, aunque con aplicación de idénticos criterios propios de la llamada evaluación de méritos (21) , llegará a concluir diciendo que: «Siempre que se respete el derecho a un juicio justo, será posible considerar no superada la evaluación de méritos en el caso de determinadas infracciones leves». Es la garantía de un juicio justo, no necesariamente la aptitud más o menos adecuada de un justiciable para ejercer su derecho a la autodefensa, la que determinaría, según criterio de la Directiva (UE) 2016/19, la procedencia del necesario reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita. Este mismo planteamiento hará que en el Considerando siguiente se supedite esa idea de la garantía de un juicio justo a su consideración como tal conforme a lo establecido en el citado art. 6.3,c) del CEDH (LA LEY 16/1950) (22) ; donde, recordemos, el derecho a la autodefensa viene expresamente reconocido como una opción jurídica plenamente válida.
La jurisprudencia del TEDH (23) , que solía relacionar el concepto de autodefensa con una garantía de que la persona encausada pudiera desplegar sus argumentos y medios de prueba tanto en sede de investigación como de enjuiciamiento (24) , no llegaba a encontrar ejemplos en los que precisamente ese criterio de la exigencia de la asistencia jurídica gratuita se hiciera depender de ese criterio delimitador del «…cuando los intereses de la justicia así lo exijan». Se hablaba, por ello, de un amplio margen de apreciación por parte de los Estados miembros, en cuanto respectaba a cuestiones que atañían al alcance y contenido del derecho a la asistencia letrada de oficio; exigiendo tan solo que la garantía de los derechos del justiciable fuera real y efectiva –STEDH, Gran Sala, de 9 de noviembre de 2018 (caso BEUZE v. Bélgica; asunto 71409/10) (25) . La elección del legislador nacional debería ser concorde con los requerimientos del derecho a un juicio justo; de suerte que tales derechos no pasaran a ser teóricos o ilusorios, sino prácticos y efectivos –STEDH, Secc. 3ª, de 25 de julio de 2017 (caso M. v. Países Bajos; asunto 2156/10). La renuncia a la asistencia letrada no llega a ser negada como posibilidad jurídica. De ello se deducía que podrían ser compatibles con el mandato del art. 6.3,c) del CEDH (LA LEY 16/1950) procesos en los que el acusado asumiera su propia defensa. Pero se exige de forma contundente que esta renuncia fuera inequívoca; y que no fuera en contra de un interés público relevante, entre el que se encontraría precisamente el derecho a un juicio justo –SSTEDH, Secc. 4ª, de 28 de junio de 2005 (caso HERMI v. Italia; asunto 18114/02), y Secc. 1ª, de 15 de octubre de 2009 (caso PREŽEC v. Croacia; asunto 48185/07). De nuevo es la garantía del juicio justo lo que está detrás de la necesaria exigencia de la asistencia letrada en aquellos supuestos en que la intervención de un abogado no fuera preceptiva.
Habrá que esperar a la STEDH, Secc. 5ª, de 22 de noviembre de 2018 (caso D.L. v. Alemania; asunto 18297/13), aunque aparentemente bajo el presupuesto de una previa petición de parte, para encontrar un referente claro e incontestable para definir cuáles son esos determinantes que dan forma a un concepto jurídico indeterminado tan aparentemente impreciso como es el de las exigencias de los intereses de la justicia, en relación con la existencia de previsiones legales que eximan de la asistencia letrada gratuita aunque fuera demandada por el propio justiciable. La sentencia parte, obviamente, del presupuesto de una situación de carencia de recursos para poder asumir los gastos de una defensa de libre designación; a la que añade, además, la necesidad de una ponderación conjunta de los hechos, teniendo para ello en cuenta, entre otros, la gravedad del delito y de la posible pena, la complejidad del caso y la situación personal del demandante (26) . El hecho de que en el supuesto analizado la asistencia letrada no fuera preceptiva (27) permitió constatar cómo tales soluciones legales podrían ser acordes a las exigencias de los intereses de la justicia a que se refiere dicho precepto.
Pero ni la opción por la autodefensa ni la garantía de la designación de un abogado de oficio a quien lo reclamare careciendo de recursos económicos para hacer frente a sus honorarios coparían, entiende el TEDH, dan cumplimiento por sí mismas, a la exigencia del derecho a un juicio justo en su vertiente de igualdad de armas –STEDH, Secc. 5ª, de 22 de noviembre de 2018 (caso DL v. Alemania; asunto 18297/13); lo que habría de suponer la garantía de que cada parte disponga de las mismas oportunidades razonables de presentar su caso en condiciones que no le sitúen en una desventaja sustancial frente a su oponente y que disponga de la oportunidad de conocer y comentar/contradecir las observaciones presentadas y las pruebas aportadas por la parte contraria, con el fin de influir en la decisión del tribunal. Esta garantía de igualdad llega a sobreponerse incluso a la propia actitud del abogado de oficio asignado en aquellas situaciones en que las carencias en el ejercicio del derecho de defensa se muestran manifiestas o ha llegado a conocimiento del Tribunal de algún otro modo –STEDH de 21 de abril de 1998 (LA LEY 49015/1998) (caso DAUD v. Portugal, asunto 22600/93), con cita de la STEDH de 19 de diciembre de 1989 (caso KAMASINSKI v. Austria; asunto 9783/82) (28) .
Es aquí donde nuevamente hemos de retomar el análisis de la STC 29/2023 (LA LEY 83019/2023). La misma confunde, da un tratamiento unitario, diversas garantías como son la de la defensa técnica letrada y de un derecho a un juicio justo y equitativo; desde el momento en que está presuponiendo que por el solo hecho de que se constate que una de las partes en un juicio por delito leve no posea aparentemente las aptitudes adecuadas para hacer frente a las peculiaridades del enjuiciamiento al que se enfrenta, ya se estaría produciendo esta situación de desequilibrio como exigencia indiscutible del nombramiento de un abogado. El desequilibrio debe existir materialmente, y constatarse en el curso de la celebración de la vista. Y solo cuando el juez competente no pueda aplicar las convenientes medidas de compensación de esa desigualdad entre las partes, sería cuando podría definirse una situación de desequilibrio realmente afectante al derecho a un proceso equitativo.
Precisamente, la STS 383/2021, de 5 de mayo (LA LEY 37409/2021) (29) , realiza un interesante estudio del conocido como estándar Strickland (30) ; como criterio hermenéutico para definir cuándo pudiera verse afectado el derecho a un juicio justo. Independientemente del rigor con que pretendamos aplicar esas reglas de ponderación relacionadas con la forma en que se desarrollara la defensa en una determinada causa, nuestro Tribunal Supremo, aun haciendo en esencia propias tales reglas a falta de un estándar propio tanto a nivel nacional como europeo, parte de un análisis ex post de las circunstancias en que se desenvolvieran las actuaciones previas al juicio y el juicio. Es más, la carga de acreditar el carácter ineficaz de la defensa se hace recaer en quien lo alega; no en un juez que, de forma apriorística y sin verdaderos elementos de convicción, hubiera de pronunciarse sobre la capacidad o aptitud de quien acude a un juicio por delito leve optando por la autodefensa.
Esta es precisamente, en esencia, la solución que nos plantea la STC 65/2007 (LA LEY 10799/2007), bajo la premisa de una petición expresa de asistencia letrada por parte del justiciable, la que más se ajusta a estos estándares de garantía del juicio justo predicados por la jurisprudencia del TEDH; que insistimos, parte de la comprobación en sede de celebración de la vista de esa situación de desequilibrio imposible de solventar. No negamos que el juez pueda interrumpir la sesión haciendo constar tal apreciación, a la vez que ofreciendo a la parte en desequilibrio la posibilidad de acudir debidamente asistida de letrado, pudiendo incluso imponerla ante la pasividad de ésta; pero tal circunstancia debe ser demostrada, y no conocemos otra forma de demostración que mediante el inicio de la vista y su comprobación empírica. Todo lo demás es forzar un casi imposible jurídico, en el que el juez sentenciador se vería constreñido a acudir a la válvula de escape de no reconocer a nadie capacidad para autodefenderse para así poder celebrar sus juicios sin el temor de una ulterior anulación por falta de garantías en orden a la igualdad de las partes y el principio de contradicción.