I. La (des)protección de los autores en la antigüedad clásica
Con anterioridad a la época grecorromana no existen fuentes fiables que permitan sostener la existencia de algún tipo de derechos de autor, siquiera embrionarios, para las obras literarias de la antigüedad (2) . Sin embargo, algún autor encuentra en pueblos primitivos alguna forma de propiedad literaria, basada en el principio de que la propiedad estriba en el trabajo, como era el caso de «los Negritos» o los Bosquimanos (3) .
Los textos de la Antigua Grecia tampoco son concluyentes en cuanto este tipo de derechos, sin perjuicio de ciertas referencias literarias que no permiten sostener la existencia de una regulación ad hoc (4) .
La situación en la Roma clásica era similar, pues las obras culturales no eran productivas económicamente per se, sino que el autor, más interesado en la fama (5) , obtenía sus ingresos del mecenazgo o de su alta condición social, las funciones honoríficas remuneradas o de los oficios prestados al emperador. Por tal motivo no se legisló sobre las creaciones intelectuales y, en consecuencia, el autor no disponía de ningún derecho reconocido (6) , con independencia del derecho de propiedad que tuviera sobre el soporte (7) . En este sentido, la obra no era una entidad separable de su soporte físico (8) . Al soporte se le aplicó el concepto de specificatio, de modo que lo relevante es de quién es la propiedad de la cosa material (9) . Sobre esta cuestión, la postura de los juristas romanos del periodo clásico se dividía, según la escuela (10) : los sabinianos daban preeminencia al material sobre la creación; y los proculeyanos enfatizaban la preeminencia de la forma sobre la materia (11) . La opinión generalizada fue que el dueño de la materia lo era también de la que en ella se haya escrito, que tendrá por lo tanto un valor accesorio, de modo similar a lo que ocurre con la accesión.
Al carecer de derechos patrimoniales sobre la obra intelectual, el ordenamiento jurídico romano no distinguía entre corpus mysticum –la creación intelectual– y corpus mechanicum –el objeto al que la creación se incorporaba–. Así, la propiedad de la obra era del propietario del soporte, porque no había aparecido todavía el valor económico de la obra como separado del valor de aquel (12) . El autor, al vender el manuscrito, vendía también cualquier tipo de derecho que él tuviera sobre la obra, por lo que el contrato entre el autor y el editor era un contrato de compraventa de un bien mueble, el manuscrito (13) . Los romanos no concebían que los frutos de la inteligencia pudiesen ser objeto de derechos y, por tanto, de protección legal (14) .
Sin embargo, había aparecido una forma de edición de libros, que permitía la publicación de las obras más importantes, de modo que el autor tenía una suerte de «derechos patrimoniales» sobre esta. Estos derechos podían cederse a los librarii o bibliópolas al venderse el manuscrito. Por lo tanto, la venta no solo tenía como objeto el manuscrito, sino también ciertos derechos, como el de efectuar copias y distribuirlas entre el público, es decir, la publicación y la reproducción, con las que el editor obtenía beneficios como consecuencia de la propiedad adquirida del manuscrito (15) . Aunque no existía ninguna regulación legal que permita suponer la existencia de una cesión exclusiva de la obra del autor al editor, al menos debió existir una regulación de facto por la que el editor pagaba un precio al autor, este le transmitía el manuscrito y se comprometía a no transmitírselo a nadie más (16) .
La reproducción de las obras, por lo tanto, se realizaba a través de la copia manual, que estaba organizada en los talleres de copistas, en los que los amanuenses –generalmente, esclavos– ejecutaban la copia encargada por los vendedores de libros, por los autores o por cuenta del escribano. Estos talleres de copistas, amanuenses o escribas (17) podían considerarse una especie de «editores» (18) y copiaban manuscritos al dictado (19) . De esta forma, un tipo de «edición» de libros estaba en funcionamiento (20) , pues aunque no hubiese imprenta y las copias se hicieran a mano, estas se realizaban por forma rápida, hasta el punto de conseguir tiradas de mil o más ejemplares (21) . Sin embargo, no existía un contrato de edición en sentido moderno, por el que el autor reciba un precio, como tampoco un derecho exclusivo del editor o librero frente a otros copistas (22) .
Por otra parte, con relación a los derechos morales, autores como MARCO MOLINA señalan que existen unos escritos clásicos en los que se defiende la exclusividad del autor para decidir la divulgación de la obra, y otros en los que se proclama el derecho de paternidad (23) . Estos autores señalan que en los textos literarios se observa, particularmente en Marcial, la crítica a los «plagiarios». El plagium (24) era un ilícito penal creado por la lex Favia de plagiariis, consistente en vender un hombre libre como esclavo (25) , esto es, se castigaba a los ladrones de niños, de esclavos o de hombres libres (26) . El plagium no era por tanto una infracción derivada de una copia sin autorización, pero el uso como recurso literario de Marcial en su conocido Epigrama I, 52, identificando al plagiario Fidentinus –que usurpaba e imitaba fraudulentamente las obras y al que califica de «ladrón» (27) – con quien sustrae su obra ha prendido en la cultura occidental (28) . Los plagiarios, en definitiva, eran mal vistos, pues los autores tenían conciencia de que podían decidir sobre la divulgación de su obra.
En la Roma clásica, el autor es libre de publicar la obra, y, a pesar de que no existía un derecho de autor propiamente dicho, se consideraba que la obra le pertenecía
De lo anterior se desprende que, en la Roma clásica, el autor es libre de publicar la obra, y, a pesar de que no existía un derecho de autor propiamente dicho, se consideraba que la obra le pertenecía, por lo que la usurpación de la paternidad o la publicación inconsentida eran consideradas ilícitas. La forma de proteger esta autoría se basaba en dos acciones: por un lado, a través de la actio injuriarum, frente a la publicación no autorizada; y, por otro lado, a través de la actio furti, contra la publicación abusiva cometida a través de un atentado al manuscrito (29) .
Sin embargo, esta protección no es suficiente como para poder sostener la existencia de un derecho moral sobre la obra, pues la regulación romana solo se basaba en acciones sobre la propiedad del manuscrito. No hay constancia escrita de disposiciones legales que protejan la propiedad intelectual ni la existencia de acciones judiciales contra quien haya divulgado una obra sin la autorización de su autor, reproducido sin su consentimiento una obra ya publicada o atribuido falsamente su autoría.
En definitiva, en la Roma clásica la protección de los derechos de autor no tuvo regulación positiva, aunque estos derechos se manifestasen en las relaciones de los autores con los bibliópolos. Y así, como Marcial, a falta de un ordenamiento protector, los autores solo podían defender la paternidad de sus obras mediante la denuncia de la conducta de los plagiarios en sus propias creaciones intelectuales (30) .
II. El estancamiento medieval
En la Edad Media europea tampoco hubo ningún reconocimiento a la propiedad intelectual, extendida la idea de que el autor –rectius: la obra de arte– no debía aspirar a premios terrenales. Fue un periodo de regresión respecto de los tímidos avances de la Antigüedad, con una pérdida de interés por la cultura anterior y en el que solo los religiosos sabían leer y escribir.
Como señala DOCK, las invasiones bárbaras habían apartado al mundo laico de las letras, que se refugiaron exclusivamente en los monasterios hasta el siglo XII –y posteriormente en las Universidades, que marca el principio de un renacimiento intelectual en el mundo laico (31) , que volvió la mirada hacia la Antigüedad clásica. Europa fluía en relaciones exteriores y estaba abierta a los aportes culturales islámicos, e internamente mantuvo un claro dinamismo cultural (32) , que también tuvo su manifestación en la nueva mentalidad formada a partir de un instrumento material, el libro (33) .
Al igual que ocurría en la Antigüedad clásica, la labor de los copistas era fundamental para la difusión de las creaciones, con la diferencia de que el manuscrito adquirió un valor artístico, derivado del proceso creativo en el que se empleaban adornos, colores, tonalidades, grabados, ilustraciones o miniaturas. Esto condujo a que la realización de copias se convirtiese en una labor penosa y especialmente lenta (34) . Además, los ejemplares copiados no solían ser objeto de comercio, por lo que se asimilaban más a copias de uso personal. Estas copias, que se llevaban a cabo en los monasterios, respondían a la consideración de que la obra era fruto del trabajo de toda la comunidad, y, por tanto, era una obra colectiva: scientia donum Dei est, undi vendi non potest [la sabiduría es un regalo de Dios y por lo tanto no puede ser vendida] (35) .
Durante los siglos posteriores al siglo XI nacieron también escuelas de traductores. En el caso de España destacó la escuela de traductores toledanos, donde un judío experto en árabe vertía los textos originales a la lengua romance y, después, un clérigo lo traducía al latín culto. Estos traductores manifestaron interés por los tratados científicos griegos y árabes y, a través de ellos, Occidente recibió el pensamiento aristotélico y el de los filósofos árabes y hebreos (36) .
A los autores les preocupaban fundamentalmente la integridad de la obra y su paternidad. El temor se encontraba en que el texto pudiera ser modificado y les pudieran ser imputadas las nuevas partes de la obra, hasta el punto de que algunos cronistas exigían ser citados para poder encontrar al responsable en caso de que la obra fuera tachada de injusta o falsa. Este camino conduce a la preocupación por el respeto a la paternidad de la obra, que se manifiesta de forma diferente según se trate de obras religiosas o, a partir del siglo XII, de obras laicas.
Por herencia romana, las obras artísticas se regían por el derecho de propiedad, de modo que el autor de la obra era el propietario de un objeto material que podía vender a otra persona
Por herencia romana, las obras artísticas se regían por el derecho de propiedad, de modo que el autor de la obra era el propietario de un objeto material que podía vender a otra persona. No había perjuicio de derechos patrimoniales de autor, porque esto dependía de la producción y reproducción de la obra, y los autores medievales dependían del mecenazgo (37) .
Por consiguiente, la situación es en general similar a épocas anteriores, esto es, ausencia de regulación normativa que permitiese sostener la existencia de algún tipo de contrato de edición o que el autor hubiese participado en el precio de venta de los ejemplares de su obra, de modo que, al igual que en la Antigüedad clásica, el soporte material agota el valor de la obra misma, por lo que la copia es un uso de la cosa material que puede realizar el propietario del soporte. En la Edad Media tampoco se diferenciaba entre la obra intelectual y el soporte ni se otorgaba protección jurídica a su autor.
Los encargos de obras artísticas se efectuaban para monasterios, templos o lugares sagrados, y, como señala, FERNÁNDEZ LÓPEZ, el artista percibe su paga por la producción del original, pero tampoco hay noción de que la copia del original se considere lesiva para su derecho. Ni el editor ni el copista adquirían derecho a impedir que el poseedor de los ejemplares copiados los reprodujera y cediera a otros a cambio de un precio (38) .
III. La imprenta y los privilegios de impresión
Con la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV se produjo un hito decisivo en la construcción de los derechos de autor (39) , porque fue el germen de un mercado de obras intelectuales. Al permitir la reproducción rápida de las obras, frente al ineficiente sistema de copia de libros a mano, apareció un beneficio económico ligado a la distribución de ejemplares de las obras, que permitió reproducir infinidad de copias a bajo coste (40) . La imprenta occidental se debe a Johannes Guttenberg, quien en 1455 ideó la imprenta de tipos móviles, superando así la primitiva imprenta china de tipos fijos. El invento se introdujo en Venecia por un alemán de nombre italianizado, Giovanni da Spira, con la publicación de las «Cartas a familiares», de Cicerón, y la «Historia natural» de Plinio el Viejo (41) .
La imprenta supuso no solo un salto tecnológico (42) , sino una manera diferente de entender la relación el autor con su obra (43) , a través de la que difundirá rápidamente su pensamiento como expresión científica, filosófica o artística. Este cambio supuso, así mismo, la desaparición de la profesión de los «copistas», y trajo la figura del «impresor».
Esta facilidad de difusión de ideas o doctrinas suscitó ciertos recelos en los monarcas, que veían peligrar su estabilidad por la facilidad de difusión de ideas contrarias a sus intereses; así que se comenzaron a controlar directamente lo que se publicaba. El sistema que idearon para llevar a cabo el control fue el de la concesión de los privilegios de impresión o explotación, esto es, concesiones reales de carácter gracioso y arbitrario que atribuían la explotación exclusiva de la obra a editores o libreros. El poder central adoptaba de esta forma medidas de policía para controlar la industria editorial y la libre difusión de doctrinas perjudiciales para el Estado (44) , lo que no es sino una primigenia y eficaz forma de censura (45) .
Así, los derechos sobre las creaciones inmateriales constituyeron en su inicio auténticas concesiones o privilegios otorgados por el soberano. El privilegio de impresión permitía el control de la competencia y que los impresores recuperasen los gastos de inversión. La imprenta permitió la divulgación de información y educación a precios cada vez más accesibles a los ciudadanos, fomentó la difusión y estímulo del intercambio de ideas, aunque el sistema de privilegios conllevase que el Estado controlase directamente el contenido de lo publicado (46) .
Autores y editores se necesitaban recíprocamente: la edición se convierte en un negocio susceptible de generar beneficios económicos, por lo que los editores se procuran los mejores autores y comienzan a pagarles por ello, de modo que nacieron así ciertos derechos patrimoniales o pecuniarios a favor de los autores, que negociaban los derechos sobre sus obras y se veían protegidos indirectamente por el sistema de privilegios concedidos a sus editores (47) .
El reverso de esta nueva industria fueron los riesgos que asumían los libreros (48) , que tuvieron que proveerse de un material importante y costoso para el tiraje de un gran número de ejemplares, que se vendían a un precio relativamente bajo. Los gastos de edición no se recuperaban sino tras largo plazo de tiempo (49) . A este riesgo se sumaba la competencia entre libreros y la posibilidad de que otro impresor utilizar una obra ajena para hacer reimpresiones a bajo coste, con lo que perjudicaba notablemente al primer editor de obtener beneficios para recuperar su inversión (50) .
Las reproducciones ilícitas suponían la apropiación del beneficio del trabajo de los autores, frente a lo que, en defecto de un derecho a la protección de la obra, solo podían aducirse garantías privadas, esto es, el beneficio de los privilegios reales, que implicaba la prohibición a quienes no gozaran de la misma para imprimir la obra protegida. Los privilegios concedidos a los editores, impresores o autores (51) se convierten así en una institución de salvaguardia industrial, aunque solo tenían por objeto el derecho exclusivo de imprimir y de publicar. Estos primeros privilegios, dirigidos a indemnizar a los editores por los gastos generales de publicación y por los riesgos comerciales de la empresa, evolucionaron hasta el punto en que ni siquiera concedían un derecho exclusivo, porque podía otorgarse simultáneamente a varios impresores para la edición de la misma obra. Así apareció la diferencia entre el permiso de imprimir y el privilegio de la exclusividad, que concedía el poder real, a su libre arbitrio, en una sola y misma acta (52) .
Por otra parte, el sistema veneciano de privilegios de edición fue especialmente importante. Trajo un monopolio de la totalidad de la industria de impresión por la que nadie más que el privilegiado podía imprimir cualquier clase de obras. El privilegio más antiguo concedido a un autor fue a Juan von Speyer por el Coleggio veneciano en 1469 (53) , que tuvo cinco años de privilegio de impresión ininterrumpidos (54) hasta su fallecimiento, a partir del que se vuelve a declarar la absoluta libertad de impresión. En esta situación de libertad proliferaron los impresores y, como consecuencia, crecieron la competencia y las dificultades económicas para la impresión (55) .
Estos privilegios también comenzaron en otros países, como fue el caso de los concedidos a Petrus Franciscus en 1492, a Jean Celaya en Francia en 1517, o a Gregorio López en 1555 sobre la edición glosada de las Siete Partidas (56) .
IV. La evolución de los derechos de autor en los países europeos
1. El Estatuto de la Reina Ana de 1709 y el comienzo de la regulación moderna de los derechos de autor
En la Inglaterra del siglo XVI estaba ya implantado el sistema de privilegios. En 1556, la Corporación de editores de Londres –la Stationers Company– recibió, por decreto de María Tudor, el permiso de ejercer la censura de escritos. Cien años después, en 1640, el Parlamento todavía mantuvo la censura a través de los llamados «Licensing Acts», así como también el privilegio a la Stationers Company, que permitía a sus miembros poseer un derecho de propiedad sobre los ejemplares de la obra (57) .
Las ideas filosóficas de finales del siglo XVII dieron un nuevo impulso a la evolución de la propiedad intelectual. La idea de que la obra pertenece a su autor se extendió con el derecho natural, sobre la base de que el autor no necesita de ningún privilegio para explotar su obra, porque esta le pertenece de suyo como verdadera propiedad del autor. John Locke, en su obra «Dos tratados sobre gobierno civil» (1690) expresó que todo hombre posee la propiedad de su propia persona y el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos ha de ser considerada como propiedad suya (58) . Comienza así la toma de conciencia de un derecho de autor (59) .
Ya en el siglo XVIII, la Cámara de los Comunes consideró abusivo el privilegio que la Corporación de editores había adquirido en 1556. Se creó entonces una comisión encargada de elaborar un proyecto de ley sobre la imprenta, a la que se oponían los editores, alegando la teoría de la propiedad de la obra intelectual. Esta oposición fue infructuosa y en 1709 se presentó en la Cámara de los Comunes un proyecto de ley que se convirtió en la Ley de 10 de abril de 1710, que reconocía a los autores un derecho exclusivo de reproducción (60) .
Hay cierto consenso en que el reconocimiento de un derecho exclusivo de autor, en el sentido moderno (61) , se produjo mediante la Ley inglesa de 10 de abril de 1710, conocida como el Estatuto de la Reina Ana de 1709 (62) , que tenía por título An act for the encouragement of learning. Esta norma reconoció a los autores o a sus derechohabientes un derecho exclusivo de reproducción –impresión y reimpresión– durante 21 años para los libros ya publicados y 14 años para los inéditos a contar desde su publicación; periodo renovable por otros 14 años más si el autor todavía vivía al acabar el primer periodo.
La ley transformó el derecho de los impresores en un derecho de los autores: se reconocía al autor un derecho exclusivo o un monopolio de explotación sobre su obra
La ley transformó el derecho de los impresores en un derecho de los autores: se reconocía al autor un derecho exclusivo o un monopolio de explotación sobre su obra. Se subordinaba la protección a dos formalidades: una, la inscripción del título de la obra a nombre personal del autor en los registros de la corporación de editores –era una presunción de propiedad–; otra, el depósito de nueve ejemplares de la obra, para ponerlos a disposición de diversas universidades y bibliotecas. Esta ley tenía por finalidad crear un estímulo para el fomento del arte, de la literatura y de la ciencia, y para ello los autores necesitaban obtener beneficios suficientes por la impresión y difusión de sus obras (63) .
Sin embargo, este primer texto positivo supuso en realidad una transacción entre las pretensiones de los libreros, para poder comprar a los autores su perpetuo derecho de autor derivado del Common Law y las necesidades del interés público. El Estatuto de 1709 fue interpretado como la fuente legal de ciertos derechos económicos de exclusiva, pero temporalmente limitados (64) .
En el estado de las ideas del momento, esto es, de la libertad de editar e imprimir libros, la configuración de una limitación o prohibición a terceros de la impresión de la obra de un autor no tenía cabida en el Derecho natural. En 1774, en el caso Donaldson c. Becket, la jurisprudencia dejó sentado que no cabía un derecho de propiedad perpetuo nacido del Common law con relación a la obra publicada (65) .
Los dos hitos jurisprudenciales, aún hoy citados en los tribunales ingleses, en los que se contiene una decisión sobre la regulación del copyright son Millar c. Taylor (66) (1769) y Donaldson c. Becket (67) (1774). La cuestión de fondo era si el copyright era un derecho del Common law y, por ende, independiente del estatuto de 1709.
En el primero de los casos, la Court of King’s Bench declaró que la propiedad literaria era un derecho del Common law, previo e independiente del regulado en el estatuto de 1709 –que limitaba la duración del copyright–, que fue considerado como un derecho perpetuo. El caso Donaldson, que en la práctica fue una especie de apelación al caso anterior, anuló la anterior doctrina y falló en sentido contrario, al considerar la House of Lords –actuando como tribunal de última instancia– que los derechos de autor en obras publicadas se regulaban por el estatuto de 1709 y se sujetaban a la duración limitada fijada en este, y que, de existir un derecho de autor con anterioridad, este habría quedado subsumido en la regulación legal.
2. La Revolución Francesa y reconocimiento legal de la propiedad intelectual en el continente europeo
En la Europa del continente el reconocimiento legal de la propiedad intelectual se produjo por primera vez en Francia, como consecuencia de la Revolución Francesa. Fue a partir del siglo XVIII cuando el derecho de autor empieza a reconocerse mediante principios jurídicos y se consagra en leyes generales sobre la propiedad intelectual (68) .
En Francia se implantaron los privilegios reales para imprimir en exclusiva en los siglos XVI y XVII, aunque más que reconocer derechos a los autores, establecían la interdicción de competencia desleal por editores piratas. Con los Decretos de 1777 sobre el comercio de libros se reconocían dos privilegios: uno del editor, de carácter temporal; y otro del autor con carácter exclusivo y perpetuo (69) .
A principios del siglo XVII se produjo una pugna entre los libreros de provincia y los libreros de París, debido a la renovación de ciertos privilegios –a favor de los parisinos–, que desembocó en la invocación del derecho de autor: aquellos libreros carentes de privilegios alegaban el interés general para impugnar las renovaciones, mientras los privilegiados sostenían la utilidad de las prolongaciones de los privilegios. La idea que subyacía era que la creación pertenece al autor, y este transmite su propiedad al librero, por lo que los privilegios son aprobaciones de los autores –y no del Rey, que no posee derecho sobre las obras– para la impresión de los trabajos literarios.
De esta forma, la idea de privilegio queda sustituida por la noción de propiedad intelectual sobre la obra. El derecho de autor se funda en el trabajo, por la aplicación del propio esfuerzo a la transformación de la naturaleza y de la realidad preexistente. Es una caracterización del derecho de autor como un derecho natural a los frutos del trabajo. En contra, los libreros de la provincia mantuvieron su oposición, con el argumento de que el privilegio, monopolio temporal que sacrifica la libertad de explotación, tiene su razón de ser en permitir al autor o al editor recuperar sus gastos, pero, una vez que hayan sido recuperados, las exclusividades carecían de sentido (70) .
La situación requirió de la intervención del gobierno del Rey Luis XVI. El 30 de agosto de 1777 se promulgaron seis decretos reglamentarios que establecían el régimen de la imprenta y de la librería, que aportaron la reglamentación de la duración de los privilegios para las librerías y una regulación sobre las reproducciones fraudulentas de libros. Se reconocía explícitamente al autor el derecho a editar y a vender sus obras. Una posterior modificación autorizó a los autores a celebrar contratos de impresión y de venta de sus obras con todos los impresores y libreros, sin que dichos contratos implicasen la cesión del privilegio. Entre los derechos transmitidos en la venta se encontraba el derecho de explotar su libro, y el autor quedaba sin ningún derecho de propiedad (71) .
Con la Asamblea Constituyente de 1789 se suprimieron todos los privilegios, incluidos los privilegios del autor y los del librero (72) . Esto no supuso abandonar el paso dado en favor del reconocimiento jurídico de los derechos de autor. Por esto, sobre la idea de que estos derechos no podían depender de una concesión arbitraria de los poderes públicos, por proceder solamente del hecho de la creación intelectual.
La influencia de estas nuevas ideas prende en dos Decretos promulgados para reconocer la propiedad del autor: el «Décret relativ aux espectacles», de 13-19 de enero de 1791 y el «Décret relatif aux droits de propriété des auteurs d’écrits en tous genres, compositeurs de musique, peintres et dessinateurs», de 19-24 de julio de 1793. Resaltan el carácter de derecho subjetivo que corresponde al derecho del autor sobre su obra y constituyen su primera consagración positiva (73) : el primero de ellos consagró el derecho de representación, y el segundo el derecho exclusivo de reproducción. Se utilizaba abiertamente el término «propiedad» para caracterizar los derechos del autor sobre su obra.
En el decreto de 1791 se reconoce el derecho exclusivo de reproducción de los autores sobre sus obras, de modo que ya no cabrá representación lícita sin el consentimiento de su autor o sus herederos durante cinco años desde su muerte. El decreto de 1793 proclamaría el derecho de reproducción exclusivo del autor durante su vida o la de sus herederos durante 10 años después de su muerte.
Estas dos leyes constituyeron el estatuto del derecho de representación y del derecho de edición en Francia hasta 1957. Aunque conviene hacer notar que en el ínterin se elaboraron en Francia diversas leyes, como la ley de 1810, la sanción penal a la reproducción fraudulenta a través del artículo 425 del Código Penal de 1810, la ley de 18 de julio de 1866, que aumentó la protección post mortem auctoris a cincuenta años, y el decreto de 26 de marzo 1852 relativo a la propiedad de las obras publicadas en el extranjero. Y hasta la publicación de la ley de 1957, el desarrollo del derecho de autor fue estrictamente jurisprudencial (74) .
3. Las reimpresiones ilícitas y el derecho moral de autor en Alemania
En el año 1455, Johannes Guttemberg imprimió la que denominó «Biblia latina», a dos columnas y cuarenta y dos líneas. Desde entonces la reproducción de obras literarias se multiplicó. Sin embargo, la facilidad para la reproducción de obras trajo consigo numerosos pleitos por impresión no autorizada o por alteraciones de la obra original.
Para controlar la situación se inició en Alemania el sistema de privilegios de impresión, que, en ocasiones, se otorgaba a los propios autores. Se va perfilando tímidamente la idea de unos derechos morales de autor, para proteger los intereses personales del autor frente a la difusión de ediciones alteradas o modificadas de su obra (75) .
En Alemania, el derecho de autor en sentido moderno surgió a principios del siglo XIX, cuando se reconoció a los autores un derecho de propiedad sobre sus obras y no un mero privilegio. El sistema basado en privilegios del Kaiser y, después, por Órdenes de los Electores de los Länder, constituía un derecho positivo excepcional. A partir de 1794 se reglamentó un contrato de edición por el Landesrecht prusiano y después del Congreso de Viena de 1815 comenzaron los trabajos para elaborar una ley de derechos de autor uniforme para todos los Estados germánicos.
No fue hasta una ley de 1837 cuando se configuran verdaderos derechos de los autores, con inclusión del derecho de representación. Bajo la vigencia de la Constitución del Imperio Germánico de 16 de agosto de 1871, una ley de junio de 1870 aprobada solo para la Confederación alemana del norte se extendió a todo el imperio, consagrando los derechos de los autores sobre los escritos, dibujos, composiciones musicales y obras dramáticas (76) .
El siguiente hito ocurrió en 1876, cuando se publicaron las leyes relativas a las obras de arte figurativo y las fotografías. La regulación establecía una duración del derecho de autor para toda la vida del autor y treinta años después de su muerte, con el cumplimiento de la formalidad de inscripción en un registro administrativo. Estas normas fueron sustituidas a principios del siglo XX por la ley de 1902 de copyright sobre obras literarias y musicales y la ley de copyright sobre las obras visuales y fotográficas, precedentes de la ley federal alemana de copyright de 1965 (77) .
V. Nacimiento y positivización de los derechos de autor en España: De los privilegios de impresión al Código Civil de 1889
1. Los privilegios de impresión
En España el sistema que rigió a partir de la invención de la imprenta (78) fue un sistema basado en el privilegio (79) : nadie podía sin consentimiento del titular del monopolio llevar a cabo la impresión o reimpresión de una obra (80) . Es en este periodo que se regula por las primeras leyes que forman el Título XVI del Libro VIII de la Novísima Recopilación de las Leyes de España (81) , titulado precisamente «De los libros y sus impresiones».
Entre los privilegios más antiguos de los que se tiene noticia se encuentra el concedido en 1503 a Juan Ramírez, Escribano del Consejo del Rey, para la impresión de las Pragmáticas el Reino, otorgado por cinco años y que impedía que ningún otro sin su poder lo pudiera imprimir en el Reino ni fuera de él, ni tampoco venderlo, con pena de 50 000 maravedís y la pérdida de lo imprimido o vendido (82) .
La nota característica durante este periodo fue la intervención estatal en la edición y comercio de libros. Tuvo como resultado una serie de transacciones entre los intereses culturales y policiales del Estado, los intereses gremiales de la imprenta como industria en desarrollo y los intereses personales de la creación literaria y artística (83) . Sin embargo, en la regulación ha de distinguirse entre la facultad o licencia para imprimir libros –cuyo objetivo es el control de precios y la censura del contenido de la obra– y el privilegio strictu sensu, que es un añadido a la licencia anterior, en forma de declaración de que queda prohibida su reimpresión no autorizada (84) .
En un primer momento, la Ley de los Reyes Católicos dada en Toledo en 1480 (85) facilitó la libre circulación de ideas y la importación de libros extranjeros. Este sistema fue modificado a través de la Pragmática de 8 de julio de 1502 (86) , que estableció la necesidad de obtener una licencia para la impresión de libros. De esta forma, se controlaba el contenido de las obras antes de su impresión, bajo el pretexto de no otorgar la licencia a las que fueren «apócrifas, y supersticiosas y reprobadas y cosas vanas» y siempre que «fueren auténticas y de cosas probadas y que sean tales que se permitan leer o en que no haya duda».
Tiempo después, por Orden de 1554, se establecieron las reglas que se habían de observar en el Consejo para la concesión de las licencias para imprimir libros nuevos, ordenando que «los vean y examinen con todo cuidado» porque «se han impreso libros inútiles y sin provecho algunos, y donde se hallan cosas impertinentes» (87) . Este régimen de licencias también permite el control del precio de los libros, al establecer la diferencia entre la licencia para imprimir y el privilegio de impresión, de modo que de cada libro se pondrá la licencia y la tasa, y el privilegio si lo hubiere, conforme a las Pragmáticas dadas en 1569, 1598 y 1627 (88) .
Por otra parte, la Pragmática de 7 de septiembre de 1558 (89) de Felipe II prohibió la importación de libros extranjeros de romance o la impresión de nuevos libros sin licencia y sin el examen previo del Consejo, a lo que se añadió la previsión de «visitar y ver los libros, que así en poder de los libreros y mercaderes de libros como de otras algunas personas» por si incluían doctrinas contrarias a la santa fe católica (90) . El siguiente hito legislativo lo constituyeron dos disposiciones de Felipe II: la Cédula de 2 de marzo de 1569 (91) y la Pragmática de 1598 (92) , que prohibía la venta de libros impresos sin la previa tasa del Consejo. En este contexto, como atinadamente afirma Ribera Blanes, resultaba muy difícil editar y vender libros en España, lo que condujo a los editores a salir al extranjero, hasta que Felipe III dictó una Pragmática en 1610 (93) para prohibir la impresión fuera de España.
Con el Reinado de Felipe IV se mantuvo la regulación anterior a través de la Real Orden de 13 de junio de 1627 (94) , que declaraba la obligación de observancia de las leyes precedentes y la absoluta prohibición de imprimir sin licencia. En la norma se justificaba la orden en «no dexar que se impriman libros no necesarios o convenientes, ni de materias que deban o puedan excusarse, o no importe su lectura; pues ya hay demasiada abundancia de ellos, y es bien que se detenga la mano, y que no salga ni ocupe lo superfluo». La conducta de cualquier impresor, mercader, encuadernador o librero que incumpliere lo ordenado sería sancionada con cincuenta mil maravedís y el destierro por dos años, pena que se endurecía si se infringía repetidamente, hasta el punto de condenar a destierro perpetuo.
Con la Real Orden de 8 de mayo de 1682, del rey Carlos II, se dispuso que no se diera licencia para imprimir libro, memoriales o papeles alguno sin preceder su examen y censura del Consejo, para así obtener la licencia para imprimir (95) . Norma que se mantiene con Felipe V mediante Real Orden de 30 de junio de 1705 (96) , reiterada con la Real Orden de 4 de octubre de 1728, que prohibía imprimir papeles sin las aprobaciones y licencias que previenen las leyes (97) .
Durante su reinado se promulgaron diversas disposiciones relativas a la impresión de libros y a la obligación de concesión de previa licencia, como la relativa al despacho de licencias y privilegios para la impresión de libros por la Escribanía de Cámara de Gobierno del Consejo (el 20 de septiembre de 1712) (98) , la orden de que de todos los libros que se impriman se entregue un ejemplar encuadernado a la Biblioteca Real, al Convento del Escorial y al Gobernador del Consejo (por decretos de 26 de julio de 1716 y 9 de diciembre de 1717) (99) , los requisitos para imprimir libros y papeles sueltos en Aragón, Valencia y Cataluña (Auto del Consejo de 27 de noviembre de 1716) (100) , la prohibición de conceder licencias en el Consejo para imprimir libros o papeles que traten de comercio, fábricas, metales, etc., sin preceder su presentación en la Junta de Comercio y Moneda (4 de febrero de 1735) (101) , o la prohibición de dar licencia por el Consejo a impresiones relativas a materias de Estado, tratados de paz o análogos (Real Orden de 18 de septiembre de 1744) (102) .
Bajo el reinado de Fernando VI también se mantuvo un régimen similar, con el Real Decreto de 12 de diciembre de 1749 (103) y con las reglas para los impresores y libreros para la impresión y venta de libros fijadas en 1752 (104) .
2. Primeros pasos hacia el reconocimiento de los derechos de autor en España
El primer paso hacia el reconocimiento de derechos de autor en España comienza con el reinado de Carlos III, que sustituyó el sistema de licencia real por medio de las Reales Órdenes de 1762, 1763 y 1764 (105) . Por la Real Orden de 14 de noviembre de 1762 (106) se declaró abolida la tasa para poder vender libros, que «podrían venderse al precio que los autores u libreros quieran poner», salvo los libros para «uso indispensable de la instrucción y educación del pueblo» (107) . Fue la Real Orden de 22 de marzo de 1763 (108) la que declaró los libros sujetos a tasa y la extinción del oficio de Corrector general de imprentas, disponiendo que: «deseando fomentar y adelantar el comercio de los libros en estos Reynos de cuya libertad resulta tanto beneficio y utilidad a las ciencias y a las artes: mando que de aquí adelante no se conceda a nadie privilegio exclusivo para imprimir ningún libro, sino al mismo autor que lo haya compuesto» (109) .
Comienza así el sistema de privilegios exclusivamente para los autores (110) , que fue completado por la Real orden de 20 de octubre de 1764 (111) , que declaró que los privilegios concedidos a los autores de libros eran de carácter hereditario, «por la atención que merecen aquellos literatos, que después de haber ilustrado su Patria no dexan más patrimonio a sus familias que el honrado caudal de sus propias obras y el de imitar su buen exemplo» (112) .
Como recuerda ARMENGOT VILAPLANA (113) , el sistema de protección de los privilegios de impresión se cerraba con la creación de una jurisdicción especial y el establecimiento de un doble recurso frente a las decisiones del Tribunal del Santo Oficio. Efectivamente, la Real Resolución de Carlos III de 29 de noviembre de 1785 (114) , atribuyó al juez de imprentas la competencia para el conocimiento de todos aquellos supuestos en los que se habían imprimido obras sin la autorización de quien ostentaba el privilegio, de forma que «personas imparciales, sabias y prudentes» vuelvan a examinar de nuevo la obra impresa. La misma norma establecía la posibilidad de apelaciones ante el Consejo de Castilla, máximo órgano del Estado.
No fue hasta mediados del siglo XVIII y principios del siglo XIX cuando aparecen disposiciones legislativas que de forma más o menos clara reconocen a los autores derechos sobre sus obras
En definitiva, no fue hasta mediados del siglo XVIII y principios del siglo XIX cuando aparecen disposiciones legislativas que de forma más o menos clara reconocen a los autores derechos sobre sus obras. El derecho de autor dejó de ser un privilegio para ser reconocido como un derecho expresado por la norma impersonal y absoluta de la ley (115) , sobre la base de la regulación francesa.
Las Cortes constituyentes de Cádiz acordaron por Decreto de 10 de junio de 1813 el reconocimiento de la propiedad de los autores sobre sus obras, de modo que solo este podrá conceder permiso para imprimirlas durante su vida, o a transmitir el derecho a imprimir la obra a los herederos durante 10 años post mortem. Se produjo entonces la sustitución del régimen del privilegio por el del derecho de propiedad. Sin embargo, esta norma tuvo breve vigencia, pues Fernando VI, en reacción absolutista iniciada en 1814, derogó las disposiciones de Cortes y devolvió vigor a las normas de Carlos III (116) . Durante el breve trienio liberal, se publicó la Ley de 5 de agosto de 1823 de propiedad literaria, que equiparó esta propiedad a la propiedad ordinaria, a perpetuidad (117) . Dos meses después comenzaba la llamada Década ominosa.
El Reglamento de imprentas, aprobado por Real Decreto de 4 de enero de 1834, bajo el gobierno regente de María Cristina, determinó que correspondía a los autores de obras originales la propiedad de estas durante toda su vida, y permitió que pudieran ser trasmitidas a sus herederos por espacio de diez años, con la prohibición de que «nadie pueda reimprimirlas a pretexto de anotarlas, adicionarlas, comentarlas, ni compendiarlas» (118) . El Reglamento pretendía restaurar el antiguo sistema de privilegios o licencias de imprenta, pero como acertadamente señala Marco Molina, la rúbrica de su Título IV, intitulado «De la propiedad y privilegios de los autores y traductores», dejaba claro que ya se había abierto el paso la idea de la «propiedad del autor» (119) con aquella idea asimilativa entre la propiedad literaria y la propiedad ordinaria.
Por Real Orden de 5 de mayo de 1837 se reconoció que las obras dramáticas, como toda propiedad, estaban bajo la inmediata protección de las autoridades y no se podría representar sin el permiso de su autor o dueño propietario. Esta situación condujo a que en 1842 se presentar a las Cortes un proyecto de Ley, que culminó con la aprobación de la Ley de Propiedad Literaria de 10 de junio de 1847, precedente de la posterior Ley de Propiedad Intelectual de 10 de enero de 1879 (LA LEY 1/1879), norma inmediatamente anterior a la LPI de 1987.
3. La Ley de Propiedad Literaria de 10 de junio de 1847
La Ley de propiedad literaria de 10 de junio de 1847 es la primera ley que con carácter sistemático y específico se ocupa de la propiedad intelectual en España, con el propósito de establecer una legislación sustitutiva del régimen de privilegios de imprenta (120) . Se fundaba en la Base 25.ª y en el Libro II elaborados por la Comisión General de Codificación para la redacción del futuro Proyecto de 1851 (121) . El proyecto elaborado por el gobierno fue presentado ante las dos Cámaras por el Ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, Mariano Roca de Togores (122) .
Tenía el propósito de sustituir el antiguo sistema de los privilegios de imprenta y se insertaba una regulación propiamente civil y no administrativa –como eran los privilegios–. La expresión «propiedad literaria» que da título a la norma es de influencia francesa, aunque sin la intención de categorizar el derecho sobre las obras del ingenio como una propiedad, sino como una forma de regularla por medios análogos al derecho de propiedad (123) .
La sistemática de esta ley se basaba en el reconocimiento de dos derechos: por un lado, el de imprimir en exclusiva –esto es, el derecho de reproducción de la obra–, que se predicaba de todas las clases de obras protegidas en la Ley; y, por otro lado, el de representar en exclusiva, como peculiaridad de las obras dramáticas y musicales (124) .
Hemos de concluir, con CÁMARA ÁGUILA (125) , que, strictu sensu, solo se reconoce el derecho de reproducción (126) , puesto que el derecho de representación se configura únicamente en sentido negativo (127) , como ius prohibendi del autor de obras dramáticas o musicales en cuanto a su representación. El derecho de representación de la obra era para el legislador de la época un derecho menor, como se pone de manifiesto en la duración de este derecho, que limitaba respecto del de reproducción a tan solo la vida del autor y veinticinco años post mortem.
La LPI de 1847 fue una ley breve, con 28 artículos, divididos en tres títulos y unas disposiciones generales: el primero, relativo a los derechos de los autores (artículos 1 a 15); el segundo, referido a las obras dramáticas (artículos 16 a 18); y el tercero, sobre las penas correspondientes a la infracción de los derechos de los autores, que eran por un lado la pérdida de los ejemplares –sanción más propiamente administrativa y no civil– y, por otro, una indemnización pecuniaria.
La ley entiende por propiedad literaria el derecho exclusivo de los autores de escritos originales para reproducirlos o autorizar su reproducción, durante toda su vida y cincuenta años más a favor de sus herederos testamentarios, pasados los cuales la obra entraba en el dominio público. Se ha de destacar que, a pesar de la denominación de la ley como «propiedad literaria», presenta un ámbito más amplio de regulación, pues también se refiere a las composiciones musicales, dibujos, pinturas, esculturas y «cartas geográficas».
Respecto la duración de la protección, con carácter general, establecía en su artículo 2 que el derecho de «propiedad literaria» corresponde a los autores durante su vida, y se transmite a sus herederos legítimos o testamentarios por el término de 50 años. Esto suponía ya un notable avance respecto de la regulación anterior de 1834.
Llama la atención la exigencia, en su artículo 13, de depósito de la obra ante la autoridad administrativa –Biblioteca Nacional y en el Ministerio de Instrucción Pública– antes de anunciarse su venta, como conditio sine qua non para beneficiarse de la protección legal. El precepto fue desarrollado por Real Orden de 1 de julio de 1847 y por la posterior de 1 de marzo de 1856. Como afirma MARCO MOLINA, en la ley se aprecian reminiscencias del sistema de privilegios: uno es precisamente exigir al autor que deposite la obra ante la autoridad administrativa, y, otro, que la ley solo protege plenamente a la obra escrita en forma de libro (128) . También se ha de hacer notar que, para tener esta protección a través del depósito legal, este presuponía la reproducción de la obra, dado que debían entregarse dos ejemplares (129) .
4. La Ley de Propiedad Intelectual de 10 de enero de 1879
Poco más de treinta años después de la aprobación de la ley de 1847, la Ley de Propiedad Intelectual de 10 de enero de 1879 (LA LEY 1/1879) consolida la legislación de derechos de autor en nuestro Derecho.
Tuvo como base una proposición de ley elaborada por Manuel Danvila y Collado (130) , con el título «Proyecto de ley sobre propiedad literaria, artística y científica». Su objetivo era establecer la propiedad intelectual como un derecho de carácter perpetuo; sin embargo, aunque las reticencias en el Gobierno del momento (131) frustraron este objetivo, la nueva norma supuso un paso adelante en la regulación protectora, que consolidó la idea de propiedad y la separación de la obra respecto de su soporte.
Constituye esta norma, junto con la derogada de 1847, una de las leyes especiales con que se legisló en el siglo XIX (132) . Tuvo una larga vigencia, pues mantuvo su vigor hasta la Ley 22/1987, de 11 de noviembre (LA LEY 2160/1987), lo que la convierte en la norma reguladora de la propiedad intelectual con mayor tiempo de vigencia en España.
El legislador optó para su denominación por la expresión «propiedad intelectual», como reflejo de que esta y la propiedad material expresan la misma idea de propiedad general y abstracta (133) . Compuesta por 57 artículos, no contiene división en títulos ni capítulos, aunque sí se estructura por materias: discursos parlamentarios (artículo 11), traducciones (artículos 12 a 15), pleitos y causas (artículos 16 a 18), obras dramáticas y musicales (artículo 19 a 25), obras anónimas (artículo 26), obras póstumas (artículo 27), colecciones legislativas (artículo 28), periódicos (artículos 29 a 31), colecciones (artículo 32), Registro (artículos 33 a 37), reglas de caducidad (artículos 38 a 44), penalidad (artículos 45 a 49), Derecho internacional (artículos 50 a 51), efectos legales (artículo 52), tránsito el antiguo al nuevo sistema (artículos 53 a 55), cumplimiento en ultramar (artículo 56), y Reglamento (artículo 57).
Tuvo desarrollo reglamentario a través del Real Decreto de 3 de septiembre de 1880 por el que se aprueba el Reglamento para la ejecución de la Ley de 10 de enero de 1879 sobre propiedad intelectual, compuesto por 119 artículos y dividido en dos Títulos. El primero de ellos, dedicado a las obras y subdividido en 10 capítulos (de los autores y de los propietarios; de los documentos oficiales; de los periódicos; del derecho de colección; de la inscripción de las obras; del Registro de la Propiedad Intelectual; de los efectos legales; del Consejo de Familia; de la penalidad; del tránsito del antiguo al nuevo sistema). El Título Segundo, dedicado a los teatros se subdividía en tres capítulos (de las obras dramáticas y musicales; de la admisión y representación de las obras dramáticas y musicales; de los derechos de representación de las obras dramáticas y musicales).
A la vista de lo anterior, en cuanto a su ámbito material, abarcaba una amplia panoplia de creaciones intelectuales, que no quedaba limitada a lo estrictamente literario. El reglamento, en su artículo 1, estableció que serían obras a efectos de la LPI todas las que se producen y puedan publicarse por los procedimientos de la escritura, el dibujo, la imprenta, la pintura, el grabado, la litografía, la estampación, la autografía, la fotografía o cualquier otro de los sistemas impresores o reproductores conocidos o que se inventen en lo sucesivo.
Su vocación de durabilidad se traduce en un cúmulo de novedades, de las que referiremos las más notables.
La nueva regulación amplió el plazo de duración de la protección de los derechos, si se compara con el texto de 1847. Comprendió no solo la vida del autor, sino que, ex artículo 6, alargó la protección la protección de la obra hasta ochenta años post mortem auctoris (134) .
Se incluía la prohibición de que nadie podrá reproducir obras ajenas sin permiso de su propietario, ni aun para anotarlas, adicionarlas o mejorar la edición; pero cualquiera podría publicar como de su exclusiva propiedad comentarios, críticas y notas referentes a las mismas, incluyendo sólo la parte del texto necesario al objeto.
Para que la ley amparase la propiedad intelectual no era necesaria la publicación de las obras. Nadie por tanto tenía derecho a publicar sin permiso del autor una producción científica, literaria o artística que se haya estenografiado, anotado o copiado durante su lectura, ejecución o exposición pública o privada, así como tampoco las explicaciones orales.
En su artículo 9 señalaba, además, que la enajenación de una obra de arte, salvo pacto en contrario, no llevaría consigo la enajenación del derecho de reproducción ni del de exposición pública de la misma obra, los cuales permanecen reservados al autor o a su derecho-habiente (135) . En este sentido, como indica RIBERA BLANES, se supera la confusión entre la obra intelectual (corpus mysticum) y el soporte que sirve de base a la misma (corpus mechanicum) (136) .
Otra novedad fue el reconocimiento de la propiedad intelectual antes de la publicación de la obra, pues esta dependía de la previa inscripción registral, lo que no es sino una manifestación del carácter personalísimo de esta propiedad. Esto se ha de relacionar con la facultad del autor de decidir si su obra ha de publicarse o no, e incluso con la posibilidad reconocida al autor de obras dramáticas y musicales de negar que su obra se represente –facultad de arrepentimiento– recogida en el artículo 23 de la ley.
Se ocupaba asimismo de normas de Derecho internacional y de normas de derecho transitorio. Recogía el principio de reciprocidad como fundamento para proteger a los autores extranjeros sin necesidad de tratado internacional (137) .
También crea el Registro de la Propiedad Intelectual, en el seno del Ministerio de Fomento. Su regulación contenía una previsión muy restrictiva –y muy discutida–, ya que el artículo 36 establecía que «para gozar de los beneficios de esta ley es necesario haber inscrito el derecho en el Registro de la propiedad intelectual», lo que debería verificarse en el plazo «de un año, a contar desde el día de la publicación de la obra». Por tanto, si no se cumplía esta formalidad, la obra entraba en una especie de dominio público por el cual la obra podía ser utilizada por cualquier persona sin derechos para sus autores o titulares durante diez años, pasados los cuales tendrían un año para inscribir la obra, que, de no efectuarlo, entraría la obra en el dominio público.
La importancia de este reglamento no reside únicamente en que desarrolla la LPI de 1879, pues conviene advertir que la Disposición transitoria séptima del vigente TRLPI de 1996 (LA LEY 1722/1996) establece que dicha norma decimonónica continuará en vigor, «siempre que no se oponga a lo establecido en la presente Ley».
5. La propiedad intelectual en el Código Civil y en las normas posteriores
El siguiente hito legislativo fue la continuidad que el Código Civil dio a la idea de propiedad. La Ley de 1879 estableció que el derecho sobre las obras literarias, artísticas o científicas es derecho de propiedad, y el Código Civil añadió que ese derecho es una «propiedad especial» (138) . La ley de 1879 permite deducir, como señala MARCO MOLINA (139) , la falta de autonomía normativa de la propiedad intelectual, a la que señala que se regirá por el derecho común (artículo 5) y a los beneficios concedidos por la ley y el derecho común a la propiedad intelectual, muestra de que la idea que late en la ley es que la propiedad intelectual es una propiedad de orden común (artículo 37.2).
Los antecedentes remotos de la regulación del vigente Código Civil se encuentran en el artículo 393 del Proyecto de Código Civil de 1851, cuando señalaba que el autor es propietario de la obra por el creada, sin perjuicio de su regulación por leyes que no se incluirían en el mismo código. También se deja notar la influencia de la LPI de 1879, en cuanto al reconocimiento del derecho del autor a explotar su obra y porque partía de la base de que la propiedad intelectual es una propiedad de orden común. La vinculación entre la LPI de 1879 y el CC de 1889 (LA LEY 1/1889) se encuentra dentro de un mismo hilo conductor, en la etapa de las leyes especiales, dentro del proceso codificador, por lo que será la concepción de la propiedad intelectual como una de las propiedades especiales la tesis que se ha mantenido en nuestro Derecho, no solo en las leyes civiles, sino también en la misma Constitución (140) .
La naturaleza jurídica de la que se dota a este derecho es una singularidad
La naturaleza jurídica de la que se dota a este derecho es una singularidad (141) . La categoría de las propiedades especiales era desconocida en nuestro Derecho positivo y en la ciencia jurídica. Esta singularidad arranca en el Proyecto de Ley de Bases para el Código Civil de 22 de octubre de 1881. En su Base 2.ª se indicaba: «Quedarán en vigor la Ley hipotecaria (LA LEY 3/1946), la del Registro civil, la de minas, la de aguas y cualesquiera otras especiales que contengan disposiciones de carácter civil. El Gobierno, sin embargo, llevará al Código civil los preceptos sustantivos que haya en ellas, en la medida que la estructura del Código Civil lo exija. Solo serán aplicables las disposiciones del Código Civil a los casos que se rijan por las leyes especiales cuando en estas no hubiere reglas por las que no puedan ser resueltos». Como consecuencia de esta Base se introdujo el Libro II («De la división de las cosas y de la propiedad») del Proyecto de código Civil de 1882, de un Título IV rubricado «De algunas propiedades especiales», entre las que contemplaba la «propiedad intelectual». El Código civil promulgado en 1889 presenta la misma regulación que la contenida en el Proyecto de 1882 (142) . Como señaló MARCO MOLINA (143) , entonces se pasó «de la especialidad de las leyes a la de las propiedades en ellas contempladas».
El Proyecto de Ley de Bases de 6 de mayo de 1885 es una síntesis de los criterios de los proyectos de 1881 y 1882, como resulta de su Base 9.ª, donde se indica que se incluyen en el Código las bases en que descansan los conceptos especiales de determinadas propiedades, como las producciones científicas, literarias y artísticas, bajo el criterio de respetar las leyes particulares que rigen su sentido. Esta Base 9.ª pasó a ser la 10.ª en la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888, de modo que, finalmente, el CC promulgado en 1889 presenta esta materia al igual que lo hacía el Proyecto de Código de 1882, y, por ello, mantiene en el Libro II un Título IV con la denominación: «De algunas propiedades especiales», dentro del cual se incluye un capítulo titulado «De la propiedad intelectual», compuesto por los artículos 428 y 429.
El artículo 428 CC (LA LEY 1/1889) dispone que «el autor de una obra literaria, científica o artística tiene el derecho de explotarla y disponer de ella a su voluntad», y el artículo 429 establece que «la Ley sobre Propiedad Intelectual determina las personas a quienes pertenece ese derecho, la forma de su ejercicio y el tiempo de su duración. En casos no previstos ni resueltos por dicha ley especial se aplicarán las reglas generales establecidas en este Código sobre la propiedad».
Además de las normas sobre la propiedad ordinaria, hay otros artículos que inciden en el derecho de autor, aunque no lo declare expresamente la ley. Se trata de la norma de proscripción del abuso de derecho, contenida en el artículo 7.2 CC (LA LEY 1/1889), y el principio general de la buena fe ex artículos 7.1 (LA LEY 1/1889) y 1254 CC (LA LEY 1/1889), o la responsabilidad extracontractual por hechos propios derivada del artículo 1902 CC (LA LEY 1/1889) (144) .
La regulación de la propiedad intelectual tras la publicación del Código Civil no cambió en esencia (145) . Fueron publicadas diversas normas complementarias, motivadas por diversos problemas derivados de su aplicación, muchos como consecuencia de los avances tecnológicos. No es objeto de esta tesis un análisis histórico exhaustivo, razón por la que simplemente consignaremos la existencia de esta normativa y, de ella, algunas de las más relevantes y a efectos meramente ilustrativos. Estas son: la Real Orden de 14 de julio de 1888, por la que las obras no publicadas no podrían inscribirse en el Registro; la Real Orden de 11 de diciembre de 1894, respecto de la inscripción de las obras dentro del año desde el momento de su publicación; la Real Orden de 3 de abril de 1904 por la que no procedía la inscripción registral de aquellas obras que contenían fragmentos en prosa o en verso de autores contemporáneos, salvo que hubieran obtenido el correspondiente permiso; o la Real Orden de 20 de julio de 1917 por la que los funcionarios que por razón de su cargo publicase obras u otro tipo de trabajo no podrían inscribirlos como suyos en el Registro de la Propiedad Intelectual.
Un síntoma de la evolución de la sociedad y la necesidad de adaptación de la normativa vigente fue el proyecto de Ley de propiedad intelectual de 1934, con la intención de reformar la LPI de 1879, como se dispuso por Orden de 24 de febrero de 1934. El 27 de junio de 1934, se presentó a las Cortes el proyecto de ley de reforma de la LPI, que no fue debatido a causa del inicio de la Guerra Civil (146) .
En el periodo franquista (1939-1975), aparte de las modificaciones consecuencias a la ratificación del Convenio de Berna no hubo ningún cambio sustancial más allá de normativa meramente aclaratoria o interpretativa (147) . La norma más destacada fue la Ley de Hipoteca mobiliaria y prenda sin desplazamiento (LA LEY 46/1954) de la posesión de 16 de diciembre de 1956, que permitía la hipoteca de la propiedad intelectual, como la adaptación, la refundición, la traducción, la reimpresión, las nuevas ediciones o adiciones de una obra (artículo 46.1). El titular no puede renunciar a su derecho ni ceder su uso ni explotación total o parcial sin consentimiento del acreedor (artículo 48).
Ya entrados los años setenta, se aprobó la Ley del libro de 12 de marzo de 1975 (LA LEY 512/1975), instrumento idóneo, como señalaba su preámbulo, para la amplia difusión de la cultura y la consecución de los objetivos de adquisición de bienes culturales y la participación de toda la sociedad en su creación, como medio indispensable para que las personas puedan adaptarse a la evolución constante de una sociedad esencialmente dinámica. La norma contiene materias muy diversas, tanto relativas al Instituto Nacional del Libro Español como los contratos editoriales de edición o entre editores, beneficios en el orden tributario, entre otros.
La promulgación de la Constitución Española de 1978 (LA LEY 2500/1978) también supuso otro hito que influyó en la configuración de la propiedad intelectual, al declarar como uno de los derechos fundamentales en el artículo 20.1.b) que «se reconoce y protege la producción y creación literaria, artística, científica y técnica». El célebre caso del escultor Pablo Serrano dio lugar a la STS de 9 de diciembre de 1985, donde nuestro Alto Tribunal entendió que lo que se consagra como fundamental en la Constitución es un derecho genérico e impersonal, a producir o crear obras artísticas, por lo que el derecho de autor no es un derecho de la personalidad, porque carece de la nota indispensable de la esencialidad, pues no es consustancial o esencial a la persona, en cuanto que no toda persona es autor y conlleva la necesidad de la exteriorización puesto que se crea o produce arte para ser exteriorizado. Para el TS, lo que se protege es la creación y es entonces cuando surge el derecho de autor (148) .
VI. La expansión internacional de la protección de la propiedad intelectual. Del Convenio de Berna a los tratados de la OMPI
1. El Convenio de Berna de 9 de septiembre de 1886
Como consecuencia de la regulación de los derechos de autor en los distintos países, este se convirtió en un derecho autónomo, que tenía por objeto la explotación económica de la obra. Las regulaciones divergían en el tipo de obras protegidas, la duración de la protección y los derechos específicos garantizados a los autores, y, además, la protección nacional se limitaba a su propio ámbito geográfico. Estas limitaciones implicaban un problema para el comercio transnacional de obras literarias, científicas y artísticas, que estaba incrementando su importancia.
El carácter universal de las obras intelectuales y puso de manifiesto la necesidad de una protección internacional a lo largo del siglo XIX (149) . Como afirmó RODRÍGUEZ TAPIA, los países europeos necesitaban la cooperación internacional para defender los intereses de sus autores y editores en los países vecinos, y para ello ofrecer a cambio la suya. Para lograrlo se utilizaron dos vías. Por un lado, la declaración unilateral de asimilación de los autores y titulares extranjeros a los nacionales o el establecimiento de una norma de derecho interno de reciprocidad legal (150) . Por otro lado, a través del uso de la convención bilateral o, en su caso, multilateral (151) , en la que se establecían lo términos de la protección recíproca, como norma especial de aplicación preferente a las normas internas, sin perjuicio de las reservas derivadas de la soberanía de las partes contratantes para prohibir o restringir la circulación de determinadas obras (152) .
Al hilo de la Exposición Universal de París de 1867, por iniciativa de la Société des Gens de Lettres de France (SGDL), se reunió el 18 de junio de 1878 en París el primer Congreso literario internacional, entre las asociaciones nacionales de escritores, del que fue designado presidente Víctor Hugo. Los temas se agruparon en comisiones, y se debatió sobre el problema de los tratados internacionales relativos a la propiedad literaria. Se puso de relieve entonces la insuficiencia de los tratados existentes y, por ello, se propuso, con base en el principio de reciprocidad, que con independencia del país de origen toda obra debía ser tratada de acuerdo con las leyes nacionales. Entre las propuestas se encontraba que la convocatoria de una reunión internacional en la que los representantes de los distintos gobiernos elaboraran un tratado con una normativa uniforme para regular la propiedad literaria.
De esta forma, el Congreso Literario Internacional de París se convirtió en el punto de partida para la fundación de la Asociación Literaria y Artística Internacional (ALAI), que comenzó su actividad con el Congreso de Londres de 1879. Posteriormente, en el Congreso de Roma de 1882 (153) de la ALAI se propuso la unificación de la propiedad literaria en todos los países mediante la conformación de una Unión internacional que se ocupara de la protección de los derechos de autor. Para ello se requería de varios trabajos preparatorios y proyectos oficiales y por ello se emplazaron a la siguiente Conferencia internacional que se celebraría en Berna desde el 10 de septiembre de 1883, a la que siguió la siguiente Conferencia de 8 de septiembre de 1884.
De esta Conferencia surgió un proyecto de convenio, pero aún se tuvieron que celebrar dos conferencias más, todas en Berna: una el año siguiente, y, finalmente, la tercera Conferencia internacional para la protección de las obras literarias y artísticas celebrada en Berna el 6 de septiembre de 1886, que clausuró sus trabajos con la adopción del Convenio internacional para la protección de las obras literarias y artísticas, de 9 de septiembre de 1886, firmado por diez países: Alemania, Bélgica, España, Francia, Gran Bretaña, Haití, Italia, Liberia, Suiza y Túnez (154) . Nació con veintiún artículos, más un artículo adicional y el protocolo final, y entró en vigor el 7 de diciembre de 1887. Es el instrumento internacional más antiguo de cuantos existen en la esfera del derecho de autor.
Este Convenio tenía por objeto la protección de los derechos de los autores sobre sus obras literarias y artísticas, de modo que se asegurara una misma protección a los nacionales de los demás estados miembros de la Convención –principio del «trato nacional»–, así como introducir en las leyes nacionales de derechos de autor unos estándares mínimos de protección. De esta manera, los autores y sus derechohabientes gozarían en las demás naciones firmantes, para sus obras, publicadas en una de ellas o no publicadas, de los derechos que las leyes nacionales respectivas concediesen. Contenía una cláusula por la que los autores que no pertenecieran a la Unión podrían gozar de las ventajas del Convenio por intermedio de los editores que publicaran sus obras. Y se creaba la Oficina de la Unión Internacional para la protección de las obras literarias y artísticas (155) . En la revisión del Convenio llevada a cabo en Berlín en 1908 se incluyó el embargo de las obras reproducidas ilícitamente.
En 1896 se celebró una Conferencia diplomática de revisión (156) del Convenio en París, que dio lugar a un Acta adicional y una declaración interpretativa que no modificaron la estructura general de la Convención, aunque sí supusieron una revisión parcial de su contenido. E igualmente ocurrió con la revisión llevada a cabo en la Conferencia de Berlín, que finalizada el 13 de noviembre de 1908 refundió y armonizó las Actas de Berna y de París. Otras modificaciones se realizaron posteriormente, entre las que podemos estacar la Convención de Roma de 2 de junio de 1928, que introdujo en el estatuto internacional la protección del derecho moral de autor, y que a su firma ya componían la unión treinta y cuatro estados. No fue hasta 1948 cuando se pudo celebrar la siguiente Conferencia, en Bruselas, entre el 5 y el 26 de junio, en la que participaron treinta y cinco países unionistas y dieciocho países no unionistas, y en ella se profundizó en la protección del derecho de autor en el tiempo así como en los derechos personales de autor, junto con el establecimiento de una cláusula jurisdiccional por el que se convenía solucionar los conflictos sobre interpretación o aplicación del Convenio, y que no pudiera solucionarse por vía de negociación, se llevaría ante la Corte internacional de Justicia. Fue también revisado el 14 de julio de 1967 en Estocolmo, el 24 de julio de 1971 en París, y, finalmente, enmendado el 28 de septiembre de 1979.
El Convenio de Berna de 9 de septiembre de 1886, enmendado en 1979 (157) , se funda en tres principios básicos: (i) el principio del trato nacional, por el que las obras originarias de uno de los Estados contratantes deberán ser objeto, en todos y cada uno de los demás Estados contratantes, de la misma protección que conceden a las obras de sus propios nacionales; (ii) el principio de la protección automática, por el cual la protección no deberá estar subordinada al cumplimiento de formalidad alguna; (iii) principio de la independencia de la protección, por el que la protección es independiente de la existencia de protección en el país de origen de la obra.
También establece unas condiciones mínimas de protección de las obras y derechos, que se extienden a la duración de la protección (158) . Según la OMPI (159) , estas condiciones mínimas son las siguientes:
- a) La protección de las obras se deberá extender a todas las producciones en el campo literario, científico y artístico, cualquiera que sea el modo o forma de expresión.
- b) Deberán reconocerse como derechos exclusivos de autorización, aunque con sujeción a ciertas reservas, limitaciones o excepciones permitidas, los siguientes:
- –– el derecho a traducir,
- –– el derecho de realizar adaptaciones y arreglos de la obra,
- –– el derecho de representar y ejecutar en público las obras dramáticas, dramático–musicales y musicales,
- –– el derecho de recitar en público las obras literarias,
- –– el derecho de transmitir al público la representación o ejecución de dichas obras,
- –– el derecho de radiodifundir (los Estados Contratantes cuentan con la posibilidad de prever un simple derecho a una remuneración equitativa, en lugar de un derecho de autorización),
- –– el derecho de realizar una reproducción por cualquier procedimiento y bajo cualquier forma (los Estados Contratantes podrán permitir, en determinados casos especiales, la reproducción sin autorización, con tal que esa reproducción no atente contra la explotación normal de la obra ni cause un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor y, en el caso de grabaciones sonoras de obras musicales, los Estados Contratantes podrán prever el derecho a una remuneración equitativa),
- –– el derecho de utilizar la obra como base para una obra audiovisual y el derecho de reproducir, distribuir, interpretar o ejecutar en público o comunicar al público esa obra audiovisual.
- c) El Convenio prevé derechos morales, es decir, el derecho de reivindicar la paternidad de la obra y de oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de esta o a cualquier atentado a la misma que cause perjuicio al honor o la reputación del autor.
- d) En cuanto a la duración de la protección, el principio general es que deberá concederse la protección por el plazo de los 50 años posteriores a la muerte del autor. Sin embargo, existen excepciones a ese principio general (160) .
Por otra parte, con el término «libre utilización» contenido en su articulado, el Convenio de Berna permite ciertas limitaciones y excepciones en materia de derechos económicos, es decir, los casos en que las obras protegidas podrán utilizarse sin autorización del propietario del derecho de autor y sin abonar una compensación. Son los casos de: (i) reproducción en determinados casos especiales del artículo 9; (ii) citas y uso de obras a título de ilustración de la enseñanza; (iii) reproducción de artículos de periódicos o artículos similares y el uso de obras con fines de información sobre acontecimientos actuales; (iv) grabaciones efímeras con fines de radiodifusión.
Finalmente, conviene señalar que, en el ámbito institucional, la Unión de Berna se ha dotado de una Asamblea y de un Comité Ejecutivo. Forman la Asamblea los países miembros de la Unión que se hayan adherido, por lo menos, a las disposiciones administrativas y las cláusulas finales del Acta de Estocolmo. A su vez, los miembros del Comité Ejecutivo se eligen entre quienes pertenecen a la Unión, a excepción de Suiza, que es miembro de oficio (161) .
2. Los Tratados de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual
A) La creación de la OMPI. El Tratado de 14 de julio de 1967.
Por su especial relevancia en el ámbito de la protección de los derechos de autor, nos referiremos al Convenio de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), que fue constituida por instrumento firmado en Estocolmo el 14 de julio de 1967 (162) . La OMPI es una organización intergubernamental que en 1974 pasó a ser uno de los organismos especializados del sistema de las Naciones Unidas.
Este Tratado supone otro paso más después del Convenio de Berna y de la Convención Universal de Ginebra sobre derechos de autor de 6 de septiembre 1952, en el seno de la UNESCO. Con posterioridad, no existirá otra regulación internacional más que el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el comercio (ADPIC), anexo 1C del Acuerdo de Marrakech de 15 de abril de 1994 por el que se establece la Organización Mundial del Comercio.
La OMPI tiene sus antecedentes en 1883 y 1886 cuando se adoptaron el Convenio de París para la Protección de la Propiedad Industrial y el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, que establecieron sendas «Oficinas Internacionales». Estas se unificaron en 1893 hasta que en 1970 fueron sustituidas por la OMPI, que tiene su sede en Ginebra (Suiza) (163) y está organizada en tres órganos principales: la Asamblea General, la Conferencia y el Comité de Coordinación, a los que se une la Secretaría de la Organización, denominada Oficina Internacional.
Los objetivos de la OMPI son, por un lado, promover la protección de la propiedad intelectual a escala mundial; y, por otro lado, asegurar la cooperación entre las Uniones sobre propiedad intelectual establecidas por los tratados administrados por la propia OMPI. Para lograr estos objetivos, además de encargarse de las tareas administrativas de las Uniones, realiza diversas actividades que, a tenor de los artículos 3 y 4 del Tratado de 1967, pueden sintetizarse en las siguientes (164) :
- • Actividades normativas, es decir, la creación de reglas y normas para la protección y la observancia de los derechos de propiedad intelectual mediante la concertación de tratados internacionales.
- • Actividades programáticas, que comprenden la prestación de asistencia técnica y jurídica a los Estados en el ámbito de la propiedad intelectual.
- • Actividades de normalización y de clasificación internacionales, que incluyen la cooperación entre las oficinas de propiedad industrial en lo que respecta a la documentación relativa a las patentes, las marcas y los dibujos y modelos industriales.
- • Actividades de registro y presentación de solicitudes, que comprenden la prestación de servicios relacionados con las solicitudes internacionales de patentes de invención y el registro de marcas y dibujos y modelos industriales.
Para formar parte de la OMPI, los Estados deben pertenecer a cualquiera de las Uniones, o, al menos, cumplir alguna de las siguientes condiciones: (i) Ser miembro de las Naciones Unidas, de alguno de los organismos especializados vinculados a las Naciones Unidas o del Organismo Internacional de Energía Atómica; (ii) ser parte en el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia; o (iii) ser invitado por la Asamblea General de la OMPI a adherirse al Convenio.
La OMPI permite una protección automática y armónica de los derechos de autor en todos los Estados parte del Convenio de Berna, sin perjuicio de que cada Estado tenga una regulación específica (165) , pues dentro del respeto a los compromisos internacionales, la legislación de derecho de autor es de naturaleza territorial (166) .
En este sentido, el Convenio utiliza el término «propiedad intelectual» en un sentido muy amplio, que dota del siguiente contenido (167) : (i) las obras literarias, artísticas y científicas; (ii) las interpretaciones de los artistas intérpretes y a las ejecuciones de los artistas ejecutantes, a los fonogramas y a las emisiones de radiodifusión –i. e., los derechos conexos–; (iii) las invenciones en todos los campos de la actividad humana; (iv) los descubrimientos científicos; (v) los dibujos y modelos industriales; (vi) las marcas de fábrica, de comercio y de servicio, así como a los nombres y denominaciones comerciales; (vii) la protección contra la competencia desleal, y todos los demás derechos relativos a la actividad intelectual en los terrenos industrial, científico, literario y artístico.
En el marco de esta protección internacional, los autores o titulares de los derechos pueden autorizar a terceros para utilizar o explotar dicha obra, a través de licencias, así como exigir una retribución. Solo cabe la utilización de una obra protegida por un tercero a través de una licencia o por una cesión de derechos. Fuera de estos casos, la utilización o reproducción de la obra protegida es ilícita. Si se ha infringido el derecho, cabe interponer una demanda ante un tribunal civil para obtener una compensación financiera y que continúe produciéndose la infracción. En el supuesto de que el ilícito sea penal, por constituir delito de piratería, cabrá acudir a la jurisdicción penal.
Lo anterior se ha de entender sin perjuicio de la regulación de excepciones o limitaciones sobre los derechos patrimoniales –no caben sobre los derechos morales–, que permiten la utilización de obras que no están en el dominio público sin necesidad de solicitar autorización del titular y contra el pago o no de una remuneración al autor o al titular de los derechos.
Estas limitaciones o excepciones se encuentran reguladas en algunos tratados (168) y en la legislación de los diversos países, bien con una cláusula o lista de excepciones, o bien de modo genérico a través de la llamada cláusula de uso leal o de actos leales –fair use–. Con la regulación de estos límites o excepciones se trata de mantener un equilibrio entre los intereses de los titulares del derecho y los usuarios de contenidos protegidos.
La OMPI administra 26 Tratados, incluyendo el Convenio de la OMPI. De entre ellos, podemos destacar los siguientes:
- • La Convención de Roma de 26 de octubre 1961 para la protección de artistas, intérpretes o ejecutantes, productores de fonogramas y organismos de radiodifusión.
- • El Convenio de Ginebra de 29 de octubre de 1971 para la protección de los productores de fonogramas contra la reproducción no autorizada de sus fonogramas.
- • Convenio de Bruselas sobre la distribución de señales portadoras de programas transmitidas por satélite de 21 de mayo de 1974.
- • Los dos Tratados de la OMPI acordados en la Conferencia Diplomática celebrada en Ginebra de 20 de diciembre de 1996. Esto es, el Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor (WCT) y el Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (WPPT), que establecen las normas básicas de protección del derecho de autor y los derechos conexos en el entorno digital.
- • El Tratado de Beijing de 24 de junio de 2012 sobre interpretaciones y ejecuciones audiovisuales.
- • El Tratado de Marrakech de 27 de junio de 2013 para facilitar el acceso a las obras publicadas a las personas ciegas, con discapacidad visual o con otras dificultades para acceder al texto impreso –que configura en su artículo 4 una excepción al derecho de autor para lograr su objetivo–.
B) La protección del derecho de autor y de los derechos conexos. Los Tratados de 20 de diciembre de 1996
Son particularmente importantes los Convenios de 1996, llamados también «Tratados internet», pues sientan las bases de un sistema equilibrado de protección en el nuevo entorno tecnológico en esferas tales como la transmisión interactiva de contenido protegido por derecho de autor, las limitaciones al derecho de autor y la promoción de tecnologías que faciliten la distribución y el uso de contenidos creativos (169) .
Estos nuevos textos internacionales tendrán por finalidad actualizar el Convenio de Berna de 1886 y el Convenio de Roma de 26 de octubre de 1961, para acomodarlos a las circunstancias económicas, tecnológicas y culturales, que se han traducido en el uso de las nuevas tecnologías a través de los medios informáticos y telemáticos (170) . Fueron suscritos por España el 20 de diciembre de 1996, pero quedó en suspenso su vigor hasta que fueran suscritos por la Unión Europea. Esto se produjo el 14 de diciembre de 2009 (171) , primera vez que la UE se constituía en parte contratante de pleno derecho en el ámbito del derecho de autor y derechos conexos; aunque conviene advertir que, en el año 2001, la UE adoptó la Directiva 2001/29/CE (LA LEY 7336/2001), que ya incorporaba la mayoría de las disposiciones contenidas en los «Tratados internet» de la OMPI.
El Tratado sobre derecho de autor (WTC) (172) contiene una cláusula de remisión general, mutatis mutandis, a los artículos 2 a 6 del Convenio de Berna, que son los que establecen las obras protegidas y el modo de protección (artículo 3) (173) . Y ello sin perjuicio de que declara sin ambages en su artículo 1 que es un «arreglo» particular en el sentido del artículo 20 del Convenio de Berna, esto es, que se realiza para ampliar el ámbito de protección cubierto por aquel –concesión de derechos más amplios–.
Llama la atención la omisión a la referencia al artículo 6.bis del Convenio de Berna, relativo a los derechos morales –derecho de reivindicar la paternidad de la obra; derecho de oponerse a algunas modificaciones de la obra y a otros atentados a la misma; incluso después de la muerte del autor al menos hasta la extinción de las facultades de explotación y por los medios procesales que determine la lex fori–. Sin embargo, toda vez que el Tratado de derecho de autor no comporta ninguna modificación reductora del Convenio de Berna –ex artículo solo podía mejorar la protección–, los países miembros de este no están obligados a suprimir los derechos morales (174) .
Otro aspecto que también se ha de resaltar es que el Tratado de derecho de autor se refiere a los derechos de distribución, alquiler y comunicación pública, sin mencionar en su articulado el derecho de reproducción. Tuvo que ser la Declaración concertada añadida al artículo 1 del Tratado la que señalara que el derecho de reproducción, tal como se establece en el artículo 9 del Convenio de Berna, y las excepciones permitidas en virtud de este, son totalmente aplicables en el entorno digital, en particular a la utilización de obras en forma digital. Queda entendido también que el almacenamiento en forma digital en un soporte electrónico de una obra protegida constituye una reproducción en el sentido del artículo 9 del Convenio de Berna.
Sobre este derecho de reproducción permite el Tratado la existencia de limitaciones o excepciones, en el sentido de que los países miembros podrán prever, en sus legislaciones nacionales, limitaciones o excepciones impuestas a los derechos concedidos a los autores de obras literarias y artísticas en virtud del Tratado en ciertos casos especiales que no atenten a la explotación normal de la obra ni causen un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor (artículo 10.1). En la Declaración concertada, se especifica que queda entendido aplicar y ampliar debidamente las limitaciones y excepciones al entorno digital, en las legislaciones nacionales, tal como se hayan considerado aceptables en virtud del Convenio de Berna. Igualmente, los países miembros podrán establecer nuevas excepciones y limitaciones que resulten adecuadas al entorno de red digital, sin que el artículo 10.2 pueda entenderse en el sentido de que reduzca o amplíe el ámbito de aplicabilidad de las limitaciones y excepciones permitidas por el Convenio de Berna.
Por otra parte, el Tratado de derechos conexos (WPPT) (175) , denominado «sobre interpretación o ejecución y fonogramas», pone al día la Convención de Roma de 26 de octubre de 1961 y, al igual que su Tratado hermano, también está relacionado con el Acuerdo ADPIC. Este Tratado proclama el pleno respeto a los derechos de autor de las obras objeto de interpretación, ejecución o fijación en un fonograma, de forma entre autores y titulares de los derechos conexos no exista primacía jurídica.
Conforme la Declaración concertada al artículo 1, el titular de los derechos debe autorizar la actuación del artista o del productor del fonograma, sin perjuicio de que cada ordenamiento estatal pueda conceder a estos últimos derechos exclusivo son previstos por el Tratado (176) . Los artistas podrán impedir que sin su autorización se fijen sus interpretaciones o ejecuciones no fijadas y la reproducción de las ya fijadas, o la difusión de estas por medios inalámbricos y la comunicación pública de sus actuaciones en directo. Los productores de fonogramas podrán autorizar o prohibir la reproducción directa o indirecta de sus fonogramas. Esta protección, recogida en el artículo 14, tiene una duración de cincuenta años contados a partir del final del año civil de la fijación o de la interpretación o ejecución.
En contraste con lo dispuesto en el Tratado de derecho de autor, este Tratado de derechos conexos contiene una regulación expresa en su articulado tanto de los derechos morales (artículo 5) como del derecho de reproducción en los derechos patrimoniales (artículo 7). Y, además, la duración prevista de los derechos es la misma que el artículo 6 bis del Convenio de Berna, regulación ausente del Tratado de derecho de autor, como ya indicamos.
Efectivamente, con independencia de los derechos patrimoniales del artista intérprete o ejecutante, e incluso después de la cesión de esos derechos, el artista intérprete o ejecutante conservará, en lo relativo a sus interpretaciones o ejecuciones sonoras en directo o sus interpretaciones o ejecuciones fijadas en fonogramas, el derecho a reivindicar ser identificado como el artista intérprete o ejecutante de sus interpretaciones o ejecuciones, excepto cuando la omisión venga dictada por la manera de utilizar la interpretación o ejecución, y el derecho a oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de sus interpretaciones o ejecuciones que cause perjuicio a su reputación. Estos derechos se mantendrán después de la muerte del artista, intérprete o ejecutante, por lo menos hasta la extinción de sus derechos patrimoniales, y ejercidos por las personas o instituciones autorizadas por las legislaciones nacionales.
Además, los artistas intérpretes o ejecutantes, así como los productores de fonogramas, gozarán del derecho exclusivo de autorizar la reproducción directa o indirecta de sus interpretaciones o ejecuciones fijadas en fonogramas, por cualquier procedimiento o bajo cualquier forma –artículos 7 y 11–. En la Declaración concertada a este precepto, se añade que el derecho de reproducción y las excepciones permitidas se aplican plenamente al entorno digital, en particular a la utilización de interpretaciones o ejecuciones y fonogramas en formato digital. Queda entendido que el almacenamiento de una interpretación o ejecución protegida o de un fonograma en forma digital en un medio electrónico constituye una reproducción.
Finalmente, sobre el derecho de reproducción es importante poner de relieve que el artículo 16 del Tratado permite a los países firmantes prever en sus legislaciones nacionales, respecto de la protección de los artistas intérpretes o ejecutantes y los productores de fonogramas, los mismos tipos de limitaciones o excepciones que contiene su legislación nacional respecto de la protección del derecho de autor de las obras literarias y artísticas. Y ello sin perjuicio de que puedan restringir cualquier limitación o excepción impuesta a los derechos previstos en el presente Tratado a ciertos casos especiales que no atenten a la explotación normal de la interpretación o ejecución o del fonograma ni causen un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del artista intérprete o ejecutante o del productor de fonogramas.
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— 9 de septiembre de 1886: Convenio de Berna (que entró en vigor el 5 de diciembre de 1887);
— 4 de mayo de 1896: Acta adicional de Paris (que entró en vigor el 9 de diciembre de 1897);
— 13 de noviembre de 1908: Revisión de Berlín (que entró en vigor el 9 de septiembre de 1910);
— 20 de marzo de 1914: Protocolo adicional de Berna (que entró en vigor el 20 de abril de 1915);
— 2 de junio de 1928: Revisión de Roma (que entró en vigor el 1 de agosto de 1931), en la que se incluyeron los derechos morales de autor;
— 26 de junio de 1948: Revisión de Bruselas (que entró en vigor el 1 de agosto de 1951);
— 14 de julio de 1967: Revisión de Estocolmo (cuyas disposiciones de fondo no han entrado en vigor y han sido nuevamente examinadas en la Revisión siguiente, mientras que sus disposiciones administrativas entraron en vigor a principios de 1970);
— 24 de julio de 1971: Revisión de Paris (que entró en vigor el 10 de octubre de 1974), y que fue objeto de enmienda en 1979.