La figura jurídica del derecho al olvido ha alcanzado un éxito arrollador. He aquí algunos datos que lo acreditan.
El Centro de Documentación Judicial (CENDOJ) suministra más de 300 resoluciones judiciales que contienen la expresión «derecho al olvido». (1)
El buscador del portal Dialnet, departamento de la Universidad de La Rioja que atesora las referencias de miles de estudios científicos escritos en español, responde a la demanda «derecho al olvido» – así, entrecomillado –, con más de 400 referencias. De ellas, ocho corresponden a tesis doctorales que llevan ese sintagma en su título.
Y, si en la caja de Google se escribe «derecho al olvido» – también entrecomillado para que la aplicación seleccione sólo las ocurrencias de la expresión literal –, devuelve aproximadamente 670.000.
I. Aspectos sentimentales del olvido no necesariamente jurídico
Estoy convencido de que, en la fama de esta figura, ha tenido mucho que ver la belleza poética del nombre. Al pronunciarlo – «derecho al olvido»–, suenan ecos lejanos de bolero: «Dicen que la distancia es el olvido». (2) ¡Qué de sentimientos evoca!
Pero, bien mirado, es normal que así sea, porque el olvido por sí sólo, sin necesidad de constituirse en derecho, contiene una potente carga sentimental. No son pocas las composiciones líricas que aluden a él. Una muy conocida es la de Luis Cernuda: Donde habite el olvido, (3) título tomado de un verso perteneciente a la última estrofa de la Rima LXVI de Gustavo Adolfo Bécquer:
«En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba.» (4)
Olvido y muerte se asociaban en la antigüedad a Lete, fuente mitológica situada en los infiernos de la que los difuntos bebían para olvidar su vida terrenal. (5)
Pero las almas sensibles temen más el olvido que la muerte. Así lo expresaba, asociándolo al amor no correspondido, Adelardo López Ayala en el segundo terceto de su soneto El olvido:
«Acuérdate siquiera de matarme; / que odio más el olvido que la muerte, / y más temo la nada que el infierno.» (6)
El pueblo llano sabe mucho de eso. «No hay muerte como el olvido», pregona el refranero.
En un contexto menos fúnebre, se atribuye a Oscar Wilde la frase «The only thing worse than being talked about is not being talked about», que podría traducirse como «Peor que hablen de ti – mal, se supone –, es que no hablen de ti». Por estas tierras nuestras, algunos proverbios enseñan algo parecido: «Más vale odiado que olvidado» o «Antes aborrecido que echado en olvido». Humillante situación, sin duda, la de los olvidados, parientes próximos de los marginados.
El olvido posee, incluso, una dimensión punitiva. En el siglo XVII se llamó damnatio memoriae – condenación de la memoria – (7) a un castigo simbólico que se aplicaba, innominado, desde mucho tiempo antes. Tito Livio, al narrar la guerra de Roma contra Macedonia, cuenta cómo los atenienses, descontentos con el rey Filipo (V) y confiados en la ayuda de los romanos ya próximos, destruyeron las estatuas e inscripciones de aquél monarca odiado, para que no diesen fe de su recuerdo. (8)
La pena de olvido sigue imponiéndose hoy, más o menos espontánea en, por ejemplo, el derribo y destrucción de estatuas de Colón, en América, y perfectamente reglamentada, en nuestra Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática (LA LEY 22110/2022). En el Capítulo IV de su Título II, se detalla minuciosamente cómo habrá de aplicarse al, se supone, «Golpe de Estado del 18 de julio [de 1936] y la posterior dictadura franquista», (9) y, por extensión, a todos sus protagonistas.
A propósito. El rótulo de ese capítulo de la Ley 20/2022 (LA LEY 22110/2022) es de lo más poético: «Del deber de memoria democrática». Se entiende lo que significan, por separado, las palabras que lo forman: «democrática», en, por ejemplo, «república democrática», «memoria», en «memoria de elefante», «deber», en «deber de socorro». Pero juntas, expresan no un significado conceptual – no creo que nadie sepa lo quieren decir –, sino una emoción. El sintagma «deber de memoria democrática» sólo puede entenderse con el corazón, no con la mente.
Resulta, pues, de lo más curioso que se haya diseñado un derecho para el letal, humillante y punitivo olvido. ¡Pero qué cosas!
El nombre de esta desconcertante figura jurídica es fruto – estoy seguro – del encendido fervor poético que parece haber abducido a los juristas de nuestros días.
Me viene a la memoria otra figura también muy de moda, igual de jurídica y con un nombre no menos poético: el «delito de odio». La primera vez que oí llamarlo así, pensé que habían resucitado los delitos morales (10) y que, con el de odio, se estaba penalizando el incumplimiento del mandato bíblico «amarás al prójimo como a ti mismo». Cuanto más lo reflexiono, más me convenzo de que eso y no otro es lo que significa, lo cual me parece muy bien, que conste. Nada, como amarse unos a otros.
II. Concepto de derecho al olvido
Desde luego, la persona que encontró el marbete «derecho al olvido», acertó de plano. (11) Es de lo más impreciso y, por lo tanto, poético.
No en vano la poesía y, en general, toda la literatura son sólo propuestas dirigidas al lector, al oyente en su caso, para que se deleite creando lugares, acciones, sentimientos de su gusto. Componer obras poéticas, literarias, consiste básicamente en combinar palabras con significados diversos, para que sus destinatarios elijan los que quieran y construyan con ellos el mundo imaginario que deseen habitar.
El derecho al olvido y especialmente su aplicación procesal están fabricados de imprecisión, de ambigüedad, de conceptos semánticamente difuminados
El derecho al olvido y especialmente su aplicación procesal están fabricados de imprecisión, de ambigüedad, de conceptos semánticamente difuminados, que excitan la imaginación y, por ello, transpiran poesía. Intentaré aclarar esta idea, sirviéndome, para ello, de una sentencia del Tribunal Constitucional, la 58/2018, de 4 de junio (LA LEY 69693/2018). Tengo entendido que fue la primera en la que se pronunció sobre este derecho y lo consagró como fundamental. (12)
Hace no mucho, el Pleno de dicho tribunal ha dictado la sentencia 89/2022, de 29 de junio (LA LEY 144913/2022), con la que ahonda en la caracterización del derecho al olvido, que identifica como «una vertiente del derecho fundamental a la protección de datos personales frente al uso de la informática que consagra el artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)» (fundamento jurídico 3.a).
Para este artículo, he preferido servirme de la dictada en 2018, porque, al ser la primera que dedicó a ese derecho, me ha parecido mucho más sugestiva. En todo caso, también la del Pleno es, en mi opinión, un florilegio de poesía jurídica, que merece un análisis específico.
Pero antes de entrar en detalles, debería definir el concepto de derecho al olvido, sólo que no me atrevo. Algunos de sus aspectos me desconciertan. El más obvio es si se trata de un olvido activo o pasivo. ¿Tengo derecho a olvidar? ¿O, a que otros olviden, a que me olviden?
Por otra parte, el del olvido no es un asunto sencillo. Los recuerdos habitan en la mente, y la mente funciona por libre más veces de la cuenta. No siempre es fácil olvidar, y menos, que los demás olviden. Qué más quisiéramos los seres humanos que disponer de un interruptor con el que apagar en las cabezas – la propia y las ajenas –, las imágenes de los lugares, las acciones y las personas que nos conviniesen.
Me temo que nadie, ni el legislador, ni siquiera el Tribunal Constitucional con todo su inmensísimo poder, tienen el suficiente para conferir a los hombres el derecho al olvido. Sólo la muerte – en la mitología antigua, Muerte y Sueño eran considerados hermanos de Olvido – es capaz de inducirlo. Y eso, si se trata del activo, porque, en lo que al olvido pasivo se refiere, tampoco ella puede. Se lo impiden la fama, buena o mala, la historia y, hoy – judice volente – la internet.
Por lo tanto, el tan exitoso derecho al olvido no puede consistir en el derecho a olvidar o a que otros olviden, así, sin más. Tiene que haber otra cosa.
El Tribunal Constitucional, en la sentencia mentada – la STC 58/2018 (LA LEY 69693/2018), fundamento jurídico 5 –, (13) define el derecho al olvido como «el derecho a obtener, sin dilación indebida, del responsable del tratamiento de los datos personales relativos a una persona, la supresión de esos datos, cuando ya no sean necesarios en relación con los fines para los que fueron recogidos o tratados; cuando se retire el consentimiento en que se basó el tratamiento; cuando la persona interesada se oponga al tratamiento; cuando los datos se hayan tratado de forma ilícita; cuando se deba dar cumplimiento a una obligación legal establecida en el Derecho de la Unión o de los Estados miembros; o cuando los datos se hayan obtenido en relación con la oferta de servicios de la sociedad de la información.»
La definición se las trae. Se necesitan aliento largo, para leerla, y papel y lápiz, para desenredarla. Por eso, con muy buen criterio, en mi opinión, el propio Constitucional la resume en una fórmula mucho más operativa: «derecho a la supresión de los datos personales de una determinada base que los contuviera». Y pontifica: «Eso, y no otra cosa, es el derecho al olvido». (14)
Se sobrentiende, creo, que la «base» aludida en la definición abreviada es una «base de datos». No va a ser una base naval, claro. Supongo que el redactor no quiso quedar mal repitiendo el sustantivo «datos», aparecido cuatro palabras antes, y redujo la «base de datos» a «base». Eso sí, calificándola de «determinada». Entiendo que, para diferenciarla de las indeterminadas. La verdad es que, después del montón de palabras de la definición larga que he transcrito, el eventual efecto antiestético de repetir «datos» ni se habría notado. Pero, eso sí, la claridad del texto habría salido ganando.
En todo caso, lo que el Tribunal Constitucional parece dar a entender que es el olvido, no coincide con lo que se entiende normalmente por tal, o sea, con la acción o el efecto de olvidar.
El Diccionario de la Real Academia Española define «olvidar» – primera acepción – como «Dejar de retener en la mente algo o a alguien.» En la mente, no en una base de datos, al margen de que ésta sea determinada o indeterminada.
Quiere eso decir que el significado natural – si se me permite calificarlo así – de la expresión «derecho al olvido» sería «derecho a suprimir de la mente». Pero, si hemos de a tenernos a lo dicho a medias por el Tribunal Constitucional, ese significado ha sido sustituido por el figurado de «derecho a suprimir de una base de datos». El fundamento del cambio es la semejanza entre la memoria humana y una creada con la informática. Estamos, pues, ante una metáfora. ¿Y hay algo más poético que una metáfora, sobre todo si es tan emotiva como ésta?
III. Derecho al olvido digital
La vis literaria del nombre «derecho al olvido» se refuerza en la variante «derecho al olvido digital», (15) con el adjetivo «digital», que añade nuevos enigmas y, con ellos, más estímulo poético.
¿Qué es lo digital: el derecho o el olvido? Aparentemente, el olvido, porque si lo fuese el derecho, el redactor habría escrito «derecho digital al olvido». Pero tampoco estoy muy seguro de que no sea ésta la lectura correcta, dado que, desde hace algún tiempo, disponemos de derechos digitales. Otra bonita creación poética. ¿Y qué es un derecho digital?
Casi desde la aparición de la informática, venimos funcionando con realidades convertibles o codificables en números dígitos, (16) o sea, digitalizadas y, por lo tanto, digitales. Tal es el caso de las imágenes, los libros, las composiciones musicales, etc. Pero lo que se dice derechos – qué sé yo, el de propiedad o el de arrendamiento, por señalar alguno –, hasta ahora no habían sido convertidos o codificados en números dígitos, que es, en puridad, lo que significaría la expresión «derechos digitales».
Hasta donde alcanzan mis conocimientos jurídicos e informáticos – debilitados sobre todo éstos por el mucho tiempo transcurrido desde que los practicaba –, lo de digitalizar derechos no tiene mucho sentido. No creo que lo hagan ni en las universidades norteamericanas, que ya es decir. Aunque, en los tiempos que corren, no me atrevo a asegurarlo con total rotundidad.
Cabe, pues, suponer que, con el nombre «derechos digitales», se quiere significar otra cosa que derechos convertibles en números dígitos. Probablemente, esa expresión se refiere a derechos relacionados con lo digital. Pero ¿relacionados, cómo?
Uno esperaría encontrar la definición de derecho digital en la Ley orgánica 3/2018, de 5 de diciembre (LA LEY 19303/2018), que lleva el pomposo rótulo «de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales». Pero, quia. Se ha dedicado todo su título XI a la «Garantía de los derechos digitales», sin que en él se diga nada, salvo mala lectura por mi parte, de por qué lo son.
Aunque, la verdad, me parece mucho más interesante que el legislador no haya aclarado en qué consiste la digitalidad de los derechos. De esta forma, no ha rayado el precioso barniz poético que recubre todo ese título undécimo.
No puedo resistirme a reseñar la sutil poesía que emana de ese pasaje jurídico-literario. He aquí un ejemplo: el artículo 80 de la susodicha Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018), dedicado al «Derecho a la neutralidad de Internet». ¡Pero cuidado que es sugestivo ese rótulo: «Derecho a la neutralidad de internet»! El artículo dice así:
«Los usuarios [se entiende, creo, de la mencionada red electrónica] tienen derecho a la neutralidad de Internet. Los proveedores de servicios de Internet proporcionarán una oferta transparente de servicios sin discriminación por motivos técnicos o económicos».
¿Qué es la «neutralidad» de internet? ¿Y la «transparencia» – limpieza, claridad, pureza – de la oferta de sus servicios? ¿Y la «discriminación por motivos técnicos o económicos»? ¡Pero qué tontería de preguntas se me ocurren! Qué van a ser. Vapor intelectual, o sea, poesía, que el intérprete de la ley declamará como quiera.
Otro toque también muy vaporoso y, por lo tanto, poético de la citada Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018) – tiene muchos y muy sugestivos – es el de su artículo 1, según el cual, dicha ley tiene por objeto:
«b) Garantizar los derechos digitales de la ciudadanía conforme al mandato establecido en el artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978).»
Cualquier lector poco avisado esperaría encontrar enumerados o, al menos, aludidos esos derechos digitales en el artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978). Pero qué va. Allí, ni se los nombra. Simplemente se dispone en él:
«La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos.»
Mandato hay: «limitará» ¿Pero dónde está la referencia a los «derechos digitales»? Mira que le he dado vueltas y más vueltas a la norma. Pero, nada. Que no la encuentro. Quizá, porque no sé muy bien en que consiste la digitalidad de los derechos.
Felizmente contamos con la luz brillante y muy potente que ilumina nuestro discurrir. Es el parecer del Tribunal Constitucional. En su sentencia 290/2000, de 30 de noviembre (LA LEY 13/2001), fundamento jurídico 7, aseguraba que el citado artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978):
«En lo que respecta al primer presupuesto, si el art. 1 L.O.R.T.A.D. establece que su objeto es el «desarrollo de lo previsto en el apartado 4 del art. 18 C.E. (LA LEY 2500/1978)», es procedente recordar que este precepto, como ya ha declarado este Tribunal, contiene un instituto de garantía de los derechos a la intimidad y al honor y del pleno disfrute de los restantes derechos de los ciudadanos que es, además, en sí mismo, «un derecho fundamental, el derecho a la libertad frente a las potenciales agresiones a la dignidad y a la libertad de la persona provenientes de un uso ilegítimo del tratamiento automatizado de datos, lo que la Constitución llama ‘la informática’» (STC 254/1993, de 20 de julio (LA LEY 2282-TC/1993), F.J. 6, doctrina que se reitera en las SSTC 143/1994, de 9 de mayo (LA LEY 2567-TC/1994), F.J. 7; 11/1998, de 13 de enero (LA LEY 1407/1998), F.J. 4; 94/1998, de 4 de mayo (LA LEY 6129/1998), F.J. 6, y 202/1999, de 8 de noviembre (LA LEY 1850/2000), F.J. 2).»
El mismo tribunal, en su sentencia 58/2018, aquí comentada, fundamento jurídico 5, último párrafo, asegura:
«Esta conclusión puede extraerse sin dificultad de la configuración que hace nuestra jurisprudencia del artículo 18.4 CE (LA LEY 2500/1978), al definirlo como un conjunto de derechos que el ciudadano puede ejercer «frente a quienes sean titulares, públicos o privados, de ficheros de datos personales» (STC 290/2000 (LA LEY 13/2001), FJ 7), y establecer que tales derechos son, entendidos como haz de facultades de su titular, el derecho a consentir la recogida y el uso de sus datos personales y a conocer los mismos, el derecho a ser informado de quién posee sus datos personales y con qué finalidad, y el derecho a oponerse a esa posesión y uso exigiendo a quien corresponda que ponga fin a la posesión y empleo de tales datos, esto es el derecho de supresión (en este sentido, STC 290/2000 (LA LEY 13/2001), FJ 7)»
O sea, si no he entendido mal – la complejidad de los textos transcritos da para ello –, deduzco que el artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978) esconde un derecho fundamental – qué digo –, varios, muchos derechos fundamentales.
Preciosísima imagen poética la de concebir el artículo 18.4 de la Constitución (LA LEY 2500/1978) como una especie de cámara mágica que oculta un tesoro de derechos fundamentales digitales, los cuales, se supone, el descubridor irá dando a conocer. (17) Si no estoy confundido, uno de esos derechos allí atesorados sería el derecho al olvido, integrante del conjunto de derechos digitales, a los que se refiere el artículo 1.b) de la citada Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018).
Lo dicho. Esa ley – la orgánica 3/2018 –, vige pletórica de poesía. Pero ahora no estamos a esto. Así que volvamos al hilo de la narración que dejé colgando hace unos cuantos párrafos.
Demos por bueno que, en la expresión «derecho al olvido digital», lo digital es el olvido. ¿Quiere eso decir que atañe sólo a los datos contenidos en bases digitales de datos? ¿Quedarían fuera de su ámbito los ficheros no digitales? Por ejemplo, ¿no afectaría a los datos guardados en archivos de papel, eventualmente aún operativos? ¿Existen, tal vez, dos tipos de olvidos jurídicamente diversos: el digital y el de papel? ¿O hay incluso más tipos de olvido?
¡Qué lío! ¡Pero qué poético, todo! Por cierto, que no se me pase. En la citada Ley orgánica 3/2018, de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales (LA LEY 19303/2018), el derecho al olvido tiene asignado también un papel pequeño, pero muy poético. Lo encontramos citado en los titulillos de los artículos 93 y 94. Ambos dan testimonio del potente estro del legislador.
IV. Derecho al olvido en búsquedas en internet
Lo, siento, ya sé que he manifestado que no estamos a esto. Pero es tal el entusiasmo que suscita en mí tanta poesía, que no puedo dejar de señalar la que inspiran ambas normas. Pero como ya llevo muchas digresiones, me fijaré sólo en el artículo 93; más en concreto, su apartado 1.
Su redactor desmiga el contenido de lo que parece ser una de las aún no censadas – nadie sabe las que llegará a tener – especies del derecho al olvido: el «derecho al olvido en búsquedas de Internet». (18) Y lo hace de una manera tan profusa y difusa que propicia una lectura apasionadamente poética del texto. Lo reproduzco porque vale la pena admirar su arte:
«1. Toda persona tiene derecho a que los motores de búsqueda en Internet eliminen de las listas de resultados que se obtuvieran tras una búsqueda efectuada a partir de su nombre los enlaces publicados que contuvieran información relativa a esa persona cuando fuesen inadecuados, inexactos, no pertinentes, no actualizados o excesivos o hubieren devenido como tales por el transcurso del tiempo, teniendo en cuenta los fines para los que se recogieron o trataron, el tiempo transcurrido y la naturaleza e interés público de la información.»
Los intérpretes de oráculos jurídicos lo tienen muy, muy fácil con éste, que dirá lo que ellos quieran que diga.
Te pido, lector amigo, que hagas un esfuerzo y señales los siguientes componentes sintácticos de la muy compleja oración transcrita. Venga, afila el lápiz y subraya el sujeto de las frases cuyos núcleos son «contuvieran», «cuando fuesen inadecuados, inexactos, no pertinentes, no actualizados o excesivos», y «hubiesen devenido como tales».
¿Cuesta localizar el sujeto de esas frases, verdad? Pero lo que cuesta vale. Seguro que lo has conseguido. Sí, efectivamente, sólo has subrayado el sintagma nominal «los enlaces publicados», o, más exactamente, el pronombre relativo «que» cuyo antecedente es «los enlaces publicados».
Ahora bien, si no me fallan mis conocimientos de informática, el sustantivo «enlaces», en un contexto referido a internet como éste, equivale a «hipervínculos», o sea, los elementos de un documento electrónico que permiten dirigirse a otros puntos del mismo documento o a otras páginas web. (19) Lo diré – perdón por el coloquialismo – a la pata la llana: los hipervínculos o enlaces son esas partes de la pantalla del ordenador en las que, al pasar el ratón por encima, el puntero se convierte en una manecita cerrada con el dedo índice apuntando, y que están asociadas, normalmente, a una dirección «url» (20) de una página web.
Si, en el enrevesado artículo 93.1 de la Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018), es ese el significado del sustantivo «enlaces» – no parece que sea otro – resulta imposible entender a qué viene lo de «publicados»: «enlaces (hipervínculos) publicados», enlaces (hipervínculos» «inadecuados», «inexactos», «no pertinentes», «no actualizados», «excesivos».
Con una lectura inocente de ese texto, uno entiende que los enlaces – los hipervínculos –pueden ser eventualmente inadecuados, inexactos, no pertinentes, etc. Pero enlaces o hipervínculos inadecuados, inexactos, no pertinentes, etc. serían los que no dirigen a ninguna parte, o dirigen a una parte distinta de la que corresponde o dirigen a un parte que no viene al caso. No, no creo que sea eso lo que el redactor de la ley quiere decir. No, no. Eso no tiene sentido.
Lo tendría – sentido, pero otro distinto – si, debido al arrebato poético que parece haberse adueñado del legislador, éste ha dado un doble salto semántico, apoyado en sendas metonimias. Es decir, habría hecho que el sustantivo «enlace», de significar elemento que dirige a otra página web, pasase a significar, primero, esa página y, en un segundo brinco, la información, los datos contenidos en ella.
En ese caso, sí, la expresión «enlaces publicados» ya sí tendría sentido como «datos publicados», y esos datos serían los eventualmente «inadecuados, inexactos, no pertinentes, no actualizados o excesivos». Ese sintagma comentado rezuma poesía. No puedo decir que de la buena. Pero poesía, al fin y al cabo.
Hay más de ese producto en el artículo 93.1 de la Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018). ¿Cuáles serían los límites de los conceptos «inadecuados», «inexactos», «no pertinentes», «no actualizados», «excesivos»? ¿Qué aspectos hay que considerar a la hora de tener «en cuenta los fines para los que se recogieron o trataron [los enlaces/datos]»? ¿Cuál es el «tiempo transcurrido» – contado en años, meses, días – para reevaluar la adecuación, exactitud, pertinencia, etc. de los enlaces/datos? ¿Y la «naturaleza e interés público de la información»?
Me fascina el 93.1 de la Ley orgánica 3/2018 (LA LEY 19303/2018). No sé si por la emoción que me produce o porque no termino de entenderlo. Cuando lo leo, me parece estar saboreando unas deliciosas gachas de salvado poético.
Leído en prosa, sólo sirve para que las gentes del común no sepan muy bien lo que se prescribe en él, los estudiosos del tema fatiguen teclados intentando glosarlo, y sus aplicadores entiendan lo que les venga en gana. ¡Pero se lee taaan bonito!
Perdón, una vez más, por el excurso. Sigo con el tema troncal.
V. Interferencia de la poesía del derecho al olvido en la seguridad jurídica
Identifico más derechos con nombre poético en la composición – permítaseme el calificativo – jurídico-literaria del Tribunal Constitucional que he tomado como apoyo para este artículo, o sea, su sentencia 58/2018. Los supongo parientes del comentado, y son el «derecho a la autodeterminación de datos personales» y su variante «derecho de autodeterminación sobre los propios datos personales». (21) Me parece todo un hallazgo retórico, quiero decir, poético, unir, a pelo, autodeterminación y datos personales
Leído sin malicia o, mejor dicho, sin preparación jurídica, uno entenderá que, con lo de «autodeterminación», se quiere significar que el titular del derecho lo tiene para decidir por sí mismo
Leído sin malicia o, mejor dicho, sin preparación jurídica, uno entenderá que, con lo de «autodeterminación», se quiere significar que el titular del derecho lo tiene para decidir por sí mismo – segunda acepción de esa palabra, en el Diccionario de la Real Academia Española – los datos personales. Los propios, claro. Aunque quién sabe si, andando, andando, algún día se podrá aplicar la autodeterminación también a los ajenos. Pero, en ese caso, convendría hablar de determinación, sin «auto», porque el concepto «autodeterminación» conlleva la referencia a algo propio.
¿Pero qué datos personales – los propios, se entiende – son los autodeterminables? ¿Todos? ¿Significa eso que cada quien puede decidir por sí mismo su edad, su estado de salud, sus vínculos parentales, por citar algunos? ¿Y puede decidirlos en esencia o sólo en apariencia? Sería estupendo que todo el mundo tuviese la facultad de disponer, por ejemplo, del progreso de su edad: «Ayer, fue mi quincuagésimo cuarto cumpleaños y he autodeterminado no cumplir más». Pero me temo que eso no es posible en el mundo real. Por supuesto, sí en el poético.
Por lo que he visto en internet – dónde, si no –, creo que, con las citadas expresiones, se quiere decir que toda persona tiene derecho a disponer el tratamiento, informático fundamentalmente, que reciben sus datos personales. (22) Es lo que parece deducirse de, por ejemplo, la STC 292/2000, de 30 de noviembre (LA LEY 11336/2000). (23) Pero, claro, expresado así, resulta mucho más prosaico – ¡dónde va a parar! – que llamarlo «derecho a la autodeterminación de datos personales», o lo otro: «derecho de autodeterminación sobre los propios datos personales».
Y hablando de «autodeterminación», ¿qué decir de la etiqueta «autodeterminación informativa»? (24) Y, ya puestos, ¿qué, de «libertad informática»? (25) ¿Y qué, de «derecho de supresión»?, así, sin complementos. (26) Y, por ampliar el campo de rastreo, ¿qué hay de «derecho a la intimidad digital», (27) y «derecho a la caducidad del dato negativo», y «derecho a la oscuridad digital» y «derecho al olvido social»?
Reconózcaseme que lo de poetizar los textos jurídicos hace su lectura más sugestiva, más amena, más dichosa. He de confesar que, en lo que a mí respecta, disfruto mucho cuando encuentro gemas como las expuestas.
Sólo que no estoy muy convencido de que esa forma de conceptualizar sea compatible con la precisión, con la claridad exigible a las normas legales y a las sentencias que las aplican. Más que nada, por consideración hacia la seguridad jurídica, garantizada teóricamente por la Constitución en su artículo 9.3 (LA LEY 2500/1978).
Pero, quizá, lo que se busca con esto de llenar el lenguaje jurídico de poesía, es sustituir la pesada precisión, la monótona seguridad, la aburrida certidumbre, por la alegre incertidumbre, la excitante inseguridad, la liviana imprecisión. Con ellas, resulta mucho más gozoso componer sentencias desenfadadas, sueltas, creativas. Y qué decir del placer de leerlas.
Pero, no sé. La idea de vincular la creatividad, la soltura, el desenfado a la construcción de las sentencias no termina de convencerme. Claro que, si la ley lo incentiva, qué puedo oponer yo, o cualquiera.
Me pregunto qué entenderá la gente normal y corriente cuando oye la expresión «derecho al olvido», aparte de experimentar un leve estremecimiento sentimental por el impacto del vocablo «olvido». Quizá algún día, este sintagma llegue a ser común con el significado metafórico reseñado. Tal vez, incluso, la Real Academia Española lo incluya en su Diccionario de la Lengua Española, como lo hace ya en su Diccionario panhispánico del español jurídico. (28)
Mientras eso no ocurra, y aun ocurriendo, su significado será confuso y, por lo tanto, inseguro. Lo mismo, que el de las aludidas expresiones «derecho a la autodeterminación de datos personales», «autodeterminación informativa», «libertad informática», «derecho de supresión», «derecho a la intimidad digital», «derecho a la caducidad del dato negativo», «derecho a la oscuridad digital», «derecho al olvido social» y más, muchas más.
A la vista está. El lenguaje jurídico salta y brinca borracho de poesía. Se acerca el día en el que los abogados asistiremos a los juicios tocados con coronas de mirto, vistiendo togas estampadas con paisajes bucólicos e informando con églogas. Que allá nos veamos.