Como es sabido, los orígenes de nuestro Derecho civil actual se encuentran en la confluencia de dos elementos: el Derecho romano y el Derecho germánico. Así, una aproximación a los antecedentes históricos del contador-partidor pasa necesariamente por ambos corpus y por el resultado de su confluencia: el derecho castellano medieval y, tras él, el derecho de la España moderna. Finalizada dicha investigación, avanzaremos hasta el proceso codificador, centrándonos fundamentalmente en el proyecto de Código Civil de 1851, redactado por García Goyena y que, a pesar de no llegar a ser aprobado, constituye la base de nuestro Código Civil actual.
Por supuesto, si tenemos en cuenta que aún hoy las figuras del contador-partidor y el albacea aparecen claramente relacionadas, más aún ocurre cuando indagamos en su origen histórico. Parece ser que la segunda surge primera en el tiempo y que, con el paso de los siglos, aparece el comisario o contador-partidor como derivación. Resulta de interés, por tanto, reflejar aquí cómo aparece también el albacea en nuestro ordenamiento jurídico primigenio.
1. Derecho romano. El familiae emptor
La vigencia del Derecho romano se extiende durante más de un milenio: desde la fundación de Roma, en el año 754-753 a.C., hasta el año 565 d.C., fecha de la muerte del emperador Justiniano, cuya obra, el Corpus Iuris Civilis, se considera punto culminante del Derecho romano, al recoger tanto textos legales como jurisprudencia clásica, convirtiéndose no sólo en la puerta de acceso a la rica tradición jurídica romana para siglos venideros, sino también en la obra jurídica más influyente de la historia.
Se entiende, entonces, que, al igual que otras ramas del Derecho de Roma, el Derecho sucesorio romano sufrió, a lo largo de todo este tiempo, importantes transformaciones. Se han distinguido tradicionalmente tres grandes etapas (ARIAS RAMOS, 1940, pp. 268-269): un primer momento en el que se basa todo el Derecho sucesorio en el ius civile, esto es, el derecho promulgado por la autoridad, constituyéndose en una regulación ciertamente exigente en cuanto a formalismos; un segundo momento en el que la influencia de la figura del pretor y el ius honorarium va a suavizar las rigideces propias de la etapa anterior; y un gran momento final, representado por el Derecho justinianeo que, tras la prohibición del ius honorarium, sintetiza el Derecho sucesorio romano que va a pasar a formar parte de las tradiciones jurídicas de los posteriores ordenamientos jurídicos romanísticos.
El Derecho romano no conoció, en ninguna de sus tres fases, una figura realmente homologable a la del contador-partidor
Sin embargo, el Derecho romano no conoció, en ninguna de sus tres fases, una figura realmente homologable a la del contador-partidor. La partición de la comunidad hereditaria se encomendaba, bien a los propios herederos, o bien, en defecto de la intervención de éstos, a la autoridad judicial. Tampoco se previó la necesidad de designar a un sujeto de confianza que, a modo de albacea, se encargara de asegurar el cumplimiento de la voluntad del testador. La única figura lejanamente asimilable a ambos es la del familiae emptor.
Para comprender su naturaleza, es fundamental conocer que el Derecho romano prejustinianeo aceptaba tres formas de otorgar testamento (ARIAS RAMOS, 1940, pp. 293 y ss.): calatis comitiis, in procinctu y per aes et libram. Los dos primeros son los más antiguos. Ambos tenían el importante inconveniente de tener que realizarse en momentos concretos que el testador no podía elegir: en el primer caso, se otorgaba ante todo el pueblo reunido en comicios, convocados éstos dos veces al año; en el segundo caso, se otorgaba exclusivamente en caso de conflicto militar, ante las unidades militares del ejército romano.
La inoperancia de estas formas de testar nos dice Gayo que terminó resultando en su desaparición y en el surgimiento del tercer tipo de testamento, predominante, con alteraciones, hasta la llegada del Derecho justinianeo. El testamento per aes et libram, en un primer momento, no se trataba de un modo de testar propiamente dicho, sino más bien de una figura que no tenía otro fin que sortear las dificultades que las otras dos vías imponían (RIBES RODRÍGUEZ, 2015, pp. 24-26). Así, se basaba en que el causante traspasaba su patrimonio al llamado familiae emptor, un amigo que se comprometía a, llegado el momento de la muerte del sujeto, repartir el patrimonio entre aquellos que el testador le señalaba.
El familiae emptor jugaba un papel que en principio podríamos asimilar en nuestro Derecho al del heredero fiduciario cuando se prevé una sustitución fideicomisaria
El familiae emptor jugaba un papel que en principio podríamos asimilar en nuestro Derecho al del heredero fiduciario cuando se prevé una sustitución fideicomisaria. Sin embargo, en realidad, el familiae emptor, a diferencia del fiduciario, además de adquirir el patrimonio del causante en vida de éste, no recibía más que un dominio meramente formal, siendo su carácter principal el de asegurador de la voluntad de aquél, a modo de precursor lejano de nuestro albacea. Resulta así una curiosa figura mixta que responde, claro está, a razones relativas al contexto histórico-jurídico, ya expuestas.
Con todo, no parece que pudiera llevar a cabo funciones de partidor de la herencia. Si existía una pluralidad de herederos, se constituían en comunidad de bienes y se mantenían en ella hasta que, como hemos indicado más arriba, ésta se extinguiera tras la partición, ya fuera de mutuo acuerdo o por vía judicial (1) .
II. Derecho germánico. La aparición del albacea
Con la conquista visigótica de Hispania, multitud de elementos de la tradición jurídica germánica van engarzándose con los propios de la romana. La obra cumbre de esta etapa es el Liber Iudiciorum o ‘Libro de los Jueces’, también conocido como ‘Fuero Juzgo’, en su muy posterior versión castellana. Fue promulgado por el rey visigodo Recesvinto, que buscaba realizar una obra pareja al Código de Justiniano.
El Liber dedica el Título II de su Libro Cuarto a las sucesiones, estableciendo un sistema que recuerda al que tenemos hoy, con la fundamental salvedad de que no contempla la figura del testamento, ignorada y olvidada por el ordenamiento visigótico bajo la premisa de que al heredero lo elige Dios, no el hombre (2) . La partición, sin embargo, se regula en el Título I del Libro Décimo. Podemos comprobar ahí cómo la tradición germanística era mucho más proclive al mantenimiento de la comunidad hereditaria que la romana, imposibilitando que un individuo pueda forzar la partición de la herencia contra la voluntad del resto (3) (GODOY DOMÍNGUEZ, 2011, p. 148).
Así, si tenemos en cuenta que, por un lado, la tradición germánica no contempla en principio el testamento y, por otro lado, la inclinación general es a mantener la indivisión de la comunidad hereditaria, parece que queda poco sitio para una figura como el contador-partidor. Y, sin embargo, es en este contexto cómo surge el albacea.
Para comprender tal aparición, hay que partir señalando que, aunque las leyes germánicas no regularan el testamento como institución, esto no quiere decir que, gracias también en parte a la confluencia de la tradición germánica con la latina, no se comenzaran a otorgar testamentos. Y es que, a pesar de que los receptores del patrimonio del causante estaban imperativamente señalados por la normativa abintestato, en el territorio hispánico comenzaba a aparecer otra tradición jurídica pujante y de cada vez mayor peso: el Derecho canónico (ESTARELLAS MERINO, 2006, pp. 4-6).
Así, comienza a extenderse la práctica de legar una parte de los bienes del causante a obras de caridad eclesiásticas por la salvación del alma del causante (PAREDES SÁNCHEZ, 2013, p. 116). Se acostumbró entonces a destinar un quinto del total del patrimonio del causante para la Iglesia. Pero, para poder realizar tal disposición, sí es necesario redactar un testamento, figura que reaparece con este concreto fin, y para hacer efectivo dicho testamento es necesario que alguien defendiera la porción que el causante había decidido destinar a la Iglesia frente a los herederos predesignados.
Es así como aparece en la normativa eclesiástica la institución del albacea, un sujeto que debe asegurar el cumplimiento de la voluntad del causante manifestada en testamento. Se trata de un cargo que, de no asignar el testador a nadie, ejercía subsidiariamente el obispo del lugar (ÁLVAREZ-SALA, 2012, p. 5). De nuevo, quedan enormes incógnitas acerca de hasta dónde llegaba la potestad de dicho albacea. No parece que llegara a tomar posesión del patrimonio, sino que su función era exigir al heredero la destinación de ese quinto del patrimonio del causahabiente para los fines que la Iglesia tuviera a bien. Mucho menos cabe pensar que se trate de un sujeto con facultades de partición de la herencia.
Sea como fuere, no es hasta la llegada del derecho castellano que el albacea se generaliza y extiende a todo el derecho sucesorio español.
III. Derecho castellano medieval. La secularización del albacea: el testamentario
Tras la conquista musulmana, el ordenamiento jurídico castellano se caracteriza, en un primer momento, por su naturaleza multicéntrica, atendiendo a la variedad de diversos «fueros» que la Corona va otorgando a cada localidad. Esto termina, en un esfuerzo hacia la unificación jurídica, con la aparición del Fuero Real, redactado por Alfonso X el Sabio para todas aquellas localidades sin fuero propio o sobre las que se impusiera a pesar de contar con uno anterior, y, muy especialmente, con la promulgación de Las Siete Partidas, la obra culminante de este monarca.
Al Derecho de sucesiones se le dedica la Sexta Partida. Con ella, finalmente, la figura del testamento, tras el paréntesis del Derecho visigodo (que, con todo, hemos visto que no lo desconoció absolutamente) vuelve en su plenitud, reapareciendo la libertad de testar (4) ; y es en esta Sexta Partida donde se consagra y se incardina en el Derecho nacional la figura del albacea (recordemos que, hasta el momento, se había tratado de una figura de naturaleza canónica). Las Partidas van a otorgarle un régimen jurídico sorprendentemente concreto, regulado en el Título X (denominado De los testamentarios que han de cumplir las mandas).
La norma los denomina de diversas formas: cabezaleros, testamentarios, mansesores e incluso, en una expresa alusión al Derecho romano, fideicomisarios (Ley I). Asimismo, establece que cuentan con la potestad de entregar y de dar las mandas que se hagan en los testamentos de la manera en que los causantes ordenasen (Ley II). Esto último es especialmente subrayado por la Ley III, denominada Que los testamentarios deben cumplir la voluntad del finado sin seguir su propio albedrío. Posteriormente, se le otorga al mansesor potestad de demandar, en juicio o fuera de juicio, ciertos bienes, como aquellos destinados a obras de piedad. Incluso se reconoce la posibilidad de que el testador otorgue potestad plena al testamentario para demandar cualesquiera bienes de su patrimonio, siempre que sea para hacer cumplir sus mandas (Ley IV).
Igualmente, se sigue reconociendo la condición de albacea subsidiario al obispo del lugar del nacimiento del finado, pero únicamente respecto a los bienes destinados a obras de caridad (Ley V). Se establece el plazo máximo de un año para cumplir con las mandas del testamento. Si fueran muchos los testamentarios, deberán ponerse de acuerdo. De no hacerlo, valdrán las disposiciones realizadas, aunque fuera por uno solo de ellos al año de la muerte del causante (Ley VI). Se indica que serán los obispos del lugar los encargados de apremiar a los mansesores para que realicen su trabajo, estableciendo que lo harán a instancia de cualquier persona del pueblo, «porque es obra de piedad» (Ley VII). De negarse a cumplir con su misión, el testamentario perderá lo que se le hubiera dejado por herencia, a no ser que fuera hijo del testador, en cuyo caso perderá lo recibido hasta la legítima parte que le corresponda (Ley VIII).
Como vemos, se trata el testamentario de una figura precursora de nuestro actual albacea, teniendo ambos como finalidad fundamental la de asegurar el cumplimiento de la voluntad del testador. Lo que no parece, de nuevo, es que tuviera facultades de partidor.
La partición, que regula La Sexta Partida en su Título XV, se sigue encomendando a los herederos (que deberán seguir las indicaciones del causante o, en su defecto, las dispuestas por las leyes (5) ) o, de no ponerse de acuerdo, al juez (6) (MARTÍNEZ GIJÓN, 1957, pp. 286 y ss.). Por tanto, seguimos sin encontrar un antecedente realmente asimilable a nuestro contador-partidor actual.
IV. Derecho de la España moderna. El comisario
Las Leyes de Toro se promulgan en la homónima ciudad castellanoleonesa en el año 1505, bajo el reinado de Juana I de Castilla. Incluyen ochenta y tres leyes (artículos, en nuestra nomenclatura contemporánea). Aunque quizá resulten una obra menor en comparación con otras posteriores de la misma etapa (caso de la Nueva Recopilación o la Novísima Recopilación), en lo que aquí respecta son de una importancia mayor. En primer lugar, porque actualizan y recopilan en su mayor parte el Derecho sucesorio de la época. En segundo lugar, porque en esta obra aparece por primera vez mención al «comisario».
Se trata de una figura diferenciada de los testamentarios que se regulaban en Las Partidas (SARRIÓN GUALDA, 2005, pp. 237-240). De hecho, era posible el nombramiento, por un lado, de un albacea, encargado de la ejecución del testamento, y, por otro, de un comisario (aunque lo más frecuente era, como hoy día, concentrar ambas funciones en un mismo sujeto). Aquí, la norma real establece dos modalidades de comisario: el que cuenta con un poder general y el que cuenta con poderes especiales.
El poder general para testar no era visto con buenos ojos por la norma (7) . Así, esta estableció que, cuando se concediera tal poder, la tarea del comisario habría de reducirse a pagar las deudas del difunto, mandar distribuir por su alma un quinto de sus bienes y traspasar el remanente a sus herederos abintestato (Ley 32 de Toro).
De un mayor interés nos resulta el comisario por poder especial (Ley 31 de Toro). Si se realizaba mediante un poder especial, la norma era mucho más laxa y permitía al comisario realizar casi cualquier tarea: instituir heredero (aunque no con libertad, sino previa designación por el causante), desheredar, mejorar, designar sustitutos, legar o incluso, a juicio de algunos comentaristas, elegir un tutor para los huérfanos.
Por otro lado, las Leyes de Toro reconocen, en su décimo novena disposición, la posibilidad de que el causante pueda señalar «en cierta cosa o parte de su hacienda» la mejora que quieran que reciban sus descendientes. Esto no deja de ser una facultad partitoria parcial. Pues bien, aquí la norma es taxativa en que esta concreta potestad no puede el testador cometerla a otra persona alguna.
Visto todo esto, resulta muy interesante establecer una relación que parece clara entre el comisario con poder especial de las Leyes de Toro y el comisario del proyecto de Código Civil de García Goyena y el posterior Código de 1889. Aunque la norma de 1505, como se ha señalado, no previó la facultad de realizar la partición como una de las delegables al comisario, e incluso prohíbe la comisión de la individualización de la mejora, resulta evidente que el actual contador-partidor (comisario, en la primera redacción del actual Código Civil) es un sujeto a quien el testador, comitente, le otorga la facultad de hacer la partición. No olvidemos que las Leyes de Toro, a través, primero de la Nueva Recopilación, y más tarde de la Novísima, estuvieron vigentes en España más de cuatrocientos años, hasta la aprobación del actual Código, por lo que no es de extrañar que se tuvieran muy presentes a la hora de establecer la nueva regulación codificada. Así, nuestro contador-partidor resultaría un comisario al que se le concede el poder especial de poner fin a la comunidad hereditaria, partiendo y repartiendo la herencia.
A pesar de que, como hemos señalado, las Leyes de Toro pervivieron durante toda la Edad Moderna a través de las recopilaciones, no deja de ser interesante analizar estas últimas, no sólo porque resultan dos de los textos jurídicos más importantes de nuestra historia, sino también porque ambas, especialmente la Novísima Recopilación, tienen incidencia en nuestra materia objeto de estudio.
La Nueva Recopilación es fruto del deseo de la Corona de Castilla de agrupar en tomos unitarios todo el ordenamiento jurídico del Reino. Como su propio nombre indica, no es la primera recopilación que se realizó (el llamado Ordenamiento de Montalvo, de 1484; y el Libro de bulas y pragmáticas, de 1544, son anteriores), pero sí la primera que satisfizo a la Corona. Publicada en 1567, bajo el reinado de Felipe II, su vigencia se extendió durante casi doscientos cincuenta años. El texto recoge el Derecho de sucesiones de la época en su Libro Quinto, a partir del Título IV (De los testamentos y comisarios). En cuanto a los comisarios, recoge literalmente las normas promulgadas en las Leyes de Toro al respecto (incluidas las mentadas Leyes 31, 32 y 19 de Toro).
La Novísima Recopilación venía a resultar una actualización de la anterior. Fue sancionada por el rey Carlos IV en el año 1805 y es el texto jurídico vigente inmediatamente anterior a la publicación de los actuales Códigos.
Esta, a diferencia de la Nueva Recopilación, se aparta parcialmente de las Leyes de Toro e introduce una disposición que va a resultar clave para el posterior desarrollo de la figura del contador-partidor. Decimos ‘parcialmente’ porque se recoge todo el régimen de los comisarios promulgado en Toro. Pero se añade una nueva norma, sancionada pocos años antes, en 1791, por el propio Carlos IV. Así, el Título XXI de su Libro X, denominado De las testamentarías, inventarios, cuentas y particiones, da acogida a una disposición, la Ley X, que tiene por título Facultades de los albaceas o testamentarios para hacer las cuentas y particiones. Con ella se reconoce expresamente por primera vez la posibilidad de que sea un tercero nombrado por el causante quien lleve a cabo la partición completa de la herencia (8) .
La norma deja varias dudas. No queda claro si se trata de una potestad con la que cuenta todo albacea, tutor o testamentario ope legis o, al contrario, precisa de designación específica por parte del causante. El estricto régimen de poderes del comisario parece inclinarnos hacia esta segunda opción. Por otro lado, se habla de que podrán tener esta potestad albaceas, tutores y testamentarios, no quedando claro si al usar este último término se alude a los comisarios testamentarios de las Leyes de Toro o a los testamentarios de Las Partidas. Recordemos que se trata de sujetos distintos. Sin embargo, al mencionarse ya al albacea, figura idéntica a la del testamentario de Las Partidas, parece que de nuevo debemos inclinarnos a que se está haciendo referencia al comisario testamentario. El problema entonces es cómo conciliar esta posibilidad con la Ley 19 de Toro, que no permitía individualizar la mejora a ningún tercero y que seguía vigente en la propia Novísima Recopilación. Parece que se trata de una de las tantas incoherencias que recogía la norma, por las que fue duramente criticada en la época (9) .
Sea como fuere, esta norma, como enseguida veremos, resultó determinante para el surgimiento del actual contador-partidor.
V. El proceso de codificación civil española. El proyecto de García Goyena
La Constitución de 1812 (LA LEY 1/1812) recogía la obligación de establecer un código unitario que regulara la normativa civil para todo el territorio español (10) , lo que dio pie a un largo proceso de codificación que se extendió durante prácticamente todo el siglo XIX. Se impulsaron desde el Gobierno varios proyectos de códigos civiles completos (el de Nicolás María Garelly, en 1821; el de Manuel María Cambronero, terminado póstumamente en 1836; y el de Florencio García Goyena, en 1851) que, por diversas razones, no llegaron a buen puerto.
Sin duda, el más relevante e influyente en nuestro actual Código Civil fue el redactado por la comisión liderada por Florencio García Goyena. Tanto es así que la propia Ley de Bases del Código Civil lo señala como su principal referente (11) . García Goyena publicó, en 1853, una obra analizando, comentando y explicando la totalidad del proyecto, Concordancias, motivos y comentarios del Código Civil español. Hay que decir que si no llegó a aprobarse fue porque la comisión decidió excluir del mismo los ordenamientos civiles regionales, con la consecuente oposición de los foralistas.
El proyecto de García Goyena dedica al Derecho sucesorio los tres primeros títulos de su Libro Tercero, De los modos de adquirir la propiedad, denominados, respectivamente, De las herencias, De las herencias sin testamento y Disposiciones comunes a las herencias por testamento o sin él.
Se mantiene aquí la distinción que señalábamos más arriba entre el albacea y el comisario (regulándose el primero en el Título dedicado a las herencias y mencionándose al segundo en el Título de disposiciones comunes).
En cuanto al primero, se establece un régimen completo ya muy similar al del actual Código Civil. No está de más señalar que el propio autor reconoce en sus comentarios que «[…] la legislación se encuentra obscura y diminuta en este punto de uso tan general como el mismo testamento, pues no hay uno sin nombramiento de albaceas. […] Hasta los Códigos modernos aparecen diminutos y confusos: el Sardo, que […] se extiende más que los otros, ha adelantado poco en claridad y tal vez no podamos lisonjearnos de haberla conseguido» (GARCÍA GOYENA, 1852, p. 157).
El comisario no cuenta con un régimen completo de funcionamiento, se trata esta figura de pasada, al regular la partición de la herencia
El comisario, en cambio, no cuenta con un régimen completo de funcionamiento. A modo de lo realizado con el actual Código, se trata esta figura de pasada, al regular la partición de la herencia. Concretamente, la base de la institución está en el art. 900 del proyecto, que reza:
La simple facultad de hacer la partición puede cometerse en vida o en muerte a otro cualquiera, con tal que no sea uno de los coherederos.
En sus comentarios, García Goyena apunta directamente a la cuestión tratada en el anterior epígrafe y desvela la relevancia de la disposición introducida por Carlos IV: «Según la ley 19 de Toro […] no procedía esta facultad; pero la recopilada 10, título 21, libro 10 y su nota apoyan, a mi parecer, nuestro artículo […]» (GARCÍA GOYENA, 1852, p. 263).
Junto al art. 901 del proyecto, que añade la obligación para el comisario de inventariar los bienes de la herencia cuando haya alguno de menor edad o sujeto a curatela, esta es toda la regulación que se le da al comisario, lo que resulta evidente antecedente de la escueta regulación de nuestro actual 1057 CC, que se limitó a unificar ambos artículos.
Finalmente, cabe indicar que García Goyena da a entender una concepción de la «simple facultad de hacer la partición» bastante extensiva. Aunque el propio texto normativo, lacónico, no lo señala, los comentarios que publicó el jurista son ciertamente llamativos. Al analizar el contenido del art. 900, García Goyena termina indicando: «Téngase presente la extensión que se da a esta facultad en el art. 663» (GARCÍA GOYENA, 1852, p. 264). El citado artículo permitía pactar en capitulaciones matrimoniales que, muerto uno de los cónyuges, pudiera el viudo distribuir los bienes del difunto e incluso mejorar en ellos a los hijos comunes (sin perjuicio ni de la legítima ni de mejoras hechas en vida del difunto). ¿Cabe entender que esta misma facultad de mejorar libremente a los descendientes del causante podía realizarse por el comisario? En tal caso, es dudoso si precisaría para ello de un poder expreso o si con la simple encomienda de partir la herencia se entendía incluida esta facultad.
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