I. Tensión en Objetivos y fines
Son diferentes los códigos que rigen por un lado a las dos fases «racionales» (administrativa y judicial) y por el otro a la vertiente «emocional-ideológica» que es emparedada por las dos primeras. Dos hemisferios del cerebro de la sociedad que son los dos verdaderos poderes frente a frente, que se basan en el apoderamiento por la sociedad por un lado a los «expertos» y «profesionales» bautizados a través de mérito y capacidad y por el otro a los políticos y zona de influencia en la Administración superior a través de las urnas. Los verdaderos poderes en tensión y colisión a través de su representación dispareja en los tres poderes tradicionales.
En una dicotomía que también se exterioriza en la disparidad respecto a objetivos y fines.
CRITERIO | RAZÓN/ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA | EMOCIÓN /POLÍTICA |
Necesidades | Necesidades fisiológicas | Autorrealización |
Objetivos | Estabilidad en objetivos | Inestabilidad en objetivos |
Vocación | Resistencia al cambio | Modificación continua |
1. Necesidades a satisfacer
A grandes rasgos el esquema colectivo y social también se sostiene en la (quizás ya demasiado) conocida pirámide de jerarquía de valores que el psicólogo humanista Abraham Maslow aplicaba a nuestras necesidades individuales. Según Maslow nuestras acciones y esfuerzos se dirigen hacia el objetivo de cubrir ciertas necesidades, las cuales pueden ser jerarquizadas en lo que se conoce como Pirámide de Maslow.

Pues bien, como sociedad o colectivo también nos encontraríamos en una situación de diferenciación y jerarquización parecida, en línea con lo expuesto.
Dentro de lo público se solapan dos niveles que, aun sin ser puros, reflejan dos claves de necesidades individuales y sociales: las vinculadas a la satisfacción de las necesidades fisiológicas, físicas y al entorno cercano —los tres primeras escalones de la pirámide de Maslow— y otra vinculada más a la naturaleza y psicología humana individual y social encarnada en los otros dos escalones. Los primeros más medibles y palpables y los otros más etéreos.
Un primer nivel regido principalmente por criterios de razón y cobertura de necesidades, vinculado a la fisiología, prioritario.
Un segundo más ligado a la esencia humana, incierta, contradictoria, inaprensible.
En línea también con la teoría de los dos factores de Herzberg que explica el comportamiento de las personas en el trabajo: factores de higiene y factores de motivación. Los primeros como el sueldo, el estatus, el ambiente físico, si son inadecuados, causan insatisfacción, pero su presencia tiene muy poco efecto en la satisfacción a largo plazo. Se dan por asumidos. Los factores de motivación son más inaprensibles, vinculados a satisfacción. Como logros, reconocimiento, independencia laboral o responsabilidad.
Lo primero más presente en la Administración, que coexiste en el mismo nivel con los talleres de vehículos, empresas de fontanería o electricidad. Desapasionados e imprescindibles en su necesidad. Vinculados por la necesidad de ser eficaces, de cumplir los plazos más cortos posibles, realizar un servicio efectivo, alcanzar los indicadores de calidad o satisfacción. Claves en el Estado de Bienestar. Terreno también de la inteligencia artificial predictiva que se sitúa en la misma esfera que la Administración. Netamente conservadora, como la Administración, sin capacidad modificadora. Rastreando correlaciones de las que deriva resultados, reproduciendo los hábitos existentes y sacando conclusiones. Con parámetros trasladables al control judicial.
La segunda más presente en el ámbito político partidista, relacionado con los lazos emocionales, territorio en el que coexiste con el fútbol o con la música. Imprescindibles en su inutilidad.
Exigimos que los poderes públicos satisfagan nuestras necesidades fisiológicas y de seguridad. Pero no es suficiente. En nuestra naturaleza se encuentran otros elementos emocionales. Esta es la razón por la que estamos abocados a sistemas democráticos que superen la mera satisfacción física y superpongan un nivel apasionado. Una orgía emocional sobre un lecho racional. Al fin y al cabo, como en los concursos, hemos venido a divertirnos.
La pirámide de necesidades normativa —ordenada, estructurada y racional— culmina así en un desorden político volátil, emocional y mucho más desestructurado. Trasladando a lo institucional nuestra existencia como individuo, reproduciendo a nivel social el esquema de funcionamiento de cada persona.
El primer territorio es un territorio netamente administrativo. El segundo es más propio de lo político partidista.
Nos despierta un despertador homologado por la ENAC que garantiza su funcionamiento, alimentado por electricidad procedente de una empresa que tiene una concesión del Estado —tras ganar un riguroso procedimiento de concurrencia y publicidad— que nos permite también encender la luz. Abrimos la ducha y sale agua procedente de otra empresa concesionaria controlada directa o indirectamente por los poderes públicos y cuya calidad ha sido inspeccionada por rigurosos niveles técnicos. Más tarde cogemos el automóvil que asimismo ha sido sometido a análisis por empresas de control que comprueban el cumplimiento de la normativa establecida por disposiciones públicas y que ha pasado una inspección técnica de vehículos (ITV). Y una vez cumplidos todos estos trámites nos intrincamos en una red viaria pagada por los impuestos recaudados por una profusa administración tributaria. En todo ello está presente la Administración, la fase administrativa, desapasionada e indispensable. Higiénica y fisiológica. Qué puede incluso asumir la gestión directa de lTVs o de la recaudación de impuestos.
Ninguno de sus actos y fenómenos nos produce emoción alguna. Pertenecen a nuestro yo automático que damos por hecho. No lo comentaremos a la hora del café porque ni es divertido ni a nadie le interesa ni produce ningún tipo de vibración. Ni siquiera somos conscientes. Son necesidades ligadas con nuestra fisiología que únicamente damos importancia cuando falla, y la luz no funciona, el agua no está caliente o hay un atasco que nos impide llegar al trabajo.
Como nos ocurre a nivel individual con el modesto sistema inmunológico que nos garantiza seguridad frente a ataques externos con eficacia policial, con el humilde páncreas que nos permite digerir y producir hormonas, como un sistema de pensiones engrasado, o con nuestras dos piernas que, como medio de transporte individual, únicamente tenemos en cuenta cuando nos duelen y de las que, a veces, ni nos acordamos de lavar en la ducha.
Por encima de ese asumido y estable sistema se encuentra otro que es el que capta nuestra atención, interés y emoción. Vinculado a la intuición moral, a la participación en la comunidad, a hacerse oír. Indefinible pero que refleja nuestra esencia, nos define y nos retrata. Al que acudimos incluso cuando alguno de los sistemas de fisiología e intendencia tiene algún fallo trascendente socialmente: rehuimos su análisis racional y nos refugiamos en los tertulianos e innatismos.
Y que se despliega conforme se satisfacen las necesidades más básicas (parte inferior de la pirámide). Únicamente si la nevera no está vacía, si hemos solucionado un dolor de muelas, si nuestra casa está caliente nos planteamos otras aspiraciones más elevadas.
Porque el señor que nos pide una ayuda en el semáforo aterido de frío acepta nuestros continuos desplantes sin inmutarse. Se encuentra peleando en la base de la Escala de Maslow, pendiente de tener cubiertas sus necesidades fisiológicas más primarias —comer— sin plantearse cuestiones propias de los inalcanzables, para él, en escalones superiores. A nosotros, por el contrario, nos importuna porque sacude nuestra esfera de autosatisfacción y pincha nuestra conciencia, por lo que ni siquiera contactamos visualmente y evitamos mirarle.
Salvo que abruptamente nos despeñemos hacia los escalones de la base de la pirámide de Maslow, como consecuencia de un crack económico o una epidemia como el coronavirus, en que los debates propios del autorrealización —como lenguaje inclusivo o paridad— se diluyen ante la necesidad primaria de sobrevivir. Escenario en el que nadie se plantea la existencia de una sola mujer entre los cuatro ministros que en su momento se encargaron de gestionar la crisis o juegos de ajedrez para buscar el poder. En que los efectismos, símbolos, agravios imaginarios o reales, o sencillamente los debates propios de las fases de autorrealización, quedan apartados de golpe y pasamos a recurrir a aquellos que nos garantizan lo que hasta entonces hemos dado por hecho. Volviendo la vista a quienes no están dotados de micrófonos sino de experiencia, conocimiento y del coraje diario y cotidiano en cada uno de los servicios públicos que desempeñan. Es cuando los sanitarios, empleados de limpieza, policías o reponedores captan nuestra atención.
2. Grado de estabilidad de los objetivos
Hay una continua mutación de objetivos en la fase emocional-social política que contrasta con la estabilidad en las exigencias a la Administración.
Como todo ser vivo la sociedad es un conjunto de contradicciones, contrapesos congruencias e incongruencias y conflictos de interés. Un organismo pluricelular interrelacionado que a veces funciona al unísono y a veces —desde la comunicación entre las diferentes células— funciona con una cierta autonomía, bien individual o por grupos.
La sociedad de manera uniforme reacciona al unísono frente a estímulos determinados: una catástrofe, un crimen, un ataque terrorista, una victoria o derrota futbolística.
En otras ocasiones, en la mayoría, la vinculación es más sutil e irreflexiva.
La manera en la que, tras la torpe comparecencia de Günter Schabowski (1) en rueda de prensa en que se le «escaparon» unas palabras, cayó el Muro de Berlín, es perfecto resumen de cómo funcionan las cosas, también en el poder: a trompicones, improvisadamente, a veces de manera chapucera, imprevisible y azarosa. El error como fuente de derecho. Aunque buscamos denodadamente la causa-efecto y la conspiración, ignoramos que la «casualidad» tuerce el brazo habitualmente a la «causalidad».
Todos hemos tenido o hemos sufrido nuestros momentos Schabowski. Trompicones y estrambotes que se convierten en decisivos. En la arborescencia de las infinitas vidas posibles
Todos hemos tenido o hemos sufrido nuestros momentos Schabowski. Trompicones y estrambotes que se convierten en decisivos. En la arborescencia de las infinitas vidas posibles. En mi caso, en lo personal, con el abordaje cuando tenía 18 años, en la cola de matriculación para una carrera de ingeniería, por parte de un inesperado espontáneo del opus dei que comenzó a machacarme con la dificultad de la carrera y admoniciones para que me olvidara de los fines de semana, admoniciones que fueron suficientes para disuadir a un joven carente de vocación alguna de hacer puentes o presas que redirigió sus pasos, sin tampoco vocación alguna, al derecho, teóricamente más asumible. O en un imposible viaje Madrid-Bruselas-París-Delhi hace 30 años en que se sentaría a mi lado en el primer —y absurdo— trayecto a Bruselas a una pasajera con la que acabaría compartiendo vida y dos hijas. En lo profesional son también incontables. En su momento tuve que preparar a un Ministro una amable carta en la que se respondía a un homologo extranjero que había pedido apoyo y voto para el candidato que presentaba su país a un importante cargo internacional. Carta que redacté y acompañaba de un informe, «solo para los ojos» del Ministro, describiendo los horrores políticos, profesionales y personales del susodicho que impedía cualquier tipo de apoyo oficial, que su secretaría… envió al Ministro peticionario, encendiendo accidentalmente una mecha que podía haber activado una pequeña bomba diplomática.
El error, el accidente, el desvío de la regla nos domina. Y más en los tiempos actuales, en que la moderna ofimática denosta imprimir para revisar e impide bucear en el expediente en papel.
Se crean por ello tendencias fluctuantes y normalmente imprevisibles e inconscientes, como las bandadas de estorninos absolutamente sincronizados de manera espontánea, desplazándose de manera perfectamente acompasada siguiendo patrones imposibles de anticipar. Incluso el biólogo británico Rupert Sheldrake detectó un fenómeno relacionado con lo que denominó «campos mórficos» según el cual animales pertenecientes a la misma especie adquirían las mismas habilidades de forma simultánea, a pesar de la distancia geográfica. Si un ratón resolvía un puzle en un laberinto en Inglaterra, ratones en laboratorios de otros países pasaban esa misma prueba con más facilidad. Como si el aprendizaje de un solo individuo enriqueciera la memoria colectiva de la especie entera, en una coordinación subliminal como una mente única. Como en una mente colmena. Subordinados también, esta vez presencialmente, a lo que el economista americano Richard H Frank ha estudiado como una modalidad de contagio, el «contagio de las conductas» (2) . Repase el lector —o recuerde— cualquier imagen de hace 20 años y comprobará fácilmente como lo que nos parecía en aquel momento avanzado y cool, ha derivado en superado y obsoleto. Y como dice Frank, el indicador más fiable de si una persona fumará o no, es la proporción de amigos que lo hacen. El uso social crea, pues, virus contagiosos, beneficiosos, dañinos o neutros.
No, no se puede decir que «la sociedad no existe» (Thatcher dixit). Aunque es verdad que los individuos interaccionando libremente encuentran el equilibrio social frecuentemente, aunque no siempre, gracias a una «mano invisible». Y la sustitución de los cardados en el pelo, las hombreras, el bigote, las corbatas de colores chillones (o las corbatas en general), fumar y la terminología viejuna, por los tatuajes y otros evanescentes signos indican la influencia sobre nosotros de un cambiante entorno. Y también en la forma de pensar es evidente que, como los swings States de Estados Unidos, estamos dispuestos a ajustar nuestro criterio sin problema. Sabemos rectificar y cambiar, aunque lo hacemos habitualmente de manera inconsciente.
En la «historia de las emociones» por eso es minoritaria la tendencia que defiende su universalismo, que sostiene que las emociones básicas serían las mismas en todos los seres humanos. Frente a otra, mayoritaria, favorable al «constructivismo» que señala que todas las emociones son construcciones sociales diferentes en cada contexto histórico.
El juez del Tribunal Supremo de los EE.UU. O.W.Holmes afirmó en su revolucionaria obra The Common Law, que el derecho debía someterse al «ácido cínico» para desvelar cuáles son sus verdaderos parámetros e intereses, para descubrir que «La vida del derecho no ha sido la lógica: ha sido la experiencia. Las necesidades de la época, la moral predominante, las intuiciones manifiestas o inconscientes, incluso los prejuicios que los jueces comparten con sus camaradas, tiene mucho más que ver que el silogismo en la determinación de las reglas mediante las cuales deben ser gobernados los hombres». El entorno, en definitiva.
Porque la sociedad es políticamente transversal, en constante mutación emocional.
El millón de habitantes que llenaba la Plaza de Oriente pocos años antes de la muerte del General Franco disminuyó a las pocas docenas que se manifestaba cada 20 de noviembre en el Valle de los Caídos. La mayoría de los ciudadanos —como corresponde a la gente de ley— tiene tendencia a alinearse con el grupo y con el orden y visión imperante. No en vano existe el «sesgo de obediencia a la autoridad» que lleva a creer que lo que se hace está bien porque el superior lo indica, incluso siendo consciente de la ilicitud o inmoralidad de su conducta.
La sociedad está en perpetua y rápida transformación, capaz —es obvio— de otorgar una mayoría absoluta al PSOE en 1982, otra al PP en 2011 para cuatro años después arrebatarle el poder avanzando hacia nuevos escenarios políticos por definir. Y la toma del Gobierno por un partido sin pasar por las urnas —como la moción de censura que derivó en su momento a un Gobierno con Pedro Sánchez de Presidente— deriva en el mágico efecto de una importante subida en las expectativas de voto.
Somos mudables. Suponiendo que el mayor grado de compromiso deriva de la militancia en un partido político, un mero análisis indica cifras escasas. Como se desnudó en las primarias del PP de 2018 en que se redujo el censo electoral a apenas 68.000 militantes. O en la reciente consulta del PSOE a sus bases sobre el acuerdo de Gobierno decidido por algo más de 150.000 militantes. Esto es, el primer y segundo partido políticos de España cuenta con menos del 0,5% de los aproximadamente 37 millones de personas con derecho de voto. La sociedad en consecuencia en un 99,5%, y el votante individual, como es natural, no adopta un compromiso unívoco y monolítico para los más de sesenta años en que, si cumple las expectativas medias de vida, presumiblemente va a votar
Y ahí se encuentra uno de los principales poderes —no escrito— del Gobierno e instituciones subordinadas: la capacidad de definir la narración, la confección de los valores que vienen a integrar lo que se ha venido a denominar el tótem de lo «políticamente correcto». La capacidad de inocular sutilmente ideología desde las instituciones con actos, iniciativas, denominaciones de ministerios o Secretarías de Estado y, por supuesto, reglamentos y resoluciones administrativas. Imponiendo un «relato» y agenda de asuntos a la sociedad, en su caso a través de leyes, que bombardeen la mente. En una lluvia fina poco visible pero que acaba calando. Bajo la consciencia de que la política tiene vocación de sustituir a la Iglesia en su tarea doctrinal diciéndonos como tenemos que actuar en casa y en la cama. Con capacidad para convertir pecados o imbecilidades en delitos o faltas perseguibles por la justicia. Y reubicar los centros de gravedad de la sociedad focalizando los asuntos de debate.
Todo ello frente a nuestra inalterable exigencia de que la Administración/empleado público garantice un correcto funcionamiento del ambulatorio del barrio, de las clases en el colegio y universidad y de la seguridad nocturna en nuestra calle. Y de que los jueces eviten extralimitaciones.
En una duplicidad que se recoge en la coexistencia de leyes técnicas centradas en el matiz, mayoritarias en número, pero silenciosas, frente a leyes «mensaje», minoritarias pero estruendosas. ¿La manera de diferenciarlas? Solo las segundas ocuparan titulares de prensa y acapararan debates públicos y privados. Y sintomáticamente contendrán una larga y pedagógica exposición de motivos. Un buen político tiene que ser capaz de vender leyes que no se necesitan. Y por supuesto de cambiar leyes para aprobar y lucir lo que ya existe.
3. Vocación: modificación continua frente a resistencia al cambio
Todo político de fuste es iluminado por aquel aserto que recordaba Emmanuel Carriere que inspiraba a Macron: «si no transformo radicalmente este país será peor que no haber hecho nada». Como buen adanista, repudia todo lo anterior con espíritu quijotesco «Amigo Sancho, has de saber que yo nací por querer del cielo, en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la del oro».
La Administración busca, por el contrario, el «fin de la historia», la cuadratura del círculo que permita dar por resueltos todos los problemas, con un cierre del sistema que es inasumible y contra natura para cualquier político de casta. Incluso irreconciliable con la finitud y vértigo inherente en la vida.
El Gobierno quiere cambiar el mundo. La Administración que el mundo funcione.
El Gobierno es el verdadero Deus ex machina frente al espíritu de una Administración showrunner. Deus ex machina, o apò mekhanês theós, que quiere decir «Dios a través de la máquina» refiriéndose a un mecanismo de poleas que en los teatros griegos permitía que un personaje apareciese en el escenario como si descendiese desde las alturas.
Así, cuando el argumento se encontraba sin salida o de difícil resolución se utilizaba el recurso de la máquina para hacer descender a Zeus que abruptamente resolvía la encrucijada narrativa con cualquier pretexto que le permitía hacer un apaño: «Tú te morirás esta noche», «Tú desapareces sin dar noticias», «tu descubres que eres hermano de tu enemigo». Ejerciendo un poco creíble resorte en la trama que se resolvía mágicamente y —como se puede esperar de un dios real— la lógica se instalaba y el mundo volvía a estar ordenado.
El autor se tomaba una licencia que le permitía salir fácilmente de cualquier callejón sin salida narrativo. Como los guionistas embarullados que cierran el circulo al final diciendo que todo era un sueño. Como el Gobierno del que no se espera coherencia absoluta, sino que, como buen ilusionista, cree ilusión. Da igual que no haya memoria económica que sostenga las promesas ¿a quién le importa?
El Gobierno tiene el monopolio o al menos la posición principal de dirigir los mensajes. Con el tiempo se ve abocado a seguir los acontecimientos, pero los primeros instintos son de fijar Cliffhangers, elegir instrumentos para mantener la tensión
El Gobierno tiene el monopolio o al menos la posición principal de dirigir los mensajes. Con el tiempo se ve abocado a seguir los acontecimientos, pero los primeros instintos son de fijar Cliffhangers, elegir instrumentos para mantener la tensión. ¿Conseguirán nuestros héroes exhumar a Franco? ¿Cómo acabará la lucha contra el hetero patriarcado? ¿O frente a la confiscatoria inmigración ilegal? Que en el cine coloca a uno de los personajes principales de la historia en una situación extrema al final de un capítulo o parte de la historia, generando tensión psicológica en el espectador deseoso de avanzar. Buscando un foco de atención que se convierte en un fin en sí mismo.
La Administración se constituye por el contrario en célula de mayor resistencia al cambio de la sociedad, en gestor de lo actual. De depósito de nuestro sesgo de status quo que nos inclina a mantener las cosas tal y como están.
Frente a cualquier propuesta innovadora desarrollada en 20 folios, cualquier funcionario que se precie —principalmente de un órgano horizontal— está tentado y es capaz de oponer 30 de observaciones. Y los especialistas, como comentaba regocijado un experimentado Subdirector que conocí en el Ministerio de Sanidad, disponen de un portfolio de papeles elaborados durante años ante ideas similares ya planteadas en su momento por otro político. Listos para ser esgrimidos sacándolos del cajón cuando sea necesario ante una iniciativa recurrente, perfeccionando el bucle.
La sociedad como conjunto multicelular se rige, como una persona física también multicelular, por la aversión a la pérdida. El dolor de la pérdida de cien euros es mayor que el placer de la obtención de cien euros. De aquí que la sociedad no arriesgue en todos los volátiles movimientos políticos a perder conquistas realizadas y erija a la Administración como contrapoder rígido frente a las innovaciones.
Garantías adicionales, aunque con riesgo —también contrabalanceado por el poder político— de parálisis y conformismo (3) . En una «racional» postura similar a la de los jueces ante los cambios, de cualquier naturaleza que sean, como se recoge en el exagerado chiste británico sobre su justicia. Pregunta: «how many judges does it takes to change a light bulb?». Respuesta: «Change?».
En un equilibrio que está presente institucionalmente, como en la mayoría de nuestras decisiones individuales, en que sopesamos en que el extremo racional de un matrimonio por conveniencia (el Estado de derecho administrativo del que hablaba García de Enterría) puede ser sustituido por el extremo emocional-pasional de una boda en Las Vegas vestidos de Elvis tras una agitada noche (lawfare).
Dinamitando el balance de fuerzas imprescindible para que un sujeto individual o colectivo-institucional sea equilibrado: combinar nuestra vertiente emocional política con una contención racional-judicial.
(*) Diario LA LEY, N.o 10366, Sección Tribuna, 11 de octubre de 2023.