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I. La innegable parte administrativa del derecho penitenciario

Justo antes de elaborarse la LO 1/1979, de 26 de septiembre (LA LEY 2030/1979), General Penitenciaria (en adelante, LOGP), CANO MATA refería que entrar en el estudio de la naturaleza jurídica del derecho penitenciario supone aceptar «la colisión existente entre los postulados teóricos y la realidad normativa positiva» (1) . Para alcanzar esta conclusión acude a diferentes autores. En primer lugar, destaca a quienes consideran la ciencia y el derecho penitenciario como una parte más de la ciencia y el derecho administrativo (2) , frente a quienes configuran lo penitenciario dentro del derecho procesal penal (3) . Con una postura intermedia entre estas dos, incluye a quienes establecen una distinción entre ejecución y cumplimiento de penas privativas de libertad, siendo la primera eminentemente procesal y teniendo el cumplimiento un carácter administrativo (4) . Por su parte, entre los autores provenientes del campo penal, se encuentran dos posiciones: la que considera al penitenciarismo como una ciencia con autonomía propia y la que inserta esta materia en el campo de la ciencia y derecho penal (5) . Tras realizar su propio viaje valorativo, el autor concluye que: «por su propia esencia, el derecho penitenciario es derecho penal, pero en todo nuestro ordenamiento jurídico se viene a configurar lo penitenciario como simple derecho administrativo» (6) .

El choque que ello supone es inevitable. Por su contenido, el derecho penal implica la afección de derechos fundamentales y, justamente por ello, las garantías jurídicas previas a su aplicación debieran ser las más rigurosas. Sin embargo, si acudimos a la proyección de esas mismas garantías en el derecho administrativo, encontramos que su eficacia resulta mucho más disminuida. Sirva de ejemplo la asunción tan descafeinada del principio de legalidad en el ámbito sancionador penitenciario (7) , donde las infracciones que se pueden cometer en una prisión siguen reguladas a nivel reglamentario (8) . Igual de destacable, la aplicación del principio non bis in idem, que establece una prohibición de doble sanción meramente nominativa. Por su plasmación normativa y su aplicación práctica, no es sólo normal que concurran las sanciones penales y las penitenciarias, sino que además, las primeras se imponen y ejecutan con carácter previo a las segundas (9) .

En este contexto doctrinal y, no olvidemos, antes de la elaboración de la LOGP (LA LEY 2030/1979), CANO MATA esperaba que la creación de un juez de ejecución supusiese una solución a esta antinomia, procurando el verdadero control de una actividad administrativa tan relevante como la penitenciaria (10) . Sin embargo, a pesar de las mejoras que la creación de los jueces de vigilancia penitenciaria ha podido suponer (11) , la protección jurídica de las personas privadas de libertad sigue sin ser equiparable a la propia de quien se encuentra en la órbita de aplicación del derecho penal. Ello por varios motivos. Primero, por la propia pervivencia del concepto de relación de sujeción especial que justifica esa asunción descafeinada de garantías jurídicas en la relación de la Administración Penitenciaria con las personas privadas de libertad, a pesar de la afección de derechos fundamentales que muchas de sus actuaciones conllevan (12) . Segundo, por la interpretación también descafeinada de la constitucionalización del derecho a la reinserción que queda configurado como un mero mandato al legislador (13) . Finalmente, como indicadores visibles de que algo sigue yendo mal, no podemos olvidar el peso normativo que tienen las instrucciones y órdenes de servicio penitenciarias en la modulación de la ejecución de la privación de libertad; y la falta de un procedimiento ante los jueces de vigilancia (14) que hubiese permitido, quizá, un mejor desarrollo de las garantías jurídico penitenciarias en el sentido defendido por CANO MATA.

II. La PPR como ejemplo de una contradicción

Siendo esta la situación y como anunciábamos al inicio, tras la LO 1/2015, de 30 de marzo (LA LEY 4993/2015), por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (LA LEY 3996/1995), a través de la introducción de la pena de prisión permanente revisable, el derecho penal asigna al ámbito penitenciario una de sus funciones principales. En concreto, la efectiva determinación de la pena en el supuesto de ser impuesta en sentencia la condena de prisión permanente revisable (15) . Si atendemos a la regulación de la nueva pena, de acuerdo con el art. 92 CP (LA LEY 3996/1995):

«1. El tribunal acordará la suspensión de la ejecución de la pena de prisión permanente revisable cuando se cumplan los siguientes requisitos:

a) Que el penado haya cumplido veinticinco años de su condena, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 78 bis para los casos regulados en el mismo.

b) Que se encuentre clasificado en tercer grado.

c) Que el tribunal, a la vista de la personalidad del penado, sus antecedentes, las circunstancias del delito cometido, la relevancia de los bienes jurídicos que podrían verse afectados por una reiteración en el delito, su conducta durante el cumplimiento de la pena, sus circunstancias familiares y sociales, y los efectos que quepa esperar de la propia suspensión de la ejecución y del cumplimiento de las medidas que fueren impuestas, pueda fundar, previa valoración de los informes de evolución remitidos por el centro penitenciario y por aquellos especialistas que el propio tribunal determine, la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social.

En el caso de que el penado lo hubiera sido por varios delitos, el examen de los requisitos a que se refiere la letra c) se realizará valorando en su conjunto todos los delitos cometidos.

El tribunal resolverá sobre la suspensión de la pena de prisión permanente revisable tras un procedimiento oral contradictorio en el que intervendrán el Ministerio Fiscal y el penado, asistido por su abogado.

2. Si se tratase de delitos referentes a organizaciones y grupos terroristas y delitos de terrorismo del Capítulo VII del Título XXII del Libro II de este Código, será además necesario que el penado muestre signos inequívocos de haber abandonado los fines y los medios de la actividad terrorista y haya colaborado activamente con las autoridades, bien para impedir la producción de otros delitos por parte de la organización o grupo terrorista, bien para atenuar los efectos de su delito, bien para la identificación, captura y procesamiento de responsables de delitos terroristas, para obtener pruebas o para impedir la actuación o el desarrollo de las organizaciones o asociaciones a las que haya pertenecido o con las que haya colaborado, lo que podrá acreditarse mediante una declaración expresa de repudio de sus actividades delictivas y de abandono de la violencia y una petición expresa de perdón a las víctimas de su delito, así como por los informes técnicos que acrediten que el preso está realmente desvinculado de la organización terrorista y del entorno y actividades de asociaciones y colectivos ilegales que la rodean y su colaboración con las autoridades.

3. La suspensión de la ejecución tendrá una duración de cinco a diez años. El plazo de suspensión y libertad condicional se computará desde la fecha de puesta en libertad del penado. Son aplicables las normas contenidas en el párrafo segundo del apartado 1 del artículo 80 y en los artículos 83, 86, 87 y 91.

El juez o tribunal, a la vista de la posible modificación de las circunstancias valoradas, podrá modificar la decisión que anteriormente hubiera adoptado conforme al artículo 83, y acordar la imposición de nuevas prohibiciones, deberes o prestaciones, la modificación de las que ya hubieran sido acordadas, o el alzamiento de las mismas.

Asimismo, el juez de vigilancia penitenciaria revocará la suspensión de la ejecución del resto de la pena y la libertad condicional concedida cuando se ponga de manifiesto un cambio de las circunstancias que hubieran dado lugar a la suspensión que no permita mantener ya el pronóstico de falta de peligrosidad en que se fundaba la decisión adoptada.

4. Extinguida la parte de la condena a que se refiere la letra a) del apartado 1 de este artículo o, en su caso, en el artículo 78 bis, el tribunal deberá verificar, al menos cada dos años, el cumplimiento del resto de requisitos de la libertad condicional. El tribunal resolverá también las peticiones de concesión de la libertad condicional del penado, pero podrá fijar un plazo de hasta un año dentro del cual, tras haber sido rechazada una petición, no se dará curso a sus nuevas solicitudes».

De este modo, especialmente a través del apartado 1, letra c) de este art. 92 CP (LA LEY 3996/1995), la libertad condicional se convierte en un mecanismo de suspensión de la condena y determinación de la misma (16) . Sin embargo, la configuración jurídica que se establece no puede satisfacernos. En general, las decisiones tratamentales que se toman a lo largo de la ejecución de la pena privativa de libertad tienen per se un componente de subjetividad que las invalida como herramienta de determinación de la pena. A su vez, las previsiones de futuro son por definición falibles (17) , y ni pueden ni deben ser el instrumento de determinación de una privación de libertad como sucede con la prisión permanente revisable. Dicho de otro modo, la valoración tratamental del art. 92.1 c) CP (LA LEY 3996/1995) no puede suplir en términos de determinación de la pena a las necesarias reglas y preceptos que, en caso de penas determinadas, llevan a una concreción objetiva de la condena a imponer.

Los argumentos anteriores adquieren mayor relevancia si tenemos en cuenta lo que exponíamos en el anterior apartado: el barniz administrativo que tiñe y caracteriza al derecho penitenciario. Si ese barniz hace criticable muchos de los parámetros del cumplimiento de la condena —como ejemplo, la disminuida aplicación del principio de legalidad que antes referíamos—, más aún sin pensamos en que algo tan fundamental como la determinación de la pena queda a su albur. La paradoja que presentamos a continuación es un ejemplo de esta extraña configuración.

La doctrina mayoritaria asegura que el tratamiento penitenciario ha de ser voluntario en el sentido que recoge el art. 112 RP. Sin embargo, la aplicación del art. 92 CP y el cese del internamiento que supone dependen entre otros, de la satisfactoria realización de dicho tratamiento

La doctrina mayoritaria asegura que el tratamiento penitenciario ha de ser voluntario en el sentido que recoge el art. 112 RP (18) . Sin embargo, la aplicación del art. 92 CP (LA LEY 3996/1995) y el cese del internamiento que supone dependen entre otros, de la satisfactoria realización de dicho tratamiento. Con ello, se dan varias consecuencias cuestionables en relación con la prisión permanente revisable. Primero, se acepta que la condena sea indeterminada para quien no acepte llevar a cabo el tratamiento. Segundo, consecuencia de lo anterior, que una garantía jurídica de primer orden, como es la certeza de la condena y la seguridad jurídica de la que deriva, se hace depender de la voluntad del sujeto al que esa garantía ampara. Configuración bastante llamativa, no sólo por sí misma, sino porque para que pueda concurrir la garantía de la certeza del fin de la condena, se compele al interno para que renuncie a otro derecho, el de no someterse a tratamiento alguno. En definitiva y a la postre, ni el tratamiento resulta ser el derecho que el art. 112 RP pretende, ni la garantía de la certeza de la pena actúa como garantía cuando su plasmación práctica se hace depender de la voluntad de quien se ha de ver protegido por ella.

Acudir a la normativa en protección de datos puede ayudarnos a valorar las contradicciones sistemáticas que se provocan. En materia de protección de datos, se rechaza el consentimiento como instrumento legitimador de cualquier tratamiento, si quien consiente se ve compelido a ello por encontrarse en una relación que resulta desde el inicio desequilibrada. Así, en general, todos los tratamientos de datos que se desarrollan en el ámbito de la Ley Orgánica 7/2021, de 26 de mayo (LA LEY 11831/2021), de protección de datos personales tratados para fines de prevención, detección, investigación y enjuiciamiento de infracciones penales y de ejecución de sanciones penales (19) , se justifican por el ejercicio de una misión pública por parte de la autoridad competente para ello, no porque se cuente con el consentimiento de los dueños de esos datos que se tratan. Desde este punto de vista, resulta del todo contradictorio que lo que se entiende que no es suficiente para tratar los datos de las personas privadas de libertad —su voluntad expresada en forma de consentimiento—, sí lo sea para determinar la duración de su condena —el hecho de seguir el tratamiento penitenciario y que éste se valore de forma positiva—.

III. Al César lo que es del César

Llegados a este punto, pedimos que no se confundan nuestras palabras. Y es que, una vez determinada la condena más proporcionada en sede penal, sí creemos que los beneficios penitenciarios tienen pleno sentido en la transición pautada de la persona privada de libertad a la sociedad libre. No obstante, ha de tratarse de una aplicación cualificada en el sentido que explicamos a continuación. Desde inicios del 2020, el TC ha lanzado un mensaje unívoco a la administración penitenciaria en cuanto a la restricción de los derechos fundamentales de las personas privadas de libertad. Lo tradicional es que estos se pudieran ver restringidos por la mera invocación de la relación de sujeción especial, aun tratándose de un concepto limitador vacío de contenido. Lo que TC nos dice ahora es que los derechos de los internos, como los de cualquier ciudadano, sólo pueden limitarse por motivos previstos es una norma de rango legal, en la medida en que esos motivos sean concretos y se proyecten individualmente caso por caso, y tras haberse llevado a cabo el correspondiente análisis de proporcionalidad (20) . Esto es, que el fin que persigue la ley que habilita para restringir un derecho fundamental de la persona privada de libertad no se pueda alcanzar sin limitar dicho derecho.

En este nuevo contexto, abogamos por una interpretación de lo que el TC nos ha venido diciendo de manera auténticamente penitenciaria. Proponiendo o informando negativamente un permiso, concediendo o denegando una progresión de grado, damos y quitamos horas de vida en libertad. El interés que esto supone para el derecho fundamental de la libertad de quienes están privados de ella es indiscutible. Por ello, tendríamos que dar un paso al frente, abandonar las resoluciones estereotipadas que tan poco dicen a nuestros administrados, para realizar el análisis de constitucionalidad que el alto tribunal nos reclama. En definitiva, habría que aumentar el canon de argumentación de aquellas decisiones que restringen la movilidad de los internos fuera de los centros penitenciarios. Sólo de este modo nos haremos conscientes de la relevancia de lo que tenemos entre manos; y, especialmente relevante para condenas largas, sólo de este modo podremos potenciar pautas de cumplimiento que primen el contacto de los internos con el exterior, tan necesario para evitar la desocialización.

Finalmente, resta responder a una pregunta que sin duda preocupa y que puede que, en parte, sea la que está detrás de la aceptación jurídica y social de la prisión permanente revisable. ¿Qué hacer en aquellos casos en que se alcanza el final de la condena y, sin embargo, parece que no se ha obtenido el resultado pretendido o se aprecia un claro riesgo de reincidencia? Al respecto, los que nos dedicamos al medio penitenciario tenemos a menudo la paradójica sensación de que matamos moscas a cañonazos y, a la vez, cuando es necesario disparar, no tenemos el armamento adecuado. Como ejemplo de ello, la aplicación generalizada de la libertad vigilada, regulada en la actualidad por tipologías delictivas e impuesta en sentencia (21) . En relación con la misma, no se atiende a las necesidades de cada supuesto delictivo y, a la par, supone dedicar recursos públicos limitados de forma indiscriminada y, por ende, poco efectiva. Sin embargo, para los casos que ahora destacamos, sí parecería lógico contar con medidas propias de la libertad vigilada de índole comunitaria que ayudaran no tanto a vigilar, como a apoyar el proceso de reinserción.

En resumen, así como defendemos que las previsiones de futuro ni pueden ni deben ser el instrumento de determinación de una privación de libertad como sucede con la prisión permanente revisable, sí consideramos que el análisis de la trayectoria en prisión con proyección de futuro puede justificar medidas no restrictivas de acompañamiento y ayuda a una reinserción de corte comunitario (22) . El no acompañamiento por personal cualificado aumenta el riesgo de recaída y repetición delictiva. Máxime cuando una persona privada de libertad sale de prisión después de años de encierro continuado y desconexión social. ¿Y si apostáramos por servicios externos personal y económicamente dotados que sirvieran a este proceso? ¿Y si esos servicios pudieran ser los ya existentes en la comunidad, si se ocuparan de las personas que han estado privadas de libertad como ciudadanos que son? Por último, bajo la propuesta que realizamos, la puesta en práctica del tratamiento penitenciario recuperaría todo su sentido, pues la libertad vigilada se aplicará en función de la evolución del interno durante la ejecución del mismo. En definitiva, se lograría una regulación que, sin abandonar los fines que se propone —completar la labor penitenciaria de rehabilitación de los condenados—, sería más respetuosa con el sistema en el que necesariamente ha de encontrar acomodo (23) .

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