Nuestro Ordenamiento Juridico, con el fin de proteger al ciudadano frente a la inactividad de la Administración creó la figura jurídica del silencio administrativo, es decir, surge con el objetivo de garantizar los derechos de los particulares frente a la inactividad administrativa, otorgando una seguridad jurídica para que en aquellos procedimientos administrativos que no sean resueltos y notificados de forma expresa en plazo máximo establecido, queden resueltos en un sentido u otro según los casos, por medio del silencio administrativo, que da pie al ciudadano a actuar en el siguientes escalones del procedimiento como si la resolución hubiese sido desestimada.
En los últimos años, el silencio administrativo ha venido cogiendo relevancia debido a las consecuencias jurídicas que trae consigo, aumentando así el «atasco» en nuestros tribunales, ya que es ahí donde acaban estos procedimientos, en la mayoría de los casos.
Con el presente trabajo vamos a centrar el análisis en los supuestos de inactividad en relación al sujeto que se mantiene inactivo, que en este caso será la Administración en sentido amplio.
I. Consideraciones generales del silencio administrativo
Para analizar los distintos elementos que configuran el silencio administrativo, se hace imprescindible antes de entrar en el fondo del asunto, exponer unas breves notas sobre el concepto de «inactividad».
La forma más sencilla de definir la inactividad es como la ausencia de actividad, siendo, en nuestro caso concreto, el silencio administrativo una manifestación de esa inactividad.
Por su parte, Eduardo García De Enterría y Tomás-Ramón Fernández (1) definen el silencio administrativo como la ausencia de una voluntad administrativa expresa que es sustituida por la Ley, presumiendo que, a ciertos efectos, dicha voluntad se ha producido con un contenido. Por tanto, estaríamos ante un incumplimiento de un deber legal sin causa que lo justifique.
Esta inactividad o falta de respuesta en plazo, en concreto, de la Administración, para que pueda ser considerada como relevante como para que sea objeto de análisis, debe acarrear consigo consecuencias jurídicas, para ello, deben darse dos requisitos, una ausencia de actividad (elemento material) y una obligación de actuar (elemento jurídico).
Si bien, como expuso GARRIDO FALLA en su obra (2) : «no es que el silencio administrativo equivalga necesariamente a una resolución administrativa denegatoria, sino que se limita a presumir una decisión (sin que haya porqué de prejuzgarse su sentido positivo o negativo) a los efectos de que la cuestión pueda plantearse ante la jurisdicción revisora».
El silencio administrativo no deja de ser un simple hecho jurídico y es la propia normativa la que confiere unos efectos, positivos o negativos, totalmente ajenos a la voluntad de los interesados y de las Administraciones Públicas
De forma que el silencio no deja de ser un simple hecho jurídico y es la propia normativa la que confiere unos efectos, positivos o negativos, totalmente ajenos a la voluntad de los interesados y de las Administraciones Públicas, en función de si se ha de presumir si la ausencia de resolución expresa tiene como consecuencia estimar la petición efectuada por el interesado o no.
II. Obligación de resolver
La Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LA LEY 15010/2015) (en adelante la LPAC (LA LEY 15010/2015)) en su Título II en relación a la actividad de las Administraciones públicas, establece en su artículo 21.1 la obligación de la Administración a dictar resolución expresa y a notificarla en todos los procedimientos cualquiera que sea su forma de iniciación, ya sea de oficio o a instancia de parte, y en los artículos 24 y 25, la regulación del silencio administrativo como tal (3) .
Sin embargo, aunque entre las obligaciones de la Administración impuestas por Ley esté la de «resolver en plazo» ya sea en los procedimientos iniciados de oficio o a instancia de parte, como veremos, no siempre resulta así, por ello es ahí donde surge la figura del silencio administrativo, en donde la Ley le atribuye efectos jurídicos.
Si bien es cierto, ya en la Exposición de Motivos de la anterior legislación, la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LA LEY 3279/1992), incluyó esta imperiosa necesidad de proteger al ciudadano ante esa inactividad de la Administración, en la que se indicaba que «El objetivo de la Ley no es dar carácter positivo a la inactividad de la Administración cuando los particulares se dirijan a ella. El carácter positivo de la inactividad de la Administración es la garantía que se establece cuando no se cumple el verdadero objetivo de la Ley, que es que todos los ciudadanos obtengan respuesta expresa de la Administración y, sobre todo, que la obtengan en el plazo establecido. El silencio administrativo, positivo o negativo, no debe ser un instituto jurídico normal, sino la garantía que impida que los derechos de los particulares se vacíen de contenido cuando su Administración no atiende eficazmente y con la celeridad debida las funciones para las que se ha organizado.»
Al respecto, apenas ha existido modificaciones sustanciales en relación a la obligación de resolver entre la Ley 30/1992 (LA LEY 3279/1992) y la nueva legislación, aunque con la Ley 39/2015 (LA LEY 15010/2015) se han introducido la excepción a la obligación de resolver para aquellos procedimientos relativos al ejercicio de derechos sometidos únicamente al deber de declaración responsable o comunicación a la Administración, dicha comunicación ya no se exige que sea previa (4) .
La obligación legal de resolver dentro del plazo máximo legal constituye el presupuesto y el fundamento de la técnica del silencio administrativo (5) . Ahora bien, cuando opera el silencio administrativo, éste no exime en ningún caso a la Administración ni de su obligación de resolver ni de las consecuencias que deriven de su incumplimiento.
El plazo que tiene la Administración para resolver y notificar la resolución expresa tiene un carácter de máximo, que debe ser fijado por la norma específica que regule el procedimiento de que se trate. Como norma general este plazo no podrá exceder de seis meses (artículo 21.2 LPAC (LA LEY 15010/2015)), salvo que una norma con rango de Ley establezca uno mayor o así venga previsto en el Derecho de la Unión Europea.
Por el contrario, en el caso de que las normas reguladoras de los procedimientos no fijen el plazo máximo de resolución y notificación, éste será de tres meses.
Si bien es cierto, este plazo máximo para resolver podrá ser interrumpido por alguna de las causas legalmente establecidas, es decir, la obligación quedará limitada, que no exenta, en los casos de: prescripción, renuncia del derecho, caducidad del procedimiento o desistimiento de la solicitud, así como de desaparición sobrevenida del objeto del procedimiento. En todo caso, la Administración sigue estando obligada a resolver.
Sin embargo, existen tres excepciones a la obligación de resolver prevista por Ley:
- a) los supuestos de terminación del procedimiento por pacto o convenio;
- b) los procedimientos relativos al ejercicio de derechos sometidos únicamente al deber de declaración responsable; y
- c) los procedimientos relativos al ejercicio de derechos sometidos únicamente al deber de comunicación previa a la Administración (6) .
El hecho de que nuestro ordenamiento jurídico establezca unos plazos máximos para que la Administración resuelva los procedimientos, bien iniciados a instancia de parte o de oficio, no deja de ser una figura jurídica creada para proteger los derechos y garantías de los ciudadanos, más teórica que práctica.
1. Silencio positivo y negativo
Tras una breve contextualización del silencio administrativo en nuestro ordenamiento jurídico, aunque no sea de forma extensiva debido al carácter limitado de este trabajo, debemos hacer referencia de forma individualizada a ambos sentidos del silencio al que hemos hecho referencia.
De este modo, ante un incumplimiento de la obligación de resolver por parte de la Administración en plazo, estaremos ante silencio positivo cuando tenga consecuencias estimatorias, y silencio negativo cuando sean desestimatorias.
La regla general en los procedimientos iniciados a instancia de los interesados suele ser la estimación por silencio positivo, por el contrario, el ordenamiento jurídico prevé una serie de supuestos en que se entiende que la falta de resolución expresa por parte de la Administración tendrá efectos desestimatorios, es decir, silencio negativo.
A modo de ejemplo podemos mencionar: el acceso a actividades o su ejercicio, procedimientos cuya estimación tuviera como consecuencia que se transfirieran al solicitante o a terceros, facultades relativas al dominio público o al servicio público, impugnación de actos y disposiciones, y en los de revisión de oficio iniciados a solicitud del interesado (7) .
Ahora bien, para el caso de que el sentido preestablecido del silencio sea positivo, el transcurso del plazo máximo para resolver trae consigo que estemos ante un acto presunto que es equiparable a acto expreso (estimatorio) finalizador del procedimiento, tal y como prevé el artículo 24.2 de la LPAC (LA LEY 15010/2015), mientras que por el contrario, en los casos de silencio negativo la desestimación presunta simplemente legitima para agotar la vía administrativa, que para los casos en que pueda ser imputable a un órgano cuyos actos no ponen fin a la vía administrativa, deberá previamente agotarse la vía administrativa interponiendo los recursos que procedan (8) .
Como ni el silencio positivo ni el negativo hacen emerger un acto, sino que más bien es una mera ficción de acto (como si lo hubiera existido), ya que para que exista un acto tiene que haber una manifestación de voluntad y en el caso del silencio no hay tal voluntad. Una cosa es que el silencio positivo tenga a todos los efectos para considerarlo como un acto y otra que lo sea en realidad, pues no dejamos de estar ante una fábula o ficción.
Así las cosas, cuando hablamos de silencio positivo podemos decir que estamos ante un verdadero acto administrativo finalizador del procedimiento, mientras que por el contrario, cuando hablamos de silencio negativo, no es un acto en sí, sino que abre las puertas a los interesados para que puedan interponer los recursos administrativos o contenciosos que resulte procedente.
Por ello, el silencio administrativo no deja de ser una ficción legal dirigida al interesado para que pueda dirigirse a la vía judicial. Pero en el caso de que no se interponga los correspondientes recursos en plazos establecidos al efectos (tres o seis meses según el caso), no hace que los actos desestimatorios presuntos devengan en consentidos ni ganan firmeza, pues esta ficción prevista legalmente ha sido configurada en beneficio del interesado y nunca a favor de la Administración.
En la práctica y como detallaremos más adelante, cuando estamos ante un silencio negativo, desaparecen los plazos para interponer los recursos correspondientes ante esa desestimación presunta (9) . No podemos obviar que los recursos administrativos no son un fin en sí mismos, sino un instrumento para los interesados defiendan sus derechos ante la Administración.
III. El procedimiento
La inactividad en el ámbito del Derecho Administrativo puede concebirse, como aquella situación de pasividad o desidia de la Administración que la coloca en una posición ilegítima, no querida por el ordenamiento jurídico, y que es contraria a su deber legal de actuar de una forma diligente y efectiva encaminada a la satisfacción del interés general. Esta inactividad, al estar ligada a un comportamiento antijurídico y por tanto, contrario al ordenamiento jurídico, es susceptible de ser corregida.
Por desgracia, es el ciudadano quien, esta falta de diligencia del obrar administrativo, se encuentra en una situación antijurídica careciendo del deber legal de soportarla, y el ordenamiento jurídico ha de poner en sus manos los mecanismos jurídicos y procedimentales necesarios para hacerla frente (10) .
A la vista de esa actuación desleal de la Administración descrita por el hecho de «no actuar» ha de ser susceptibles de ser revisada jurisdiccionalmente y, esa revisión judicial ha de ser plena y completa.
El plazo para poder interponer recurso contencioso-administrativo ante esa desestimación presunta por silencio administrativo, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 46 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa (LA LEY 2689/1998), este es de dos meses desde el día siguiente al de la publicación de la disposición o notificación del acto impugnado. Esta previsión debe relacionarse con la ya conocida prescripción del artículo 21 de la LPAC (LA LEY 15010/2015) que ordena a la Administración resolver, en todo caso, los procedimientos administrativos que en su seno se sustancien.
No obstante, la anterior previsión legal, hay que tener en cuenta que la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha mantenido el criterio consistente en equiparar la desestimación por silencio a la notificación defectuosa de un acto administrativo, asociando la consecuencia jurídica de considerar indefinidamente abierto el plazo procesal para recurrir, en base a que, por una parte, el silencio administrativo negativo se configura como una mera ficción legal y, por otro lado, que al exigirse que el particular deba conocer el valor del silencio y el momento en que se produce la desestimación presunta, no sería razonable, a juicio del Tribunal Supremo, una interpretación que primase la inactividad de la Administración pues ésta estaría en mejor situación que si hubiera resuelto y hubiera efectuado una incorrecta notificación (11) .
En este sentido, el Tribunal Supremo afirma en su Sentencia de 6 de junio de 2011, rec. 1538/2008 (LA LEY 90923/2011) que «en ningún caso el silencio negativo puede tener los mismos efectos que la resolución expresa, aparte de por su configuración ficticia, "porque la desestimación presunta de una petición, por su propia naturaleza no incorpora las menciones legales exigibles a todo acto administrativo, entre otras, la indicación de los recursos que caben contra la resolución dictada, los plazos de interposición y el órgano ante el que debe sustanciarse"».
Así las cosas, parece que el incumplimiento por parte de la Administración de dicha obligación legal no puede, en ningún caso, perjudicar al interesado y, en este sentido, no cabe exigir de este mayor diligencia en la observancia de los plazos legales para la impugnación del silencio administrativo negativo de la que la propia ley prescribe a aquélla.
Por ello, el planteamiento de la pasividad del interesado ante el transcurso de los plazos para recurrir legalmente establecidos en el supuesto de silencio administrativo negativo es inasumible desde la perspectiva del derecho fundamental que recoge el artículo 24.1 de la Constitución Española (LA LEY 2500/1978), pues lo contrario supondría en definitiva favorecer la conducta previamente negligente de la Administración hasta el punto de que le resultaría más beneficiosa que si hubiera cumplido con la obligación legal de resolver expresamente y notificar la resolución que ponga fin al procedimiento (12) .
El Tribunal Constitucional ha declarado reiteradamente que «no puede calificarse de razonable aquella interpretación de los preceptos legales que prima la inactividad de la Administración, colocándola en mejor situación que si hubiera cumplido su deber de resolver» (SSTC 6/1986, de 21 de enero (LA LEY 537-TC/1986); 204/1987, de 21 de diciembre (LA LEY 98504-NS/0000); 180/1991, de 23 de septiembre (LA LEY 58037-JF/0000) y 294/1994, de 7 de noviembre (LA LEY 13050/1994)).
En idéntico sentido, la Sentencia 188/2003 del Tribunal Constitucional, de 27 de octubre de 2003, entiende favorable la admisión del recurso contencioso-administrativo en los casos que se alegaba extemporaneidad del recurso contencioso-administrativo frente al silencio de la Administración declarando que: «ante una resolución presunta de esta naturaleza [silencio negativo] el ciudadano no puede estar obligado a recurrir, siempre y en todo caso, so pretexto de convertir su inactividad en consentimiento con el acto presunto, exigiéndosele un deber de diligencia que no le es exigido a la Administración», y que «no desdice la anterior conclusión el hecho de que la Administración demandada hubiese tenido la cautela de incluir en la liquidación impugnada no sólo los recursos pertinentes contra la propia liquidación —recurso de reposición— sino incluso también contra su eventual desestimación presunta —recurso contencioso-administrativo—, pues la citada instrucción de recursos de un acto administrativo no excusaba a la Administración de su obligación legal de resolver el recurso interpuesto, comunicando al interesado» (13) .
Más a más, el Tribunal Constitucional en su Sentencia 52/2014, de 10 de abril de 2014 (LA LEY 42606/2014) afirma que no hay plazo para recurrir decisiones desestimatorias por silencio administrativo. Tras analizar la evolución de la regulación legal del silencio administrativo, el Alto Tribunal entiende que «cuando, como en este caso, el silencio administrativo tiene sentido negativo (es decir, cuando desestima la petición del particular) el recurso no está sujeto a plazo temporal alguno, por lo que el precepto cuestionado no es aplicable a esos supuestos. En consecuencia, desaparece también cualquier sospecha sobre su constitucionalidad, pues el derecho a la tutela judicial efectiva no se ve afectado».
En definitiva, a la vista de los pronunciamientos del Tribunal Constitucional podemos concluir que como el Tribunal Constitucional, en lugar de declarar la inconstitucionalidad del artículo 46.1 LJCA (LA LEY 2689/1998), interpreta que, a la luz de la reforma de 1999 de la Ley 30/1992 (LA LEY 3279/1992), la impugnación jurisdiccional de las desestimaciones por silencio administrativo no está sujeta al plazo de caducidad previsto en el citado precepto (14) .
La dilación de la Administración en resolver los procedimientos, justificada o no, ha venido suponiendo, y supone, en la figura del interesado un serio contratiempo, no exento en algunos casos incluso de serios perjuicios; y sobre todo, en muchos casos, le sume en una gran inseguridad jurídica proscrita por el artículo 9.3 de la Constitución Española (LA LEY 2500/1978) (15) .
El instituto del silencio se había diseñado en beneficio del propio interesado y dado que el silencio negativo no es un acto propiamente dicho, lo lógico es mantener abierta indefinidamente el acceso a la jurisdicción en tanto la Administración no cumpliera con su obligación de dictar una resolución expresa (16) .
Dado la gran controversia que supone el silencio administrativo, quiero hacer mención a alguno de los pronunciamientos jurisprudenciales dada su relevancia.
En concreto, quiero hacer mención a la reciente STS rec. 3069/2021 de 7 de marzo de 2023 (LA LEY 30736/2023) fija como doctrina que no procede declarar la inadmisibilidad de un recurso contencioso-administrativo, por falta de agotamiento de la vía administrativa previa, en aquellos casos en que el acto impugnado fuera una desestimación presunta, por silencio administrativo, ya que, por su propia naturaleza, se trata de una mera ficción de acto que no incorpora información alguna sobre el régimen de recursos.
En tal sentido, la Administración no puede obtener ventaja de sus propios incumplimientos ni invocar, en relación con un acto derivado de su propio silencio, la omisión del recurso administrativo debido.
Ordenar, en un recurso de casación, que se conceda a la Administración una nueva oportunidad de pronunciarse, en un recurso administrativo, sobre la procedencia de una solicitud formulada en su día y no contestada explícitamente, supondría una dilación indebida del proceso prohibida constitucionalmente y una práctica contraria al principio de buena administración, máxime cuando el asunto ya ha sido examinado, en doble instancia, por Tribunales de Justicia.
No hay un derecho subjetivo incondicional de la Administración al silencio, sino una facultad reglada de resolver sobre el fondo los recursos administrativos, cuando fueran dirigidos frente a actos presuntos como consecuencia del silencio por persistente falta de decisión, que no es, por lo demás, una alternativa legítima a la respuesta formal, tempestiva y explícita que debe darse, sino una actitud contraria al principio de buena administración.
Esta sentencia hace una dura reflexión sobre el uso del silencio administrativo por parte de la Administración, que desestima con «tenaz pasividad» las solicitudes presentadas a instancia del obligado tributario mediante silencio administrativo. Resalta que el acto presunto que infiere la «mudez administrativa» solamente favorece a la «Administración silente», pues de su silencio solo cabe deducir la inexistencia de razones de peso relacionadas con la falta de legitimación de la parte solicitante y/o recurrente (17) .
El silencio administrativo no puede ser usado como una excusa legal que se le ofrece a la Administración para que pueda incumplir el deber que tiene de resolver, ni en una trampa para el administrado.
En idéntico sentido, debemos hacer mención a las SSTS rec. 1419/2023 de 28 de marzo de 2023 y 1813/2023, de 3 de mayo de 2023.
IV. Ineficacia del silencio administrativo
Cuando un ciudadano tiene que relacionarse con la Administración espera que ésta, al ser un organismo público, que se ajuste al Estado de Derecho, primando un procedimiento eficaz, transparente y motivado. Pero a la hora de la verdad, la realidad es otra muy distinta, quedando en entredicho la confianza que los ciudadanos han depositado en la Administración.
Nos encontramos ante un problema, en el que se pone de relieve la permanente tensión entre dos principios básicos de todo ordenamiento jurídico: el de justicia y el de seguridad.
Según nuestra Constitución, la Administración debe regirse por los principios de eficacia, simplificación de procedimientos, transparencia, buena fe, protección de la confianza legítima y proximidad a los ciudadanos, pero sin embargo, ¿dónde han quedado los principios que configuran nuestro actual modelo de Administración, como el principio de equidad, transparencia, eficacia, servicio y en especial el de legalidad, en las que las decisiones adoptadas nunca deben ser arbitrarias ni estar motivadas por fines distintos al derecho, todo ello justificado en base a un interés público general? (18) .
Lo que no es óbice es que una figura creada como garantía para el ciudadano para evitar que situaciones de inactividad de la Administración como medio de control de sus obligaciones, que en teoría debiera de ser una «herramienta residual», se haya convertido en los últimos años en la fórmula ordinaria de resolución de asuntos iniciados por los particulares, en especial, en las relaciones con las Administraciones Locales, que muchas de ellas de forma sistemática, no contestan.
Nos encontramos ante una Administración que abusa de su poder, resolviendo «cuando le da la gana» o mejor dicho, no resolviendo directamente, poniendo de manifiesto un sistema ineficaz en el que solo beneficia a quien ha incumplido su deber de dictar resolución expresa dentro de un plazo.
Lo que en un principio fue una solución ante posibles anomalías del sistema esporádicas, se ha convertido en un subterfugio para tapar la desidia y negligencia de la Administración.
Es más, el abuso es tal que incluso el ordenamiento le otorga a la Administración, en algunos casos, hasta «una segunda oportunidad» cuando se exige una reclamación previa para acudir a la vía jurisdiccional, dándole una última oportunidad a la Administración para que ponga fin a su inactividad y satisfaga la prestación a la que está obligada, y aun en esas ocasiones, la Administración se niega a resolver.
Estamos pues, ante una tradición administrativa opaca y burocrática que causa inseguridad jurídica y quiebra con ello los intereses económicos de los ciudadanos que buscan resoluciones ágiles y motivadas que señalen la postura de la Administración en los plazos determinados en los procedimientos (19) .
Lo que no es entendible es que aún no se ha llevado a cabo una reforma sustancial para instrumentar una Administración diligente y eficaz que cumpla en el tiempo estipulado las necesidades de sus ciudadanos
Lo que no es entendible es que aún no se ha llevado a cabo una reforma sustancial para instrumentar una Administración diligente y eficaz que cumpla en el tiempo estipulado las necesidades de sus ciudadanos, teniendo en cuenta que el silencio administrativo es una figura de uso muy común en las distintas relaciones de la Administración con los interesados, siendo un sistema para ocultar las carencias de la propia Administración en el devenir diario de su tramitación con los administrados.
Entre las excusas de las que hace uso la Administración para justificar esa «falta de respuesta», es la saturación por exceso de procedimientos o la falta de medios. Ese argumento cae por su propio peso sobre todo en la actualidad donde prima la digitalización de los procedimientos seguidos con la Administración, lo que facilita y agiliza la tramitación de los mismos.
Si bien es cierto, no podemos equiparar las Administraciones, estatales, autonómicas o grandes ayuntamientos, con las locales más pequeñas, donde estas últimas sí que en determinadas ocasiones cuentan con recursos mínimos. En este caso, nos referimos precisamente a estos grandes organismos públicos, por ejemplo, Ayuntamientos de grandes poblaciones como Madrid, Móstoles, Alcorcón, con medios más que suficientes para dar salida a los procedimientos, no tiene justificación su desidia a la hora de no contestar. Es aquí donde cabría preguntarse dónde está el error y el motivo de estas desigualdades, cuyas consecuencias son repercutidas directamente contra los interesados.
Todo ello pone de manifiesto una vez más que la Administración abusa del sistema resolviendo tardíamente las solicitudes o mejor dicho no resolviéndolas por sistema y supone el quebrantamiento de la seguridad jurídica, la protección de la confianza legítima y la legalidad de la actuación administrativa, en donde este actuar solo beneficia a la Administración, ya que el incumplimiento de estos plazos y se considera que el procedimiento se ha resuelto por silencio administrativo, dejando abierta la posibilidad de acudir a la vía contencioso-administrativa, suponiendo por consiguiente un evidente perjuicio para los interesados, no solo económico sino también alargando innecesariamente los tiempos.
Con actuaciones como esta por parte de la Administración, no tendría que sorprender que el ciudadano desconfíe de la Administración y siempre quiera recurrir a la «picaresca», pues solo busca la buena administración, y lo único con lo que se encuentra es con un muro infranqueable y excesivamente burocrático, teniendo que acabar en la mayoría de los casos en la vía judicial para que al menos «se les oiga», algo incomprensible en los tiempos que corren cuando estamos apostando por la absoluta digitalización y agilización de los trámites.
A pesar de todo, aquí el verdadero problema al que nos enfrentamos es que el legislador «se ha quedado corto», a la hora de configurar los efectos jurídicos del silencio (positivos o negativos) cuando hay que impugnar las desleales actuaciones de la Administración de las solicitudes iniciadas por los interesados, cuando es la Administración la que está obligada a hacer, no atreviéndose a modificar las tradicionales consecuencias jurídicas del silencio, cuando la ausencia de resolución expresa tenga el efecto de estimar la petición efectuada por el interesado o no, sin ir más allá, imponiendo consecuencias más graves (indemnizaciones, penalizaciones, inhabilitaciones para el funcionario actuante, etc.) para el que incumple su obligación de hacer, es decir, la Administración.
Al no haber configurado un sistema con mayores consecuencias jurídicas por la ausencia de respuesta de la Administración y obrando, en la mayoría de la ocasiones los efectos del silencio negativo, en consecuencia ello obliga al perjudicado, como ya hemos recalcado en varias ocasiones, a acudir ante los Tribunales, para obtener una respuesta que justifique o no esa contestación que la Administración, para conocer la verdadera motivación que avala la negativa de la Administración a resolver en plazo y por consiguiente todo ello causa un daño al ciudadano, no solo económico sino que en otras ocasiones hasta moral.
Hoy en día, donde la Administración presume de su digitalización y apuesta por fomentar las relaciones con los organismos públicos por esta vía, no es entendible esta forma de proceder y actuar, poniendo de manifiesto su gran irresponsabilidad por contribuir a crear un cisma entre la Administración y los interesados, entre la ley y la buena administración, contribuyendo a la desconfianza, la inseguridad jurídica y la falta de transparencia (20) .
Todo lo expuesto es inaceptable, que la Administración incumpla, sistemáticamente, con sus obligaciones para con los ciudadanos sin que se le exija un mínimo de deber de diligencia.
Véase a contrario, cuando un ciudadano se le pasa el plazo para interponer un recurso, este deviene firme y no hay solución, mientras que para la Administración si no contesta en el plazo fijado por Ley (tres o seis meses) «no pasa nada», sin entrar a debatir la desigualdad entre los plazos con los que cuenta una parte u otra, suponiendo un claro abuso del derecho. Nadie puede obtener beneficios de sus propios incumplimientos, y en este caso en concreto, de no resolver sus procedimientos en plazo.
Ahora bien, ¿esta situación tiene solución? En mi opinión sí, aunque siendo honestos, sería una solución más idílica que práctica, ya que la Administración no estaría dispuesta a hacer efectivas las consecuencias jurídicas, pues saldría perjudicada, si no resuelve en plazo.
En concreto, la solución al problema aquí planteado seria extender el uso generalizado del silencio positivo por completo a todos los procedimientos, en base a invertir la carga del silencio administrativo en el supuesto de no resolución en plazo de las solicitudes, y por consiguiente en estos supuestos se tenga concedidas al generalizar el silencio positivo, forzando así a la Administración hacer su trabajo, y resolver en tiempo y forma.
De forma paralela veo plausible imputar la falta de diligencia al actuario actuante junto con la Administración de la que dependa, que ha permitido este quebrantamiento del deber de diligencia.
La realidad es que no se le otorga la seriedad que se merece a este problema, pues estamos ante un germen que pone en duda la fiabilidad del sistema ante arbitrios discriminados, sobre todo en procedimientos donde los interesados solicitan de la Administración que haga, certifique o se manifieste sobre un acto o hecho, es decir, es la Administración la que está obligada a hacer una determinada acción, dejando indefenso al ciudadano pues queda a la espera «indefinidamente» de la respuesta de la Administración.
Y no, dar a los ciudadanos la posibilidad de acudir a la vía judicial para hacer valer sus derechos no es la solución, sino un «parche» al gran problema que subyace detrás. Esta posibilidad solo podría plantearse en aquellos casos que pongan de manifiesto la absoluta falta de actuación de la Administración, de lo contrario, como ocurre en la actualidad lo único que estamos consiguiendo en entorpecer aún más los juzgados con procedimientos «absurdos» en el que todos se evitarían de forma muy sencilla, resolviendo en plazo, independientemente del sentido.
Llegados a ese punto, nuestros tribunales debieran condenar a la Administración no solo a resolver y entrar en el fondo del asunto sino que también siendo condenada en costas por mala fe, ya que si hubiera querido se hubiera evitado acudir a esta vía, con tan solo «resolver en plazo» y no lo ha hecho a sabiendas.
Si bien es cierto que esta idea «idílica» de generalizar el silencio positivo a todos los procedimientos sin excepción no es tan descabellada cuando, a modo de ejemplo, la presidente de la Comunidad de Madrid, D.ª Isabel Díaz Ayuso, anunció en el programa electoral del Partido Popular el compromiso con la generalización del «silencio positivo» para desbloquear la tramitación de expedientes que dependan de la Administración autonómica, es decir, la idea es obligar a la Comunidad de Madrid resuelva los procesos administrativos en los plazos establecidos y en caso de su incumplimiento, los interesados vean resuelto de forma favorable y automáticas sus expedientes.
Una prueba más de que el gobierno en general es conocedor de esta lacra del sistema y, a sabiendas, no quieren ponerle un remedio efectivo y práctico, sino que han optado por uno teórico como si de papel mojado se tratase, ya que no es operativo.
V. Conclusiones
Analizadas las diferentes cuestiones expuestas podemos concluir, que cada vez son más las voces críticas que exigen un cambio o una supresión de la figura del silencio administrativo.
Una buena Administración es aquella que siempre, sin demora alguna, finaliza los procedimientos y trámites administrativos con una emisión de resolución expresa, motivada y en plazo.
Al igual que todo ciudadano cuando se relaciona con una Administración tiene una serie de obligaciones, por ejemplo cumplir con los plazos para atender requerimientos, cuyo incumplimiento acarrea graves consecuencias, como sanciones o embargos, también espera que la Administración cumpla con sus deberes impuestos por Ley, pero no siempre es así, de ahí a que el incumplimiento generalizado de la obligación de resolver y notificar dentro del plazo máximo es sin duda una grave anomalía de las Administraciones públicas.
Con tan solo echar un vistazo a lo expuesto podemos concluir que ante situaciones en que los ciudadanos han de relacionarse con la Administración, ello implica hacer frente un procedimiento muy burocrático e incluso podríamos decir opaco y torticero, que causa una gran inseguridad jurídica y supone la quiebra de los intereses económicos de los ciudadanos que lo que buscan con el inicio de procedimientos con la Administración en general, son resoluciones ágiles y motivadas en los plazos establecidos.
Cabe resaltar la importancia que tiene la obligación de resolver de la Administración como medio garantista de la seguridad jurídica de nuestro ordenamiento, pues esa falta «de respuesta» que en la mayoría de las ocasiones conlleva un silencio negativo para el interesado que es quien ha iniciado el procedimiento, lleva a en parte, no conocer la procedencia o denegación de su petición, obligándole a acudir a los tribunales que suelen acaban retrotrayendo las actuaciones para que resuelva lo que estime oportuno el ente público, encareciendo y demorando innecesariamente todo el procedimiento.
Esa grave anomalía, el silencio administrativo, presenta una difícil solución, máxime cuando hay determinados entes públicos que por sistema «tienen orden de no responder».
Resulta paradójico que hoy en día tenga que mantenerse la figura del silencio administrativo como garante para los intereses de los ciudadanos.
Se insiste en que la Administración Pública, no puede beneficiarse de sus propias patologías y comportamientos erráticos y, por ende, tales patologías en el actuar de aquélla, o mejor dicho, en el no actuar, no deben convertirse en perjuicio alguno al ciudadano.
Por ello, la única forma de asegurar que la Administración cumpla con su obligación de resolver en plazo es imponiendo consecuencias jurídicas de tal calibre que hagan cuestionarse su falta de diligencia, como sanciones o multas coercitivas incluso contra el funcionario responsable del acto. Si bien, esto es tan solo una ficción jurídica, ya que todos sabemos que en el sistema actual, este planteamiento no tiene cabida.
Deberíamos estar en un sistema jurídico en donde los ciudadanos y la administración están en igualdad de armas para defender sus derechos y/o obligaciones, del tal forma que si al ciudadano sus incumplimientos les acarrea sanciones recargos y embargos, a las administración les debería acarrear sanciones y recargos de igual modo, y lo que es más importantes responsabilidades a los órganos colegiados y a los políticos, pero no es así, ni será.
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