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I. Introducción

Si un día hubiera que escribir una historia del «marketing científico» en Derecho Procesal, puede que la denominación «prueba preconstituida» fuera una de aquellas nociones que más destacarían por su reluciente apariencia, escondiendo tras de sí una insólita vacuidad que deja al científico perplejo. ¿Cómo es posible que solamente con una palabra sonora e infrecuente en el lenguaje cotidiano —preconstituida—, los juristas hayan podido dibujar un concepto que, como vamos a ver seguidamente, en realidad no sirve absolutamente para nada, salvo para aparentar hacer ciencia?

Voy a explicarlo en el presente trabajo, aunque vaya por delante que el caso de esta denominación no es único. Hubo una época en que los juristas con pretensiones teóricas, en ausencia de cualquier intención de uso del método científico, decidieron utilizar el instrumento principal de su arte en los procesos para su trabajo de «investigación», a fin de ofrecer una imagen —tal vez involuntariamente— falsa de que estaban produciendo ciencia. Ese instrumento, utilizado tanto en sus escritos como en las intervenciones orales, era —y es— la retórica (1) , que ya se refleja en uno de los primeros cuentos de la historia del mundo: «El campesino elocuente» (2) . En dicho cuento del Antiguo Egipto, cuya antigüedad supera los 4.000 años, se relata la historia de un campesino que exhibió una sorprendente habilidad retórica en un proceso en su propia defensa. Esa retórica impresionaba al juez que le escuchaba, tanto que, con una crueldad sin límites, demoró hacerle justicia para poder disfrutar escuchándole por más tiempo (3) .

Esta pequeña historia hace muy evidente que una parte muy importante de la historia del proceso judicial ha sido llenada por jueces y abogados simplemente con eso: retórica

Esta pequeña historia hace muy evidente que una parte muy importante de la historia del proceso judicial ha sido llenada por jueces y abogados simplemente con eso: retórica. Al fin y al cabo, el discurso jurídico es siempre persuasivo (4) , claro está, pero como pretende serlo cualquier otro científico que expone sus conclusiones. Sucede, sin embargo, que al resto de científicos se les exigen datos empíricos para confirmar sus ideas, más allá de ese trabajo de argumentación que busca la persuasión. De hecho, a los juristas también se les deberían exigir esos datos, pero demasiadas veces sucede en los trabajos con vocación científica, que esos datos de «confirmación» se salvan simplemente con citas de autoridad —de doctrina o jurisprudencia—, lo que es una simple falacia, pues ninguna confirmación real puede encontrarse en el hecho de que alguien repita lo que uno piensa, por más autoridad que ese alguien pueda tener. Puede que a cualquier otro científico le impresionara saber que los juristas utilizan como principal instrumento de su trabajo esa falacia ad autoritatem junto con la falacia ad populum, manteniendo que un argumento es cierto solamente porque otros juristas también lo defienden, al margen de cualquier otra consideración, no ya experimental, sino simplemente empírica.

Pues bien, ese modo de hacer ha provocado que la doctrina, en ocasiones, también aparente hacer ciencia acudiendo a otro método de lo más simpático: generando categorías artificiales que simplemente tratan de cubrir un vacío en el estudio de los autores. El caso de las «características» de las medidas cautelares (5) , la enorme mayoría de ellas falsas o redundantes (6) , es un buen ejemplo. Pero también lo es el de la restricción de los tribunales de casación a las cuestiones de derecho, que no es sino una manera de hacer proveniente del common law (7) , donde tuvo sentido (8) , pero que jamás lo poseyó ni lo posee en ningún tribunal de casación del mundo, salvo para quitarse asuntos de encima, lo que es inaceptable desde la perspectiva del derecho de defensa del justiciable. Pero fue y es una restricción que es defendida a muerte, a pesar de su absoluta falta de fundamento, denunciado por la doctrina no pocas veces (9) .

Pues bien, exactamente lo mismo ha sucedido con la noción que nos ocupa: la prueba «preconstituida». Es un simple invento solamente terminológico, realizado junto a otros, por cierto, por el mismo autor y también inútiles. Se trata de una historia sencillamente sorprendente que hasta tiene un punto de divertida. La explicaré en las siguientes páginas.

II. Un «concepto» de Bentham, propio de la época.

Todo el mundo debería haber leído el Traité des preuves judiciaires de Jeremy Bentham, que se remonta a 1823 (10) . No porque sea un excelente libro, que ya no lo es aunque sí fue excepcional en su día por su sistemática y temática si se compara con otras obras de la época, muy inferiores. De hecho, es una obra pionera que, a su vez, es la principal responsable doctrinal del declive y hasta desaparición del régimen de la valoración legal de la prueba (11) . Aunque sólo fuera por eso, merece indudablemente un lugar destacado en la historia del Derecho Procesal.

Más allá de lo anterior, es preciso haberlo leído porque ha sido una de las principales fuentes de inspiración, y también de plagio —sin citarlo—, de tantos y tantos autores posteriores en varios puntos, aun ignorando que en realidad se trata de una obra compuesta de muchos extractos dispersos del autor que estaban dirigidos al Derecho inglés, y que el compilador francés (12) intentó recomponer y simplificar como pudo (13) , además de adaptar lo tratado, en parte, al Derecho francés. El hecho es que el libro da cuenta por ejemplo, entre otras muchas cosas, de por qué se introdujo la oralidad en los procesos del continente, que sobrevino básicamente por una creencia ancestral (14) , aunque científicamente disparatada (15) , en el criterio del juez a la hora de evaluar por su gestualidad si una persona mentía o no, además de la creencia ingenua, pero afirmada por el autor, de que la gente no suele mentir. Bentham, en realidad, recogió el sentir general de la época, muy extendido todavía hoy, y hasta intentó revestirlo de razones «científicas» que hoy resultan simplemente absurdas (16) .

Pero centrándonos en el tema que nos ocupa, el hecho es que en el capítulo VI del libro I de su obra (17) , habla Bentham de las diversas clases de pruebas, estableciendo unas clasificaciones que vistas hoy en día resultan entre rebuscadas e inútiles. En concreto, y en lo que puede ser útil en este trabajo, distingue el autor entre pruebas personales y reales, incluyendo entre las primeras al interrogatorio y entre las segundas al resto, referidas, como dice el propio Bentham, a las «cosas» (18) . Tras ello, distingue entre pruebas directas y pruebas indirectas o circunstanciales, siendo que las primeras estarían vinculadas al hecho principal del proceso, como un testigo directo, y las segundas, también llamadas presunciones, a hechos conexos íntimamente ligados con el hecho principal, lo que le lleva a afirmar que todas la pruebas reales son circunstanciales (19) . Con ello se alejaba del fundamento real de estas dos clases de prueba (20) , que probablemente no había entendido correctamente al no ser tan clara esta división en el sistema del common law, y que en realidad reflejaba la tradicional clasificación del Derecho romano-canónico entre plena y semiplena probatio (21) . Tras ello, se refería a otra ulterior clasificación entre testimonios voluntarios e involuntarios, y aún a otras categorías —hasta ocho— (22) , sin la más mínima importancia a los efectos del presente trabajo (23) .

Pero aludía también a dos categorías que son el origen del concepto que estudiamos. Distinguió Bentham entre pruebas por documentos casuales y pruebas por documentos preconstituidos (24) . Los primeros serían aquellos documentos no confeccionados con finalidades procesales, sino que se trataría de documentos cotidianos como cartas, notas o diarios. Sin embargo, los segundos documentos serían los que se han confeccionado respetando las formas legales para ser eventualmente utilizados como prueba en un determinado proceso. Estos últimos serían la «prueba preconstituida» (25) .

No queda claro si esos documentos se elaboran en el mismo proceso —dice Bentham «témoignage produit dans une cause»— o pueden realizarse fuera de él, puesto que acto seguido distingue entre la prueba preconstituida ex parte y a partibus, siendo la primera la confeccionada por uno solo de los litigantes, como un libro de contabilidad, o por ambos, como un contrato, denominando a la primera «prueba semi-preconstituida» (26) . Y aclara —por decir algo— a pie de página que esta palabra, «preconstituida», es original suya y que otorga «beaucoup de clarté sur la matière des preuves»… Añade el jurista inglés que ha dudado acerca de denominarla «preestablecida» o «preconstituida», pero que ha preferido la segunda rúbrica, porque es el legislador quien ordena la realización de esos documentos «preconstituidos».

Hasta aquí la explicación de Bentham, o más bien se diría que de Dumont, que la verdad es que resulta bastante confusa, porque por una parte el concepto de «preconstitución» parece referirse a los contratos sometidos a forma por las leyes civiles, y por otra a los documentos que se realizan ad cautelam pensando en un ulterior proceso. Es cierto que las leyes civiles someten algunos documentos a forma pensando en la prevención de futuros conflictos, para que los términos de lo acordado en un contrato, por ejemplo, le resulten claros a las partes y, en última instancia, al juez.

Sin embargo, cuando ya más adelante, en el Libro IV de la obra de Bentham (27) , se tratan monográficamente las pruebas preconstituidas, el autor se refiere casi exclusivamente a los documentos para los que las leyes prevén algún tipo de forma. Ese Libro IV es relativamente extenso, pero realmente no se va mucho más allá del contenido ya indicado: contratos para los que se exige la escritura (28) , documentos de estado civil —matrimonios, fallecimientos, nacimientos, etc.—, documentos administrativos, judiciales o legislativos incluso (29) . Se añaden (30) solamente unas muy interesantes consideraciones de semiótica textual, insólitas para la época (31) , para verificar la autenticidad de documentos, pero que no vienen realmente al caso que nos ocupa.

Sin embargo, no parece realmente plausible que Bentham se estuviera refiriendo a nada de lo anterior en las lecciones de las que Dumont sacó sus notas. En cambio, es bastante probable que el jurista inglés estuviera hablando más bien de los numerosos affidavits (32) de la fase de pretrial del sistema del common law, descendiente de la fase in iure del proceso romano en cualquiera de sus épocas (33) . En dicha fase, haciendo un uso intensivo de la carga subjetiva de la prueba —propio del Derecho canónico (34) , se comprueba que las partes presentan pruebas suficientes para que merezca la pena pasar a la fase de trial, que fue la fase apud iudicem en el período romano (35) . Sucede con frecuencia que las partes no poseen ninguna prueba documental para rebatir lo que ha dicho la contraria, y en ese caso recurren a una declaración que una persona realiza documentalmente y con fehaciencia, comprometiéndose a acudir al trial para ser interrogado como testigo en caso necesario.

Eso es el affidavit, inexistente como tal en el Derecho francés, y que es muy probable que despistara o al menos sorprendiera a Dumont, que llegó a afirmar que el medio había existido en Francia pero que fue víctima de la corrupción (36) , palabras que por su directa referencia a la situación en el país galo no pueden ser de Bentham, sino del propio Dumont. Es probable que fueran esas las únicas pruebas «preconstituidas» a las que se habría referido Bentham con su nuevo concepto original. Y si es así, tanto el concepto como la denominación no dejan de carecer de sentido, al menos en el common law.

Lo anterior se confirma en el párrafo final de las explicaciones de Bentham (37) , cuando tratando de resumir lo explicitado, el autor —sea quien fuere, Bentham o Dumont— acaba reduciendo sus clasificaciones exclusivamente a dos clases de pruebas: las directas y las indirectas. Las primeras serían, siempre según el texto citado, el testimonio de un testigo directo y las pruebas preconstituidas. Las segundas serían las pruebas reales y circunstanciales, así como las copias —preuves inoriginales—. Lo que hace que cobre sentido la hipótesis que he expuesto en el párrafo anterior. Al final, la prueba preconstituida sería, por analogía —no reconocida en el texto— la de un testigo que posee informaciones de un hecho pero que aún no ha declarado en el trial. Es decir, el sujeto habitual de un affidavit.

Esta hipótesis se confirma en la propia obra, en los pasajes que se refiere finalmente a los «procès verbaux» (38) , que también considera pertenecientes al concepto de prueba preconstituida. Los describe como comparecencias ante alguna autoridad dotada de fe pública, a fin de hacer constar unos hechos sobre los que después los comparecientes no se puedan desdecir en el proceso (39) . Es decir, los affidavits ingleses, como el propio autor —sea más Bentham o más Dumont en este pasaje— reconoce indirectamente.

En consecuencia, el nacimiento del concepto puede que respondiera más bien a una voluntad de Bentham de explicar una práctica procesal del Derecho inglés, sin más pretensiones probablemente que intentar que también fuera útil en Francia, igual que lo fueron otras muchas normas procesales inglesas, particularmente en el proceso penal. Sin embargo, el responsable de la expansión del concepto puede que haya sido más Dumont que el propio Bentham. Le dedica nada menos que el libro IV entero del tomo primero de su obra (40) , pero su lectura demuestra cuanto se ha dicho hasta aquí: que en realidad nada tienen que ver esas casi sesenta páginas (41) del libro con una «preconstitución» de la prueba al estilo de los affidavits. Se describen simplemente documentos privados sometidos a forma o documentos públicos. Pero nada de ello se parece a un affidavit. Tal vez la desorientación de Dumont sobre esta última figura del Derecho inglés le llevara a rellenar el capítulo con una denominación que le fascinó, la de prueba preconstituida, pero que no llegó a entender completamente. Y no es extraño. Como vamos a ver a continuación, la fascinación, a la vez que la confusión, persisten a día de hoy con respecto a esta noción.

III. Evolución posterior del concepto

Tras las palabras de la monografía de Bentham, no es de extrañar que la evolución posterior del concepto haya sido realmente errática, hasta hacerse propiamente inidentificable strictu sensu.

Pero, ¿cómo se derivó hacia allí, partiendo de las palabras de Bentham? Pues bien, quien probablemente inició el uso moderno de esta expresión fue, como tantas otras veces, Chiovenda (42) . Este autor, afirmando seguir a Bentham, no le sigue en realidad sino que introduce ideas en la noción de su propia cosecha, igual que en otros puntos de su obra (43) . Afirma que según el autor inglés, las pruebas se clasifican en preconstituidas y simples… lo que, evidentemente, basta leer el epígrafe anterior para darse cuenta de que no es cierto. Pero acto seguido mantiene que las pruebas preconstituidas son aquellas que preexisten a la necesidad de probar un hecho en el proceso, lo que incluye a las pruebas preparadas en previsión de tal necesidad. Esto último, obviamente, se aleja de lo mantenido por Bentham, pero se aproxima a lo que después ha dicho la doctrina, lo que demuestra la tremenda influencia de este autor incluso cuando se equivocaba, así como el escaso rigor, lamento decirlo, del propio Chiovenda y de quienes simplemente le copiaron.

Y es que, aunque hubo quien fundadamente dudó (44) , de Chiovenda pasa la noción a Gómez Orbaneja (45) y a Prieto-Castro y Ferrándiz (46) , que simplemente la trasladan acríticamente a sus propios manuales. Pero quien realmente configura la noción que luego ha ido asumiendo, de un modo u otro la jurisprudencia española, es Gimeno Sendra (47) , para quien la prueba preconstituida es aquella que supone custodiar la fuente de prueba para evitar su pérdida, mientras que la anticipada supondría la práctica del mismo medio de prueba. La distinción es original del autor y está basada en la clasificación entre fuentes y medios de prueba de Carnelutti (48) que, como es sabido, hizo bastante fortuna en la doctrina.

Sin embargo, la noción de «preconstitución» está ausente en las doctrinas de otros países (49) . Sólo en Canadá se ha hablado tradicionalmente de la «self-serving evidence» (50) , designando con esta rúbrica a la prueba prefabricada por una parte con vistas a un proceso, lo que constituye un motivo para su exclusión, por cierto. Algo parecido sucede en Italia con la prohibición de realizar declaraciones de hechos ante notario para «preconstituir» la prueba (51) , utilizando exactamente esta terminología probablemente por influencia de Chiovenda.

Sea como fuere, esa concepción sí se aproxima más a la noción que en general se tiene, al menos en la jurisprudencia española (52) , del concepto, aunque dicha jurisprudencia no asume la distinción entre anticipación y preconstitución de Gimeno Sendra, dado que uno de los ejemplos de esta última, el citado por la propia sentencia, es la toma de declaración a un menor, precisamente (53) , lo que para el autor citado hubiera sido, precisamente, como veremos después, una prueba anticipada.

IV. La distinción con respecto a la prueba anticipada

Ocurre, sin embargo, que no hay motivo alguno para seguir manteniendo ni la distinción ni quizás, como vamos a ver después, la categoría.

La distinción «anticipada-preconstituida» es completamente inconducente, porque también lo es, pese a su difusión, la diferenciación carneluttiana entre fuentes y medios de prueba

La distinción «anticipada-preconstituida» es completamente inconducente, porque también lo es, pese a su difusión, la diferenciación carneluttiana entre fuentes y medios de prueba. Proviene muy probablemente de la observación de la prueba de interrogatorio, donde se puede distinguir la fuente —el declarante— del producto del interrogatorio, es decir, la declaración. También se puede hacer algo parecido con la prueba pericial, donde la fuente sería el objeto de la pericia, y el producto de la misma el informe pericial. Incluso en el reconocimiento judicial se puede distinguir, aunque ya es algo más comprometido, entre el objeto observado por el juez, que sería la fuente, y el resultado de la observación, que sería lo que ha percibido el juez.

Pero con la prueba documental, la distinción fracasa. Fuente de prueba sería el documento, y la práctica de la prueba su lectura, como si el documento sin ser leído sirviera para algo... Aunque lo mismo se puede decir de la persona del interrogado y su declaración: ¿sirve de algo la persona, si no declara, a efectos probatorios? Más allá de su examen médico o su posible reconocimiento, es obvio que no. Un razonamiento parecido se podría hacer con la prueba pericial —de nada vale un río contaminado si no se analizan sus aguas— y desde luego con el reconocimiento judicial, en el que solamente cuando el juez hace explícita su observación, puede ser útil la prueba.

En realidad, lo que ocurre es que la distinción entre fuente y medio es artificial, y solamente puede tener una cierta virtualidad cuando se desea describir la situación de custodia de un objeto probatorio que puede perderse. Pero nótese bien que lo que se custodia en un interrogatorio no es la persona, sino su declaración, por lo que el objeto se confundiría con el resultado del medio de prueba.

Ello evidencia que tal vez la única categoría con cierta utilidad práctica es la de prueba anticipada, para designar las situaciones en que es preciso realizar actuaciones probatorias antes del momento establecido para ello, lo que es extraordinariamente frecuente en el proceso penal, y de hecho también es bastante común en la fase de pretrial de los sistemas del Common Law. Tan común, que de nuevo se abre la sospecha de si aquello a lo que se debió querer referir Bentham en sus lecciones francesas, recogidas después en su libro, fueron justamente las actuaciones de esta fase, y más precisamente, como se ha dicho, los affidavits.

En todo caso, volviendo a nuestros procesos, lo que carece de todo sentido es distinguir entre anticipado y preconstituido, porque al margen de la intención teorizante de distinguir entre fuentes y medios de prueba de manera además puramente procedimental, ninguna consecuencia práctica cabe anudar a la distinción. Se trata simplemente de actuaciones probatorias, de mayor o menor entidad y consideración, que se celebran antes de la fase de práctica de la prueba.

V. Una denominación innecesaria que debe ser abandonada

Ocurre, sin embargo, que la categoría suena rimbombante, siendo uno de aquellos «palabros» que tanto divierten a algunos especialistas de una disciplina, simplemente porque nadie les entiende cuando lo dicen. Sería mucho más sencillo, sin duda de ninguna clase, hablar de la práctica de una actividad probatoria de manera previa, o anticipada si se quiere, a su momento procesal habitual, sin más. Hablar de «preconstitución» da la imagen de que se está intentando asegurar un determinado resultado probatorio de cara al proceso, lo que además ni siquiera es así en el ejemplo más clásico de prueba preconstituida: la entrevista cognitiva a una víctima (54) . Los datos que se desprendan de dicha entrevista podrán ser relevantes o no finalmente para el resultado que se recoja en la sentencia, lo que hace ineficiente hablar de «preconstitución».

De hecho, incluso repasando todos los ejemplos de prueba preconstituida y anticipada enumerados por Gimeno Sendra (55) , ninguna trascendencia cabe atribuir a la distinción, como vamos a ver a continuación. Para el citado autor, que intenta realmente ser fiel a su definición, serían prueba preconstituida: la prueba alcoholométrica, el reconocimiento en rueda, los seguimientos de audio y vídeo, las intervenciones e inspecciones corporales, la geolocalización, el reconocimiento judicial (del juez de instrucción), la recogida y conservación del cuerpo del delito, la entrada y registro en lugar cerrado, la intervención de comunicaciones y el registro remoto de equipos informáticos. Anticipadas serían la pericial y la testifical cuando se practican con las garantías del juicio oral (56) .

Con las diligencias del primer grupo se custodiaría una fuente de prueba, mientras que con las de segundo grupo se practicaría la prueba. Sin embargo, lo cierto es que con esas dos pruebas anticipadas también se custodia algo: su resultado, que es el que va a servir de fuente de conocimiento probatorio para que el tribunal pueda dictar su sentencia.

Y con todas las pruebas referidas como preconstituidas, la realidad es que también se está practicando un medio de prueba, no de los tradicionales, pero se está realizando una actividad que sólo desde un punto de vista excesivamente teorizante cabría decir que es una actividad probatoria. Resulta evidente en la rueda de reconocimiento (57) , cuyo resultado es una posible identificación, idéntica además a la que se puede llevar a cabo durante la práctica de una prueba testifical. Pero también sucede lo mismo con la prueba alcoholométrica, que no es otra cosa que un examen pericial idéntico a un análisis de sangre practicado por un médico. Análogas a los anteriores son las inspecciones corporales, siendo las intervenciones corporales la práctica de un método para averiguar la realidad, perfectamente equivalente a cualquier otro medio de prueba. Lo mismo exactamente sucede con cualquier tipo seguimiento de audio y vídeo, con comunicaciones o sin ellas, o la geolocalización. Y por descontado, las diligencias de entrada, registro y ocupación del cuerpo del delito no son más que reconocimientos judiciales. En todo caso, como ya se ha dicho, todos ellos son métodos para averiguar la realidad, que es lo que intentan ser todos los medios de prueba.

Por tanto, todos estos instrumentos designados como pruebas anticipadas o preconstituidas, en realidad implican la práctica de un método y la custodia de su resultado. Lo único que las distingue de los medios de prueba más tradicionales es que, efectivamente, la mayoría de ellos son más modernos. Pero no por ello dejan de implicar la misma actividad y tener el mismo objetivo: la averiguación de la realidad.

Es muy posible que en esta clasificación haya influido el hecho de que se trata de actuaciones que se llevan a cabo en la fase de instrucción, y que la doctrina del siglo XIX y XX repitió una y otra vez que no eran pruebas para tratar de evitar, vanamente, que pudieran ser utilizadas en el juicio oral. Con ello se trataba de superar también el sistema inquisitivo, en el que la instrucción había ocupado casi todo el espacio del proceso, haciendo que el juicio oral fuera marginal (58) . Se trataba de potenciar este último, sin darse cuenta de que lo cierto es que la celebración del juicio oral es imposible con unas mínimas garantías científicas, si se ignoran los materiales obtenidos durante la instrucción, que serán tratados, se quiera o no, como auténticas pruebas en el proceso. Lo fundamental debía haber sido que se prohibiera realizar conclusiones incriminatorias en la instrucción que provinieran de las autoridades policiales (59) , y que la única incriminación fuera realizada en tono dubitativo por el ministerio fiscal, que no debía ser una especie de abogado de la acusación, sino un asistente del juez que le ayudara a descubrir la realidad. Así debía ser en un proceso en el que en la fase de juicio, no iba a resolver un jurado ajeno completamente a la investigación, como sucede en los sistemas del Common Law, sino un juez, compañero de fiscales y jueces de instrucción y que, por tanto, no es del todo ajeno a los mismos.

En realidad, ni siquiera la entrevista cognitiva, actual paradigma jurisprudencial de la llamada «prueba preconstituida» en España, lo es siguiendo la definición de Gimeno Sendra, definición que puede ser discutible, claro está, pero que por lo menos es lógica. La entrevista cognitiva (60) , como es sabido, consiste en la realización de un encuentro relajado entre un psicólogo y un sujeto con conocimiento de los hechos, habitualmente una víctima en la actualidad, pero que en el futuro podría —y tal vez debería— ser cualquier otro testigo, dado que la entrevista cognitiva al menos es un método pericial (61) de averiguación de la realidad que tiene una base científica desde luego muchísimo más fiable que el interrogatorio judicial, que sin duda no la tiene. Sea como fuere, esa entrevista será una prueba pericial o testifical, pero sería anticipada para Gimeno Sendra en cualquiera de los dos casos, de ser practicada, como es habitual, durante la instrucción. Sin embargo, la jurisprudencia, como ya se vio, la califica de «preconstituida».

En definitiva, se confirma que no estamos ante una cuestión de técnica jurídica, sino frente a una simple denominación engañosa que ha hecho fortuna en la doctrina española sobre todo. Sería ya el momento de desterrarla, porque utilizar esa terminología no tiene la más mínima trascendencia práctica. Es más, resulta innecesariamente confusa y denota una falsaria erudición que es sólo aparente.

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