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I. Introducción

La Directiva 1023/2019 (LA LEY 11089/2019), sobre marcos de reestructuración preventiva, exoneración de deudas e inhabilitaciones, y sobre medidas para aumentar la eficiencia de los procedimientos de reestructuración, insolvencia y exoneración de deudas (en adelante, «la Directiva 1023/2019 (LA LEY 11089/2019)» o «la directiva»), dedica su artículo 19 a imponer a los administradores sociales unos específicos deberes de conducta cuando la sociedad se halle en situación de «insolvencia inminente».

El legislador español, al incorporar dicha directiva al ordenamiento interno a través de la Ley 16/2022, de 5 de septiembre (LA LEY 19331/2022), decidió no modificar el actual arsenal normativo relativo a las obligaciones de los administradores en lo que podríamos considerar la fase de proximidad o cercanía a la insolvencia.

Las páginas siguientes pretenden analizar hasta qué punto la decisión del legislador español ha sido acertada y qué se podría llegar a esperar en un futuro próximo, en el caso de que se apruebe la propuesta de directiva de 7 de diciembre de 2022, relativa a la armonización de determinados aspectos de la legislación en materia de insolvencia.

II. Obligaciones legales de los administradores sociales según el ordenamiento jurídico vigente

Limitándonos al ámbito mercantil, el Derecho español contempla en esta materia fundamentalmente las siguientes medidas:

  • (i) el deber de los administradores de promover la disolución de la sociedad, en el plazo de dos meses, cuando aprecien que aquella se encuentra en causa de disolución obligatoria por pérdidas cualificadas (entendiendo por tales las que hayan hecho descender el patrimonio neto por debajo de la mitad de la cifra del capital social); deber que, en esencia, se concreta en tener que convocar junta general de socios para acordar la disolución y, en su defecto, solicitar la disolución judicialmente, so pena de responder personalmente de las obligaciones de la sociedad que se hubieran generado con posterioridad al acaecimiento de la causa de disolución obligatoria [art. 363.1 e) en relación con art. 367 de la Ley de Sociedades de Capital (LA LEY 14030/2010) (en adelante LSC)]. Se trata, según el Tribunal Supremo, de una suerte de garantía o «fianza legal» que se impone a los administradores en presencia de esas concretas circunstancias (causa de disolución obligatoria unida al transcurso del plazo de dos meses sin haber convocado junta o sin haber solicitado judicialmente la disolución cuando la junta no se haya celebrado o hubiera adoptado acuerdo contrario a dicha disolución).
  • (ii) el deber de los administradores de instar la declaración de concurso voluntario en el plazo de dos meses desde que conozcan o hubieran debido conocer el estado de insolvencia actual de la sociedad; deber cuya contravención puede acarrear su consideración como personas afectadas en una eventual calificación culpable del concurso de acreedores, lo que implicaría su inhabilitación y posible condena a la responsabilidad por el déficit concursal (art. 5 en relación con arts. 444.1º y 456 TRLC).
  • (iii) En fin, la posibilidad, excepcional, de que los acreedores puedan demandar al administrador en ejercicio de la acción individual de responsabilidad (ex art. 241 LSC (LA LEY 14030/2010)) por entender que se les ha causado un daño directo, al haber contratado con ellos en nombre de la sociedad en un momento en que la sociedad no podía hacer frente a esas obligaciones. A diferencia de la anterior, estamos ante una responsabilidad civil por daños, que exige por ende probar la relación de causalidad (es decir, que el actuar o la omisión del administrador ha sido el detonante del daño), aunque el Tribunal Supremo haya aliviado un tanto la carga de dicha prueba. Sobre ello volveremos más adelante.

III. Sobre la delimitación temporal de la «proximidad de la insolvencia»

Si acudimos al artículo 19 de la Directiva 2019/1023 (LA LEY 11089/2019), se observa que el mismo establece lo siguiente:

«Artículo 19

Obligaciones de los administradores sociales en caso de insolvencia inminente (likelihood of insolvency en la versión inglesa).

"Los Estados miembros se cerciorarán de que, en caso de insolvencia inminente, los administradores sociales tomen debidamente en cuenta, como mínimo, lo siguiente:

  • a) los intereses de los acreedores, tenedores de participaciones y otros interesados;
  • b) la necesidad de tomar medidas para evitar la insolvencia, y
  • c) la necesidad de evitar una conducta dolosa o gravemente negligente que ponga en peligro la viabilidad de la empresa"».

A partir de aquí, convendría empezar delimitando qué es esa fase crítica o «proximidad a la insolvencia» que debiera poner en guardia a los administradores y desplegar esos deberes a los que alude el referido artículo 19.

Hay un hecho claro: esa «insolvencia inminente», por lógica, ha de ser algo distinto de la «insolvencia» en sí misma considerada. Ahora bien, no puede tampoco olvidarse que la propia directiva, en su art. 2 («Definiciones») expresamente señala que:

«2. A efectos de la presente Directiva, los siguientes conceptos se entenderán según la definición de la normativa nacional:

  • a) insolvencia;
  • b) insolvencia inminente;
  • c) microempresas y pequeñas y medianas empresas (denominadas conjuntamente, "pymes")».

En consecuencia, la directiva no nos suministra una pauta para entender cuándo la sociedad deudora se halla en insolvencia o en insolvencia inminente, y tendrá que ser exclusivamente sobre la base del derecho español como se delimiten estas situaciones.

Tal y como hemos adelantado, al incorporar la directiva por medio de la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022) no se estimó oportuno modificar el statu quo normativo en relación con este tema para incorporar el artículo 19 de la directiva. Como expresamente se dice en el apartado VII del preámbulo de la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022), «las previsiones de la Directiva 2019/1023 (LA LEY 11089/2019) respecto de los deberes de los administradores sociales se encuentran implícitos en la normativa vigente, por lo que no se introducen novedades en el régimen actual de la acción social (sic) ni en la posible calificación del concurso de acreedores como culpable». Tan sólo se procedió a concretar temporalmente la «insolvencia inminente» (al precisarse que lo está «el deudor que prevea que dentro de los tres meses siguientes no podrá cumplir regular y puntualmente sus obligaciones»: art. 2.3 TRLC) y a introducir la «probabilidad de insolvencia» como momento a partir del cual el deudor puede acceder a un plan de reestructuración y a la comunicación de negociaciones conducentes a tal fin (aunque no se excluye que lo pueda hacer también en insolvencia inminente o incluso actual), al decirnos que «Se considera que existe probabilidad de insolvencia cuando sea objetivamente previsible que, de no alcanzarse un plan de reestructuración, el deudor no podrá cumplir regularmente sus obligaciones que venzan en los próximos dos años» (art. 584.2 TRLC).

Pues bien, en la versión inglesa de la directiva, ambas situaciones (la «insolvencia inminente» y la «probabilidad de insolvencia») quedarían englobadas dentro de la «likelihood of insolvency».Y claro, el problema es que, según como lo interpretemos, esa «probabilidad de insolvencia» nos remite a un escenario a dos años vista (art. 584 TRLC); o a tres meses si se opta por la insolvencia inminente de nuestro art. 2 TRLC. Una y otra entrarían, en efecto, en la «likelihood of insolvency» a la que se refiere el artículo 19 de la directiva y que es la que desencadenaría esos nuevos deberes de los administradores (a saber: tener en cuenta los intereses de los acreedores y otras partes afectadas; evitar la insolvencia y velar por la viabilidad de la empresa). Es cierto que no deja de ser un tanto llamativo que un mismo concepto en la versión inglesa de la directiva («likelihood of insolvency»), una vez incorporado al derecho español se «desdoble» en dos estadios sucesivos (probabilidad de insolvencia e insolvencia inminente). No obstante, estamos ante un resultado en cierta manera propiciado o, cuando menos, tolerado por la directiva, al remitir a los ordenamientos nacionales la definición de dicho concepto (art. 2.2).

Sea como fuere, de lo que no hay duda es de que, cuando el administrador social conozca (o deba conocer) que la sociedad se encuentra en situación de insolvencia actual por no poder atender las obligaciones exigibles tendrá que solicitar la declaración de concurso. Se trata de una noción «fáctica», no contable. A ese conocimiento (siquiera presunto) le debieran ayudar los hechos externos reveladores de la insolvencia (los del art. 2.4 TRLC: sobreseimiento generalizado de pagos, impagos durante tres meses de las obligaciones con la TGSS o salarios, etc. ).

Entendemos que el sistema diseñado por el legislador (que no ha variado desde el texto original de la Ley Concursal de 2003 (LA LEY 1181/2003)) ofrece un elevado grado de previsibilidad y, por ende, de seguridad jurídica, y se encuentra, además, perfectamente aquilatado por la jurisprudencia recaída en materia de calificación culpable por retraso en la solicitud del concurso. Podemos afirmar que, con este bagaje, es relativamente sencillo —al menos conceptualmente— fijar el momento de la insolvencia actual de la sociedad y apreciar si el retraso en la solicitud de concurso ha agravado o no la insolvencia. Cuestión distinta es que, en la práctica, no siempre resulte tan sencilla la prueba de la incidencia de la actuación u omisión de los administradores en la referida agravación de la insolvencia.

Como decimos, a partir de ese momento (por ser precisos, dos meses después) es incontrovertido que el administrador tendrá que solicitar la declaración de concurso, sin que el hecho de que la sociedad pudiera hallarse al mismo tiempo en causa de disolución por pérdidas (aspecto de carácter netamente contable) haga que cambie las cosas. Así lo aclara, además, el propio artículo 365.3 LSC (LA LEY 14030/2010) (modificado por la disposición final séptima de la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022)): el precepto exime a los administradores de tener que «convocar junta general para que adopte el acuerdo de disolución cuando hubieran solicitado en debida forma la declaración de concurso de la sociedad […]». Por ello, cuando se den de manera simultánea ambas situaciones, entendemos que prevalecerá la obligación de los administradores de solicitar el concurso.

Es, por cierto, la constatación de que a partir de un determinado momento los intereses por los que fundamentalmente habrá de velar el administrador social son los de los acreedores (lo que se traduce en no ver incrementada la insolvencia) y no tanto los intereses de los socios (esa necesidad de ser convocada la junta a la que remite el art. 363 LSC (LA LEY 14030/2010)).

Los interrogantes se suscitan, sobre todo, en la «zona gris», esto es, en la etapa previa a la insolvencia actual, pero donde la sociedad ya afronta serias tensiones de tesorería (es lo que propiamente podríamos llamar la cercanía a la insolvencia). Veamos algunos de ellos.

IV. Sobre la legitimidad de los pagos a los acreedores en la fase de proximidad a la insolvencia

La primera de las dudas que le pueden surgir al administrador de una sociedad que se encuentre en los aledaños de la insolvencia es la de qué pagos (claro está, de obligaciones debidas) puede legítimamente hacer y cuáles no. Dicho de otra manera, ¿debe ese administrador velar por la pars conditio creditorum, como si esa sociedad estuviera ya declarada en concurso?; ¿Cabe la rescisión concursal de los pagos hechos en esa cercanía a la insolvencia?

A la luz de la jurisprudencia recaída en esta materia, podemos afirmar que los pagos de obligaciones debidas hechos antes de la declaración del concurso son, en principio, perfectamente válidos e inatacables en un hipotético concurso posterior de la sociedad. Como tiene dicho el alto Tribunal, «cuando se paga algo debido y exigible no puede haber perjuicio para la masa activa del posterior concurso de acreedores del deudor, salvo que al tiempo de satisfacer el crédito estuviera ya en un claro estado de insolvencia, y por ello se hubiera solicitado ya el concurso o debiera haberlo sido» (STS 26 de octubre de 2012, RJ 2012\10415).

A partir de esta premisa, es cierto que el Tribunal Supremo ha considerado rescindibles ciertos pagos de deudas vencidas y exigibles, pero no cabe ignorar que se trataba de casos muy particulares, cuando no abiertamente «patológicos». En concreto, se ha declarado ajustada a derecho la rescisión de las siguientes operaciones:

  • a) pago de un crédito de un acreedor que previamente había solicitado el concurso necesario de la deudora, desistiendo de dicha solicitud al haber cobrado de la deudora, cuando ésta solicita el concurso voluntario un par de meses después (STS 629/2012, de 26 de octubre (LA LEY 169724/2012), RJ 2012\10415);
  • b) pagos hechos por la sociedad al socio-administrador único en devolución de cantidades prestadas a la sociedad y que, por tanto, en el concurso serían créditos subordinados (STS 487/2013, de 10 de julio (LA LEY 118685/2013), RJ\2013\4998);
  • c) pagos hechos al administrador vulnerando lo establecido en estatutos; rescisión del acuerdo de junta de reparto de dividendos; así como los pagos a los socios de otro acuerdo de junta que no se rescinde por caer fuera de los dos años (y ser, por tanto «pagos debidos»), aplicándose la doctrina de la STS 629/2012 (LA LEY 169724/2012) (STS 428/2014, de 24 de julio (LA LEY 131217/2014), RJ\2014\4590);
  • d) O, en fin, en una muy interesante operación de cesión de créditos intragrupo con posterior compensación, con el resultado de que ciertos créditos que ostentaban unas sociedades vinculadas con la luego concursada (y que habrían sido subordinados en el concurso) resultaron cedidos a otras empresas que eran, a su vez, deudoras de la sociedad que sería declarada en concurso, procediéndose a la compensación; todo ello con el resultado de que del activo de la deudora habría desaparecido un activo (derecho de crédito frente a esas sociedades vinculadas cesionarias de los créditos) (STS 170/2021, de 25 de marzo (LA LEY 14138/2021), RJ\2021\1336).

En conclusión, los administradores sociales pueden tener la tranquilidad de que los pagos que efectúen estando la sociedad próxima a la insolvencia pero no en insolvencia actual, salvo casos excepcionales, son perfectamente válidos e irrescindibles en un hipotético concurso posterior de esa misma sociedad.

V. Sobre el papel de la acción individual de responsabilidad en la cercanía a la insolvencia

Con cierta frecuencia, los acreedores se plantean hasta qué punto no es responsable el administrador por haber contratado con ellos en un momento muy tardío, en los aledaños de la insolvencia, cuando debía resultarle claro —aplicando una mínima diligencia— que la sociedad no podría hacer frente a esas obligaciones. El reproche, con más o menos matices, es sustancialmente el expuesto y se suscita, sobre todo, en casos de «cierres de hecho» de la sociedad.

Repárese además en que los incentivos que tiene el acreedor para recurrir a esta acción del artículo 241 LSC (LA LEY 14030/2010) e intentar así recuperar del administrador lo que la sociedad no le ha pagado (ni le podrá ya pagar por haber ido a concurso) son muy potentes. Y ello porque la acción individual de responsabilidad del artículo 241 LSC (LA LEY 14030/2010) es «inmune» al concurso de la sociedad y es, de todas las acciones de responsabilidad, la única que no sufre modificaciones en el caso de que se declare el concurso de la sociedad administrada (vid. art. 132 TRLC) y además, a diferencia de la acción social, la única que le va a proporcionar al acreedor satisfacción en lo personal. Por el contrario, la acción social de responsabilidad iría destinada a reconstituir el patrimonio social y no el del acreedor perjudicado, y la acción de responsabilidad del art. 367 LSC (LA LEY 14030/2010), directamente, se ve suspendida por la declaración de concurso de la sociedad (arts. 136.1.2º y 139.1 TRLC).

¿Cuál es el planteamiento que ha venido adoptando el Tribunal Supremo hasta ahora en relación con la acción individual? Como ya hemos adelantado, éste sólo ha estimado admisible la posibilidad de plantear una acción individual de responsabilidad del art. 241 LSC (LA LEY 14030/2010) (básicamente en escenarios de «cierres de hecho») bajo «circunstancias muy excepcionales y cualificadas» cuando se pueda acreditar o aportar un principio de prueba de que, si se hubieran hecho las cosas de otra forma por el administrador, ese acreedor hubiese cobrado el importe de lo que le adeudaba la sociedad (STS de Pleno 472/2016, de 13 de julio de 2016 (LA LEY 84838/2016), RJ\2016\3191); es decir, el demandante habrá de aportar un «esfuerzo argumentativo […] por mostrar la incidencia directa del incumplimiento de un deber legal cualificado en la falta de cobro de aquellos créditos» [entre otras, SSTS núm. 274/2017 (LA LEY 35036/2017) de 5 mayo de 2017 (RJ\2017\2391); o la núm. 679/2021 de 6 de octubre de 2021 (LA LEY 171907/2021) (RJ\2021\4484)].

Resulta muy recomendable, por su cercanía en el tiempo, el Auto del Tribunal Supremo (Sala Primera) de 2 de febrero de 2022 (RJ 2022/501), precisamente de inadmisión a trámite de un recurso de casación en esta materia, por entender que «para que pueda prosperar la acción individual es necesario identificar una conducta propia del administrador social, distinta de no haber pagado el crédito, que pueda calificarse de ilícito orgánico y a la cual pueda atribuirse la causa de no haber satisfecho el crédito».

Es decir, sin perjuicio de esa inversión de la carga de la prueba, el alto Tribunal no deja de considerar esta responsabilidad como una vía excepcional, pues lo contrario supondría convertir a los administradores en garantes de las deudas sociales y, en suma, vendría a diluir la propia limitación de responsabilidad de la persona jurídica.

Es, por tanto, desde este prisma restrictivo desde el que el acreedor tendrá que valorar con sumo cuidado —por todos los riesgos que entraña— si procede o no reclamar directamente contra el administrador social en «casos límite» (cierre de facto de la sociedad, etc.).

La principal dificultad vendrá a la hora de acreditar la necesaria relación de causalidad entre la conducta del administrador social que revele el incumplimiento de sus obligaciones legales (p.ej., cierre desordenado de la sociedad) y el daño experimentado por el acreedor (el impago de su deuda), debiendo tenerse en cuenta, eso sí, que el Tribunal Supremo ha venido a operar una cierta inversión de la carga de la prueba en atención al principio de facilidad probatoria que establece el artículo 217.7 LEC. (LA LEY 58/2000)

De este modo, si lo que se recrimina al administrador es que cerró de hecho la sociedad y la hizo desaparecer del tráfico sin seguir los cauces legalmente establecidos (disolución y liquidación) o sin que se sepa con certeza a qué se destinó el producto de lo obtenido tras ese cierre, se le exigirá al demandante un «esfuerzo argumentativo […] por mostrar la incidencia directa del incumplimiento de un deber legal cualificado en la falta de cobro de aquellos créditos» (STS de 13 de julio de 2016 (LA LEY 84838/2016)). Una vez que el demandante, en la medida de sus posibilidades probatorias, haya podido justificar adecuadamente «el relato», se hace recaer sobre el administrador demandado la prueba de que el acreedor no podría haber cobrado aunque se hubiera procedido a liquidar la sociedad de manera ordenada, o que los bienes que se realizaron no fueron distraídos.

VI. ¿Cabe esperar algún cambio en la interpretación del artículo 241 LSC o en otros ámbitos, ahora o con ocasión de la aprobación de la propuesta de directiva?

A partir de aquí la pregunta que cabría hacerse es la de si debería de alguna forma modularse la rigurosa línea jurisprudencial en relación con la posibilidad de que prospere la acción individual, de cara a extender este remedio del que disponen los acreedores; o dicho de otro modo ¿hasta qué punto el derecho español vigente —que recordemos no ha sido modificado con la Ley 16/2022 (LA LEY 19331/2022)— respeta o es conforme con el artículo 19 de la directiva y con esa obligación de los administradores sociales de tener debidamente en cuenta, entre otros, los intereses de los acreedores cuando la sociedad se halla en situación de «insolvencia inminente»?

Aunque resulte difícil ofrecer una respuesta categórica, probablemente haya que diferenciar situaciones. Es cierto que esa likelihood of insolvency a la que alude el art. 19 directiva cubre tanto escenarios a medio plazo (los dos años de la probabilidad de insolencia del art. 584.2 TRLC) como a corto (los tres meses de la insolvencia inminente del art. 2.3 TRLC). Por ello, observamos que, al menos, cuando la sociedad esté en esta última (y, por ende, el administrador social prevea que dentro de los tres meses siguientes la sociedad no podrá cumplir regular y puntualmente sus obligaciones) el administrador habría de abstenerse de contraer nuevas obligaciones (o hacerlo con extrema cautela). Dicho de otra manera, las situaciones de insolvencia inminente, si bien no desatan el deber del administrador social de solicitar el concurso (ex art. 5 TRLC) —sino que tan solo le facultan para ello—, sin duda nos sitúan en un estadio de «preinsolvencia» con un deber reforzado de velar por los intereses de los acreedores (ex art. 19 de la directiva).

Entendemos que ello debiera ser relevante en el enjuiciamiento ex post de la conducta del administrador (con ocasión de una eventual acción de exigencia de responsabilidad individual) a la hora de identificar ese «incumplimiento de un deber legal cualificado» del que habla el Tribunal Supremo. A ello creemos que conduce, además, la interpretación del derecho positivo conforme con la directiva, aunque el legislador haya decidido expresamente no modificar el derecho vigente en esta concreta materia al incorporar la Directiva 1023/2019 (LA LEY 11089/2019).

¿Y qué ocurrirá en su día cuando se apruebe la propuesta de directiva del Parlamento Europeo y del Consejo de 7 de diciembre de 2022, relativa a la armonización de determinados aspectos de la legislación en materia de insolvencia (en adelante, «la propuesta de directiva»)?

De la cuestión se ocupa, con algo más de detalle que la Directiva 1023/2019 (LA LEY 11089/2019), el título V de la propuesta de directiva (arts. 36 y 37). El primero de ellos, en un lenguaje que nos resulta muy cercano, señala lo siguiente:

«Los Estados miembros velarán por que, cuando una entidad jurídica se convierta en insolvente, sus administradores estén obligados a presentar una solicitud de apertura de un procedimiento de insolvencia ante el órgano jurisdiccional a más tardar tres meses después de que los administradores hayan tenido conocimiento o quepa razonablemente esperar que hayan tenido conocimiento de que la entidad jurídica es insolvente».

Por su parte, el artículo 37 («Responsabilidad civil de los administradores») establece:

1. Los Estados miembros velarán por que los administradores de la entidad jurídica insolvente sean responsables de los daños sufridos por los acreedores como consecuencia del incumplimiento de la obligación establecida en el artículo 36.

2. El apartado 1 se entenderá sin perjuicio de las normas nacionales sobre responsabilidad civil por el incumplimiento de la obligación de los administradores de presentar una solicitud de apertura de un procedimiento de insolvencia, tal como se establece en el artículo 36, que sean más estrictas para con los administradores.

A partir de estos mimbres, la pregunta que nos hacemos es si cabe esperar grandes cambios respecto de lo que ya tenemos cuando se proceda a la incorporación de una futura directiva. A nuestro modo de ver, la respuesta ha de ser claramente negativa. De hecho, bien podría decirse que resulta casi más «rupturista» lo que se contiene en el artículo 19 de la Directiva 1023/2019 (LA LEY 11089/2019), sin que esto haya exigido según el legislador, hacer cambio alguno, pues implícitamente ya constaba en el derecho vigente. Con mayor razón sucede con los artículos 36 y 37 de la propuesta. Veámoslo.

A diferencia del artículo 19 de la directiva, el artículo 36 de la propuesta parte de la insolvencia (actual) de la sociedad y del momento en que los administradores tuvieron constancia o «conocimiento» (o debieran razonablemente haber tenido constancia) de dicha insolvencia. En suma, exactamente lo mismo que nos dice el art. 5 del TRLC (aunque la traducción en este punto lo enturbie un poco frente a la versión inglesa). Lo único en que difiere la norma proyectada es que el plazo de reacción que otorga a los administradores es de tres meses (y no dos, como el art. 5 TRLC). En consecuencia, y como vemos, el derecho español sería más estricto que el mínimo que impone la norma comunitaria proyectada, por lo que en este punto estaríamos perfectamente alineados.

Algo más de dudas podrían generarse a primera vista en lo que hace a las consecuencias del incumplimiento del referido deber (de lo que se ocupa el art. 37 de la propuesta).

Es cierto que en el Derecho vigente ya se cuenta con la posibilidad (muy real) de que el retraso en la solicitud del concurso pueda conllevar la calificación del concurso como culpable (art. 441.1º TRLC), y la consiguiente responsabilidad por el déficit concursal (art. 456 TRLC) (por más que esto deba matizarse, pues sólo en los casos de concursos con liquidación podría llegarse a condenar por esta vía), a través de la cual podrían teóricamente resarcirse los acreedores de esos daños que les ocasiona el retraso en la solicitud de concurso.

El problema —y lo que en una primera lectura podría darnos a entender que el derecho español no está en plena sintonía con la propuesta de directiva— es que desde la reforma operada en la Ley Concursal en el año 2014, al «causalizarse» esa responsabilidad por el déficit, en casos de calificación exclusivamente por retraso habría que acreditar en qué concreta medida ese retraso ha agravado la insolvencia y sólo en dicha medida se le podrá condenar al administrador.

¿Pero entra ello en conflicto con el artículo 37 de la propuesta? Entendemos que no: lo que el artículo 37 nos dice es que los EM garantizarán que los administradores de las personas jurídicas insolventes serán responsables de los «daños y perjuicios sufridos por los acreedores como consecuencia de su incumplimiento del deber que le impone el art. 36».

Y, si bien se mira, esos daños y perjuicios, en el contexto en que nos encontramos, no pueden ser otros que tener que soportar que, por culpa del retraso en la solicitud del concurso se hayan sumado más créditos al concurso y sean más para «repartir la tarta». Nada más. Por lo tanto, la interpretación que actualmente se da a la responsabilidad por el déficit concursal creemos que es perfectamente acorde con el texto y espíritu de la propuesta de directiva.

En suma, consideramos que el derecho español suministra herramientas más que suficientes para reprimir conductas patológicas, salvo que queramos directamente, convertir a los administradores societarios en una suerte de avalistas o garantes de las deudas sociales. Esto es algo que se ha encargado de recalcar hasta la saciedad el TS (a nuestro juicio, de manera muy procedente) en casos de ejercicio de la acción individual de responsabilidad contra los administradores por deudas impagadas de ésta, a través de la exigencia de un plus probatorio notable. Ello, unido a la responsabilidad por el déficit concursal en casos de retraso en el solicitud del concurso, apreciamos que hacen que pueda defenderse que el ordenamiento jurídico español cumple sobradamente con el contenido de los artículos 36 y 37 de la propuesta de propuesta de directiva, sin que exija una modificación legal ad hoc.

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