Cargando. Por favor, espere

Portada

«La pluma es la lengua del alma; cuales fueren los conceptos que en ella se engendraron, tales serán sus escritos».

Miguel de Cervantes Saavedra en «El Quijote».

Sirvan estas páginas como una suerte de carta abierta, de aquellas que se cruzaban Paul Auster y J.M. Coetzee, sin apenas conocerse en persona —evítese caer en comparaciones literarias—, o como aquellas conversaciones entre Quijote y Sancho, solo que en este caso, destinatario y remitente, coinciden en la misma persona (ahora más Sancho que Quijote) —o al menos bajo el mismo nombre— quince años después de empezar su Tesis sobre «La tutela procesal del Derecho de la competencia: De la aplicación de oficio a la aplicación a instancia de parte». Nótese también que la naturaleza de dichas páginas responde quizá más a una fórmula narrativa que académica, y desde una reflexión o entonación, más personal —si se me permite, con motivo de este décimo aniversario que ahora celebramos de la revista La Ley Mercantil—, donde las pequeñas dosis de realidad que acompañan al texto permiten dotar al lector de una visión un poco más humana como la propia que subyace detrás de cada autor —algo que todavía nos permite diferenciarnos de la Inteligencia Artificial—, y donde se intenta poner de relieve ese necesario carácter interdisciplinar, con el que La Ley Mercantil ha logrado, como subraya el Profesor Girón Tena, «superar los rígidos moldes de los planes de estudio universitarios para situar la mercantilidad en el contexto de una concepción amplia del Derecho económico y poniéndola a su vez en relación con otros ámbitos o áreas jurídicas a partir del marco constitucional económico».

I. Prefacio

Corría el año 2009, cuando tropecé por primera vez con aquél gigante, el ahora archiconocido Private enforcement del Derecho de la Competencia: un sugerente e inspirador informe Ashurst me abría todo un campo de posibilidades cuando, a propósito de una Beca de Formación de Personal Investigador (FPI), me empeciné con su estudio. Y no desde una perspectiva unilateralmente mercantil, sino más bien —y sobre todo— profundamente procesal. Para ello tomé como directrices el sistema antitrust made in U.S.A, el panorama normativo europeo (como es sabido, los predecesores de los artículos 101 (LA LEY 6/1957) y 102 del TFUE (LA LEY 6/1957) y su Reglamento (CE) 1/2003 (LA LEY 14271/2002)), las visionarias resoluciones del alto tribunal Europeo así como las pretensiones del libro verde y el libro blanco de la Comisión Europea (CE) donde se subrayaban muchos de los obstáculos procesales existentes en cada Estado miembro, los cuales impedían implementar las acciones de daños por incumplimiento de las normas de Derecho de la Competencia. Todo ello, claro es, desde un prisma o enfoque: el nacional español —o lo que es lo mismo, desde la inexistencia de normas procesales específicas para iniciar este tipo de acciones en sede judicial—. Y es que, ese «derecho a ser resarcido» por los daños producidos por un ilícito anticompetitivo implicaba todo tipo de vicisitudes procesales que podían suscitarse en torno a la tutela judicial impetrada a instancia del justiciable: La controvertida competencia judicial, el objeto del proceso y su tipología de pretensiones ejercitables, la acumulación objetiva de acciones propiamente civiles y mercantiles, la legitimación activa ordinaria —en el cuestionado caso de los consumidores— y en especial, la colectiva en caso de intereses difusos, la prueba, la figura del amicus curiae, y la interacción y vinculación de sus dos vías de tutela —la administrativa y la judicial— con aquella suerte —con permiso de la expresión— de prejudicialidad administrativa que vinculaba y hacía depender la resolución judicial a la administrativa suponiendo una verdadera «barrera de entrada» a la interposición de acciones por daños en sede judicial.

Aquella Tesis no fue fácil de articular ni de cerrar. Gravitar, con la profundidad que se merece, entre dos estadios o disciplinas, la mercantil y la procesal —sin contar con los múltiples matices de Derecho internacional privado que salpicaban obligatoriamente todo el estudio— entrañaba ciertos riesgos, sobre todo —y que me perdonen— cuando la Universidad no era muy partidaria de aquella multidisciplinariedad, aún a pesar de la riqueza y la practicidad que suponía interpretar nuestro marco jurídico como un todo y desde la transversalidad, algo que sin embargo si ha sabido poner en valor La Ley Mercantil, apostando por ese espíritu interdisciplinar que le caracteriza, y que celebro, ya que ha permitido que autores como yo, de naturaleza dividida, publiquen sus reflexiones, muchas veces más procesales que mercantiles —y viceversa—. Y es que la vida está hecha para los valientes, o eso dicen, y está claro que en mi caso no era valentía sino más bien osadía, propia de la inocencia y la curiosidad de aquella becaria de 23 años que desprendía ganas —y que hoy en día, a pesar de volverse un poco Sancho, nunca le faltan—. Tengo presente aquella frase de una de mis codirectoras, la profesora LOIS CABALLÉ, cuando, revisando mis páginas, exclamaba en sentido figurado que me pusiera «tacones para escribir» y aún, a día de hoy, los llevo puestos —nótese la metáfora—. También tengo presente otra del profesor GONZALEZ CASTILLA que suponía todo un reto a la exigencia: «escríbelo tantas veces como sean necesarias hasta que encuentres la forma (más) definitiva de transmitirlo».

Por aquel entonces, tuve la suerte de cruzarme con una de esas grandes voces del Derecho Procesal, como MONTERO AROCA, que reflexionaba en alta voz por los pasillos sobre la gran diferencia (casi divina) entre «proceso y procedimiento», en cuanto a la presencia de un tercero, el juez, y preguntándonos, metafóricamente, si la vida era un proceso o un procedimiento.

Fue en aquella época, de dedicación exclusiva a la investigación y a la profesionalización de mi vocación como docente, cuando hice mía aquella frase de John Lennon que sonaba como un mantra, aunque con alguna modificación: «la vida es eso que va sucediendo mientras…» intentas acabar una tesis —añadí—. Y es que, como en todo, en ese devenir de acontecimientos que es la vida, toca afrontar, entre muchas otras cosas, la muerte de un familiar. El 31 de diciembre de 2012 perdía a una de las personas más importantes de mi vida, mi abuelo, quien, junto a mi «santa» madre, me ayudó (y me soportó) en el proceso, y sin embargo no pudo disfrutarme en el resultado. A él sigo dedicándole mi estudio.

Más de una década ha pasado y mucho se ha escrito ya sobre el tema desde aquel 15 de julio de 2013 —fecha en la que defendía mi tesis—. En mi caso, dos monografías y no más de 19 publicaciones sobre este monotema, siendo siete los artículos publicados en la Revista que este año celebramos sin incluir el presente—. Y es que la tutela judicial del Derecho de la Competencia pasó «del mito a la realidad» —«el mito es el representante de un mundo distinto al nuestro. Si el nuestro es real, el mundo mítico nos parecerá irreal», decía ORTEGA Y GASSET, en sus Meditaciones sobre El Quijote—. Y volviéndose el mito realidad, despertóse todo un movimiento doctrinal que apostaba fuertemente por esta especialidad, y su estudio se puso «de moda» casi como un trend. Pero yo soy de las que sigue pensando que el principio de novedad tiene algo de mérito, quizá porque ya soy de la era A.D. (Antes de la Directiva) y por la osadía que entraña tener que cerrar una tesis, precisamente, en vísperas de la publicación de aquella Directiva 2014/104/UE (LA LEY 18555/2014) relativa a determinadas normas por las que se rigen las acciones por daños. Una Directiva que lo cambiaría todo, pero con la que corroboraría después, con alivio, que mis pronósticos no eran tan descabellados, sino más bien certeros —produciéndose entonces la epifanía: «Oh innoble servidumbre de amar seres humanos, y la más innoble que es amarse a sí mismo» (Gil de Biedma «contra Jaime Gil de Biedma» en «Las Personas del verbo»).

La Directiva de Daños llegó para reconocer expresamente, y a nivel supranacional, ese anhelado «derecho a ser reparado» —tal y como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (en adelante, el TJUE) proclamaba en sus ya legendarias resoluciones Courage contra Crehan o Manfredi — y acompañarlo de los instrumentos procesales necesarios para su materialización. Nacía pues una verdadera tutela judicial del Derecho de la Competencia, la que posibilitaba el ejercicio por los particulares de acciones judiciales civiles fundadas en la vulneración de las normas de Derecho de la Competencia, y que podía trascender más allá de la vía administrativa. Esta vez se legislaba desde la necesidad de optimizar las condiciones procesales para que el alicaído private enforcement pudiera implantarse en todos los Estados Miembros por igual, o lo que es lo mismo «una armonización procesal» en toda regla —como sugería el profesor ALFARO, sin dejar opción a que la propia competencia procesal entre los diferentes Estados se «autorregulara»—, y dirigiendo todas sus medidas a estandarizar las condiciones para ejercer el derecho de acción de una manera uniforme —y viable— en los distintos Estados de la Unión.

Mucho ha llovido desde entonces y la eliminación de barreras procesales ha tenido como consecuencia, como ya es sabido, ese conocido «efecto marea» de acciones de daños. Un fenómeno que ha permitido abrir y desarrollar, ahora sí, desde la propia práctica de los tribunales, nuevos debates y reflexiones que entrecruzan cuestiones de política económica ya no desde la teoría sino desde su ejercicio en masa, como las relativas a la imputabilidad del daño en el marco de la culpabilidad o responsabilidad de las empresas desde la teoría de la unidad económica —un tema trabajado con extrema profundidad científica y también desde la pericia y practicidad judicial por PASTOR MARTINEZ—, así como las dificultades que siguen planteándose en materia de cuantificación de los daños que oscilan entre la sobrecompensación y la infracompensación, o la extraña relación (que sigue siendo) de preeminencia entre la vía administrativa y la judicial. No obstante, y como subrayo, siendo muchas las cuestiones que hoy en día se plantean, son para mí, sobre todo dos, las que, echando la vista atrás siguen estando pendientes y que, en cierta manera, una encuentra su razón de ser en la otra. Espinitas clavadas que arrastro desde aquella Tesis que pretendía abordar la aplicación privada del Derecho de la Competencia desde la observancia de su «inexistencia» normativa y su «inaplicación» en sede judicial.

II. Consumidores y class actions en derecho de la competencia: lo que el viento se llevó

Recuerdo perfectamente aquella «Public hearing on Collective Redress» celebrada por la Comisión Europea (CE), aquel 5 de abril de 2011, a la que tuve el enorme placer de asistir en Bruselas —ya que me encontraba realizando una estancia de investigación en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad Libre de Bruselas (ULB)—. También recuerdo, por desgracia, el sabor de un café con sal, que jamás olvidaré, cuando confundí por error un sobre de sal con un sobre de azúcar, por aquello de hacer las cosas «deprisa y corriendo» mientras, trataba de encontrar la sala donde se celebraba el acto.

Aquél día parecía que la armonización de los recursos colectivos en los Estados miembros estaba más cerca que nunca. La CE hacía hincapié en la necesidad de proteger al consumidor dotándolo de las herramientas colectivas suficientes con las que emprender su batalla en materia anticoncurrencial. Es cierto que la CE siempre ha tratado de situar los intereses de los consumidores en el centro de su política de competencia, si bien la legitimación ordinaria del consumidor (o comprador indirecto) ha sido cuestionada, y su legitimación extraordinaria más que cuestionable, ha sido y es, no solo ineficiente sino inviable. Y las razones prácticas devienen obvias. Si los consumidores parten de la ausencia de un apoyo normativo especifico y siendo el perjuicio económico, en la mayoría de ocasiones, superado por el gasto que supone iniciar un proceso civil, el resultado es una tutela judicial insuficiente y una protección inadecuada de una determinada clase de derechos e intereses legítimos que hoy por hoy constituye un importante componente de la estructura social y de la estructura del mercado.

La tutela judicial de los consumidores como víctimas potenciales del ilícito antitrust ha sido una de las cuestiones más discutidas —más en Europa que en Estados Unidos, donde los casos de intereses de grupo se publicitan hasta en televisión—. Desde un punto de vista estrictamente teórico quizás entre las razones que hayan impedido otorgarle un papel activo como titular de la posición jurídica violada se incluyen, desde la perspectiva material, la concepción restrictiva que se había mantenido hasta ahora respecto del ámbito subjetivo de aplicación del Derecho de la competencia, que protegía directamente a las empresas competidoras e indirectamente a los consumidores en tanto en cuanto resultaban mínimamente perjudicados económicamente y, desde la perspectiva procesal, la propia concepción individualista de las relaciones entre los sujetos que componen la sociedad y que, salvo normativa especial, el régimen general dejaba ciertamente desprotegido al consumidor que velaba por sus intereses individualmente.

Sin duda este era un tema que quería abordar con profundidad en mi tesis y GASCÓN INCHAUSTI fue uno de los autores que más me inspiró para hacerlo. Todavía sigo revisando con anhelo su pionero estudio sobre las class actions y sus modalidades en aquel cuaderno de 2010 acerca de la «Tutela Judicial de los consumidores y transacciones colectivas» —subrayado y lleno de anotaciones a lápiz en los márgenes—.

Posteriormente, allá por el 2012, a la luz de la iniciativa de la Comisión, bajo la rúbrica «Hacia un planteamiento europeo coherente del recurso colectivo», todo parecía indicar que el planteamiento de un recurso colectivo en el marco de las reclamaciones por daños y perjuicios por infracciones de Derecho de la Competencia era una realidad inminente, siempre y cuando se contemplaran determinadas limitaciones o, si se quiere, salvedades. Entre ellas, la prohibición de financiación de las acciones de representación por terceras partes —para evitar que las demandas se conviertan en un «negocio»—, la elaboración de criterios que permitieran una reducción de las multas u otras sanciones públicas tras la concesión de indemnizaciones, de modo que no se impongan cargas económicas excesivas al demandado, que el recurso colectivo siguiera la modalidad «opt-in», en el que las víctimas son identificadas claramente y toman parte en el procedimiento solo si indican expresamente su voluntad de hacerlo, a fin de evitar posibles abusos; y, por último, aunque sin duda se trata de una de las cuestiones más importantes, que se planteara la posibilidad de que las demandas representativas se presentarán únicamente después de que una autoridad o tribunal competente, europeo o nacional, haya declarado la existencia de una infracción del Derecho de la UE y no quepa recurso, con arreglo al Derecho nacional, contra esta decisión (follow-on).

En la actualidad, y transcurriendo casi una década desde aquella «public hearing» en sede europea, la Directiva (UE) 2020/1828 (LA LEY 23718/2020) del Parlamento Europeo y del Consejorelativa a las acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores llega para su transposición en los respectivos sistemas internos de los Estados miembros con la consecuente armonización de los recursos procesales colectivos de cada Estado. Y su transposición nacional suscitaba, entre otras cuestiones, la que para mí, como ya apuntaba en mi tesis, implicaba más trascendencia procesal, económica y social: la relativa a la fórmula articulada por los Estados miembros para regular la citada acción colectiva, ya fuera mediante la técnica opt-in o la opt-out, con todo lo que cada modalidad entraña — en función de si sus miembros optan o no por incluirse, como dice GASCÓN, «tanto para la bueno como para lo malo»—, si bien sólo en el caso de que se traten de acciones transfronterizas la Directiva impone la modalidad opt-in, —que exige, no se olvide, la voluntad expresa del sujeto para ser o no considerado como un miembro del grupo para que, en su virtud, quede vinculado por la resolución que ponga fin al proceso—. ¿Serán estas medidas suficientes e idóneas para impulsar las acciones de daños promovidas por los intereses colectivos —y, en consecuencia, por los consumidores-? La respuesta, en relación a los procesos colectivos en materia de daños por infracciones en Derecho de la Competencia, es desde luego, y a mi pesar, negativa. Y es que la norma solo será aplicable, en principio, a las infracciones de las disposiciones del Derecho de la Unión que se recogen en su anexo I, incluidas las disposiciones de transposición al Derecho interno de aquellas, que perjudiquen o puedan perjudicar los intereses colectivos de los consumidores, entre las cuales no se encuentra la Directiva de Daños 2014/104/CE, por lo que entendemos que esta nueva fórmula contemplada no sería aplicable a los procesos colectivos iniciados por los consumidores en esta materia, habiéndose perdido, en nuestra opinión, una ocasión inmejorable para promover e incentivar, por fin, los procesos de Daños a instancia de los consumidores, siguiendo la estela estadounidense. Así las cosas, «las palabras, una vez más, se las llevó el viento» dejando al consumidor fuera de juego, procesalmente hablando, a la hora de reclamar daños y perjuicios de forma colectiva en este ámbito.

En cuanto a las razones político-económicas que han llevado al Legislador europeo a tomar esta decisión se intuyen algunas, que ya se han mencionado más arriba: ese temor a la financiación de las acciones de representación por terceras partes, o la difícil ecuación que pretendía imponer que las demandas representativas se presentarán únicamente después de que una autoridad o tribunal competente, europeo o nacional, hubiera declarado la existencia de una infracción del Derecho de la UE —lo que supondría sin duda todo un paso atrás—. Y de otras posibles razones no hablo porque las desconozco, como tantas otras cosas (A veces, inmerso en sus libros, le venía a la cabeza la conciencia de todo lo que no sabía, de todo lo que no había leído y la serenidad con la que trabajaba se hacía trizas cuando caía en la cuenta del poco tiempo que tenía en la vida para leer tantas cosas, para aprender todo lo que tenía que saber, John Williams, en «Stoner»).

Lo que sí es sabido es que conjugar «consumidor», «acciones colectivas» y «Derecho de la Competencia» no parece ser tarea fácil y que, más de una década después, sigue siendo un capítulo pendiente, un reto o casi un tema tabú, para el Legislador europeo.

Scroll