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Al formular las leyes, es preferibles hacerlas inequívocas y fijas, de manera que la gente las entienda

Han Feizi

No está de más citar a grandes pensadores de la antigüedad, aunque se podría objetar que no es necesario citar a un filósofo chino de hace más de dos mil años para sostener que el ordenamiento jurídico debería ser lo más claro y preciso posible. Aplicando nuestros valores y principios esa exigencia deriva, especialmente, del principio de seguridad jurídica, y se ha reclamado desde otras ópticas, llegando a afirmarse que no es posible el imperio de la ley si el ciudadano no puede respetar la ley por no poder conocer adecuadamente su significado (2) .

A los argumentos basados en principios puede añadirse un argumento práctico: la claridad de las leyes es conveniente para reducir el número de controversias que pueden plantearse ante los tribunales, pues es obvio que unas normas confusas o incoherentes generarán una mayor cantidad de conflictos que unas normas claras y coherentes.

Por otra parte, y desde una perspectiva puramente económica, existen ya amplios y muy interesantes estudios sobre el coste económico del mal funcionamiento de la administración de justicia (3) , así como del exceso de complejidad de las normas (4) . Todo ello es trasladable al problema que generan los errores en el contenido de las normas, puesto que en definitiva tanto el exceso de normas como su falta de coherencia o claridad tienen la misma consecuencia en lo que aquí nos interesa: la inseguridad jurídica.

El principio de seguridad jurídica está reconocido, entre otros textos legales, en el art. 9.3 de la Constitución española (LA LEY 2500/1978). Y se vulnera tal principio cuando el ciudadano no puede saber qué normas le pueden ser aplicadas, o qué consecuencias se pueden derivar de esas normas. Como se dice sintéticamente en la Sentencia del Tribunal Constitucional n.o 168/2023 (LA LEY 322785/2023), de 22 de noviembre:

«Este tribunal ha tenido la ocasión de pronunciarse en reiteradas ocasiones sobre dicho principio previsto en el art. 9.3 CE (LA LEY 2500/1978), el cual ha de entenderse como "la certeza sobre la regulación jurídica aplicable" (SSTC 248/2007, de 13 de diciembre (LA LEY 202040/2007), FJ 5, y 29/2015, de 19 de febrero (LA LEY 14769/2015), FJ 5) así como "la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho" (STC 36/1991, de 14 de febrero (LA LEY 1653-TC/1991), FJ 5). Estas exigencias, como advertimos en la STC 234/2012, de 13 de diciembre (LA LEY 205186/2012), FJ 8, son "consustanciales al Estado de Derecho y […] por lo mismo, han de ser escrupulosamente respetadas por las actuaciones de los poderes públicos, incluido el propio legislador. Es más, sin seguridad jurídica no hay Estado de Derecho digno de ese nombre. Es la razonable previsión de las consecuencias jurídicas de las conductas, de acuerdo con el ordenamiento y su aplicación por los tribunales, la que permite a los ciudadanos gozar de una tranquila convivencia y garantiza la paz social y el desarrollo económico"».

Hasta tal punto es importante y exigible la seguridad jurídica que nuestro Tribunal Constitucional ha proclamado que la incerteza sobre el significado de una norma puede hacer que sea inconstitucional; una reciente exposición de esta cuestión se encuentra en la Sentencia del Tribunal Constitucional n.o 90/2022 (LA LEY 144912/2022), de 30 de junio, de la que me permito extraer el siguiente párrafo:

«Ahora bien, dependiendo del alcance de la ausencia, o de la intensidad de la laguna o carencia, el juicio de constitucionalidad puede decantarse en otro sentido. Si las omisiones "produjeran confusión o dudas que generaran en sus destinatarios una incertidumbre razonablemente insuperable acerca de la conducta exigible para su cumplimiento o sobre la previsibilidad de sus efectos, podría concluirse que la norma en cuestión infringe el principio de seguridad jurídica" (STC 150/1990 (LA LEY 59210-JF/0000), FJ 8). En este caso, el grado de indeterminación alcanzado sería constitucionalmente intolerable, pues haría imposible concebir el Derecho como una razón distinguible de la voluntad del poder público que debe aplicarlo, de suerte que la vaguedad de la norma haría zozobrar el principio mismo de "imperio de la Ley". Y por otra parte, tampoco estos casos podrían salvarse mediante una interpretación que suponga "la reconstrucción de la norma no explicitada debidamente en el texto legal y, por ende, la creación de una norma nueva, con la consiguiente asunción por el Tribunal Constitucional de una función de legislador positivo que institucionalmente no le corresponde" (SSTC 45/1989, de 20 de febrero (LA LEY 116976-NS/0000), FJ 11; 96/1996, de 30 de mayo (LA LEY 7807/1996), FJ 22; 235/1999, de 20 de diciembre, FJ 13; 194/2000, de 19 de julio (LA LEY 9849/2000), FJ 4; 184/2003, de 23 de octubre (LA LEY 2955/2003), FJ 7, y 273/2005, de 27 de octubre (LA LEY 1947/2005), FJ 8)».

El estudio de cómo deberían ser las normas (y, en particular, cómo deberían elaborarse) ha sido objeto de una atención creciente en la doctrina, ya muy abundante, y no faltan documentos oficiales que marcan pautas de técnica legislativa mediante directrices, instrucciones, decretos, manuales, etc. Es una materia cuya importancia se corrobora al observar que, desde aquel primer tratado de Gaetano Filangieri en el siglo XVIII (5) , ha sido abordada por ilustres juristas y pensadores como Jeremy Bentham o Montesquieu.

Mi pretensión es mucho más simple. Me limito a poner de relieve que hay en nuestro ordenamiento jurídico defectos evidentes que podrían solucionarse fácilmente. Prescindo de postular la reforma en cuestiones que, por sus connotaciones políticas o éticas, dan lugar a debates que dificultan en gran medida el establecimiento de una legislación más adecuada (por ejemplo, como todos sabemos, la regulación del derecho de huelga, o la reforma de la legislación electoral). Más allá de esas cuestiones controvertidas o técnicamente complejas existe lo que podríamos llamar errores legislativos evidentes, cuya corrección no tiene por qué ser complicada.

Hay normas que perviven durante más de un siglo con claros errores, o con dudas de interpretación nunca despejadas por los muchos legisladores que se han ido sucediendo

No deja de ser sorprendente que un legislador tan activo y productivo como el que tenemos desde hace ya tiempo no dedique un poco de atención a lo que sería una tarea fácil y útil. Esto parece ser un defecto muy antiguo. Hay normas que perviven durante más de un siglo con claros errores, o con dudas de interpretación nunca despejadas por los muchos legisladores que se han ido sucediendo. Otras veces se trata de normas recientes, cuya promulgación ha generado inmediatamente muchas dudas, debates, y situaciones indeseables (por ejemplo, el art. 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), caso paradigmático porque sí fue objeto de una reforma reciente pero, incomprensiblemente, en esa reforma se obviaron algunas de las dudas más importantes que venían y vienen generando importantes problemas de aplicación (6) ). Sería bueno que existiera un organismo, departamento o persona que se dedicara a recoger las quejas y sugerencias de los operadores jurídicos sobre normas necesitadas de una reforma sencilla.

Como muestra de esas deficiencias simples que habría que solucionar, voy a realizar una rápida exposición referida a la parte de nuestro derecho que mejor conozco, que es la relativa al derecho penal y derecho procesal penal. Creo que esta exposición servirá para poner de manifiesto a qué clase de deficiencias legales me refiero; ninguna de ellas sería difícil de solucionar, ni daría lugar a polémicas que el legislador pueda preferir evitar o relegar frente a otras cuestiones que considere más importantes.

I. Normas derogadas tácitamente

No es raro encontrar, en nuestro ordenamiento jurídico, normas que no han sido expresamente derogadas pero ya no son aplicables porque una norma posterior las contradice. Inducen a error a quien no sea un jurista experto en la materia. Algunas de esas normas son completamente inanes (por ejemplo, las numerosas referencias a los jueces municipales en la LECrim (LA LEY 1/1882)), pero otras pueden confundir a quien las lea.

Por ejemplo, según el art. 4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) existiría una prejudicialidad que obligaría a suspender el procedimiento penal cuando sea necesario resolver una cuestión civil o administrativa; esta regulación quedó superada por el art. 10.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), y así lo ha reconocido la jurisprudencia (7) .

Según el art. 496 LECrim (LA LEY 1/1882), la duración máxima de la detención es de veinticuatro horas. Durante años se discutió el encaje de este precepto con el art. 17.2 de la Constitución (LA LEY 2500/1978), según el cual el plazo máximo de detención es de setenta y dos horas; actualmente no puede haber dudas, porque el art. 520.1 LECrim (LA LEY 1/1882), reformado en el año 2015, recoge el plazo de setenta y dos horas, y al ser mucho más reciente que el art. 496 ha de entenderse que este último está tácitamente derogado.

Según el art. 383 LECrim. (LA LEY 1/1882), cuando el investigado tuviera perturbadas sus facultades mentales se debería suspender el procedimiento y aplicar las medidas de seguridad previstas en el Código Penal; pero el Código Penal actual solamente permite aplicar esas medidas si se establecen en sentencia, tras celebración de juicio, por lo que hay que entender que no es posible aplicarlas sin juicio previo (8) . La actuación del juez instructor frente a un investigado que presenta signos (o hay evidencias) de trastorno mental, o la actuación del tribunal sentenciador que absuelve al acusado con base en trastorno mental pero aprecia peligrosidad en el sujeto, es problemática y exige una reforma; no es de recibo que, en ocasiones, se tenga que acordar la prisión provisional por falta de previsión legal de medidas cautelares adecuadas, sobre todo si tenemos en cuenta que el Tribunal Constitucional ya ha dicho que esa práctica no es correcta y ha instado al legislador a poner solución a este grave problema (9) . Es verdad que establecer una regulación completa en esta materia puede ser complejo, y escaparía de lo que en este trabajo se expone, pero sería sencilla una solución provisional consistente en reproducir en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), como medida cautelar, la previsión de internamiento del art. 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000).

Al hilo de la mención a la (defectuosa) regulación de lo que debe hacerse cuando el investigado tenga perturbadas sus facultades mentales, puede traerse a colación la conveniencia de derogar expresamente aquellas normas que no se deben aplicar por ser contrarias a la Constitución. Por ejemplo, del art. 782.1 LECrim (LA LEY 1/1882) parece desprenderse que, en el procedimiento abreviado, si el imputado tiene alteradas sus facultades mentales y ya las tenía en el momento de realizar el hecho, debería continuar el proceso y celebrarse el juicio para imponer una medida de seguridad; pero es inadmisible que se celebre un juicio penal contra una persona que no está en condiciones de defenderse.

Según los arts. 741 (LA LEY 1/1882) y 973.1 LECrim (LA LEY 1/1882) el juez, al dictar sentencia, podría calificar los hechos según el «libre arbitrio que para la calificación del delito o para la imposición de la pena le otorga el Código Penal». Aparte de que el Código Penal no otorga, desde hace mucho tiempo, libre arbitrio al juez para calificar el delito, esa idea de libre arbitrio es incompatible con el principio acusatorio, y mucho más actualmente tras la STJUE (Sala 4ª) de 9 de noviembre de 2023 (LA LEY 279342/2023) (caso BK; asunto C-175/22).

Al hilo del principio acusatorio, resulta que el art. 733 LECrim (LA LEY 1/1882) permite al tribunal, en lo que se conoce como «tesis de desvinculación», proponer a las partes una calificación o la aplicación de una circunstancia eximente que las partes no han mencionado; pero se excluyen expresamente las circunstancias atenuantes y agravantes y la participación de cada acusado en el delito. El Tribunal Constitucional, en Sentencia n.o 205/1989 (LA LEY 1399-TC/1990), de 11 de diciembre, invoca el principio acusatorio y afirma que sin utilización del art. 733 LECrim (LA LEY 1/1882) el tribunal no puede aplicar una agravante no solicitada, y parece decir que el tribunal debió haber aplicado la tesis. La situación, con todo ello, no es clara. ¿No rigen, entonces, las limitaciones a la tesis aunque la ley las siga estableciendo? ¿Es aceptable esta conclusión, que viene a derogar unas limitaciones legales y crea unas facultades del tribunal contra los intereses del acusado? Sería conveniente que el legislador lo aclarase.

Según el último párrafo del art. 212 LECrim (LA LEY 1/1882), el plazo para interponer un recurso de apelación contra la sentencia dictada en juicio de faltas (denominación ya obsoleta) sería de un solo día. Pero el art. 976.1 LECrim (LA LEY 1/1882), más reciente, dice que el plazo es de cinco días, con lo que se entiende que quedó derogado el del art. 212 LECrim. (LA LEY 1/1882)

El art. 220 LECrim (LA LEY 1/1882), refiriéndose a los recursos contra resoluciones dictadas durante la instrucción, v dice que: «Será Tribunal competente para conocer del recurso de apelación aquel a quien correspondiese el conocimiento de la causa en juicio oral». Pues no. Los juristas (españoles) sabemos que no es así, pero convendría derogar expresamente esta disposición.

La Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) contiene una extensa regulación de las funciones de los médicos forenses, pero hemos de entender que gran parte esas normas han quedado derogadas por otras normas posteriores y dispersas, enumeradas en el preámbulo del Real Decreto 144/2023, de 28 de febrero (LA LEY 2338/2023).

Por último, la actualidad más candente nos proporciona otro ejemplo. En el debate sobre la constitucionalidad de la ley de amnistía (LA LEY 13393/2024) se invoca, como argumento favorable, que el art. 666 LECrim (LA LEY 1/1882) menciona la amnistía. Si el legislador fuese cuidadoso en la derogación de aquellas normas que ya no están vigentes, la mención a la amnistía en una norma que no ha sido derogada sería un poderoso argumento; pero, por todo lo que acabamos de ver, hay que admitir la posibilidad de que se trate de un precepto que había devenido inaplicable aunque formalmente siga constando en una ley.

II. Errores materiales o de otro tipo reconocidos sin discusión

En algunas normas encontramos pronunciamientos erróneos tan claros que, sin discusión, en la práctica tales normas se aplican de manera distinta a lo que expresa su tenor literal.

Por ejemplo, el art. 80.3 del Código Penal (LA LEY 3996/1995) excluye de la posibilidad de suspensión de la ejecución de las penas de prisión a los «reos habituales». Es pacífico entender, en la práctica, que el concepto de reo habitual está definido en el art. 94 del mismo Código, pero lo cierto es que el art. 94 empieza diciendo «A los efectos previstos en la sección 2.ª de este capítulo, …», y el art. 80.3 no está en la Sección 2ª sino en la 1ª (en realidad, en la Sección 2ª no se dice nada sobre reos habituales).

A veces es la jurisprudencia la que considera que hay en la ley un error material. Por ejemplo, el Tribunal Supremo nos advierte de que, aunque el art. 198 del Código Penal (LA LEY 3996/1995) diga «en el artículo anterior», en realidad hemos de entender que se refiere al art. 197 y no al estrictamente anterior, que es el 197 quinquies (10) .

III. Normas que no se aplican, ni deben aplicarse, por haber quedado desfasadas

Algunas normas no han sido derogadas expresa ni tácitamente, pero no se aplican porque están completamente anticuadas. Es una no-aplicación que no tiene justificación legal; no puede ampararse en una interpretación conforme a la realidad social (art. 3 del Código Civil (LA LEY 1/1889) español), porque en realidad no se trata de una interpretación sino de dejar de aplicar lo que la ley claramente dice.

Los ejemplos pueden ser numerosos. Según el art. 685 LECrim (LA LEY 1/1882) todas las personas que, en un juicio, sean interrogadas o se dirijan al tribunal, deberán estar de pie, salvo razones especiales. Según el art. 704, los testigos deben esperar «en un local a propósito» sin comunicación con otras personas. Según el art. 375 LECrim (LA LEY 1/1882), debería incorporarse al sumario la certificación de nacimiento del investigado. Según el art. 377 LECrim (LA LEY 1/1882), el juez instructor puede pedir informes sobre el investigado al alcalde o policía del lugar de residencia del investigado. Según el art. 204 LECrim (LA LEY 1/1882) los autos deberían dictarse al día siguiente de que se haya formulado una pretensión; esto es, hoy día, absolutamente irrealizable.

También ha quedado desfasada la idea de que el juez instructor deba practicar una inspección ocular cuando se haya producido un delito (art. 326 LECrim (LA LEY 1/1882)). Aun en el caso de que entendiéramos que esa tarea se puede delegar en la policía judicial, tampoco se realiza siempre una inspección ocular; ni cumple el juez instructor el mandato de describir los vestigios y consultar el parecer de peritos acerca de los robos (art. 328 LECrim (LA LEY 1/1882)).

IV. Normas que no se aplican por ser inadecuadas

Hay normas que conducen a resultados indeseables y, dado que no se trata de cuestiones de gran relevancia, en la práctica no se aplican, a veces con el aval de la jurisprudencia.

Según el art. 106.2 del Código Penal (LA LEY 3996/1995) las medidas en que se concrete la libertad vigilada se determinarán por el tribunal sentenciador tras una propuesta del juez de Vigilancia Penitenciaria. El legislador pensó que el juez de Vigilancia Penitenciaria conocería las circunstancias del penado, ya que este habrá cumplido una pena de prisión antes de que se le aplique la libertad vigilada. Pero olvidó el legislador que en bastantes casos la pena de prisión se suspende, por lo que el juez de Vigilancia Penitencia no llega a tener contacto alguno con el caso, y carece de sentido que tenga que hacer una propuesta. Tanto es así, que el Tribunal Supremo ha avalado que el tribunal sentenciador se salte ese trámite y decida sin que exista propuesta del juez de Vigilancia Penitenciaria (11) , lo que es contrario a la ley.

El art. 786.2 LECrim (LA LEY 1/1882) ordena que, en el procedimiento abreviado, el juicio empiece por la lectura de los escritos de acusación y de defensa (por cierto, ¿quién debe hacer esa lectura?, porque el Letrado de la Administración de Justicia no suele estar en el juicio). Raras veces se hace, ya que supone un tiempo ineficazmente consumido. Todavía más se incumple la previsión del art. 701 LECrim (LA LEY 1/1882), según el cual en el procedimiento ordinario, al iniciarse el juicio, alguien (como antes, no se sabe quién) debe dar cuenta de varias circunstancias, tales como el día en que se inició el sumario o si el acusado está preso.

Puede también incluirse aquí que, aunque el art. 783.3 LECrim (LA LEY 1/1882) dice que el auto de apertura de juicio oral solamente puede recurrirse en lo que se refiere a la situación personal del acusado, en la práctica muchos tribunales (incluido el Tribunal Supremo en algunas resoluciones) admiten que se recurran otras cuestiones, como las relativas a la fianza, pues no tiene lógica que no se pueda recurrir una decisión que a veces es muy gravosa para el acusado o los responsables civiles, y que a menudo se establece por primera vez en esa resolución.

El art. 496 LECrim (LA LEY 1/1882) (el mismo que dice que el plazo máximo de detención es de veinticuatro horas) ordena que quien haya detenido a una persona la ponga en libertad o la entregue «al Juez más próximo al lugar en que hubiere hecho la detención». Aparte de que es poco elegante decir que el detenido es entregado al juez, resulta que la competencia no es del juez más próximo, sino del juez del partido judicial que corresponda, que no siempre es el juez más próximo al lugar de la detención.

Y mención especial merece la regulación de la prueba pericial en la LECrim. (LA LEY 1/1882) Ni la aplican los tribunales, ni exigen las partes que se aplique.

El art. 306 LECrim (LA LEY 1/1882) es un caso paradigmático de precepto que sigue formalmente vigente, pero ni se aplica ni es concebible que se aplique. Empieza diciendo que el juez de instrucción actúa «bajo la inspección directa del Fiscal del Tribunal competente». Sigue diciendo que el juez debe remitir periódicamente testimonios a ese Fiscal (en la práctica no se hace, ni sería operativo, además de suponer una discriminación respecto a las demás partes), y que el Fiscal puede hacer observaciones. Y lo más llamativo es que este artículo se reformó en el año 2003, limitándose el legislador a añadir un párrafo final y manteniendo esas disposiciones que acabo de reseñar.

Finalmente, no puede omitirse el problema de las conformidades parciales, realmente importante y nada infrecuente. La LECrim (LA LEY 1/1882) no las permite, y así lo había dicho la jurisprudencia (12) , pero actualmente esa jurisprudencia parece haber cambiado, con matices (13) , dando así el visto bueno a una conducta claramente contraria a lo que la ley dispone.

V. Trámites procesales no previstos en la ley

En principio, no deberían producirse trámites procesales no previstos en la ley, pero en la práctica no son infrecuentes, y en algunos casos son completamente necesarios.

Así, la LECrim (LA LEY 1/1882) no prevé que, interpuesto un recurso de queja, se dé traslado a las demás partes (salvo al Ministerio Fiscal), y sin embargo en la práctica ha de hacerse, para no causar indefensión. No me resisto a cuestionar en general la subsistencia del recurso de queja, al menos en su modalidad de recurso utilizable en el procedimiento ordinario cuando no cabe apelación, pues sería más sencillo y práctico establecer un régimen de apelación similar al del procedimiento abreviado.

En el procedimiento ordinario no está previsto que, al inicio del juicio, puedan plantearse cuestiones previas. Pero es muy frecuente hacerlo, y el Tribunal Supremo lo ha confirmado (14) .

Nada se dice en nuestras leyes procesales (excepto en el ámbito militar) sobre un trámite tan importante como la liquidación de condena, mediante la que se concreta el período de tiempo durante el que se cumplirá

Nada se dice en nuestras leyes procesales (excepto en el ámbito militar) sobre un trámite tan importante como la liquidación de condena, mediante la que se concreta el período de tiempo durante el que se cumplirá la pena. Sorprende que no exista una regulación sobre un trámite que afecta de forma intensa a derechos fundamentales; convendría al menos establecer quién ha de elaborar la liquidación, si hay que dar audiencia previamente o después a las partes, qué posibilidades de impugnación caben, etc.

Tampoco hay previsión legal para aplazar el ingreso en prisión de un penado, y sin embargo se hace con frecuencia, si el penado ofrece razones que justifiquen que la pena no se empiece a cumplir inmediatamente, a pesar de que la LECrim (LA LEY 1/1882) parece ordenar que la ejecución de la pena sea inmediata tras la firmeza de la sentencia.

Por último, es destacable que la Ley del Jurado solamente parece permitir la conformidad del acusado cuando el juicio ya se ha celebrado, no antes. Pero resulta ilógico tener que constituir un Jurado y celebrar un juicio cuando ya se sabe que se va a producir una conformidad, y por ello es práctica habitual (aunque no unánime) aceptar conformidades previas a la constitución del Jurado.

VI. Normas cuya cuantía debe ser actualizada

Son muchas las normas vigentes que hacen referencia a cantidades de dinero que han quedado desfasadas, o que se expresan en pesetas.

Ejemplo de multa ridícula es la prevista en el art. 215 LECrim (LA LEY 1/1882): multa de 25 a 250 pesetas para quien no devuelva los autos que tiene en su poder. O la multa de 125 a 500 ptas. que prevé el art. 575 LECrim (LA LEY 1/1882) para quien se niegue a exhibir objetos o papeles relacionados con el proceso.

VII. Normas de dudosa interpretación

Algunas normas son de muy dudosa interpretación, y generan debates durante mucho tiempo, además de dar lugar a que en la práctica se den respuestas distintas a casos iguales, según el criterio de cada tribunal, más allá de lo inevitable, pues ya sabemos que no es posible conseguir una total unidad de criterios entre distintos tribunales. Me refiero a aquellas normas cuya oscuridad supera lo razonable, o que dejan sin resolver puntos esenciales de la regulación.

Entre estas normas destacan, al menos por mi constante experiencia, las que regulan la suspensión de la ejecución de las penas de prisión. En una materia tan importante no debería haber dudas tan complejas, y discrepancias tan notables entre tribunales. Me voy a referir solamente a tres de ellas, que creo que bastan como ejemplo, y me parece innecesario extenderme más.

En cuanto a la concesión de la suspensión, el art. 94 del Código Penal (LA LEY 3996/1995) (antes mencionado por otro error) dice que es reo habitual el que hubiera cometido tres o más delitos de los comprendidos en un mismo capítulo, en un plazo no superior a cinco años, y haya sido condenado por ello. La gran duda es: ¿entre esos tres delitos cuenta ese cuya condena se está ejecutando? ¿o han de ser tres delitos más, sin contar el que ha dado lugar a la condena que se ejecuta? No pocos penados cumplen, o no, su condena en función de que la decisión la tome un tribunal u otro, como consecuencia de algo que no es una valoración del tribunal, sino una diferencia de interpretación de la norma.

Similar problema se genera cuando el art. 86.1-a) CP (LA LEY 3996/1995) prevé la revocación de la suspensión si el penado comete un nuevo delito. Al decir «delito», ¿incluye los delitos leves? Los delitos leves son delitos, pero hay quien interpreta, razonablemente, que cuando el legislador sustituyó las faltas por delitos leves no quiso que esa nueva denominación supusiera un cambio en la regulación de la revocación de las suspensiones.

También respecto a la revocación de la suspensión se discute si es necesario que el nuevo delito haya sido objeto de condena en firme dentro del plazo de suspensión del primer delito. Aunque el Tribunal Supremo ya se ha pronunciado (15) , es una cuestión dudosa que merecería quedar clara en la ley.

Algo parecido ocurre con otra regulación que, en nuestro Código Penal, es insuficiente y afecta de manera importante en muchos procedimientos; me refiero a la cancelación de los antecedentes penales, que da lugar a muchas dudas. Si se comete un nuevo delito, ¿el plazo de cancelación del primero se cuenta desde la comisión del segundo delito o se tiene que cumplir la condena? ¿cómo se determina el plazo de cancelación si en la misma sentencia se imponen varias penas? ¿cómo se determina el plazo cuando se realiza una acumulación de condenas? ¿cómo afecta la diferencia entre la fecha del auto de suspensión de la ejecución de la pena y su notificación?

Otra importante duda en la interpretación se produce respecto a la transcripción de declaraciones efectuadas durante la instrucción del procedimiento. Cada vez es más frecuente que esas declaraciones se graben y no se transcriban. ¿Se puede exigir al Juzgado la transcripción? La controversia es extensa, y ha sido objeto de muchos pronunciamientos contradictorios, pues frente a la contundencia del art. 230 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) prohibiendo la transcripción hay numerosas normas de la LECrim (LA LEY 1/1882) que parecen decir lo contrario (suelen invocarse en ese sentido los arts. 402, 404, 405, 444, 445, 448 y 743), y la no transcripción originaría problemas insolubles en el procedimiento del Jurado.

En el mismo procedimiento del Jurado, el art. 52.1 obliga a incluir, como una de las cuestiones que se planteen para ser resueltas por el Jurado, «el hecho delictivo por el cual el acusado habrá de ser declarado culpable o no culpable». Pero el Jurado no debe (ni puede, en realidad, porque carece de los conocimientos necesarios) calificar jurídicamente el hecho; si la interpretación correcta es, como muchas veces se sostiene, que «el hecho delictivo» es el hecho sin calificación jurídica, no tiene sentido plantear esa cuestión separadamente porque es seguro que ya se habrá planteado antes, ya que la ley exige que se plantee al Jurado «los hechos alegados por las partes y que el Jurado deberá declarar probados o no», incluyendo expresamente «los que constituyen el hecho principal de la acusación». Además, preguntar al Jurado si el acusado es «culpable» exige utilizar un concepto de culpabilidad que no es el propio del derecho penal, porque el concepto estricto de culpabilidad es demasiado complejo para someterlo al criterio del Jurado.

La regulación del procedimiento por delito leve omite cuestiones que en el día a día generan dudas y diferencias de interpretación en los distintos órganos judiciales. Por ejemplo, si es posible que un abogado intervenga en el juicio en defensa de quien no comparece; o si la previsión final del art. 969.2 LECrim (LA LEY 1/1882) (tener como acusación válida la declaración del denunciante, aunque no califique ni solicite pena) se refiere solamente a los casos mencionados en el propio precepto o es aplicable también a los casos en que el Ministerio Fiscal está presente pero no acusa.

Por último, cuando el Tribunal Supremo dice que un artículo del Código Penal constituye un «auténtico galimatías de diabólica, atormentada e inacabable redacción» (16) , parece claro que esa norma debería ser reformada, y que está muy alejada de la idea de que en materia penal «el legislador debe promulgar normas concretas, precisas, claras e inteligibles, para que los ciudadanos puedan conocer de antemano el ámbito de lo proscrito y prever, así, las consecuencias de sus acciones» (17) .

VIII. Conclusión

Hay razones de seguridad jurídica, de eficacia, y económicas, para procurar que el ordenamiento jurídico sea lo más claro y coherente posible, que el derecho vigente pueda ser conocido sin necesidad de ser un experto, y que no deban los tribunales interpretar (o completar, o casi crear) las normas en aspectos que deberían estar especificados en la ley.

Si bien hay reformas difíciles de abordar por su complejidad o por su coste político, hay muchas normas que podrían ser mejoradas sin grandes debates ni polémicas, y con un resultado muy positivo

Si bien hay reformas difíciles de abordar por su complejidad o por su coste político, hay muchas normas que podrían ser mejoradas sin grandes debates ni polémicas, y con un resultado muy positivo. En un momento en el que el legislador hace gala de su intención de mejorar la eficacia de la administración de justicia, y para ello publica leyes extensas afectando a muchas normas, podría también ocuparse de aquellos defectos legales cuya reforma no viene exigida por la actualidad periodística, ni por instituciones externas o avances tecnológicos, pero que son defectos con una gran incidencia en la práctica judicial y en el derecho de los ciudadanos a la seguridad jurídica.

Quizás podríamos pensar que la causa de todo lo que se ha expuesto está en la certera y conocida frase de Mafalda: «Lo urgente no deja tiempo para lo importante». Tal vez el legislador esté ocupado en otras reformas legales urgentes. Pero creo que algunas de las reformas (más bien correcciones) que propongo sí son urgentes, pues se refieren a cuestiones que se están aplicando todos los días en los tribunales, y afectan a la libertad de las personas.

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