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Damián Tuset Varela

Letrado Consistorial y abogado experto en Derecho Tecnológico

El avance de la inteligencia artificial (IA, en adelante) no solo redefine los límites de la tecnología, sino que expone las dinámicas de poder, los valores sociales y los desafíos éticos de un mundo en constante cambio. En este contexto, herramientas como el Global AI Vibrancy Tool (1) (en español herramienta de dinamismo de la IA global) , desarrollada por el Instituto de Inteligencia Artificial Centrada en el Ser Humano (Human-Centered Artificial Intelligence, HAI) de la Universidad de Stanford, nos ofrecen una perspectiva detallada y contrastable sobre el estado global de la IA. Esta herramienta, basada en un análisis exhaustivo de 42 indicadores distribuidos en 8 pilares, permite realizar comparaciones entre 36 países, destacando fortalezas y debilidades en áreas clave como investigación y desarrollo, economía, educación, diversidad, gobernanza y política, infraestructura, opinión pública y prácticas de IA responsable.

La herramienta de dinamismo de la IA global no es solo un índice; es una visualización interactiva que facilita la comprensión de las dinámicas de la IA a nivel nacional y global. Con datos disponibles desde 2017 hasta 2023, esta herramienta permite no solo evaluar la posición de cada país en el ranking global, sino también analizar tendencias a lo largo del tiempo. Además, al ofrecer un modelo de ponderación personalizable, permite que los usuarios ajusten el peso relativo de cada indicador según sus propias prioridades. Esto la convierte en una de las referencias más completas y transparentes para entender y fomentar el desarrollo de la IA en todo el mundo. Pero más allá de los números y gráficas, el verdadero valor de esta herramienta radica en lo que nos dice sobre el rumbo que estamos tomando como sociedad global y en las preguntas fundamentales que plantea sobre las prioridades y desigualdades en el progreso tecnológico. Los Estados Unidos de América, líder indiscutible con una puntuación de 70,06, supera por un margen abrumador al segundo clasificado, China, con 40,17, mientras que la Unión Europea aparece rezagada, liderada por Francia en el sexto puesto con 22,54 puntos. Estos datos, basados en análisis rigurosos y métricas contrastables, nos invitan no solo a interpretar las cifras, sino a reflexionar críticamente sobre el rumbo que estamos tomando como sociedad global.

El dominio de los Estados Unidos de América en IA es un reflejo de su estructura económica y cultural. La inversión privada masiva, un sistema académico-industrial altamente integrado y una infraestructura tecnológica de vanguardia son los pilares sobre los que descansa esta supremacía. No es casualidad que encabece los rankings en investigación y desarrollo (I+D+i) y en aspectos económicos, como la atracción de talento y la inversión en startups de IA. Los Estados Unidos de América se ha consolidado como el epicentro global de la innovación tecnológica, pero este liderazgo plantea preguntas fundamentales. ¿Qué implica que una tecnología tan transformadora esté tan concentrada en un solo país? Más allá del orgullo nacional, este monopolio refuerza dinámicas de dependencia y desigualdad global. Los países que carecen de infraestructura o recursos para desarrollar sus propias capacidades tecnológicas se ven obligados a adoptar sistemas diseñados bajo prioridades ajenas, adaptándose a marcos que no necesariamente reflejan sus necesidades o valores.

A primera vista, podría parecer que esta hegemonía es una consecuencia natural del progreso técnico y del espíritu emprendedor. Sin embargo, si examinamos con detenimiento los datos, se revela algo más profundo: el liderazgo estadounidense no solo responde a ventajas económicas, sino también a una visión pragmática de la tecnología como herramienta de poder. La IA, lejos de ser neutral, se convierte en un vehículo para consolidar la influencia económica, militar y cultural de un país. Esto plantea una cuestión ética que trasciende las fronteras nacionales: ¿es posible hablar de un desarrollo tecnológico global y equitativo cuando las decisiones clave están determinadas por los intereses de unos pocos? La respuesta, al menos por ahora, parece ser negativa.

Por otro lado, la Unión Europea adopta un enfoque radicalmente distinto, priorizando la regulación y la ética sobre la innovación técnica. Los países europeos que figuran en el ranking destacan por sus políticas de gobernanza, pero suspenden en I+D+i, inversión privada e infraestructura. Francia, Alemania y España, en los puestos 6, 8 y 11 respectivamente, deben su posición más a sus marcos normativos que a su capacidad de liderar técnicamente. Esta situación pone de manifiesto una paradoja inquietante: mientras la Unión Europea busca erigirse como modelo de gobernanza ética en IA, se encuentra cada vez más lejos de las posiciones de liderazgo global.

El enfoque regulatorio europeo, aunque bienintencionado, invita a cuestionar su efectividad. ¿Es posible que las normativas, diseñadas para proteger a los ciudadanos y garantizar el uso responsable de la tecnología, estén frenando la capacidad de innovación de la Unión Europea? La obsesión por establecer marcos éticos podría estar desviando recursos y energía de las áreas donde realmente se juega el liderazgo tecnológico: la investigación, la infraestructura y la creación de ecosistemas de innovación. Este fenómeno no solo pone en peligro la competitividad de la Unión Europea, sino que también plantea dudas sobre la utilidad práctica de estas normativas en un mundo donde los Estados Unidos de América y China imponen sus propios estándares tecnológicos y éticos a nivel global. Si las políticas públicas no son capaces de impulsar el progreso, ¿de qué sirven? Más aún, si estas normativas no tienen peso en las dinámicas internacionales, ¿a quién están realmente beneficiando?

China, por su parte, ofrece un modelo que combina centralización y control estatal con una inversión masiva en infraestructura tecnológica y I+D+i. Este enfoque ha permitido al gigante asiático ascender rápidamente en el ranking global, destacándose en áreas como la investigación y la capacidad computacional. Sin embargo, este progreso tiene un coste elevado: el sacrificio de derechos fundamentales y la instrumentalización de la IA como herramienta de vigilancia y control social. Mientras los Estados Unidos de América utiliza la IA para reforzar su economía de mercado, China la emplea como pilar de su estabilidad política y social. Ambos modelos, aunque diferentes, comparten una visión de la tecnología como extensión del poder, subordinando cualquier otra consideración a la búsqueda de la hegemonía.

Sin embargo, el verdadero drama de este panorama no reside en la competencia entre los Estados Unidos de América, China y la Unión Europea, sino en los países que quedan fuera de esta carrera. La ausencia de la mayoría de los países en desarrollo en el ranking refleja una brecha tecnológica que amplifica las desigualdades globales. Mientras las potencias tecnológicas avanzan a pasos agigantados, el resto del mundo se encuentra relegado, incapaz de competir en un terreno donde el acceso a los recursos, el talento y la infraestructura es limitado. Esta situación plantea una pregunta urgente: ¿está la IA creando un nuevo sistema de exclusión global, un «apartheid tecnológico» que condena a millones de personas a la periferia del progreso?

Los datos de la herramienta de dinamismo de la IA global no dejan lugar a dudas: las disparidades en el desarrollo de la IA son reales, profundas y estructurales. Pero más allá de los números, estos datos nos obligan a replantearnos el rumbo que queremos tomar como humanidad. ¿Qué tipo de futuro estamos construyendo? ¿Uno donde la tecnología esté al servicio de unos pocos, o uno donde sus beneficios se distribuyan de manera equitativa? Responder a estas preguntas no es tarea fácil, pero es esencial.

Quizás sea hora de abandonar la ilusión de que la tecnología, por sí sola, puede resolver los problemas del mundo. La IA no es neutral, y su desarrollo está profundamente condicionado por las prioridades, valores y tensiones de quienes la controlan. Si queremos construir un futuro donde la tecnología sea una herramienta de emancipación y justicia, necesitamos un cambio profundo en la manera en que entendemos y gestionamos el progreso tecnológico. Esto implica no solo repensar las políticas públicas, sino también cuestionar los modelos de desarrollo que perpetúan las desigualdades. La pregunta no es si debemos regular o innovar, sino cómo podemos hacer ambas cosas de manera que sirvan a los intereses de todos, no solo de unos pocos.

El reto de la IA no es técnico, sino profundamente humano. Nos enfrenta a nuestras propias contradicciones como sociedad y nos obliga a decidir qué tipo de mundo queremos construir. Los datos están ahí, claros y contrastables. Lo que falta es la voluntad de actuar sobre ellos de manera que refleje no solo nuestras ambiciones, sino también nuestros valores más fundamentales.

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