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- Comentario al documentoLegislar a golpe de sucesos y hechos luctuosos es costumbre en nuestro país. Para seguir la costumbre, sería más que deseable que la DANA del pasado 29 de octubre moviera conciencias y se acuñase una solución legal y cabal que permita la geolocalización de personas desaparecidas en situaciones tan trágicas. A estos efectos, iniciar, como de facto se hace, un proceso penal para obtener de las operadoras de telefonía los datos de geolocalización del móvil de la persona desaparecida es un sinsentido. Y no sólo porque el proceso penal está previsto para otros fines —que también—, sino porque sus reglas son incompatibles con la urgencia y la necesidad que rodean a este tipo de desapariciones.La solución legal que esté por venir debería acuñarse desde una sola perspectiva: la de la humanidad o, lo que para el caso es lo mismo, con la finalidad de proteger la vida de la persona desaparecida y disminuir la angustia e incertidumbre de sus familiares. Contraponer a esta finalidad al derecho a la intimidad o a la protección de datos es, por no proporcional y ajeno a las circunstancias que rodean a la desaparición, otro mayúsculo sinsentido.Desde aquella perspectiva y finalidad, lo óptimo —pienso— sería facultar a la Policía o al Ministerio Fiscal para recabar los consabidos datos de geolocalización sin más aditamentos o requisitos. Es decir, sin autorización judicial previa. Todo lo más, bastaría con la mera dación de cuenta al Juez o, si se me apura, con el sometimiento de la medida a posterior control judicial.Quiero pensar que, así como el tiempo se ocupará de depurar la enorme responsabilidad contraída por algunos dirigentes políticos a resultas de la DANA, también se encargará de que el legislador asuma la responsabilidad que le es propia. Ojalá lo uno y lo otro se produzca más pronto que tarde.

I. Introducción

Los terribles acontecimientos del pasado 29 de octubre han evidenciado la solidaridad de la ciudadanía española con quienes, de un modo u otro, se han visto afectados por un desastre natural de las dimensiones de la DANA.

Otra evidencia más, aunque de signo inverso, ha sido la incapacidad de algunos dirigentes políticos para prevenir, reaccionar y gestionar tempestivamente las consecuencias de la catástrofe. Quiero pensar que el tiempo se encargará de depurar la enorme responsabilidad que han contraído.

Al margen de las mencionadas, la tragedia se ha visto acompañada de otras circunstancias que, aunque comparten signo con la anterior, no son tan evidentes. El título escogido para este trabajo es significativo de las circunstancias a las que me refiero. Se trata, por ponerles nombre específico (i) de la inacción policial ante las denuncias formuladas por los familiares de los desaparecidos, interesando la geolocalización de sus dispositivos móviles; y (ii) de la judicialización, en otros o en los mismos casos, de aquellas denuncias a fin de obtener autorización judicial para proceder a la obtención de los consabidos datos de geolocalización.

Como he deslizado, ambos comportamientos son —o a mí me lo parece— inaceptables. La lógica más elemental lleva a concluir, en efecto, que el uno y el otro no sólo reducen ostensiblemente las posibilidades de localizar con vida a las personas desaparecidas, sino que aumentan en la misma medida el sufrimiento de familiares y allegados (1) . Patentizan, de otra manera, estar en las antípodas de lo que siglos atrás escribió Cecilia Böhl de Faber bajo el seudónimo de Fernán Caballero: «Sé justo antes de ser generoso, sé humano antes de ser justo».

Esto que sostengo —entiéndaseme bien— no debe interpretarse en términos de reprobación general a la actuación de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y de los jueces. Antes bien, en su mayoría aquéllos y éstos han actuado con encomiable humanidad; en ocasiones, a riesgo incluso de ser expedientados (2) .

Lo que sí repruebo —y con rotundidad— es que, pese a los avances de la técnica y la tecnología (3) , no exista un tratamiento legal al que atenerse para proceder a la localización de las personas desaparecidas en situaciones de emergencia como la que acaba de ocurrir (4) . A la sazón es esa imprevisión legislativa la que subyace al entendimiento de que la geolocalización de un desaparecido precisa la adopción, previa autorización judicial, de una medida de investigación tecnológica en el marco de un proceso penal.

La laguna puede dar también explicación a que en algún caso la Policía no procediera a tramitar las peticiones de geolocalización contenidas en las denuncias interpuestas por los familiares de los desaparecidos a causa de la DANA (o a que procediera, pero sólo ante la insistencia de los familiares y, por tanto, no de forma inmediata). En esto, con todo, no descarto que hayan jugado otros motivos, como la falta de coordinación policial o la asignación al término «desaparecido» del significado que, en su segunda acepción, procura el Diccionario de la Real Academia Española (5) .

Sentado lo anterior, bien se comprende que el objetivo último de las páginas que siguen sea apuntar una solución que permita enfrentar legal y cabalmente esta clase de situaciones en el futuro. Y aún persiguen otro objetivo: precisar las razones por las que el proceso penal no satisface las exigencias de humanidad que debe impregnar la Justicia en supuestos de desaparición de personas; menos, si la desaparición es involuntaria.

II. La inadecuada vía del proceso penal en supuestos de desaparición involuntaria

1. Las desapariciones involuntarias no son desapariciones forzosas

Las causas que están tras la desaparición de una persona no pueden reducirse a unidad. De hecho, tomando como premisa la diversidad de motivos que pueden estar en el origen de aquélla, cabe distinguir entre desapariciones voluntarias, involuntarias y forzosas (6) .

Característica innata al primer tipo de desapariciones —las voluntarias— es la ausencia de condicionantes externos al hecho mismo de la desaparición o, lo que viene a ser lo mismo, la probabilidad de que esta última responda a la libre decisión de la persona de no ser hallada. Las fugas de menores de edad de sus domicilios familiares o de los centros de acogida en que se encuentran ingresados y las desapariciones de mayores de edad con plena capacidad de obrar son supuestos que encajan en esta categoría.

Se tienen por involuntarias las desapariciones que responden a causas ajenas a la voluntad del propio desaparecido y que, además, no revisten indicios de criminalidad

En el reverso de la moneda, se tienen por involuntarias las desapariciones que responden a causas ajenas a la voluntad del propio desaparecido y que, además, no revisten indicios de criminalidad. En esta clase tienen cabida las desapariciones que responden a enfermedades cognitivas o neurodegenerativas, a un accidente y, por descontado, a una catástrofe. También se incluyen en ella los casos de desaparición sin causa aparente, esto es, las desapariciones que, en principio, no pueden catalogarse como voluntarias, involuntarias o forzadas.

En último término, se consideran forzosas las desapariciones que traen causa de un hecho delictivo o que están relacionadas con una actividad criminal. Supuestos típicos de esta clase son las desapariciones producidas en circunstancias que presentan indicios claros de criminalidad (v.gr., homicidios, secuestros, detenciones ilegales y trata de seres humanos), así como la sustracción parental de menores y la expulsión del hogar de estos últimos o de las personas con discapacidad necesitadas de especial protección.

De la clasificación anterior ya se infiere la primera y principal razón por la que el proceso penal resulta inadecuado para dar respuesta a los supuestos de desapariciones involuntarias. Es aplastante. Tratándose de este tipo de desapariciones falta el presupuesto que habilita la incoación de un proceso penal. Falta la notitia criminis, el conocimiento de un hecho aparentemente delictivo.

A colación de esto último, no quisiera silenciar mi opinión acerca de que el razonamiento empleado por quienes defienden la necesidad de incoar un proceso penal ante supuestos como el que aquí nos ocupa es errado. Si se inicia un proceso no es por la posibilidad de descubrir en él que la desaparición en principio involuntaria de una persona se debió en realidad a un hecho delictivo, es —insisto— porque los hechos que llegan a conocimiento de los órganos oficiales de la persecución penal presentan ab initio apariencia de criminalidad. El comienzo del proceso penal no admite cábalas.

2. Las reglas procesales y sus contraproducentes efectos

Al peso de la razón recién señalada se une el de otras razones que desaconsejan poner en marcha la maquinaria del proceso penal con vistas a encontrar en él una respuesta satisfactoria a los supuestos de desaparición involuntaria.

Entre ellas está, como se dijo, la falta de un precepto legal que impere a la Policía participar con inmediatez tales supuestos a la autoridad judicial o al Ministerio Fiscal. No olvido el artículo 284 LECrim. (LA LEY 1/1882), pero tampoco que su tenor se liga a los casos en que los funcionarios de Policía tengan «conocimiento de un delito público o fueren requeridos para prevenir la instrucción de diligencias por razón de un delito privado».

Pero, partamos del supuesto consistente en que, siguiendo el usus fori, la Policía participa las desapariciones involuntarias de las que tuviera noticia al Juez de Guardia y de que éste, haciendo abstracción de cuanto impera la Ley (art. 269 LECrim (LA LEY 1/1882)), decide incoar el proceso. ¿Qué actuaciones habrían de seguirse entonces?, ¿no sería necesario poner en conocimiento del Ministerio Fiscal la incoación de las diligencias previas?, ¿no debería el Juez de Guardia inhibirse en favor del territorialmente competente «ratione delicti» (arts. 14 y ss. LECrim (LA LEY 1/1882))?, ¿no debería ser este último Juez y no aquel primero el que, tras oír al Ministerio Fiscal, ordenase practicar las diligencias de investigación más urgentes?

Como habrá quien haya adivinado, la batería de preguntas que formulo no constituye ningún supuesto de laboratorio. Antes bien, es expresión de lo sucedido en algún Juzgado de la provincia de Valencia, con la agravante de que el ámbito de demarcación del Juzgado en el que finalmente recalaron las denuncias aglutinaba los municipios más gravemente afectados por la DANA. De otra parte, aunque en este mismo orden de cosas, es inconcuso que, elevados a generalidad, los interrogantes advierten de lo perniciosas que pueden llegar a resultar las reglas del proceso cuando lo que se persigue es la localización temprana de las personas desaparecidas. Todo proceso lleva su tiempo, es verdad. El problema es que esa «servidumbre temporal» es difícilmente conciliable con situaciones tan apremiantes como la que aquí nos ocupa.

Desde una perspectiva muy distinta —la del «eficientismo» que actualmente permea la Justicia—, tampoco parece que encauzar el grueso de denuncias por desaparición a través del proceso penal sea razonable. Y esto no tanto por el número de denuncias interpuestas por ese motivo (7) , cuanto por el eventual número de actuaciones y resoluciones procesales a las que cada una de esas denuncias puede dar lugar.

III. La geolocalización de los terminales móviles

1. La falta de cobertura legal

Como vengo diciendo, la geolocalización de los terminales móviles en supuestos de desapariciones involuntarias es fundamentalmente —aunque no sólo— un problema de falta de cobertura legal. En este sentido, importa reparar en que, ley en mano, no ya es sólo que no pueda iniciarse un proceso penal para dar respuesta a aquellos supuestos, es que, a maiori ad minus, tampoco puede autorizarse en él una medida de investigación tecnológica como la consistente en la cesión de «los datos electrónicos conservados por los prestadores de servicios (…) y que se encuentren vinculados a un proceso de comunicación» (art. 588 ter j LECrim (LA LEY 1/1882)). No cabe, en términos más llanos, obtener de los operadores de telefonía los datos asociados al terminal móvil de la persona desaparecida (entre ellos, su geolocalización), so capa de ignorar una vez más la letra de la ley (8) .

Que el artículo 588 ter b) LECrim (LA LEY 1/1882) venga a permitir la obtención de este tipo de datos cuando sea previsible un grave riesgo para la vida o la integridad de la víctima en nada obsta a la negativa. A la postre, la víctima a la que se refiere el precepto no es cualquier tipo de víctima, sino la víctima del delito, y es esta última palabra («delito») la que se erige en muro infranqueable para acordar ésta o cualquier otra medida de investigación tecnológica en el contexto de desapariciones involuntarias.

No otra cosa se infiere de los principios rectores de tales medidas; en particular, del llamado principio de especialidad que exige que las medidas de investigación tecnológica estén relacionadas con un delito concreto y que proscribe su autorización con la finalidad de prevenir o descubrir delitos o despejar sospechas sin base objetiva (art. 588 bis a.2 LECrim (LA LEY 1/1882)).

Y lo mismo se colige de los términos en los que se regula el deber de los operadores de conservar y ceder los datos generados en el marco de los servicios que prestan. «Esta Ley —dispone el artículo 1, apartado 1, de la Ley 25/2007, de 18 de octubre (LA LEY 10470/2007), de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones— tiene por objeto la regulación de la obligación de los operadores de conservar los datos generados o tratados en el marco de la prestación de servicios de comunicaciones electrónicas o de redes públicas de comunicación, así como el deber de cesión de dichos datos a los agentes facultados siempre que les sean requeridos a través de la correspondiente autorización judicial con fines de detección, investigación y enjuiciamiento de delitos graves contemplados en el Código Penal o en las leyes especiales».

Es claro, en suma, que ni siquiera haciendo una interpretación extensiva de la regulación procesal penal sobre las medidas de investigación tecnológica puede tenerse por tal la geolocalización del dispositivo móvil de la persona desaparecida. Tampoco ninguna otra medida que conduzca a averiguar su paradero.

Menos claro es si, en supuestos como el aquí referido, la geolocalización es medida que debe supeditarse o no a autorización judicial y, caso de lo primero, si tal autorización ha de ser previa a su adopción o podría relegarse a que la medida se practique a instancia de la Policía o del Ministerio Fiscal. Tomar partido en este sentido —pienso— exige barajar dos órdenes distintos de cosas: los derechos fundamentales involucrados en la adopción de la medida y las especiales circunstancias que rodean a este tipo de desapariciones.

2. Los derechos fundamentales afectados por la medida y las circunstancias que rodean a las desapariciones involuntarias

Tratándose de datos de geolocalización de un terminal móvil, hay consenso en que su obtención no constituye ninguna injerencia en el derecho fundamental al secreto de las comunicaciones (art. 18.3 CE (LA LEY 2500/1978)). Y con razón, cabría añadir, pues esos datos lejos de estar vinculados a una conversación telefónica se producen «con independencia del establecimiento o no de una concreta comunicación» (art. 588 ter b 2 LECrim (LA LEY 1/1882)). Es más: pueden ser obtenidos aunque el terminal telefónico se encuentre inactivo o esté apagado.

El mismo consenso que en lo anterior existe en lo relativo a que los datos a los que me vengo refiriendo comprometen los derechos fundamentales a la intimidad (art. 18.1 CE (LA LEY 2500/1978)) y a la autodeterminación informativa (art.18.4 CE (LA LEY 2500/1978)). Hay, no obstante, quien reputa mínima la injerencia en el derecho a la intimidad cuando el rastreo de la ubicación del móvil se acota en el espacio y en el tiempo (9) . En lo que ya no hay matices es en que el acceso, conservación y cesión de los datos que permiten el geoposicionamiento de un terminal móvil, sea en tiempo real o diferido, afecta al segundo de estos derechos, esto es, al derecho a la protección de datos.

Dado que el porqué de estos consensos es sobradamente conocido y cuenta con el refrendo del TEDH, del TJUE y de nuestro TC no parece necesario detenerse en este punto. En lugar de ello entiendo más importante reparar en que, como sucede con la mayoría de derechos fundamentales, el derecho a la intimidad y el derecho a la protección de datos no son derechos absolutos sino que admiten límites.

Prueba de lo dicho es que el artículo 8.2 CEDH (LA LEY 16/1950) sanciona expresamente la injerencia en el derecho a la vida privada y familiar «cuando esté prevista en la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para (…) la protección de los derechos y las libertades de los demás». Y en similares términos se expresa el artículo 9.2 del Convenio n.o 108 del Consejo de Europa para la protección de las personas con respecto al tratamiento automatizado de datos de carácter personal.

La mención a los límites al derecho a la intimidad y a la protección de datos tampoco falta a nivel unieuropeo. Así, en el considerando 4 del Reglamento (UE) 2016/679, de 27 de abril (LA LEY 6637/2016) (RGPD) se lee que: «El tratamiento de datos personales debe estar concebido para servir a la humanidad. El derecho a la protección de los datos personales no es un derecho absoluto sino que debe considerarse en relación con su función en la sociedad y mantener el equilibrio con otros derechos fundamentales, con arreglo al principio de proporcionalidad». En lo mismo abunda el considerando 46 :«el tratamiento de datos personales también debe considerarse lícito cuando sea necesario para proteger un interés esencial para la vida del interesado o la de otra persona física (… y que) ciertos tipos de tratamiento pueden responder tanto a motivos importantes de interés público como a los intereses vitales del interesado, como por ejemplo cuando el tratamiento es necesario para fines humanitarios, incluido el control de epidemias y su propagación, o en situaciones de emergencia humanitaria, sobre todo en caso de catástrofes naturales o de origen humano». A fortiori, es de notar que estas consideraciones permean el texto del RGPD, encontrando reflejo en sus artículos 6.1 d) y 9.2 c).

No hay duda de que, en situaciones tan excepcionales como las desapariciones involuntarias, la injerencia en los derechos fundamentales implicados en la obtención de los datos de localización responden en todo a las exigencias del principio de proporcionalidad

En vista de lo dicho hasta aquí, no hay duda de que, en situaciones tan excepcionales como las desapariciones involuntarias, la injerencia en los derechos fundamentales implicados en la obtención de los datos de localización responden en todo a las exigencias del principio de proporcionalidad. A la postre, puestos en una balanza el derecho a la intimidad y a la protección de datos y la necesidad de proteger un interés esencial para la vida del titular de esos derechos, difícilmente puede cuestionarse hacia qué lado ha de inclinarse su fiel. Más aún: tengo para mí que hacer cuestión de esto último es tanto como cerrar los ojos a lo que, parafraseando al legislador europeo, está concebido para servir a la humanidad.

Por lo demás, no por obvio puede dejar de señalarse que las circunstancias que rodean ésta y cualquier otra clase de desapariciones doblegan aún más la balanza en favor de consentir injerencias en el derecho a la intimidad y a la protección de datos. Esas circunstancias se miden, claro es, en términos de urgencia y necesidad.

IV. Una propuesta normativa y una reflexión final

Pese a que la DANA ha agudizado la necesidad de encontrar una solución normativa a la pronta localización de las personas desaparecidas a través de sus teléfonos móviles, no han faltado iniciativas a estos mismos efectos. Todo lo contrario. Desde hace años y procedentes de los más diversos ámbitos —gubernamental, policial, doctrinal, sin olvidar el asociacionismo— se han sucedido las propuestas. La última tuvo lugar no hace mucho: el pasado 4 de marzo. En esa fecha, en efecto, el Consejo de Ministros aprobó el I Plan Estratégico en Materia de Personas Desaparecidas (2022-2024) (10) ; planificación que incluía el impulso de mejoras normativas en este contexto, aunque sin especificar el camino por el que debía discurrir tales mejoras.

Pues bien, de entre las propuestas que sí han sido específicas, las hay que, partiendo de que la tan traída y llevada medida de geolocalización requiere de autorización previa del Juez de Instrucción, hacen hincapié en la conveniencia de deshacerse de los trámites burocráticos anudados al proceso penal y de imprimir a éste la premura que requiere toda actuación urgente y necesaria (11) .

Y las hay también que, sobre la base de que los órganos integrantes del orden penal carecen de jurisdicción para acordar esta clase de medidas, se decantan porque se modifique el artículo 8 LRJCA (LA LEY 2689/1998), de modo que sean los Juzgados de lo Contencioso los que, a instancia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, autoricen recabar los pertinentes datos de los proveedores de servicios de telecomunicaciones (12) .

A poco que se repare ninguna de las propuestas anteriores convence. En el primer caso, porque, según creo haber dejado claro, el proceso penal no es, como ahora gusta decir, el «ecosistema natural» para acordar tal clase de medidas. En el segundo, porque atribuir al Juez de lo Contencioso la competencia que hoy se arrogan algunos Juzgados de Instrucción no solventa per se el problema del tiempo que puede llevar obtener una autorización judicial para acordar la medida y/o materializarla.

Más convincente, en cambio, es la propuesta hecha desde el Ministerio de Justicia de dar nueva redacción a los artículos 1 (LA LEY 10470/2007) y de 7 de la ya mentada Ley 25/2007 (LA LEY 10470/2007). En el caso de aquel primer artículo, las previsiones pasan por incluir dentro de los fines que permiten la cesión de los datos, la localización de personas desaparecidas que se encuentren en situación de desamparo o riesgo vital. En el del segundo, por acortar los plazos previstos para la cesión de los datos, de modo que ésta se produzca con la máxima celeridad (13) . Personalmente, no puedo por menos que comulgar con esta última propuesta. A mi modo de ver, no obstante, necesitaría de algún añadido, siquiera para especificar que, en las situaciones de desamparo o riesgo vital, la cesión de los datos debe poder realizarse a instancia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad sin más aderezos o requisitos, esto es, sin autorización judicial previa (14) . Todo lo más, y siempre según mi criterio, bastaría con la mera dación de cuenta al Juez (que habría de ser, naturalmente, el de lo Contencioso) o, si se me apura, con el sometimiento de la medida a posterior control judicial.

¿Y entre tanto qué? cabe preguntarse. La humanidad dibuja el contenido de la respuesta que merece la pregunta: actuar del modo recién propuesto, aunque se carezca de sostén legal. Es probable que esta opinión mía sea tachada de sacrílega. Admito de antemano la tacha. Con todo, mi criterio en esto es inamovible. Tanto, como mi convicción de que la ausencia de ley o su aplicación en supuestos para los que no está prevista no debe volverse en contra de aquellos a quienes la Justicia sirve.

Otros argumentos —estos de índole jurídica— abonan también esta propuesta mía. Está, por supuesto, el de la interpretación lógica y teleológica de la Ley 25/2007 (LA LEY 10470/2007). También el inequívoco tenor del artículo 6.1. d) RGPD (15) .

En todo caso, y por si no convencieran, exhorto desde aquí a la Agencia Española de Protección de Datos para que sopese esto que propongo y, de estimarlo razonable y hacerlo suyo, se pronuncie al respecto. Quizá eso baste para tranquilizar a los funcionarios públicos y a los proveedores de servicios de comunicaciones, alejando de ellos el temor de estar incurriendo en responsabilidad.

Termino con una reflexión que no es mía, pero que comparto plenamente. La traigo además en su literalidad, pues ningún sentido tiene parafrasear lo que con tan buena pluma se ha escrito (16) :

«Nos encontramos en un mundo en el que las luces tecnológicas han alumbrado senderos antes inexplorados, dotando a la humanidad de herramientas capaces de desentrañar los enigmas más oscuros, en que las técnicas forenses se han sofisticado, las estrategias de búsqueda se han vuelto más agudas, y los medios tecnológicos han acortado distancias insospechadas. Sin embargo, yace un abismo oscuro: la falta de una legislación, acorde con los tiempos que corren, que cubra todas las necesidades en un fenómeno como es el de la desaparición de personas.

Es un contraste doloroso entre la potencia de las herramientas a nuestra disposición y los grilletes de la ley que nos atan a plazos incompatibles con la urgencia del presente. En un mundo donde la desaparición de una persona se vuelve cada vez más difícil de concebir, donde las redes digitales y la vigilancia son omnipresentes, los tiempos previstos para acceder a los derechos de quienes lo necesitan en estos casos, resultan anacrónicos e injustos (…)».

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