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Desde una perspectiva conductual, los menores pueden desarrollar comportamientos agresivos, impulsivos, de hipervigilancia y conductas de riesgo, como el consumo de sustancias

I. Introducción

Con el transcurso de los años, la perspectiva hacia la infancia ha evolucionado significativamente. Se ha otorgado un mayor reconocimiento a los menores de edad, junto con sus derechos y necesidades, posicionándolos como agentes activos dentro de la sociedad. Este cambio de enfoque también ha quedado plasmado en diversos tratados internacionales, especialmente en la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas (LA LEY 3489/1990), que representa un hito al establecer una nueva filosofía de protección y participación infantil (1) .

La Constitución Española (LA LEY 2500/1978), en el Capítulo Tercero del Título I, regula los principios rectores de la política social y económica y, establece en el primer artículo de dicho capítulo, que los poderes públicos tendrán la obligación de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia, brindando a su vez, especial protección a los niños, de conformidad con los acuerdos internacionales ratificados (art. 39 CE (LA LEY 2500/1978) (LA LEY 2500/1978)).

En línea con el mandato constitucional y el cambio de paradigma, en las últimas décadas se ha venido desarrollando un significativo proceso de actualización en nuestro ordenamiento jurídico en relación con este colectivo. Entre otras muchas, destacó la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (LA LEY 167/1996) (LA LEY 167/1996). Este marco normativo aseguró una protección uniforme para los menores en todo el territorio nacional. Además, sirvió como base para la elaboración de las leyes autonómicas en el ámbito de la asistencia social, los servicios sociales y la protección pública de menores, en concordancia con las competencias de cada Comunidad Autónoma. Sin embargo, a pesar del claro progreso que representó esta ley y de las relevantes innovaciones que incorporó, con el paso de los años surgieron ciertos aspectos que requirieron revisión, dado que el contexto social había cambiado y las necesidades y demandas diferían de las existentes en el momento de su aprobación (2) .

En este contexto, emerge un nuevo perfil de usuarios de los servicios sociales y de los servicios de protección infantil y familiar. Este perfil incluye a menores que, en un número creciente, ingresan en centros de protección a solicitud de sus propias familias, debido a situaciones de alta conflictividad. Estas circunstancias requieren soluciones distintas a las ofrecidas por los centros de protección ordinarios o por las propias familias, lo que hace imprescindible el ingreso en centros especializados, previa evaluación de su situación social y estado psicológico (3) .

La Ley 8/2015 (LA LEY 12111/2015), reconociendo este cambio en el contexto social, incorpora como una de sus principales novedades la regulación del ingreso de menores con problemas de conducta en centros de protección específicos. Esta normativa trata de dar respuesta a las solicitudes planteadas por organismos destacados como el Defensor del Pueblo, la Fiscalía General del Estado y el Comité de los Derechos del Niño, entre otras, que han insistido en la necesidad de abordar de manera especializada este tipo de casos (4) .

En este escenario, la familia desempeña un papel fundamental como núcleo primario de socialización y como instrumento clave de control social informal en la prevención de conductas delictivas. Sin embargo, la educación de un niño es una tarea compleja que, en casos extremos, puede superar la capacidad de su núcleo familiar, especialmente frente a comportamientos altamente conflictivos. En tales situaciones, puede resultar necesario separar al menor de su entorno (5) .

Cuando se trata de menores de catorce años o de aquellos cuya conducta irregular no constituye un delito, aunque hayan alcanzado esa edad, es posible implementar alguna de las medidas previstas en la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (LA LEY 167/1996) —de ahora en adelante LOPJM— (LA LEY 167/1996). En este contexto, cobra especial relevancia la medida de acogimiento residencial, regulada en los artículos 25 a (LA LEY 167/1996)35 de la LOPJM (LA LEY 167/1996) (LA LEY 167/1996). Como ahora veremos, este tipo de medida plantea interrogantes desde una perspectiva respetuosa con los derechos, ya que, aunque guarda similitudes con el internamiento sancionador para jóvenes infractores, se aplica a menores sin delitos previos, pero con problemas de conducta. Esto genera dudas sobre las garantías en la adopción y aplicación de una medida tan restrictiva dirigida a una población vulnerable (6) .

II. Conflictos con principios constitucionales

La Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio (LA LEY 12111/2015), de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia (LA LEY 12111/2015), en su exposición de motivos, describe a los menores con problemas de conducta —y por tanto, destinatarios potencialmente susceptibles de ser ingresados en centros especializados— como aquellos que atraviesan situaciones conflictivas derivadas de problemas de comportamiento agresivo, inadaptación familiar, violencia filioparental o graves dificultades para que sus padres ejerzan la responsabilidad parental (7) .

Por si esta descripción no resultara ya lo suficientemente genérica, la LOPJM (LA LEY 167/1996) introduce un concepto más amplio, que abarca un espectro mayor de casos. Esto incluye a menores con conductas disruptivas o disociales recurrentes, caracterizadas por la transgresión de normas sociales y los derechos de terceros (art. 25.1 (LA LEY 167/1996)).

La definición que proporciona el legislador se resulta ambigua e imprecisa, lo que, desde el inicio, suscita serias dudas sobre el respeto al principio de seguridad jurídica. Esta falta de concreción no solo dificulta la identificación de los comportamientos específicos que justificarían la aplicación de la medida, sino también la delimitación precisa de aquellos menores que podrían ser objeto de la misma. Como resultado, existe el peligro de que se implementen centros que, al carecer de un enfoque basado en criterios individualizados, ofrezcan una atención genérica e inadecuada, poniendo en riesgo tanto la eficacia como el propósito fundamental de la medida (8) .

Una de las principales críticas a esta reforma radica en su marcado carácter adultocéntrico, que tiende a responsabilizar exclusivamente al menor de las situaciones conflictivas mencionadas. Esta perspectiva ignora las posibles causas subyacentes, como las circunstancias familiares o sociales que influyen en el comportamiento del niño, y presenta a los padres como víctimas, sin considerar su posible implicación en el contexto del problema (9) .

Este enfoque difiere con el seguido en el régimen penal, donde para determinar una medida adecuada se consideran factores como la edad, las circunstancias familiares y sociales, la personalidad del menor y su interés superior (Art. 7.3 (LA LEY 147/2000)). En cambio, la medida de acogimiento residencial en centros especializados parece centrarse exclusivamente en la conducta disruptiva del menor, lo que la vincula más con un castigo preventivo que con una intervención educativa o de protección genuina.

De hecho, la regulación concreta de este recurso muestra claras analogías con las medidas de seguridad predelictuales ya derogadas, así como con las medidas de seguridad actuales, y las de internamiento aplicadas a jóvenes infractores (10) . Este nexo en común radica en que la aplicación de esta medida no depende, como ocurre con otras medidas de protección, de una situación de riesgo o desamparo del menor, sino de la conducta del propio individuo, cuyas dificultades conductuales justifican el internamiento (11) .

Esta visión contrasta con la aplicación del principio del interés superior del menor, eje fundamental de la Convención sobre los Derechos del Niño (LA LEY 3489/1990). Este principio, que debería guiar cualquier decisión que afecte a menores, ha sido desarrollado y clarificado a través de su exégesis jurisprudencial y las recomendaciones del Comité de los Derechos del Niño. Originalmente concebido como un concepto jurídico indeterminado, se aborda desde tres perspectivas principales: como un derecho subjetivo que otorga al menor la garantía de que su interés será evaluado de manera prioritaria frente a otros intereses en conflicto; como un principio general de interpretación que orienta la aplicación de las normas hacia la solución más adecuada para proteger sus intereses; y como una norma de procedimiento destinada a garantizar el respeto efectivo de estos derechos, promoviendo el desarrollo pleno y armónico de su personalidad (12) .

Sin embargo, aunque se ha apelado al principio del interés superior del menor para justificar esta medida, su carácter ambiguo y desproporcionado pone en entredicho su coherencia con este principio y con un marco normativo diseñado para priorizar el bienestar integral de este colectivo.

En términos de proporcionalidad, las medidas hacia menores pueden analizarse desde dos enfoques. Desde una perspectiva utilitarista, las restricciones a derechos fundamentales deben ser necesarias, adecuadas y no excesivas en relación con sus objetivos (13) . Desde un enfoque retributivo penal, la proporcionalidad se relaciona con el grado de reprochabilidad y culpabilidad, que en este colectivo es menor debido a su inmadurez, impulsividad y susceptibilidad a influencias externas (14) .

Por ende, por un lado, su menor culpabilidad moral implica un menor merecimiento de pena, ya que sus conductas son menos reprochables que las de un adulto. Por otro, desde una perspectiva utilitarista, el hecho de que su personalidad aún sea moldeable sustenta la existencia de un deber moral de ofrecerles oportunidades para readaptarse y reintegrarse a la sociedad (15) .

Respecto a la necesidad de esta medida, existe una división doctrinal: Algunos autores la justifican en casos extremos, mientras otros advierten que revive conceptos superados como la «infancia peligrosa» y el enfoque tutelar (16) .

Otro aspecto controvertido es el posible trato discriminatorio hacia los menores, ya que pueden ser privados de libertad por conductas problemáticas, incluso si no constituyen delitos (17) . Esto contrasta con la situación de los adultos, quienes solo enfrentan esta privación a raíz de la comisión de un delito o bien, por trastornos psíquicos (art. 763 (LA LEY 1/2000 (LA LEY 58/2000))) —situaciones que ya cuentan con una medida análoga en el sistema juvenil (763.2 (LA LEY 1/2000 (LA LEY 58/2000)))—.

El Tribunal Constitucional, ha reiterado que no debe aplicarse un trato más gravoso a los menores que a los adultos en casos de privación de libertad (18) . Sin embargo, nos encontramos con que esta misma situación no tiene parangón en el ámbito adulto, lo que refuerza las dudas sobre su compatibilidad con los principios de proporcionalidad y no discriminación.

La necesidad de protección de los menores debe estar claramente orientada hacia el desarrollo de su personalidad y reintegración familiar (19) . Por ello, la privación de libertad debe considerarse solo como último recurso y su aplicación debe ser estrictamente limitada en el tiempo, asegurando su brevedad.

III. Impacto del acogimiento residencial en menores

El acogimiento residencial, además de configurarse como una medida dirigida al ingreso de menores con problemas de conducta en centros de protección específicos, tal como establece el artículo 25 y siguientes de la LO 1/1996 (LA LEY 167/1996), también contempla como destinatarios a menores en situación de desprotección social, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 21 de la misma normativa (LA LEY 167/1996).

Aunque el presente análisis se centra principalmente en la primera de estas situaciones, es importante subrayar que los efectos y consecuencias asociados a esta figura afectan a todos los menores que ingresan bajo este régimen, sea cual fuere el motivo que haya originado su aplicación.

A este respecto, diversos estudios han señalado que esta medida puede generar efectos adversos en el desarrollo de los menores, particularmente cuando obstaculiza su reintegración en el núcleo familiar y, por ende, se prolonga su estancia en situación de internamiento (20) . Por ello, es fundamental visibilizar las repercusiones de esta medida en el desarrollo del individuo.

Emerge un nuevo perfil de usuarios de los servicios sociales y de los servicios de protección infantil y familiar, que incluye a menores que ingresan en centros de protección a solicitud de sus propias familias, debido a situaciones de alta conflictividad

Desde una perspectiva conductual, los menores pueden desarrollar comportamientos agresivos, impulsivos, de hipervigilancia y conductas de riesgo, como el consumo de sustancias, tendencias autolesivas y actos delictivos. Estas conductas no se limitan al ámbito residencial, sino que se extienden a todos los aspectos de la vida del menor, incluyendo el entorno educativo y social (21) .

En el plano psicológico, este colectivo suele desarrollar trastornos de personalidad complejos, acompañados de malestar emocional, desarraigo y dificultades de adaptación, debido a la separación de su familia y la ruptura con su entorno social y escolar. Es habitual que presenten disregulación emocional, cognitiva y social, vinculada a problemas como ansiedad, depresión, estrés postraumático y trastornos de apego, lo que afecta a su autoestima, confianza y habilidades sociales. Esto conlleva baja tolerancia a la frustración y una constante percepción de amenaza, lo que genera reacciones confrontativas o evitativas (22) .

En el ámbito social, se determina que esta medida sitúa a los menores en una posición más vulnerable respecto al resto, dado que sus redes de apoyo tienden a ser más frágiles y desestructuradas (23) . Asimismo, este colectivo posee menores competencias relacionales, lo que dificulta la formación de vínculos sólidos y afecta negativamente a su adaptación personal, social y académica.

Por último, destacar la estigmatización que sufre esta población, ya que produce efectos perjudiciales para su bienestar, contribuyendo al desarrollo de conductas de aislamiento y exclusión social (24) .

Estos resultados, a nivel social, conductual y emocional, dificultan el proceso de transición de estos jóvenes a la vida adulta. En vista de estas consecuencias, que difícilmente se alinean con los objetivos de una medida de protección y que, en su caso, tendrían un impacto completamente iatrogénico, es esencial mejorar las políticas de protección e impulsar la colaboración entre los agentes sociales para fomentar una verdadera adaptación e integración en la sociedad.

IV. Algunos datos sobre el acogimiento residencial

El Observatorio de la Infancia informa de un aumento en el número de ingresos en centros de menores durante los últimos años. En 2022, el total de ingresos (16.365) se incrementó en un 7,33% en comparación con 2021, año en el que se registraron 15.248 casos. Además, esta cifra de 2021 fue un 29,77% superior a la de 2020, cuando se contabilizaron 11.750 ingresos (25) .

De acuerdo con el último boletín estadístico sobre medidas de protección a la infancia y adolescencia, los datos a 31 de diciembre muestran que, aunque las cifras generales se mantienen similares al año anterior, el acogimiento familiar experimentó una disminución, pasando de 18.455 casos en 2021 a 18.177 en 2022, lo que representa un descenso del 1,51%. Por el contrario, el acogimiento residencial mostró un aumento del 5,46%, registrando 16.177 casos en 2021 y 17.061 en 2022 (26) .

Al analizar las altas registradas durante el año, la diferencia es aún más llamativa: se contabilizaron 5.264 acogimientos familiares frente a 16.365 residenciales, lo que refleja tasas de 64.8 y 201.5, respectivamente (27) .

Con respecto a las razones de los ingresos en centros, al igual que en el año anterior, en 2022 predominan las tutelas «ex lege» sobre otros motivos —como las guardas voluntarias solicitadas por los tutores o las guardas judiciales—, seguidas por las guardas provisionales (28) .

En cuanto a los motivos de las bajas en los centros, llama la atención el predominio de la causa «por mayoría de edad» (29) . Esto no solo evidencia la perpetuación y cronificación de esta medida, sino que además compromete su legalidad, que, lejos de obedecer a los imperativos de proporcionalidad, limitación en el tiempo y máxima brevedad, dificulta aún más la deconstrucción del estigma criminalizador que recae sobre estos jóvenes.

A pesar de que gran parte de los ingresos en acogimientos residenciales responden al desamparo y no al conflicto familiar, los efectos negativos de esta medida en el desarrollo, la educación y la resocialización de los menores —independientemente del motivo de ingreso— hacen difícil entender su creciente uso en los últimos años. Esto resulta especialmente preocupante si se tiene en cuenta que, aunque el acogimiento familiar representa un porcentaje mayor en términos generales, las cifras no muestran una diferencia tan marcada. Más aún, si se considera que durante el último año registrado, el 76% de las altas corresponden a acogimientos residenciales y tan solo el 24% a acogimientos familiares (30) . Estos datos revelan una contradicción con lo estipulado en el artículo 21.3 de la LOPJM (LA LEY 167/1996) (LA LEY 167/1996), donde se pone de relieve que el acogimiento residencial debe ser una medida de carácter excepcional y subsidiario, en todo caso, al acogimiento familiar.

V. Consideraciones finales

La LO 8/2015 (LA LEY 12111/2015) permite el ingreso de menores con problemas de conducta en centros especializados, donde se aplican medidas restrictivas de libertad y seguridad. Sin embargo, aunque el legislador subraya que estos centros no deben ser concebidos como herramientas de defensa social contra jóvenes conflictivos (31) , la regulación parece contradecir este objetivo al centrarse en mecanismos de contención más que en elementos educativos que permitirían respaldar el carácter tuitivo de la medida (32) .

En lugar de priorizar el control, estos recursos deberían orientarse hacia la educación, la normalización de la conducta y el desarrollo integral del menor. En contextos donde las estrategias familiares y educativas tradicionales han fracasado, la finalidad de estos centros debe ser ofrecer un entorno socioeducativo y psicoterapéutico estructurado, con un enfoque positivo que brinde oportunidades reales de mejora (33) . En este sentido, es fundamental garantizar siempre el interés superior del menor, priorizando su reeducación por encima del castigo, y asegurando que el internamiento se utilice tan solo en ultima ratio. Solo así evitaremos que esta medida se convierta en una respuesta punitiva y simplista.

En tanto que la problemática de los menores conflictivos tiene un origen principalmente social, su resolución debe abordarse desde una perspectiva igualmente social, involucrando de forma activa a las familias, los centros educativos y la comunidad en su conjunto (34) . De lo contrario, la falta de coordinación entre protocolos y necesidades individuales puede derivar en internamientos inapropiados que obstaculicen el desarrollo íntegro de este colectivo.

En definitiva, la Convención sobre los Derechos del Niño (LA LEY 3489/1990) destaca que, para un pleno y armonioso desarrollo de la personalidad, el menor debe crecer en el seno de una familia, donde la felicidad, el amor y la comprensión constituyan la base de su bienestar (35) . En este marco, la familia se erige como el principal agente de socialización, permitiendo al niño interiorizar los valores, normas y elementos básicos de la cultura (36) . Como consecuencia, si se priva al menor de este proceso socializador esencial, y se le aplican medidas que, lejos de promover su desarrollo, lo limitan ¿cómo se puede esperar que alcance una verdadera resocialización en el futuro? ¿Es acaso posible hablar de re-socialización cuando no ha existido una socialización previa?

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