Sonia Calaza López
Catedrática de Derecho procesal de la UNED
Decana (electa) de la Facultad de Derecho de la UNED
Co-directora de Actualidad Civil ARANZADILALEY
Miembro del Consejo Asesor de ARANZADILALEY
Por Ana María Gómez.- El pasado 19 de diciembre, el Congreso de los Diputados aprobó definitivamente la Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, y finalmente publicada en el BOE el 3 de enero de 2025 (LA LEY 20/2025). Con esta Ley Orgánica se culmina la regulación, a falta únicamente de la reforma de las acciones colectivas, de todas las medidas incluidas en el originario plan de eficiencia que incluía tres Proyectos de Ley (eficiencia procesal, organizativa y digital). Esta trilogía legislativa, que materializaba el Plan Justicia 2030, se ha concretado legislativamente a través de dos Reales Decretos Ley y la recientemente aprobada Ley Orgánica. Al margen de la muy discutida técnica legislativa empleada, las reformas se han aprobado, y el impacto de algunas de las medidas adoptadas puede suponer una transformación de calado en una Administración de Justicia que necesita adaptarse al s. XXI.
¿Estamos ante las reformas que necesitaba nuestro sistema de Justicia? ¿Está nuestra sociedad preparada para medidas como la obligatoriedad de los MASC? ¿Qué otras reformas debe afrontar el legislador de manera inmediata?
Hemos tenido el placer de conversar con Sonia Calaza, Catedrática de Derecho Procesal, Decana (electa) de la facultad de Derecho de la UNED, Co-directora de Actualidad Civil y Miembro del Consejo Asesor de ARANZADILALEY sobre todas estas cuestiones.
1. La Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia llega cargada de reformas y viene a complementar otros textos legislativos anteriores. ¿Podrías ofrecernos una breve descripción del contexto normativo y temporal en el que se desarrolla?
La Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia se enmarca en un trípode de reformas estructurales: las dos anteriores (en vigor hace ya algún tiempo) fueron aprobadas (de forma impropia en cuánto a su cauce legislativo) por Reales Decretos-ley ómnibus en el año 2023: el primero, el Real Decreto-ley 5/2023, de 28 de junio (LA LEY 17741/2023), por el que se adoptan y prorrogan determinadas medidas de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la Guerra de Ucrania, de apoyo a la reconstrucción de la isla de La Palma y a otras situaciones de vulnerabilidad; de transposición de Directivas de la Unión Europea en materia de modificaciones estructurales de sociedades mercantiles y conciliación de la vida familiar y la vida profesional de los progenitores y los cuidadores; y de ejecución y cumplimiento del Derecho de la Unión Europea afrontó —principalmente (en el marco Justicia)— la instauración de una nueva casación civil (amparada en el exclusivo interés casacional) con algunas (otras) revisiones puntuales en los restantes órdenes de nuestra única Jurisdicción (2) ; y el segundo, el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre (LA LEY 34493/2023), por el que se aprueban medidas urgentes para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (LA LEY 9394/2021) en materia de servicio público de justicia, función pública, régimen local y mecenazgo, actualizó o reformuló, incluso instauró (según cada caso) muy distintos ejes: la reformulación del juicio verbal (amplificación cuantitativa/cualitativa); coherente adaptación de los procesos inmobiliarios a la nueva legislación de vivienda (3) ; la implementación del procedimiento testigo civil (4) ; la recreación de la apelación (5) ; la adopción de un buen número de medidas encauzadas a agilizar (¡y humanizar!) el proceso verbal (6) ; y la gran estrella de esta reforma: la digitalización de la Justicia (7) .
De forma acompasada con esta legislación de 2023, hace apenas dos meses se aprobó la Ley Orgánica 5/2024, de 11 de noviembre, del Derecho de Defensa (LA LEY 25554/2024), de forma desintegrada respecto de los restantes cuerpos normativos procesales (con abordaje de tan heterogéneas materias como las recién descritas); pero la regulación del derecho de defensa (inexplicablemente escindido respecto de «la otra cara de esta misma moneda»: el de acción) debe incorporarse —como es lógico— al conjunto de reformas procesales estrenadas en esta legislatura.
Los pilares legislativos del Plan Justicia 2030 se asentaban —en su génesis originaria— sobre una cimentación (comprometida con los fondos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (LA LEY 9394/2021) de la UE) estructurada —esencialmente— en tres hitos (los tres referidos a la eficiencia): (i) la eficiencia procesal, con inserción de mecanismos, herramientas y técnicas de agilización —¡incluso de evitación!— de los procesos (gracias al fomento de fórmulas negociales, tanto intra como extramuros de la Jurisdicción); (ii) la eficiencia organizativa, con la reformulación de la planta judicial (de cara a equilibrar la carga de trabajo, por relación a la especialización, de todos nuestros Juzgados y Tribunales); y (iii) la eficiencia digital, con asunción de la (imprescindible) transformación digital de la Justicia.
Esta trilogía estructural de la Justicia —eficiencia organizativa, procesal y digital— estuvo (en su día) bastante bien sistematizada; y ello a pesar de la humildad y escaso alcance de muchos de sus objetivos. Una buena parte de la modestia de la regulación se debía —es lógico— a la prudencia: no era factible, por ejemplo, regular la implementación de sofisticadas técnicas de IA en apoyo de los Juzgadores sin marco legal europeo habilitante —ahora ya lo tenemos—; tampoco era posible embarcarse en la generación automática de los expedientes judiciales (en todos los órdenes) sin herramientas digitales (adecuadas para su uso), sin personal (cualificado) de apoyo y sobre todo, sin financiación adicional.
Sin embargo, esa misma prudencia —o ajustada «medición de fuerzas legislativas» por contraste al coste (temporal y económico) de nuestra más cruda y austera realidad— no se habría resentido con la ideación de herramientas tan sencillas, creativas y poco costosas como la (de todo punto: imprescindible) digitalización de cuantos expedientes integran la Justicia contenciosa (en todos los órdenes jurisdiccionales) de nuestro país con ulterior inserción (preordenada a una imprescindible interoperabilidad nacional e internacional) en una plataforma electrónica única para toda España bajo el exclusivo dominio del Poder Judicial.
El contenido legislativo de aquel trípode estructural de la Justicia 2030 orientado a la eficiencia —muchas veces confundida con la eficacia— se ha venido aprobando, por lo demás, de forma desordenada y entremezclada, a golpe de Real Decreto Ley en dos de sus objetivos prioritarios: la eficiencia procesal —Real Decreto-Ley 5/2023 (LA LEY 17741/2023)— y la eficiencia digital —Real Decreto 6/2023—, quedando —en su momento— aplazada (ya vemos ahora que no aparcada) la eficiencia organizativa, de un lado, y ciertas apuestas de especial beligerancia procesal (como la tan criticada instauración de un nuevo requisito de procedibilidad en la Justicia civil dispositiva: los MASC, la posibilidad judicial de «ahorrarse la vista» en el verbal o la facultad de dictar, en ese mismo juicio verbal, sentencias orales), de otro.
La reforma recién aprobada —mediante Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia— viene a rematar —aunque «no del todo» pues todavía queda pendiente la revisión legislativa de las acciones colectivas (que estaba) prevista en el (fallido) Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia y de acciones colectivas para la protección y defensa de los derechos e intereses de los consumidores y usuarios (de 22 de marzo de este mismo año 2024)— los objetivos embrionarios de aquel Plan Justicia 2030 y su triple eficiencia con un resultado tan desordenado y «entremezclado» respecto de la ideación original como el siguiente:
1. La eficiencia procesal queda abordada (¡nada menos que!) en tres cuerpos legislativos (¡distintos!: dos Reales Decretos-Leyes y una Ley Orgánica): así, el Real Decreto-Ley 5/2023 (LA LEY 17741/2023) regula, prioritariamente, la casación civil; el Real Decreto-Ley 6/2023 (LA LEY 34493/2023) asume, por su parte, la (primera) reformulación del juicio verbal, el procedimiento testigo, el nuevo régimen de acumulación de las acciones y procesos, la (segunda) modificación del régimen de recursos y la (inicial) variación del régimen de condena en costas (8) ; y, al fin, la actual Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia afronta: la regulación de los MASC; la discrecionalidad judicial a la hora de celebrar —o no— vistas en los juicios verbales y su posibilidad de dictar sentencias orales; y la definitiva unificación de la casación amparada en el «interés casacional» en todos los órdenes jurisdiccionales; la (segunda) perfilación de las costas procesales con inclusión de una nueva multa por «uso abusivo de la Justicia como servicio público»; entre otras fórmulas, prácticas o herramientas (legales) de eficiencia —genuinamente— procesal.
La tan anhelada eficiencia procesal puede ser que se llegue a alcanzar: ¡ojalá!; pero, desde luego, eficiencia legislativa: ¡ninguna! Hemos asistido a un «tres por uno»: en tres cuerpos legislativos distintos —de forma diversificada y «en goteo»— se ha venido afrontando la denominada eficiencia procesal con medidas que impactaban en dos —y hasta en tres ocasiones— sobre las mismas —exactamente las mismas— herramientas procesales.
2. La eficiencia digital y organizativa, por suerte, no han sido objeto de un tratamiento tan «diversificado», por cuánto la primera —la eficiencia digital— se regula (sin perjuicio de algunas puntuales incursiones en otras normas) en el Real Decreto-Ley 6/2023 (LA LEY 34493/2023), y la eficiencia organizativa en la actual Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia.
El cauce legislativo elegido para afrontar esta triple reforma —eficiencia organizativa, procesal y digital— es inadecuado: la fórmula del Real Decreto— Ley (además ómnibus) ya ha sido objeto de muchas (acertadas) críticas.
La regulación sesgada (también ralentizada) de las mismas herramientas —así, por ejemplo: el juicio verbal, las costas y la misma casación se reforman en varios cuerpos legislativos sucesivos (en lugar de regularse conjuntamente)— también es impropia de un plan estratégico —como el que refiere la denominación Justicia 2030— que aspira a construir un sistema homogéneo, coherente y unificado.
Tampoco me parece acertada la regulación diversificada (respecto de la hoja de ruta de esa planificación), aislada y desestructurada de (toda) la legislación procesal: esto ha sucedido con la aprobación de la Ley Orgánica 5/2024, de 11 de noviembre, del Derecho de Defensa (LA LEY 25554/2024) (9) , que no se integra en este conjunto normativo (orientado a la construcción del Plan Justicia 2030); y lo que es (todavía) peor: en ella no se abordan aspectos tan decisivos para el «día a día» de nuestros Juzgados y Tribunales como la más perfecta delimitación, márgenes y confines (últimos) de los derechos de acción (omitido por completo en la nueva legislación: salvo para referir su ecuación axiomática con su reacción defensiva) y de defensa, con detección (real y no: parole, parole, parole) de «cuánto» derecho de acción y defensa (en verdad) nos corresponde. Esta cuantificación habría comportado un avance sustancial (por lo demás: tantas veces trabajado por la doctrina y la jurisprudencia) de la nueva legislación, en lugar de la construcción —una vez más— de derechos tan indefinidos e indeterminados como el (novedoso) derecho a la calidad defensiva.
Con todo y (muy) a pesar de las críticas (del continente y contenido legal) que acabo de detallar, creo que el conjunto de la legislación aprobada responde (aún desordenado, desestructurado y desconectado) a una necesidad perentoria de modernización de una Justicia —la del segundo cuarto de nuestro siglo (que ahora estrenamos con la feliz entrada al 2025— que estaba adaptada a una sociedad radicalmente distinta a la actual (en lo bueno y en lo malo). La de ahora es (¡sin duda!) más digital, más audiovisual, más industrial, más inclusiva, más líquida, más dinámica, más internacional y más urgente. En su lógica procesal, precisa la configuración de nuevas herramientas tecnológicas, analógicas e híbridas (que ofrezcan respuesta inmediata a problemas perentorios), así como la ideación de fórmulas adaptadas a las causas de vulnerabilidad actualmente existentes (a las de siempre y por supuesto, a las nuevas) y la construcción de una Justicia más integrada, resiliente, económica, flexible, sostenible, sencilla y humana.
La reforma que ahora se estrena rema en favor de este movimiento de sostenibilidad, flexibilidad y urgencia. Pero queda mucho por hacer respecto de otros objetivos (de corto, medio y largo alcance) como (por poner tan solo tres ejemplos de cada una de estas medidas temporales): a corto plazo, la humanización del proceso —¿realmente se va a permitir que existan tantas regulaciones de facilitadores judiciales como Comunidades Autónomas existan en España en lugar de unificar esta figura crucial para la Justicia, no sólo de la discapacidad, sino de la vulnerabilidad en su conjunto?—; a medio plazo, la economía del proceso (su abaratamiento) —¿de verdad los MASC integran el servicio público Justicia y, sin embargo (siendo obligatorios) deben financiarlos (más allá del escaso alcance de la justicia gratuita) los propios justiciables?; y a largo plazo, la digitalización real de la Justicia— ¿en serio aspiramos a la interoperabilidad (incluso a nivel internacional) cuando ni tan siquiera está unificado el sistema de acceso a toda la Justicia española? ¿Seguiremos asistiendo a la creación de diferentes sistemas de gestión procesal (Lexnet, Minerva, Cicerone) cuando la filosofía es precisamente la contraria: la de la unificación (sinónimo —en este caso— de simplificación)? ¿Para cuándo una plataforma única del Poder Judicial?
2. Ante unas reformas de tal calado y una técnica legislativa tan "defectuosa", ¿cuáles son las expectativas —en la teoría y en la práctica— que genera esta legislación?
Las expectativas teóricas son muy esperanzadoras; incluso evocadoras, sugerentes, ilusionantes. Un nuevo modelo de Justicia asentado en dos pilares estructurales: el jurisdiccional —con nuestro prestigioso y consolidado Poder Judicial— y el extrajudicial —con derivación a la misma ciudadanía de la (responsable) resolución de sus propias controversias— sería (de llegar a ser exitosa en el plano de la práctica) la fórmula perfecta: no sólo se descongestionaría la pesada carga de nuestros Tribunales, y con ella el atasco generador de tantas dilaciones (gracias a esta decidida apuesta desjudicialización), sino que —además— se pacificarían las relaciones intersubjetivas con soluciones negociadas, mucho más satisfactorias (win win), económicas y rápidas (evitación del proceso), al tiempo que menos traumáticas que las resoluciones judiciales (impuestas).
La cultura de la paz —pigmentada a través de una heterogeneidad de medios adecuados de resolución de controversias— es la (primera) gran expectativa de la nueva legislación. Esta expectativa —en el plano de los ideales— es muy potente; pero hemos de descender —inmediatamente después— a nuestra (pragmática) realidad cotidiana: ¿realmente pueden restaurarse las relaciones rotas con mecanismos (forzados) de conciliación? Las estadísticas de finalización de procesos civiles dispositivos con acuerdo (cuando lleguen) nos lo dirán y ojalá esta percepción mía (algo pesimista) respecto de la desacertada configuración obligatoria de los MASC sea errónea, pero lo cierto es que la imposición (insisto: por la fuerza) de un nuevo requisito de procedibilidad, adicionado a toda la trayectoria procedimental (ya de por sí bastante cargada de trámites) de nuestros procesos, me parece tan romántica en el marco de los ideales —ese paso por el templo de la concordia antes de entrar en el de la Justicia (contenciosa)— como perturbadora en el de nuestra cotidiana aspiración a la inmediata reparación jurídica.
La regulación legislativa de los MASC debiera haber ofrecido un liderazgo (de provisión y gestión) a nuestros Tribunales, Notarías y Registros —también a los despachos de Mediadora/es, Experta/os y Abogada/os colaboradores (nunca a los contenciosos)— con extraordinaria voluntariedad en su sistema de acceso. La imposición de un trámite más del que habitualmente se ocuparán (es de prever) la/os misma/os Abogada/os que sostendrán en un momento posterior la pretensión contenciosa (de no haber resultado exitoso el concreto mecanismo negociador) contribuirá (muy probablemente) a ralentizar, encarecer y subir el volumen de la contradicción existente en esta filosofía tan española de: «si no aceptas mi propuesta: iré desmesuradamente (contra tí) y, ahora sí: a por todas».
Cuánto más razonable habría sido implementar un sistema flexible, económico y voluntario de resolución extrajudicial de controversias que —desde los distintos despachos de los profesionales del arte de la negociación (a los que ya me he referido)— ofreciese propuestas de solución a los conflictos dispositivos más cotidianos con incentivos tan prometedores como los económicos —en tiempo (la inmediata respuesta) y coste (beneficios fiscales)—, los psicológicos (la victoria del consenso) o, incluso, los emocionales (el convencimiento de que la solución será bien acogida, al tiempo que avalada por un prestigioso especialista en la materia) y, por tanto, sus efectos reparadores perdurarán en el tiempo.
La segunda gran expectativa de esta nueva legislación es la eficiencia (esperada) gracias a la nueva organización territorial (eficiencia organizativa) de nuestra planta judicial con la instauración de los nuevos Tribunales de Instancia (así como del Tribunal Central de Instancia), la creación de las Oficinas de Justicia en los municipios y la redefinición de la Oficina Judicial. ¿Cuál será el impacto real de esta nueva organización territorial en la eficiencia de la Justicia? Realmente es muy difícil de prever; en este caso, cabe apelar a esa expresión de Diógenes: el movimiento se demuestra andando, para evidenciar por qué un Tribunal será (en el futuro) más ágil, dinámico y rápido que un Juzgado o cuánto de bueno traerá un Tribunal Central de Instancia (dividido en Secciones).
Tampoco es fácil augurar el éxito o fracaso del nuevo modelo de Oficina de Justicia en los municipios, cuya estructura administrativa se nutrirá de las anteriores secretarías de los Juzgados de Paz, pero con establecimiento de un catálogo (amplificado) de gestiones dentro de la Administración de Justicia.
Lo cierto y verdad es que la organización territorial clásica —asentada desde hace más de 35 años por obra de la ahora modificada Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985)— precisaba una reorganización: la sociedad actual (esencialmente líquida, internacional, tecnológica e interconectada) se parece muy poco a la de épocas anteriores (más rural, agraria, dispersa, alejada, aislada, poco comunicada, desconectada) y de modo coherente con la nueva forma de vida y de relación (personal, social, económica, laboral), así como del hábitat en que se desarrolla (digital, físico e híbrido), deben instaurarse nuevas dinámicas (también territoriales) de resolución de las controversias.
Resulta razonable (y coherente) que se promueva, desde otras Administraciones Públicas, la «vuelta al entorno rural» (la repoblación humana de la denominada «España vaciada») y se mantenga este «puente judicial» entre la Administración (central) del Estado y las Oficinas de Justicia municipales (con mantenimiento, una vez operada la transformación, de los tradicionales Juzgados de Paz).
Ahora bien, la digitalización de la práctica totalidad de relaciones con las distintas Administraciones Públicas (incluida la Administración de Justicia) gracias a la utilización masiva de la tecnología por parte de una destacada parte de la población (con «sagrado respeto», eso siempre, a quiénes, por la razón o razones que fuere/n, padecen la brecha digital)— impide abogar —en la actualidad— por un necesario enlace físico o puente analógico entre distintos espacios geográficos. La democratización de la tecnología ha traído como efecto positivo (entre otros) la proximidad digital, traducida en la proliferación (además: cada vez mayor) de la asistencia virtual, de las comunicaciones telemáticas y de la inmediación tecnológica. Por esta razón, y sin desmerecer la imperiosa necesidad de ¿disfrutar? de una Justicia próxima (cercana), humana (física) y personalizada (al tiempo que «perceptible»); convendría afrontar una «dosificación» del tiempo, talento y energía encomendado a unas sedes «de enlace físico» con la Justicia —por contraste a otras— (por mucho que quedan configuradas como unidades no integradas en la Oficina judicial del partido judicial), puesto que el objetivo prioritario de la eficiencia organizativa (¡nunca debe perderse de vista!) pasa por la reordenación (fuente de sostenibilidad) del territorio judicial para evitar la sobrecarga de unos Tribunales (también Oficinas municipales y judiciales) por contraste a la infrautilización de otro/as. Y todo ello en difícil combinación con una concentración de la especialización (ahí dónde se precise); de refuerzo ante la focalización de conflictos masivos o recurrentes; y por supuesto, de trabajo (armonioso) «en equipo».
Y es que el trabajo conjunto puede favorecer —siendo este un destacado (acierto) de la nuestra estructura— la homogeneización de la respuesta: así, con el loable objetivo de procurar la igualdad de aplicación e interpretación legal, se instaura una Junta de Jueces y Juezas del Tribunal de Instancia, al tiempo que una Junta de Jueces y Juezas de Sección, destinada —en esencia— al examen y valoración de criterios cuando los jueces, las juezas, los magistrados y las magistradas que la integren sostuvieren en sus resoluciones diversidad de criterios interpretativos en la aplicación de la ley en asuntos sustancialmente iguales.
Resulta también muy positiva (aunque este punto guarde relación indirecta con la nueva organización judicial), como relevante novedad que refuerza la transparencia judicial, la introducción de la publicidad de las normas predeterminadas por las que se rija el reparto de asuntos entre los jueces, las juezas, los magistrados y las magistradas de los Tribunales de Instancia. El reparto que se venía realizando —hasta el momento— en nuestros distintos Juzgados y Tribunales, no ofrecía (desde luego) ningún indescifrable «misterio»; su aprobación estaba amparada en la (razonable) combinación entre las variables de siempre: especialización/carga de trabajo. Pero la publicidad de la Justicia (ahí donde no provoque un perjuicio a la finalidad de la investigación o la respuesta) es siempre positiva: por tanto, cuánta más información (transparencia), mejor.
Finalmente, resulta positivo el establecimiento —¡por fin!— de un triaje judicial (al más puro estilo sanitario); los casos penales más urgentes (los que afectan a los menores de edad) entrarán antes a la sala de operaciones y su cirugía procesal será prioritaria: así, con el loable objetivo de minorar el elevado coste psicológico que provoca la pendencia del proceso penal en todas las personas (de forma especialmente intensa, respecto de las que, a su vez, son menores de edad) se instaura, por fin, ese «triaje judicial» para otorgar una razonable prioridad cronológica a quienes precisan, por razón de su menor edad, una tutela reforzada y encauzada (a pesar de la inevitable victimización secundaria provocada por la revitalización delictiva soportada durante el juicio) a su más pronta, en lo posible, recuperación.
Y volviendo a la cuestión central, la segunda gran expectativa teórica de la nueva legislación —la eficiencia organizativa— provocará un impacto positivoen la práctica si, gracias a la nueva reordenación de los Tribunales y sus oficinas judiciales, así como de sus enlaces de proximidad (oficinas municipales), la respuesta llega con una más destacable sencillez (esto es: con una carga procedimental menos pesada), con una (superior) unificación de la respuesta,y con una considerable mejoría de la economía procesal (inmediatez), traducida —generalmente— también en una mayor economía de coste/as.
Esta apuesta organizativa no solo dependerá (así ha de reconocerse) del acierto o desatino (ojalá lo primero) del nuevo modelo organizativo, sino también —¡y sobre todo!— de sus «fuerzas vivas», esto es, de la capacidad de adaptación de sus principales activos profesionales: de los Jueces y Juezas, de los Magistrado/as —en perfecta armonía jurídica con la/os Fiscales—; y de sus (indispensables) Letrado/as de la Administración de Justicia, como destacados coadyuvantes que son —unos y otros: Fiscales y Letrado/as— de la «buena marcha» de la Administración de Justicia.
3. ¿Cuáles son las reformas más recurrentes —de esta reforma— en los distintos órdenes de nuestra Jurisdicción?
Las reformas más recurrentes son —claramente— tres: la concesión de mayor poder de decisión (en razón de la justa confianza depositada en su elevada labor) al Juez respecto de la conveniencia, o no, de celebración de las vistas, la posibilidad de dictar sentencias orales y la unificación de la casación.
La posibilidad de celebrar (o no) la vista —en el proceso civil (verbal) y en el administrativo (abreviado)— bajo exclusiva discrecionalidad judicial favorece —¡qué duda cabe!— la agilidad del proceso en un trayecto —muchas veces— excesivamente cargado de trámites superfluos e innecesarios, que ralentizan (de forma injustificada) la obtención de la respuesta, con favorecimiento —entre tanto— de la posición (que posteriormente resultará) vencida.
Si el/la Juez tiene el poder de determinar la práctica —o no— de las pruebas (en atención a criterios tan discrecionales como la necesidad, la pertinencia, la utilidad y hasta la coherente proporcionalidad probatoria): ¿cómo no concederle —a su vez— la potestad de decidir la celebración —o no— de la vista destinada (exclusivamente) a su práctica? Era una anomalía —al tiempo que un lastre procesal— el «deber judicial» de celebrar vistas sin el menor contenido por la exclusiva decisión de alguna de las partes.
La posibilidad de dictar sentencias orales se expande a tres ámbitos —civil (juicio verbal); administrativo (procedimiento abreviado) y laboral—. El dictado (de viva voz) de las referidas sentencias —que siempre tendrá lugar al concluir el mismo acto de la vista en presencia de las partes— habrá de quedar documentado en el soporte audiovisual del acto, sin perjuicio de la ulterior redacción por el/la juez/a o el/la magistrado/a del encabezamiento, los hechos probados y la mera referencia a la motivación pronunciada de viva voz, dándose por reproducida, y el fallo integro, con expresa indicación de su firmeza o, en su caso, de los recursos que procedan, órgano ante el que deben interponerse y plazo para ello.
Esta opción es triplemente positiva: primero, por la inmediatez de la respuesta (lo que también redunda en la consecución de una Justicia más rápida y descongestionada); segundo, por la reducción de la ansiedad procesal (resulta evidente que el «estado de pendencia» en el que se encuentran los justiciables queda resuelto, les satisfaga más o menos, con la referida inmediatez de la respuesta); y tercero, por el dinamismo que imprime a la relación y/o situación jurídica (hasta ese momento en expectativa de respuesta).
Y todo ello sin pérdida de garantías procesales, puesto que la ulterior redacción de la sentencia (scripta manent), tras la documentación en el soporte audiovisual del acto (respecto del que ya no puede predicarse volatilidad alguna, precisamente gracias a este soporte: descartado queda el tan temido verba volant) permitirá rebatir (caso de interponerse el ulterior recurso) todos y cada uno de los argumentos (motivos, razones, fundamentos) en los que se ampara el fallo o parte dispositiva (perjudicial) de esa sentencia.
Finalmente, la unificación —en el último orden jurisdiccional que quedaba por reformar: concretamente el social— de la casación amparada en el exclusivo interés casacional es un indiscutible acierto. Por muy divergentes que sean los objetos litigiosos susceptibles de protección judicial en los distintos órdenes de nuestra única Jurisdicción —civil, penal, administrativo y social— lo cierto es que la heterogeneidad casacional —existente hasta el momento— precisaba una urgente estandarización.
Si la casación es (tal y como la tenemos concebida) un recurso excepcional (que no admite confusión con una imposible tercera instancia), entonces el sistema de acceso —en todos sus órdenes— ha de asemejarse; con tantas particularidades cuantas peculiaridades presenten los distintos bienes, situaciones y/o relaciones susceptibles de unánime interpretación por el Alto Tribunal; pero al término, el sistema de acceso (y requisitos exigibles: extensión máxima y otras condiciones extrínsecas, incluidas las relativas al formato en el que deban ser presentados, de los escritos de formalización y de impugnación de los recursos de casación) habrán (es lo lógico) de estandarizarse.
4. Vista en su conjunto, ¿te parece ponderada la reforma operada en los distintos órdenes jurisdiccionales?
La reforma me parece ponderada respecto de la eficiencia organizativa, por cuanto afecta a todos los órdenes jurisdiccionales de forma simétrica. Pero la incidencia de la eficiencia procesal en las distintas ramas de nuestra única Jurisdicción es, sin embargo, desigual y, en cierto modo, desproporcionada: la Justicia civil tiene un gran alcance –(segunda) reformulación del juicio verbal, incorporación de los MASC como presupuesto de procedibilidad, costas y subasta—; la Justicia penal afronta reformas puntuales o aisladas (aunque algunas de ellas: de considerable envergadura) —establecimiento de límites cualitativos a la denuncia telemática; nuevo ámbito de aplicación de la conformidad (con supresión de límites penológicos); ofrecimiento de acciones (a cargo de la Policía judicial) con ampliación de información; medidas de evitación de reiteración de trámites (con sus consiguientes citaciones) y duplicidad de desplazamientos (de partes ofendidas y perjudicadas); redefinición de la audiencia preliminar; citación (únicamente) al Ministerio Fiscal y a las partes así como a los acusados y acusadas; ampliación del ámbito objetivo (de conocimiento) de la audiencia principal; celebración de la audiencia preliminar en ausencia (injustificada) de la parte acusada; celebración de la audiencia preliminar antes del inicio del juicio oral; audiencia previa de la víctima y/o perjudicado (aún no personados) al objeto de delimitar los términos de la conformidad; nueva ordenación (sistemática) de la ejecución penal; tramitación preferente de los procesos penales con víctimas menores de edad; y Justicia restaurativa penal—; la Justicia administrativa apenas aborda dos ejes (los dos, del procedimiento abreviado) —discrecional celebración de la vista y posible sentencia oral—; y, al fin, la Justicia social despliega su reforma en seis objetivos —posible sentencia oral; programación cronológica de agenda compatible de trabajo; impulso de los actos de conciliación (tanto de oficio como a instancia de parte) ante el letrado/a de la Administración de Justicia con la consiguiente descarga de trabajo judicial; potenciación de una conciliación anticipada (en un breve marco cronológico); ampliación del plazo (de cinco a diez días) de antelación a la fecha del juicio, para solicitar diligencias de preparación de la prueba; y reforma del recurso de casación social para la unificación de doctrina—.
Los hitos recurrentes de la eficiencia procesal pasan por la simplificación de trámites —incluso, con evitación (cuando se pueda) del juicio—, agilización de los procedimientos con destino último en la obtención de una respuesta judicial más rápida —sentencia oral— y fomento de la potenciación de la Justicia colaborativa con derivación, en lo posible y factible, a soluciones de negociación civil (privada), conformidad (penal) y conciliación anticipada (laboral). Nos ha faltado la Justicia colaborativa administrativa. ¿Será que tan sólo los justiciables (ciudadanos) podemos someter nuestras desavenencias a soluciones pactadas pero la Administración seguirá gozando (por siempre) de su hegemónica superioridad (también en terreno procesal)? ¿Nada que negociar entre la Administración y sus administrados? ¿Ni siquiera una (suerte) de conformidad premiada?
5. ¿Qué otros ejes habrían debido afrontarse para una completa e integral reforma de la Justicia?
¿Qué otros ejes —de la Justicia 2030: una Justicia sostenible, inclusiva, resiliente y económica— debían haberse afrontado? Lógicamente, como reforma de gran alcance: la completa revisión de la Justicia penal mediante la promulgación de una nueva Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal. Pero sin llegar tan lejos (en este momento de gran inestabilidad política e irascibilidad frente a los grandes cambios legislativos), debiera —al menos— haberse apostado por cinco hitos estratégicos: primero, por una simplificación real de la Justicia civil —con una poda de todos los procesos civiles & mercantiles especiales y nuevo diseño de dos ordinarios (para las pretensiones dispositivas) al tiempo que otro especial (para las indisponibles)—; segundo, por una definitiva potenciación de la Jurisdicción voluntaria judicial, con derivación, en los casos en los que proceda, a los profesionales de la Justicia preventiva (en especial: Notarios & Registradores) de expedientes de baja incidencia contradictoria; tercero, por una decidida humanización procesal, con (detallada) exposición de cuales sean los apoyos o ajustes necesarios para los justiciables afectados por cualquier causa de vulnerabilidad (en los distintos órdenes jurisdiccionales) —entre otras: menor o mayor edad, discapacidad, discriminación social o brecha digital— con un estatuto jurídico (de ámbito estatal) para la figura clave de dicha vulnerabilidad: el facilitador judicial; cuarto, concentración procedimental —y atenuación del encarnizamiento procesal (al que se ven sometidos muchos justiciables)— con la (imprescindible) unificación de los procesos declarativos (de condena) y ejecutivos: ¿cómo se puede explicar, a día de hoy, que tengamos que iniciar hasta dos procesos —tras (seguramente) otros tantos recursos— para obtener (pura y simplemente) lo que nos pertenece); y quinto, la construcción de una única Plataforma Justicia —bajo el dominio exclusivo del Poder Judicial— con una doble vertiente de servicio público judicial —sin servidumbre de paso hacia la Jurisdicción, esto es, sin presupuesto de procedibilidad consistente en la imposición del (involuntario) «intento de solución negociada»— y de servicio público extrajudicial —con ofrecimiento de herramientas (físicas y digitales) gratuitas, a cargo de profesionales especializados (distintos de los Abogados contenciosos) que ofrezcan una garantía de tutela (colaboradora) efectiva en un marco extrajudicial (seguro) de confianza—.
Podría seguir pidiendo (más y más) reformas procesales, pero estas cinco me habrían bastado para inaugurar el año 2025 en la creencia de que —¡por fin!— nos estamos aproximando a la Justicia de calidad, inclusividad, resiliencia y sostenibilidad que merece una democracia (ya) tan avanzada como la nuestra.
6. El nuevo marco legislativo gira en torno a la idea de la Justicia como servicio público, hasta el punto de dar nombre a la LO XXX (de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia) ¿Qué opinión te merece esta concepción de la Justicia?
La Justicia ha sido equiparada tradicionalmente con el Poder judicial, de suerte que la moderna concepción —o más bien: equiparación— de la Justicia con un servicio público ha sido interpretada —por mucha/os— como una degradación de la alta labor judicial: la impartición de Justicia. Sin embargo, más allá de lo que la simple expresión pueda sugerir a una/os y otra/os (toda/os muy condicionada/os —yo misma ¡también!— por las enseñanzas procesales de nuestro tiempo: la deconstrucción es muy compleja, ya se sabe), lo cierto y verdad es que vivimos en un mundo de servicios públicos (y en algunos casos, para quiénes se lo puedan permitir, también privados); a saber, educativo, sanitario, administrativo: ¿por qué no jurídico?
Conforme a mi entendimiento clásico de la Justicia, no la puedo identificar (en un primer momento) con un servicio público más (como si de un suministro de algún bien —incluso, de primera necesidad— se tratase). La elevada labor judicial —la impartición de Justicia mediante sentencias que provocan una auténtica transformación de nuestra realidad jurídica con toda la fuerza ejecutiva de la cosa juzgada (a la que se llegó a equiparar con la «santidad», probablemente tras la ideación de la divinidad judicial)— no parece fácilmente identificable con un (relevante, pero si se me permite: también vulgar) servicio público más. Sin embargo, hemos de someternos a una revolución mental (y ser capaces de romper la inercia del conocimiento procesal adquirido/asentado): los tiempos de la vida son implacables. Como ha llegado la mediación penal a los pasillos de nuestros Juzgados y Tribunales (incluso sin cobertura normativa); o el ChatGPT (de forma ¡hasta gratuita! —en su modalidad más básica—) a nuestros dispositivos electrónicos: así llega —pisando muy fuerte— la revolución procesal. Europa —ahora— también cuenta y los nuevos modelos de Justicia optan por su democratización, externalización y —en lo posible— desjudicialización. Por tanto, la nueva concepción de la Justicia como servicio público —a pesar de la resistencia que, en principio, comporta frente a lo «conocido y sabido»— me parece positiva.
Esta concepción —la de la Justicia como servicio público—,sin embargo, es un punto de partida: ¿hasta dónde nos puede llevar? ¿llegaremos a tener —como sucede con la Educación y la Sanidad— una Justicia pública, otra semipública (o concertada) e, incluso, una Justicia privada? Creo que aquí está la gran cuestión: ¿hasta dónde llegará la externalización judicial (la misma desjudicialización)?
Nos produce rechazo la idea del Juez robot —se alzan voces en favor de la creatividad, la capacidad de improvisación y hasta la misma empatía del Juez humano—; pero no nos parece importar que los bienes de dominio público —o con un marcado interés social— sean de dominio particular y puedan ser susceptibles de negociación privada. Vivimos tiempos de individualismo, de crispación y de polarización, pero —desde el Legislativo— se nos invita a resolver (con toda cordialidad) nuestros propios conflictos, incluso penales (con la novedosa —y arriesgada— supresión de límites penológicos para la conformidad). Pienso que esta noción —la de Justicia como servicio público— tiene connotaciones éticas, filosóficas y jurídicas que debieran definirse para concretar los límites (si es que los va a seguir habiendo: lo cual parece necesario para no provocar una regresión de la venganza privada (Ley del talión): ojo por ojo, diente por diente) de la Justicia (al menos) en vértices tan sensibles como los afectantes a nuestros derechos, bienes y/o relaciones públicas.
7. ¿Y qué opinas del nuevo concepto «abuso de la Justicia como servicio público»?
La imposición de multas por uso abusivo de la Justicia como servicio público —traducida en una (inexplicable) comparativa entre lo que el justiciable dejó de aceptar (en una propuesta de acuerdo) y lo que la sentencia (finalmente) dictaminó como si ese justiciable fuese una especie de «adivino» (que no supo prever ex ante la similitud entre la solución pactada y la judicial)— me parece, por utilizar el mismo término de la nueva legislación, un «abuso» (¡un exceso!) legislativo.
Y soy muy consciente de la imperiosa necesidad de sancionar los comportamientos (estadísticamente muy escasos) de querulantes (inconformistas, estridentes e insaciables) cuyo paso constante por el proceso agota nuestros recursos procesales, al tiempo que (por cierto) convierte la vida de quienes les rodean en un auténtico calvario procedimental sin límite. Pero —salvo estos escasísimos casos (que ya podían ser sancionados, hasta el momento, por otros conceptos como la mala fe procesal)— quién litiga, en la firme —también responsable— convicción de que tiene derecho a lo que pide—, no está —por ello— socavando el sistema, malgastando los recursos judiciales, ni arruinando el erario público: está sencillamente pidiendo el restablecimiento de un derecho, la recuperación de un bien o la restauración de una situación jurídica en la confianza de que el Derecho avala su petición.
De vuelta a casa (y tras una expectativa cierta de obtención de tutela: probablemente alentada por su Abogado), el justiciable puede llevarse —por toda respuesta— una sentencia denegatoria, con imposición de costas y hasta con una multa. ¿Una multa por litigar? Se preguntará un profesional cualquiera: ¿y por qué me la imponen a mí, que soy una persona con escasos conocimientos jurídicos cuya única motivación fue peticionar (o resistirme frente a) lo que considero «de justicia»? ¿Soy yo, acaso, el responsable —con mi humilde petición de justicia— de la congestión de un sistema saturado? Aún es más: ¿soy yo el culpable (caso de haber culpables) de «no aceptar el acuerdo» ante un asesoramiento técnico que me impulsaba a seguir en el procedimiento hasta conseguir lo que me correspondía?
La mera existencia de una multa por litigar (asociada a un supuesto uso abusivo de la Justicia) resulta, de todo punto, incompatible con el mismo ideal Justicia. Pero de persistir en esta (absurda e injusta) idea de recaudar fondos económicos a costa de los justiciables, quien debiera abonarla es el profesional que desactiva (desincentiva) el acuerdo y alienta la disputa. Llegados a este punto, resulta fácil comprender que el/la Abogado/a colaboracionista no debe aunar la doble condición de Abogada/o contencioso en el mismo proceso, sino a riesgo de entrar en esa catarsis de transformación de la propuesta de acuerdo en elevación del volumen conflictivo, desencadenante —¡para colmo!— de la imposición de una multa a quién, sencillamente, se dejó asesorar por sus (mejores o peores) artes (tan inconciliables como esquizofrénicas) colaboracionistas/litigiosas.
8. ¿Crees que los «grandes males» de la Justicia se deben a un déficit estructural (provocado por una insuficiente dotación presupuestaria) o a un problema congénito de ineficiencia?
La cuestión es muy relevante porque si atinásemos con la respuesta, podríamos hacer frente (con mayor probabilidad de acierto) a un buen número de males endémicos de nuestra Justicia: la carestía, la complejidad, la lentitud, la incomprensión y al término: la sensación de que «funciona deficientemente» (cuando la respuesta llega tan tarde que deviene insatisfactoria o, incluso, ineficaz). Creo que estos males se deben (en verdad) a ambas razones —insuficiencia de medios e ineficiencia (provocada por herramientas procesales poco flexibles o disfuncionales)—; pero me resulta muy difícil emitir una respuesta respecto de cuánto porcentaje de fracaso procesal debe imputarse a la insuficiencia de activos humanos —Jueces y Juezas, Magistrado/as, Letrado/as de la Administración de Justicia— o de medios técnicos; y cuánto a la existencia de herramientas legales poco flexibles, ágiles o eficientes.
Sin embargo y muy al contrario de lo que se infiere del Preámbulo de la nueva legislación procesal —donde se nos dice lo siguiente: no parece que ésta sea la causa principal (déficit de recursos) de nuestros problemas crónicos, derivados más bien de la escasa eficiencia de las soluciones que sucesivamente se han ido implantando para reforzar la Administración de Justicia como servicio público— de lo que estoy completamente segura es de que la sostenibilidad del sistema no puede hacerse depender (en exclusiva) de su racionalización. La pobreza de la Justicia no debe combatirse con paciencia, relegamiento, modestia y austeridad. La Administración de Justicia merece una financiación muy superior a la que (tristemente) obtiene cada año: si el sistema continúa así de deprimido (en sus inyecciones económicas), acabará triunfando la implementación de todo lo contrario de lo que se pretende (idealmente) alcanzar: un sistema de Justicia como servicio privado, en el que las leyes del mercado (mucho más economicistas) acabarán por provocar la instauración de expeditivas fórmulas de resolución de controversias, bien alejadas de los ideales de igualdad, equidad, libertad y solidaridad —en la aplicación e interpretación de las normas— a los que siempre hemos aspirado.
9. ¿Cuál es la siguiente «urgencia» de la Justicia que el legislador habría de abordar con inmediatez?
Sin ninguna duda, la gran urgencia de la Justicia es la aprobación de una Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal. Si observamos las fechas de aprobación de nuestras distintas Leyes procesales —en nuestra legislación orgánica: la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio (LA LEY 1694/1985), del Poder Judicial; en el ámbito civil: la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000) y la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria (LA LEY 11105/2015); en el marco penal: la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobada por el Real Decreto de 14 de septiembre de 1882 (LA LEY 1/1882); en el ecosistema administrativo: la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LA LEY 2689/1998); y al fin, en el territorio laboral: la Ley 36/2011, de 10 de octubre, reguladora de la jurisdicción social (LA LEY 19110/2011)— percibiremos rápidamente algo esencial: todas ellas —todas con la única excepción (¡precisamente!) de la más sensible, por comprometer, en su marco de acción, derechos fundamentales de gran envergadura— son leyes posteriores a la aprobación de la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978). ¿Y cuál es la excepción? La que regula todos —¡y cada uno!— de nuestros procesos penales, la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), aprobada por el Real Decreto de 14 de septiembre de 1882 (LA LEY 1/1882), donde se ven comprometidos —¡diariamente!— no sólo los derechos fundamentales de naturaleza procesal (de todos los órdenes jurisdiccionales) como los de acción y defensa —en su conjunción con la asistencia de letrado/a— (tan defectuosamente regulados en la reciente Ley Orgánica 5/2024, de 11 de noviembre, del Derecho de Defensa (LA LEY 25554/2024)); al Juez ordinario predeterminado por la ley; a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías; a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa; sino también —y por enunciar ahora derechos fundamentales de naturaleza procesal genuinamente penal— los derechos a ser informados de la acusación formulada contra ellos (los investigados, encausados, acusados, procesados), a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.
Pero no sólo estos derechos fundamentales están en juego en el proceso penal. Como se sabe, otros muchos pueden (y hasta deben) arriesgarse en el marco de una investigación: desde la (misma) libertad, hasta la privacidad de las comunicaciones, pasando por la inviolabilidad del domicilio, la intimidad, la imagen, el libre desarrollo de la personalidad y hasta la (propia) honorabilidad. Pues bien, los procesos penales donde se encuentran comprometidos los derechos de mayor trascendencia constitucional, están precisamente regulados por una Ley bien alejada —en el tiempo— de la promulgación de la Constitución. Ello no significa, lógicamente, que sea una Ley inconstitucional (ni mucho menos: antidemocrática), por cuanto se ha reformado en un grandísimo número (¡ya hemos perdido la cuenta!) de ocasiones. Pero desde luego, sí resulta claro que es un abrigo procesal —el penal— hecho de retales (¡de restos!) normativos: con sus (consiguientes) vacíos, incoherencias, inconsistencias y contradicciones. Un auténtico campo de minas procesales en un territorio —el criminal— especialmente sensible. La aprobación de una Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal —por tanto— es urgentísima.
10. Y para terminar: la digitalización (aderezada de cierta dosis de IA): ¿cuánta, cómo y cuándo?
La digitalización es un medio: no un fin; es una herramienta, no una respuesta; es una traducción simultánea de una obra maestra, no la construcción original de la propia obra; es un proceso de transformación de lo físico en digital; de conversión de lo analógico en tecnológico. Por tanto, la digitalización es inocua: no comporta el menor riesgo: más allá de la utilización de herramientas —dispositivos electrónicos— de calidad, en una plataforma segura, utilizada por profesionales responsables con destacadas destrezas tecnológicas.
La digitalización de la totalidad de los expedientes judiciales —existentes en nuestro país— debiera haber sido una realidad hace mucho tiempo. Pongo un ejemplo (muy ilustrativo) al respecto: cuando explico —año tras año, en mi aula del Centro Escuelas Pías de la Facultad de Derecho de la UNED— las figuras de la litispendencia y la cosa juzgada (la primera como antesala cronológica de la segunda) a mis estudiantes, les hago ver que dichas excepciones procesales (no subsanables) corren a cargo del demandado, que es el (verdaderamente) interesado en provocar la suspensión provisional (con la litispendencia) o definitiva (con la cosa juzgada) de los procesos civiles; y —ante esta sencilla explicación, que comprenden a la perfección— todos los años me hacen la misma (recurrente) pregunta: ¿por qué no lo detecta el Juez de oficio y así provoca la inadmisión a limine de la demanda en lugar de generar (en el demandado) el elevado coste de su denuncia (a instancia de parte) en una contestación a la demanda que habrá de estar bien estructurada en las restantes excepciones tanto procesales como sustantivas (por si no llega a prosperar este óbice procesal)? Y yo tengo que responderles, humildemente: porque la Justicia de nuestro país no está digitalizada. Los Jueces y Juezas desconocen —de entrada— si un (mismo) objeto litigioso —entre idénticos justiciables— está siendo (en ese preciso momento) objeto de enjuiciamiento —ante otro Juzgado (litispendencia)— o peor aún, si ya lo ha sido y respecto de su respuesta opera la cosa juzgada formal (incluso, también la material). Y mis estudiantes —con sus móviles, ordenadores y tabletas (de última generación) en mano— se quedan estupefactos ante la evidencia de que en la actualidad no exista (ni por el momento, se espere) un nivel de digitalización tal —en Justicia— que permita detectar al Juez la litispendencia y/o la cosa juzgada, provocando con ello un itinerario procesal que llega a agotar una fase completa del proceso: la de alegaciones.
¿La IA, para cuándo? Esos «documentos generativos» que tanto asustaron a la doctrina y a la/os profesionales: ¿de dónde se sacan los datos para alimentar la máquina? ¿cómo se actualizan para evitar la petrificación? ¿quién confecciona el programa? ¿cuál es el algoritmo? ¿de qué forma se garantiza la protección de los datos por contraste a la publicidad de la caja negra? ¿quién se responsabiliza de los fallos? En fin…tantas —y tantas— preguntas, frente a esos (inofensivos) documentos generativos, expedidos a voluntad del Juzgador, manipulables y respaldados por su responsabilidad (individual) para que no conozcamos hasta el momento ni un solo Juzgado/Tribunal en toda la geografía que haga uso de esta única herramienta de IA judicial (bien alejada del Juez robot): —¡me perdone el desconocimiento si algún Juez disfruta (en la actualidad) de semejante apoyo tecnológico que a mí —ahora— no me consta—.
Por tanto: ¿Cuánta? Por el momento, poca o me atrevo a decir: ¡ninguna!.¿Cómo? Sin radicalismo (ni ingenua fascinación).Pero tampoco con excesiva desconfianza (¿es realmente más negra una caja con datos (revisables) y algoritmos públicos que la «mente humana»? Ni con pánico a lo intangible (no es desconocido lo no aprehensible) Y: ¿Cuándo? Aunque parece que queda una eternidad, como la realidad va muy por delante del Derecho, un día nos despertaremos con su (inexorable) implementación en los confines (o incluso: al margen) de la legislación. Para entonces, la (competitividad) empresarial —tan loable como la actividad institucional de cualquier Administración Pública— ya habrá adelantado por la derecha al Poder Judicial y será difícil desandar un camino, ya trazado, de (auténtica) IA judicial.
Muchas gracias, querida Ana, por esta entrevista: Feliz Navidad para toda/os y buen 2025 a la Justicia —cada vez más próxima— 2030.