I. Consideraciones previas
La reforma de la Ley de Sociedades de Capital (LA LEY 14030/2010) operada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre (LA LEY 18457/2014), por la que se modifica la Ley de Sociedades de Capital (LA LEY 14030/2010) para la mejora del gobierno corporativo, constituye —junto con la Ley 5/2021, de 12 de abril (LA LEY 7527/2021), por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital (LA LEY 14030/2010)—, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y otras normas financieras, en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas,
en el ámbito de las sociedades cotizadas —la última gran reforma de nuestro Derecho societario—. Esta reforma, de la que se cumplen ahora diez años, se centró fundamentalmente en modificar el régimen de la junta general y el de los administradores con el objetivo de mejorar la gobernanza de las sociedades.
Dentro de las diversas y relevantes reformas que implementó esta Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014), destaca el esfuerzo por concretar y actualizar el contenido del deber de diligencia. Actualización que trató de completarse, además, con la incorporación legislativa de la conocida como business judgment rule a través del nuevo artículo 226 LSC.
La función principal de la business judgment rule es evitar que las decisiones de los administradores sean materialmente sustituidas en el procedimiento de determinación de la infracción del deber de diligencia. Es decir, que en ese proceso se sustituya el juicio de los administradores por el juicio de oportunidad, ex post, de los jueces encargados de establecer si, efectivamente, existió vulneración del deber de diligencia. En esencia, la regla supone que las decisiones empresariales, esto es, aquéllas decisiones que los administradores adoptan eligiendo entre distintas alternativas la solución que les parece más conveniente para los intereses de la sociedad teniendo en cuenta las distintas circunstancias de ese momento concreto, no podrán ser cuestionadas ni revocadas por los tribunales y que, por tanto, los administradores no podrán ser declarados responsables por las consecuencias negativas de sus decisiones cuando actuaron cumpliendo sus deberes generales.
La razón de ser de la regla de juicio empresarial es, precisamente, dotar de seguridad y estabilidad tanto a los administradores como a sus decisiones empresariales y, con este objetivo, nuestro legislador consideró conveniente positivizar los principios de aplicación de esta regla en 2014.
Transcurridos diez años de esta relevante reforma, entendemos que gran parte de las cuestiones que suscitó la incorporación de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial siguen hoy vigentes. Es cierto que nos hemos ocupado ampliamente en el pasado de este asunto (GUERRERO, C. El deber de diligencia de los administradores en el gobierno de las sociedades de capital, Civitas, 2014; Id. «La protección de la discrecionalidad empresarial en la Ley 31/2014, de 3 de diciembre (LA LEY 18457/2014)», RDM, no 298, 2015), pero entendemos que algunas de las cuestiones analizadas entonces no han perdido vigencia tras una década de positivación de la regla. Por ello, este breve trabajo pretende resumir nuestra posición al respecto y, en concreto, recapitular algunas ideas en torno a tres de las cuestiones que pueden resultar más relevantes y que permiten una aproximación sucinta al «deber ser» de la business judgment rule: la primera, si era o no necesario incorporar la regla al ordenamiento español; la segunda, sobre la técnica empleada por el legislador en la incorporación de la regla; y, finalmente, la tercera, sobre los presupuestos de aplicación de la regla y sus problemas de delimitación.
II. La necesidad de incorporar o no la regla al ordenamiento español
Como es bien sabido, la doctrina de la business jdgment rule proviene del Derecho estadounidense y se consolida en 1984 cuando los tribunales de Delaware, en la sentencia del caso Aronson v Lewis, establecieron la formulación de la regla al afirmar que se trata de «una presunción de que en la toma de decisiones empresariales los administradores de una sociedad actuaron de manera informada, de buena fe y bajo el sincero convencimiento de que la acción era en el mejor interés de la sociedad. Esa decisión será respetada por los tribunales a menos que se demuestre la infracción del deber de diligencia. La prueba recaerá sobre la parte demandante que deberá establecer los hechos que refuten la presunción».
Esta doctrina se fue introduciendo poco a poco en algunos ordenamientos europeos, aunque no siempre con igual incidencia. Mientras algunos Estados han asumido los principios de protección de la discrecionalidad empresarial como parte de su derecho positivo, como es el caso de Alemania que la recoge en el §93.1.2. de la AktienGesetz, otros no consideran que estos principios tengan cabida en el régimen de responsabilidad de los administradores. A medio camino entre ambos modelos se sitúan algunos ordenamientos que no tienen codificados los elementos de la regla, pero sí los reconocen a través de la jurisprudencia y la doctrina, como es el caso de Italia y como era el caso de España hasta 2014, donde nuestros tribunales aplicaban de manera generalizada los principios básicos de protección de la discrecionalidad empresarial (en este sentido, puede verse jurisprudencia previa a 2014 que ya aplicaba de manera generalizada las normas de protección de la discrecionalidad gestora de los administradores para no revisar sus decisiones empresariales STS 991/2011, de 17 de enero de 2012 (LA LEY 29286/2012) CENDOJ, Roj: STS 1686/2012: «corresponde a los empresarios la adopción de las decisiones empresariales, acertadas o no, sin que el examen del acierto intrínseco en sus aspectos económicos pueda ser fiscalizado por los Tribunales ya que, como señala la sentencia de 12 de julio de 1983, aquel « escapa por entero al control de la Jurisdicción». Pese a lo cual, como se sostuvo en la sentencia 569/2010, de 6 de octubre (LA LEY 195081/2010), la trascendencia económica que en las sociedades capitalistas tiene el correcto desarrollo de la vida interna, justifica que dentro de ciertos límites el Estado se inmiscuya, lo que permite el control sobre la lesividad de los acuerdos de sus órganos colegiados, pero como precisa la STS 377/2007, de 29 de marzo (LA LEY 11183/2007) «siempre con cautela y ponderación, para no interferir en la voluntad social y en la esfera de acción reservada por la Ley y los estatutos a los órganos sociales»).
Y, precisamente por esto, se ha cuestionado la necesidad de recoger en la Ley esta regla, pues ya se aplicaba por los tribunales. En esta línea, algunos autores han entendido que la regla estaba implícita y que quizás por ello no era necesario incorporarla al derecho positivo (RONCERO, A. «Protección de la discrecionalidad empresarial y cumplimiento del deber de diligencia» en RONCERO, A. (Coord.) Junta general y consejo de administración en las sociedades cotizadas, Tomo II, Civitas, 2016, págs. 383-425, esp. págs.391 y 399-400). Igualmente, otros han alertado sobre el escaso número de sentencias condenatorias por negligencia en España, entre otros motivos, por el respeto generalizado de nuestros tribunales a la discrecionalidad empresarial, lo que ponía en cuestión la necesidad de positivizarla (GURREA, A. «La cuestionada deseabilidad económica de la business judgment rule en el Derecho español», CEU Working Paper Series, 2014).
Frente a esto, otros sí lo hemos creído necesario, por cuanto los jueces tendrían una delimitación legal —aunque esta genere ciertas dudas—, como ahora veremos —para aplicar la regla y porque, además, es cierto que es una doctrina legal consolidada en todo el mundo (también, ALFARO, J. en la entrada del blog Derecho Mercantil España, del 15 de marzo de 2017, bajo el título «Roncero sobre la business judgment rule»). A este respecto, era conveniente incorporar los principios al ordenamiento español, pero ya en los trabajos publicados en relación con el anteproyecto y con la Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014), alertábamos de los riesgos de «incorporar sin más» los principios de protección de la discrecionalidad gestora de los administradores, por cuanto esto podía desembocar —como en EEUU— en una impunidad de los administradores por la imposibilidad práctica de refutar las presunciones de la regla, como ahora se explicará.
En cualquier caso, tanto los países que sí han codificado los principios como aquellos que se limitan a mantener una aplicación jurisprudencial de esta doctrina, buscan un mismo objetivo: proteger la necesaria discrecionalidad empresarial en la toma de decisiones, evitando que se cuestione en sede judicial y a posteriori el acierto o desacierto de éstas. Sin embargo, la forma en que se aplican estos principios en unos u otros ordenamientos sí que va a ser determinante a la hora de valorar la efectividad del deber de diligencia como medio de control de la actuación de los administradores. Cuestión que, sin lugar a duda, también afecta a la forma en que nuestro legislador incorporó esta regla.
III. Técnica legislativa empleada en la positivación de la regla por la Ley 31/2014
Conviene, en segundo término, detenerse en la fórmula empleada por nuestro legislador en la incorporación de la regla a la LSC en 2014, pues esta regla se ha incorporado a los distintos ordenamientos de manera sustancialmente diferente. Diferencia que se manifiesta, esencialmente, en los efectos de su aplicación.
Por un lado, tenemos la técnica empleada mayoritariamente en EEUU —pues es la recogida en la MBCA y la que aplican los tribunales de Delaware— que considera la regla como una presunción de que los administradores actuaron con información suficiente, de buena fe y en el mejor interés de la sociedad.
Por otro lado, la doctrina minoritaria en EEUU, la contenida en los Principios del ALI, que concibe la regla como un puerto seguro al que los administradores puedan acogerse cuando cumplan los presupuestos de la norma. Esta técnica, con un importante matiz sobre la carga de la prueba que luego veremos, es la fórmula escogida por el legislador alemán en el §93.1.2. AktG.
La cuestión, como hemos apuntado, está en determinar cuál es la diferencia entre uno y otro enfoque, que se sitúa en la carga de la prueba.
Cuando se plantea la regla como presunción, son los demandantes los que deben refutar la actuación diligente demostrando que no concurren los presupuestos de la regla. En estos casos, la business judgment rule opera, no como estándar de conducta, sino como estándar de revisión, lo que se traduce en que a la hora de valorar si un administrador ha sido diligente para determinar si es responsable de los daños causados, los tribunales partirán de la presunción de buena fe, información suficiente y convencimiento de haber actuado en el mejor interés de la sociedad. En este escenario, se exige que sean los demandantes los que deban acreditar que no se cumplen los presupuestos, pues su concurrencia se presume. Esto derivará en que sólo cuando el demandante pueda probar la ausencia de los presupuestos los tribunales revisarán la racionalidad de la decisión. En conclusión, sólo las decisiones manifiestamente irracionales generarán responsabilidad.
En cambio, cuando se plantea la regla como puerto seguro son los administradores los que deben probar que concurren los presupuestos para poder acogerse a la consideración de actuación diligente y, por lo tanto, ésta no será revisada por los tribunales. El puerto seguro, por lo tanto, viene a entender la regla como estándar de conducta, de modo que cuando se cuestiona la diligencia desplegada se comprueba que los administradores han cumplido con el estándar de actuación que permite revisar si la decisión, no sólo fue racional, sino más bien razonable o prudente. Es decir, los administradores que hayan actuado conforme a los presupuestos de la regla están al margen de la responsabilidad, pues sus decisiones no serán revisadas. La clave, en todo caso, reside —como no puede ser de otra manera— en modular este puerto seguro con una adecuada configuración de la carga de la prueba, tal y como se hizo en Alemania.
La fórmula escogida por nuestro legislador en el art. 226 LSC parecía acoger el modelo del puerto seguro cuando afirma que «el estándar de diligencia se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto, con información suficiente y en el marco de un proceso de decisión adecuado».
Cuando el legislador sostiene que el estándar de diligencia «se entenderá cumplido», está definiendo los límites del estándar de conducta. A partir de ahí, de cara a la eventual interposición de una acción por negligencia, tendríamos que acudir a las reglas generales, tanto del art. 236 LSC como las normas generales del derecho procesal (art. 217 LEC (LA LEY 58/2000)), que establecen que pesa sobre el demandante la carga de probar los hechos que sustentan la demanda. Así pues, los demandantes deberán demostrar que no concurren los presupuestos de la regla, pues la norma es clara al establecer que la diligencia se entenderá cumplida.
Esta reforma del art. 226 LSC no vino acompañada de una reforma —que entendemos hubiera sido muy necesaria— del régimen de responsabilidad en términos suficientes. Es cierto que el art. 236 LSC añadió que la culpa se presumirá «cuando se pruebe la ilicitud de la conducta», es decir, cuando el acto sea contrario a la ley o los estatutos; pero esto no resulta suficiente para facilitar el ejercicio de acciones por negligencia.
La presunción de culpabilidad del art. 236 LSC debería ser abordada no tanto desde la perspectiva de la ilicitud de la conducta, sino que sería más efectivo que, cuando se discuta la diligencia, se aligere la carga de la prueba del demandante cuando éste pueda probar la aparente falta de razonabilidad de la decisión. Para ello, se podría apelar a una inversión limitada de la carga probatoria que implique que, una vez los demandantes demuestren que existe un acto o acuerdo que excede los límites de la razonabilidad objetiva, sean los administradores los que deban probar que su decisión fue adoptada de manera suficientemente informada y conforme a un proceso de decisión adecuado y, por lo tanto, que no se puede entrar a valorar el fondo de la decisión.
En este sentido, considero que hubiera sido más adecuado que el art. 236 LSC en lugar de referirse a la presunción de culpa cuando se pruebe la ilicitud de la conducta, se hubiera referido a una presunción de culpa cuando se demuestre «la falta de razonabilidad de la decisión cuestionada».
Para dotar de verdadera efectividad a esta presunción de culpa —evitando al mismo tiempo una desmesurada presentación de reclamaciones de responsabilidad contra los administradores que les sitúe en una posición de constante defensa frente a todo tipo de demandas— sería conveniente establecer un paso previo de admisión a trámite de demandas de responsabilidad por negligencia que se fundamenten en la falta de razonabilidad o el riesgo excesivo de las decisiones o actuaciones. Así, sólo cuando el juez aprecie estos indicios, se admitirá a trámite la demanda y serán los administradores los que tengan la carga de probar que, a pesar de ello, su decisión fue diligente, es decir, que cumplen con los requisitos previstos, esencialmente de actuación en interés de la sociedad, información suficiente y procedimiento de decisión adecuado, pues la buena fe y la ausencia de conflictos de interés son, como ahora veremos, parte del deber de lealtad y como tales corresponde al demandante probar su efectiva existencia y no al administrador demostrar lo contrario. Esta solución podría articularse por la vía de un proceso sumario de previo pronunciamiento, como el que existe en Alemania, sobre la «razonabilidad de la decisión» a la vista de la información suficiente y proceso adecuado.
Una solución en este sentido resolvería, por un lado, la ineficiencia de la diligencia en la actualidad como verdadero medio de control de la gestión, garantizando el acceso de las demandas con fundamento y trasladando la carga de la prueba a los administradores cuando existan indicios de negligencia. Indicios que se traducen en decisiones poco razonables, imprudentes o excesivamente arriesgadas.
Sea como fuere, lo cierto es que la regla, operando como puerto seguro, debe permitir que los administradores que sean capaces de probar la concurrencia de los presupuestos puedan verse protegidos, pues se entenderá que su actuación fue diligente y, por lo tanto, que han cumplido con el estándar de conducta exigido.
IV. Otras cuestiones controvertidas: el ámbito de aplicación de la regla y sus presupuestos
Llegamos así a la tercera de las cuestiones anunciadas, la determinación del ámbito de aplicación de la regla y sus presupuestos, para definir las circunstancias que permiten al administrador acreditar el cumplimiento de la diligencia y, por lo tanto, cómo determinar la revisión formal y material de su actuación, que no de la decisión en sí misma.
Por lo que se refiere al ámbito de aplicación de la regla, el art. 226 LSC habla de «decisiones estratégicas y de negocio sujetas a discrecionalidad empresarial». La determinación del tipo de decisiones que conforme a esta definición quedan al amparo de la regla no es, en cambio, una cuestión tan sencilla y de ello se ha ocupado la doctrina en los últimos diez años (se ha ocupado de esta cuestión RONCERO y entre la doctrina comparada, pero analizando la cuestión desde una perspectiva perfectamente trasladable a España, destaca especialmente el trabajo de BENEDETTI, L. «L'applicabilità della business judgment rule alle decisioni organizzative degli amministratori», Riv. Soc. Anno LXIV Fasc. 2-3-2019, págs. 413 y ss.) En cambio, hay quien ha considerado como el Prof. Alfaro —que la dicción del precepto no plantea problema interpretativo alguno (entrada «Roncero sobre la business judgment rule» Blog Derecho Mercantil España).
Y ello, porque se plantea un problema interpretativo derivado de la dicción literal del precepto, cuando se refiere a «decisiones estratégicas y de negocio».
Con respecto al propio concepto de decisión, entendemos que no hay duda de que el concepto se refiere tanto a conductas activas como a conductas pasivas, por lo tanto, hacer y no hacer como decisión consciente de los administradores entran en la esfera de protección de la regla. No así las inacciones negligentes, las derivadas de la pasividad del consejero, que suponen un incumplimiento del deber de diligencia.
Más dudas ha suscitado, en cambio, la delimitación del concepto de «decisión estratégica y de negocio». En primer término, porque nos hace plantearnos si dentro de este concepto quedan o no incluidas todas aquellas decisiones que no son decisiones de negocio en sentido estricto, sino aquellas relativas a la estructura y funcionamiento de la sociedad. Es decir, si dentro del concepto de decisiones estratégicas podemos incluir aquellas funciones organizativas que desarrolla el órgano de administración discrecionalmente porque forman parte de sus competencias. Este tipo de decisiones son las que en la práctica de las sociedades con sistemas de administración complejos (consejo de administración) toman los administradores sin funciones delegadas, puesto que respecto de las demás suelen limitarse a la supervisión.
Una interpretación restrictiva del precepto puede dar a entender que únicamente se está refiriendo a decisiones de negocio en sentido estricto y a aquellas otras comprendidas en la estrategia empresarial (como planes estratégicos de desarrollo, expansión, reestructuraciones, etc.) que, por supuesto, entren dentro de la esfera competencial y discrecional de los administradores.
Sin embargo, si tenemos en cuenta la redacción del art. 225 LSC —que establece como obligación propia del deber de diligencia la adopción de medidas precisas para la buena dirección y control de la sociedad— este tipo de medidas organizativas deben entrar indudablemente dentro del la esfera de discrecionalidad de los administradores que decidirán en función de las características de la sociedad, las circunstancias imperantes, la situación del mercado, etc.
En definitiva, si la gestión incluye la obligación de estructuración de los diferentes aspectos de la sociedad, ya sea de organización de empresa propiamente dicha, ya sea a nivel administrativo y, por supuesto en la faceta financiera y contable, también este tipo de actuaciones deben entenderse incluidas dentro del concepto de «decisiones estratégicas». Más aún si volvemos a los consejos de administración de grandes sociedades, donde existe una evidente separación entre management y el consejo, donde los consejeros ejecutivos y los principales directivos gozan de gran autonomía y, precisamente para controlar esa libertad, los administradores —todos— deben establecer adecuados sistemas de control; convirtiéndose esa función gestora en una faceta enormemente relevante de la gestión y, consecuentemente, en un modo de articular la responsabilidad de los gestores en función de la diligencia desplegada conforme a sus obligaciones en el plano organizativo.
Hay, en cambio, quien no coincide con esta interpretación porque entiende que las decisiones relativas a la gestión corporativa de la sociedad tienen escaso margen de discrecionalidad y por ende quedan fuera de la regla (DÍAZ MORENO, A. «La business judgment rule en el Proyecto de Ley de modificación de la Ley de Sociedades de Capital» en Análisis GA&P, Julio 2014).
Sea como fure, entendemos que hubiera sido más sencillo —y plantearía menos problemas interpretativos— que el art. 226 LSC se hubiera limitado a establecer como ámbito de aplicación de la regla el de las «decisiones empresariales sujetas a discrecionalidad» y no el concepto jurídico indeterminado de «decisiones estratégicas y de negocio», que no había sido utilizado de manera habitual en nuestro Derecho de sociedades hasta esta Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014). A este respecto, ya la STS de 17 de enero de 2012 aludía, con referencia a un conflicto obviamente anterior a la Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014) y con cita de otras sentencias precedentes como la de 12 de julio de 1983 o la de 29 de marzo de 2007, al concepto de decisiones empresariales de los administradores, cuando se refería a la necesidad de no fiscalizar el acierto o desacierto de las mismas por parte de los tribunales. Esto puede verse claramente en el FD Tercero de la SAP Madrid 233/2020 (Roj: SAP M 6860/2020 - ECLI:ES:APM:2020:6860 (LA LEY 93850/2020))
El concepto de «decisiones empresariales» es el que se aplica en otros ordenamientos, como en Alemania —unternehmerische Entscheidung— que, de hecho, también ha planteado algunos problemas interpretativos en cuanto a sus límites pero que es, en todo caso, un concepto más amplio y desde luego con un uso más generalizado.
Sea como fuere, lo determinante debe ser, precisamente, la exigencia del art. 226 LSC de que sean «decisiones sujetas a discrecionalidad empresarial»; esto es, aquellas que gozan de margen de discrecionalidad que permita a los administradores elegir entre varias alternativas, ya sea gestión en sentido estricto o amplio, incluyendo las directamente encaminadas a la consecución del objeto social, así como las decisiones de organización y funcionamiento interno siempre que no deriven de obligaciones legales o estatutarias (u, obviamente de los reglamentos de junta y/o consejo) concretas, sino que sean expresión del genérico deber de diligente administración.
A este respecto, cabe mencionar que la obligación de respetar las leyes y reglamentos y cumplir con las obligaciones contractuales de la sociedad forma parte del deber de diligencia. Cuando los administradores incumplen obligaciones legales o estatutarias, además de la concreta obligación que infringen, están incumpliendo con el deber general de diligencia, que actúa como clausula integradora de todas las demás obligaciones. No obstante, cabría plantearse si la protección de la regla alcanzaría a los llamados «effcient breach of law». Es decir, si alegando una actuación en defensa del interés social podrán incumplir —en nombre y por cuenta de la sociedad— obligaciones legales, estatutarias o contractuales y argüir actuación informada, de buena fe, desinteresada y en defensa del interés social y evitar incurrir en responsabilidad. A nuestro parecer, esto no será posible y sólo cuando en el cumplimiento legal exista margen de discrecionalidad podría llegar a admitirse con cautelas, pero nunca de manera generalizada (No se puede entrar ahora en esta cuestión, por lo que remito a mi trabajo sobre El deber de diligencia de los administradores… 2014. Igualmente, conviene mencionar en este punto los muy relevantes trabajos de NAVARRO FRÍAS, I. de RDM, 2019 y RdS, 2023).
Finalmente, nos vamos a referir brevemente a los presupuestos de aplicación de la regla recogidos en el art. 226 LSC que establece que el estándar de diligencia se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal, con información suficiente y conforme a un proceso de decisión adecuado.
En primer lugar, resulta llamativo que para concretar cuándo se entiende cumplida la diligencia el legislador recurra a elementos propios de la lealtad como son la buena fe y la ausencia de interés personal.
El motivo de la inclusión de elementos propios de la lealtad radica, muy probablemente, en que nuestro legislador incorporó la regla de manera casi literal a la formulación estadounidense donde la distinción entre lealtad y diligencia no es tan clara.
No haremos, no obstante, más observaciones a este respecto por cuanto excedería de los límites previstos en esta breve reflexión. Sin embargo, si conviene recalcar que, si la business judgment rule sirve para delimitar la diligencia, no se entiende porque se recurre a elementos propios de la lealtad donde, bajo ningún concepto, nos movemos en una posible aplicación de la regla de protección de la discrecionalidad. Y esto mismo sucede con el apartado 2 del art. 226 LSC, cuando dice que no se entenderán incluidas en el ámbito de la discrecionalidad empresarial las decisiones que afecten personalmente a otros administradores y personas vinculadas, particularmente aquellas que tengan por objeto autorizar las operaciones previstas en el art. 230 LSC. Esto significa que estas operaciones están fuera de la protección de la regla, pero no porque no estén incluidas en el ámbito de la discrecionalidad gestora —que generalmente también— sino porque se trata de conductas propias del deber de lealtad, no del de diligencia, y por lo tanto al margen en todo caso de la regla.
Sí creemos acertado, en cambio, el recurso al requisito de información suficiente, no siendo en todo caso una obligación de contenido, sino que se trata de establecer un cierto cuidado a la hora de recabar la información necesaria para la valoración de las decisiones; es decir, poner todos los medios para estar suficientemente informados antes de actuar. Si bien, consideramos que esta exigencia está ya suficientemente cubierta en el propio art. 225 LSC.
Sea como fuere, el presupuesto de información suficiente desemboca en el último de los presupuestos y que permite que, siendo la información suficiente, el proceso de toma de decisiones pueda ser adecuado, el conocido como due care process. Este presupuesto supone que, para valorar la diligencia desplegada en las decisiones tomadas, se tendrá en cuenta no tanto el contenido de la decisión en sí como el proceso de adopción de la decisión. Presupuesto, este del proceso adecuado, que es inevitablemente consecuencia del anterior, el de la información suficiente; de manera que no podrá estimarse un proceso adecuado sin que haya existido previamente información suficiente para la adopción de la decisión. En este sentido se ha pronunciado la —escasa— jurisprudencia posterior a 2014, como la ya mencionada SAP Madrid 233/2020, de 12 de junio (LA LEY 93850/2020).
Esta formulación de la regla, junto con lo que ya hemos mencionado sobre los problemas de la carga de la prueba, hace que la business judgment rule tal y como está configurada desemboque en la materialización del deber de diligencia como una diligencia procedimental; con el consiguiente riesgo de que los gestores se limiten a «preconstituir» la prueba de información suficiente con recurso a informes, documentación y otros elementos probatorios que permitan construir los mimbres para sustentar un proceso de decisión adecuado y que les permita así acogerse a la presunción de actuación diligente.
Más aún si, como se ha mencionado, toda la carga probatoria está en el demandante que deberá refutar la presunción demostrando insuficiencia de información o proceso inadecuado para poder iniciar una revisión de la decisión en sede de responsabilidad. Cuestiones, estas dos, harto complejas por cuanto los demandantes carecerán —generalmente— de acceso a los elementos probatorios.
Por lo tanto, la regla funciona en realidad como presunción de actuación diligente y, además, salvo irracionalidad manifiesta, será una presunción difícilmente refutable (La SAP Madrid 233/2020, de 12 de junio (LA LEY 93850/2020), se refiere, a este respecto a la «temeridad» de los administradores y a «decisiones de carácter irreflexivo» como únicos escenarios en los que «quedará terreno para el debate sobre los límites en que los riesgos resultan asumibles»). Todo ello porque si el demandante fuera capaz de probar la mala fe o el interés personal, estaríamos ante una deslealtad y no una negligencia y entonces los administradores deberían probar que, a pesar de ello, la decisión fue justa para la sociedad.
V. Reflexión final
Tal y como está planteada la business judgment rule y, sobre todo, el régimen de responsabilidad (sin inversión, aunque sea limitada, de la carga de la prueba) la exigencia de responsabilidad por negligencia se presenta como una posibilidad altamente improbable. Prueba de ello es la muy limitada litigación que existe en nuestro ordenamiento a este respecto.
Esto tiene una parte positiva y es la falta de recurso a la vía de la acción de responsabilidad como medida de protesta de socios descontentos con la gestión y que evita que los administradores enfrenten acciones por decisiones empresariales infructuosas, pero diligentes.
En cambio, tiene una vertiente indudablemente más cuestionable, como es la ausencia de un verdadero mecanismo de control de gestión diligente por la configuración de este deber como una diligencia procedimental pura. Esto ha hecho que, por ejemplo, destacadamente en los consejos de sociedades cotizadas, los consejeros sean «auténticos expertos en la business», por el recurrente uso de la exigencia de informes que permita acreditar a posteriori la información suficiente y el proceso de decisión adecuado, pudiendo incluso llegarse a plantear si los administradores están realmente tomando decisiones, es decir, gestionando.
En conclusión, la positivación de la business judgment rule por la Ley 31/2014 (LA LEY 18457/2014), que era en todo caso conveniente, adolece de algunos de los defectos generalizados de esta reforma del 2014. De manera señalada, la implementación de soluciones pensadas para sociedades cotizadas en la parte general y los consiguientes problemas de aplicación que ello supone, como sucede con respecto a la junta en temas como el derecho de información o la impugnación de acuerdos; y en otras cuestiones relacionadas con los administradores como las operaciones vinculadas, la remuneración o la propia conformación del consejo.