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I. Introducción

Resulta indudable que el gran reto del Derecho Penal y, sobre todo, del Derecho Procesal Penal del presente siglo, es la potenciación de los derechos y garantías de la víctima, como persona traída al juicio criminal al margen de su voluntad, por el solo hecho de haber sufrido un menoscabo injusto en alguno de sus bienes jurídicos tutelados por la norma penal (que, no se olvide, por exigencias del principio de «intervención mínima» que impera en esta sede, son los más preciados de que dispone el ser humano). Reto éste que cuenta con el doble propósito, por un lado, de que la sentencia que en definitiva recaiga pueda ser un instrumento lenitivo de su dolor, a través de la más eficaz reparación (ya en forma específica, ya por equivalente pecuniario), de ese daño padecido por la acción típica del delincuente y, por el otro, de mitigar el impacto o trauma que puede llegar a producirle su sometimiento a esa serie o sucesión de actos, no siempre ágiles y confortables para ella, que es el propio proceso y, en orden, precisamente a apartarle del fenómeno de la conocida como victimización secundaria o doble victimización. Pero eso no significa que la rama criminal, sustantiva y adjetiva, del Derecho haya optado por desentenderse de esa parte esencial y necesaria del proceso penal, que es el presunto autor del hecho punible que se halla en el origen de su incoación.

Y es que, ese cambio de perspectiva en esta disciplina jurídica, ese vuelco de la mirada y esa distracción de la atención hacia la otrora preterida figura de la víctima del delito, no puede serlo a costa de dejar de avanzar en el haz de garantías que debe integrar el estatuto de la parte pasiva del proceso, a saber y según las fases, el investigado, el encausado o el acusado, que es frente a quien se ciñe la amenaza de experimentar en sus carnes el castigo más enérgico con que cuenta el ordenamiento jurídico, cual es la pena.

Se trata, en suma, de que esa muy loable intención de potenciar la esfera jurídica del ofendido o perjudicado por el delito, no suponga que se escatime ni el más mínimo esfuerzo, no ya para que no se produzca la sanción de un inocente, que por supuesto, sino, lo que es igual de importante en los Estados democráticos de derecho, para que no se condene a una persona cuya culpabilidad no haya quedado acreditada, más allá de toda duda razonable, tras la tramitación de un proceso con todas las garantías o, lo que es lo mismo, tras el seguimiento de un juicio justo (o, empleando la nomenclatura anglosajona, de un fair trial).

Y es a ese deseo de la búsqueda de la «mayor justicia» del juicio criminal, que se adscriben iniciativas o propuestas como la que a lo largo de esta exposición se va a analizar, y que recién ha fraguado en nuestro ordenamiento tras la reforma operada en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia (LA LEY 20/2025), y que se refiere a la posibilidad de que sea la declaración del acusado la que ponga colofón al rosario de pruebas personales que se practican en el plenario, en lugar de ser, cual hasta ahora había sido la norma y la práctica habitual, aquélla con que dicha fase dé comienzo.

II. Vinculación del diferimiento de la declaración del acusado con la idea de un juicio «más» justo

Sentado lo anterior, surge inmediatamente el interrogante de en qué medida ese cambio en el «orden de los factores», es solamente eso, o sea, una simple cuestión de secuenciación o, por mejor decir, ordenación procesal o si, por el contrario, se trata de algo de mayor enjundia que entronca con la idea de un proceso penal más garantista frente a su parte pasiva, frente al inculpado.

Pues bien, para responder a la pregunta planteada ha de partirse de la idea de que, en términos generales, los ordenamientos procesales penales conciben la declaración del acusado en el plenario como, precisamente, una prueba más de las que pueden practicarse en ese acto. Pruebas que, producidas bajo la vigencia de los principios y garantías de oralidad, publicidad, concentración, igualdad de armas procesales y, sobre todo, inmediación y contradicción, servirán para enervar el principio de presunción de inocencia que asiste a dicho encausado. De ahí que su naturaleza y esencia no difiera, en este punto, de la del resto de las que se van a evacuar en dicho trámite procesal, como son las declaraciones testificales, las periciales o la propia prueba documental (en sus diversas variantes). Así, una declaración autoincriminatoria del encasado puede ser bastante a los efectos de fundamentar una sentencia condenatoria, al igual que puede serlo una heteroincriminatoria, en este caso, siempre que lo manifestado por un coacusado frente a otro venga además avalado por algún elemento periférico dotado de la suficiente robustez. Y ello es así con independencia de cuándo se produzca ese interrogatorio del inculpado. Y de ahí que, desde este punto de vista, el hecho de que la indagación con relación al mismo en el juicio se produzca en este o en ese otro momento, es decir, con precedencia o sucediendo al resto de las pruebas personales del proceso, obedezca más a razones de conveniencia que a otras de más hondo calado.

En los últimos tiempos se ha ido abriendo paso una corriente que aboga por postergar la declaración de la parte pasiva del proceso al momento final de la fase propiamente probatoria del plenario

Mas con ser eso cierto, no lo es menos que en los últimos tiempos, en aquellos países en que el acusado no cierra con su declaración el acto del juicio, se ha ido abriendo paso una corriente que aboga por subvertir este estado de cosas y por postergar la declaración de la parte pasiva del proceso al momento final de la fase propiamente probatoria del plenario. Corriente, y de ahí lo esencial y no meramente formal de la cuestión, que hunde sus raíces en el deseo de superar esa concepción de la manifestación del acusado en juicio como una evidencia más de las que pueden llevarse a término en ese trance procesal, para dotarla de una sustantividad propia, como sería la de constituirse en un instrumento al solo servicio del derecho de defensa, del prístino y sacrosanto derecho de defensa que le asiste.

Siendo ésta la idea que subyace en el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal del año 2020, al señalar, en el parágrafo LXXV de su Exposición de Motivos, bajo la rúbrica «Estructura del Juicio Oral» que: «El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2011 y la Propuesta de Código procesal Penal de 2013 coincidieron sustancialmente en su modelo de juicio oral. Ambos textos trataron de romper con el sistema consolidado en la práctica, de discutible anclaje legal conforme al cual el juicio comienza con la declaración del acusado. Este acto inicial condiciona la dinámica posterior del juicio y vicia la perspectiva con que su objeto ha de ser contemplado. La práctica actual ha llevado a que la acusación, en lugar de verse compelida a demostrar sus tesis, pueda basar su actuación en el cuestionamiento de la versión inicial de los hechos dada por la persona acusada. El actor centra así su actividad en contradecir la tesis manifestada por esta en su declaración inicial, tratando de hacer más creíble la que él mismo sostiene en su escrito de calificación. No ha de ser esta, obviamente, la dinámica de un juicio oral basado en el derecho a la presunción de inocencia. La misión de la acusación es, como se enuncia ya desde el título preliminar de la ley, la de demostrar la tesis de la culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable. Si, una vez practicada la prueba de la acusación, la responsabilidad criminal no está acreditada no es necesaria ninguna actividad probatoria de descargo. En realidad, ha de darse a la persona acusada la oportunidad de dar libremente una versión alternativa a la que, a través de la prueba de cargo, haya expuesto previamente la acusación. Por tanto, en el nuevo modelo de proceso la declaración del acusado podrá producirse una vez abierto el turno de la defensa, en el momento que esta decida y exclusivamente a su propia instancia. En definitiva, el sistema actual de declaración inicial del acusado distorsiona el juego efectivo del principio de presunción de inocencia y genera una práctica procesal puramente dialéctica en la que el juez parece encaminado a elegir la tesis más verosímil entre dos opciones de igual valor, cuando en realidad quien ha de demostrar plenamente sus tesis es la parte acusadora. La defensa ha de poder limitarse a generar una duda razonable sobre esta. A esta idea responde la variación de la posición de la declaración del acusado en la estructura del juicio oral».

Como se ve, en este modelo (aun de lege ferenda a pesar de la última reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), antes aludida), la indagación del acusado en juicio no sería una de las pruebas que cualquiera de las partes pueden proponer en sus respectivos escritos de calificación provisional, y que, por consiguiente, van destinadas a acreditar la versión de los hechos contenida en los mismos, con comprensión de las tesis de cargo de los acusadores (siendo en este punto de recordar cómo, de ordinario, la declaración del inculpado será la primera de las pruebas que se incluirán en el orden interno del escrito de acusación del Ministerio Fiscal), sino un mecanismo puesto exclusivamente al servicio de la defensa para salir al paso con pleno conocimiento de causa (pues no en vano ya se habría evacuado todo el bagaje probatorio a que hubiese lugar), de todo lo practicado que pudiese ir en su contra.

Y de ahí que ese cambio comporte mucho más que una simple variación de orden, para convertirse en un instrumento de potenciación del valor más estrechamente vinculado con el juicio justo, que es el derecho de defensa.

Ahora bien, como no todo en la vida es blanco o negro, sino que presenta matices, habrá quien sostenga que este cambio de punto de vista priva de toda virtualidad a la declaración de un acusado que, sabedor de lo actuado en su contra, difícilmente podrá incurrir en «un renuncio» que le autoincrimine en el hecho delictivo que realmente ha cometido, degradando así la importancia de su declaración hasta el punto de hacerla casi irrelevante.

Pero, a los que así piensan, habrá que recordarles que el proceso penal dista de basarse en el fin de buscar a cualquier precio la condena del inculpado, para, de otro modo, asentarse en la aspiración de sancionarle, en el caso y sólo en el caso, de que el resultado de la prueba practicada (lícitamente y con todas las garantías), lleve, en el aspecto objetivo, a la reconstrucción de una realidad histórica constitutiva de delito y, en el subjetivo, a que, precisamente, su atribuibilidad a ese concreto acusado, no admita el más mínimo asomo de dudas o, lo que es lo mismo, no permita su explicación a través de otra hipótesis «alternativa razonable» a la de cargo, que aboque a la inculpabilidad. Y si ese es su fin, no se concibe una mejor forma de darle al acusado la oportunidad de ofrecer esa versión «alternativa razonable» que puede conducir a su absolución, que la de que éste conozca aquello que ha de contradecir, precisamente, de forma alternativa. Lo cual, ni que decir tiene, que se logrará con mayor plenitud una vez que el mismo sea sabedor de lo que verdaderamente le incrimina y en qué medida lo hace.

III. Fuentes legales de la idea en derecho comparado

Como se acaba de señalar, la opción acerca de que el acusado cierre el turno de intervenciones propio de las pruebas de índole personal en la fase de juicio oral del proceso penal, es una alternativa legal de que se han hecho eco directa o indirectamente algunos ordenamientos (ya permitiendo la posibilidad de que esa declaración tenga lugar en el momento final del juicio, ya autorizando a que ello tenga lugar, siquiera sea nuevamente, en el caso de que se hubiese evacuado con anterioridad, para salir al paso de aquello que le conviniere contradecir, explicar, precisar o aclarar), pero que todavía es vista con recelo por otros que no contemplan esa posibilidad.

Singular es el caso español en que, precisamente al socaire de esos sistemas procesales en que dicho principio, con más o menos matizaciones, estaba instaurado, se fue abriendo paso una corriente, tanto doctrinal, como por parte de una cierta «jurisprudencia menor» e, incluso, con las precisiones que luego se apuntarán, por el propio Tribunal Supremo (especialmente a partir de la sentencia núm. 714/2023, de 28 de septiembre —ECLI:ES:TS:2023:3986 (LA LEY 245801/2023)—), proclive a que fuese el acusado al que pusiese fin con su declaración al debate procesal surgido en torno a las pruebas personales a practicar en el plenario. Y ello, a partir de una interpretación de la legislación procesal penal inspirada por el principio de «favor rei» y en aras a la mejor salvaguarda del nuclear derecho de defensa con que se ha vinculado la cuestión que ahora se analiza. Práctica consuetudinaria que, al final y con el contenido que luego se verá, ha acabado por cristalizar en forma de reforma legislativa.

En este sentido y en referencia a ese régimen comparado en que hundiría sus raíces la corriente señalada, ocupa un lugar preeminente el derecho anglosajón, en general y, el norteamericano, en particular. Si bien que ello con el matiz que representa el hecho de que en puridad éste no contiene una norma alguna que expressis verbis ubique dicha toma de manifestación del inculpado en las postrimerías del juicio criminal.

Así, lo que sucede en Estados Unidos, de acuerdo con lo dispuesto en la Quinta Enmienda de su Constitución, es que se prevé el derecho del acusado a no declarar, pero con la precisión de que en el caso de que elija hacerlo, le corresponderá a su defensa decidir en qué momento se produce esta declaración; lo que, ni que decir tiene que, otorga plena carta de naturaleza a la posibilidad de que se lleve a término una vez hayan sido practicadas las demás declaraciones de testigos e incluso peritos. Pero, eso sí, con el contrapeso de que, en el caso de que opte por someterse a interrogatorio, deberá hacerlo con arreglo a la verdad, so riesgo de incurrir en responsabilidad criminal, por perjurio.

En el ámbito latinoamericano, los ordenamientos divergen a la hora de regular la cuestión. Y lo hacen tanto en el particular, más de esencia, de si la declaración de la parte pasiva del proceso es algo ontológicamente distinto del resto de las pruebas personales, como en el más prosaico del de cuándo ha de producirse esa manifestación. Distinguiéndose asimismo, respecto a esto último, entre los que la residencian en un momento de determinado, de aquellos otros que acaban defiriendo este momento a lo que las partes consignen en sus respectivos escritos de calificación.

Lo que sí que es una pauta casi fija en los sistemas de latinoamérica, es su mayor flexibilidad en orden a que, una vez evacuada la declaración del acusado, aun como cabecera del juicio, éste pueda intervenir en momentos posteriores

Pero lo que sí que es una pauta casi fija en los sistemas de latinoamérica, es su mayor flexibilidad en orden a que, una vez evacuada la declaración del acusado, aun como cabecera del juicio, éste pueda intervenir en momentos posteriores.

En tal sentido, y comenzando por Argentina, señalar que el artículo 378 del Código Procesal Penal Federal (aprobado por la Ley N.o 27063 con las incorporaciones dispuestas por la Ley N.o 27272 y las modificaciones introducidas por la Ley N.o 27482) dispone de manera tajante y sin opción al tribunal a la hora de modificar esta previsión que «Después de la apertura del debate o de resueltas las cuestiones incidentales en el sentido de la prosecución del juicio, el presidente procederá, bajo pena de nulidad, a recibir la declaración al imputado, conforme a los artículos 296 y siguientes, advirtiéndole que el debate continuará aunque no declare. Si el imputado se negare a declarar o incurriere en contradicciones, las que se le harán notar, el presidente ordenará la lectura de las declaraciones prestadas por aquél en la instrucción». Pero todo ello con el matiz de que no obstante «posteriormente, y en cualquier momento del debate, se le podrán formular preguntas aclaratorias», lo que atempera la rigidez del sistema de interrogatorio en primer lugar del mismo.

En Chile, conforme al artículo 326 del Código Procesal Penal (Ley 19696), la declaración del acusado en la vista oral, que se prevé como posibilidad dependiente de voluntad, habrá de producirse siempre al inicio de la sesión del juicio, una vez realizadas las exposiciones acerca de la acusación; si bien que se contempla como un trámite distinto de lo que es propiamente la prueba que ha de practicarse en el juicio, pues no en vano, los artículos 328 y ss. de la norma mencionada se refieren al «Orden de recepción de las pruebas en la audiencia del juicio oral» detallándose entre ellas la de testigos y peritos, separadamente de la indagatoria. Lo que abunda en la idea, antes apuntada, de que dicha declaración no es o, no debe ser, un medio de prueba más de los que se rinden en ese acto, sino que se trata algo distinto, acaso un instrumento al exclusivo servicio de la defensa. Además, como aspecto a destacar, por lo que supone de afianzamiento de esta idea y por lo que representa de vinculación con la cuestión de que el acusado pueda ser oído una vez hayan sido producidas el resto de probanzas en la vista, se le otorga la posibilidad de solicitar ser oído, en cualquier estado, eso sí, con la sola finalidad de aclarar o complementar sus dichos.

En Perú, el Nuevo Código Procesal Penal aprobado por el Decreto Legislativo 957 en la versión dada al mismo por la Ley 32068 (Séptima Edición), en la misma línea de lo regulado en Chile, se contempla la declaración del inculpado, tras los alegatos iniciales como posibilidad en función de su decisión al efecto, pero con el matiz de que en el caso de que rehusara declarar total o parcialmente (…) se leerán sus anteriores declaraciones prestadas ante el Fiscal; y al igual que en el país del altiplano, se le permite, en cualquier estado del juicio solicitar ser oído, con el fin de ampliar, aclarar o complementar sus afirmaciones (y esto sí, como novedad en Perú en relación a ese otro país), declarar si anteriormente se hubiera abstenido; lo cual abre la posibilidad a que, como estrategia defensiva privativamente dependiente de su voluntad pueda acabar declarando a modo de colofón al acto del juicio, sin mayores obstáculos legales. En lo demás, señalar que se contempla la declaración del acusado como integrante del «debate probatorio» pero separadamente de «los medios de prueba admitidos» (artículo 375 de la Ley Procesal), cuya práctica antecederá a éstos.

En Uruguay, el Código del Proceso Penal de 2017 (aprobado por Ley 19293), establece una norma de orden o secuencia de práctica de la prueba al señalar que después de las presentaciones iniciales se recibirá la prueba ofrecida por las partes y la víctima si correspondiere; comenzando por la prueba de la acusación, de la víctima en su caso y finalizando con la prueba de la defensa; determinando después, de forma abierta, que durante toda la duración del juicio, el imputado estará habilitado a realizar las declaraciones que considere pertinentes, eso sí, siempre que el tribunal lo considere oportuno, así como que las partes podrán formularle preguntas, bajo las reglas del examen y contra examen.

En Colombia, pese a la aparente libertad del juez a la hora de decidir el orden en que debe desarrollarse la prueba, esta regla aparece fuertemente matizada al señalarse, a continuación y en términos muy poco sujetos a valoración que, en todo caso, la prueba de la Fiscalía tendrá lugar antes que la de la defensa, sin perjuicio de la presentación de las respectivas pruebas de refutación, en cuyo caso serán primero las ofrecidas por la defensa y luego las de la Fiscalía (así véase el artículo 362 del Código de Procedimiento Penal —Ley 906 2004—).

En Panamá, el Código Procesal Penal (Ley N.o 63 de 28 de agosto de 2008), disciplina en el artículo 368 de dicho texto que «El acusado podrá prestar declaración voluntaria en cualquier momento durante la audiencia. En tal caso, el Juez Presidente de la Sala le permitirá que lo haga libremente, luego podrá ser interrogado, en primer lugar, por el defensor y después podrá ser contrainterrogado por el Fiscal y el querellante. El Presidente podrá formularle preguntas, pero solo destinadas a aclarar sus dichos. En cualquier estado del juicio, el acusado podrá solicitar ser oído, con el fin de aclarar o complementar sus dichos»; para, separadamente, en lo que representa una toma de postura acerca de la diversidad en la esencia de la indagación, de otras evidencias, ocuparse de la «práctica de pruebas» que se desarrollarán «comenzando con la del Fiscal, luego el querellante y al final la defensa».

IV. La situación en España con anterioridad a la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero

Antes de entrar propiamente en el estado de la cuestión objeto de específica consideración en esta comunicación, conviene, siquiera sea en aras a la precisión conceptual, poner de manifiesto lo deficitario e incluso, por qué no decirlo, confuso de la legislación patria a la hora de regular la toma de manifestación del inculpado en el plenario; déficit y confusión que con la nueva redacción de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) dista de haberse paliado.

De esta manera, dos eran y son (pues en este punto la reforma guarda silencio), las quiebras o fallas más importante que la disciplina española presentaba y presenta en una cuestión tan relevante como la audiencia del acusado en un juicio destinado, no se olvide, a dirimir su responsabilidad en un hecho de la gravedad del criminal. Así:

  • Una primera, a propósito del hecho, ciertamente sorprendente, de que, rectitus, la Ley procesal penal (LA LEY 1/1882) española ni siquiera se refiere propiamente a la declaración del inculpado, puesto que se ocupaba sólo de lo que denomina «De la confesión de los procesados y personas civilmente responsables», en una sección independiente, la 1ª, del capítulo III (que, por cierto, se intitula «Del modo de practicar las pruebas durante el juicio oral», lo que, dicho sea desde ya, supone una clara toma de postura acerca de la naturaleza netamente probatoria de esa diligencia), del título III, del libro III, que abarca los artículos 688 a 700 de dicha norma; pero obviando la concreción de lo deba suceder en el caso de que esa confesión o no se produzca o no sea legalmente viable, más allá de una, tan genérica como insatisfactoria, alusión a que «el juicio deba continuar», mas sin referencia expresa alguna a cómo debiera hacerlo y, señaladamente, a que tal prosecución deba serlo con la declaración contradictoria de ese acusado «no confeso» y, en consonancia con ello, al modo en que esta declaración debe producirse para satisfacer las exigencias del principio de contradicción.
  • Y, una segunda, consistente en lo nada acertado tanto de la ubicación, como de la dicción, del precepto orientado a regular el modo de prosecución de ese juicio, y que no es otro que el artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882). Desacierto sistemático que se produce desde el momento en que dicha norma se residencia en la sección dedicada al «examen de testigos» (que sucede a la reservada a la «confesión de los procesados»), lo que ya de por sí lanza un mensaje erróneo acerca de su verdadero alcance, pues puede llevar a pensar que dicha secuenciación se refiere sólo a esta modalidad de prueba personal, con postergación, otra vez, de la declaración del acusado; lo que evidentemente no puede ser tal. Y todo ello sin contar con que el desatino también se extiende a la propia redacción del precepto, dado que la norma en cuestión a la hora de aludir a esa continuación del juicio, hace referencia a que se pase acto continuo, a «la práctica de las diligencias de prueba», pero, una vez más, sin concreción alguna en punto a cuáles deban ser éstas (aparte de la testifical que sí que se menciona seguidamente de forma expresa) y, de nuevo, sin mención concreta alguna a la tan traída declaración del acusado, de cuya expresa referencia huye otra vez el derecho positivo español de forma incomprensible, como si de la «mala peste» se tratase.

Ahora bien, significa eso que ¿más allá de su audiencia para una posible conformidad, el derecho español prescinde de la declaración del acusado en la vista oral?

Ni que decir tiene que la respuesta a este interrogante es forzosamente negativa. Y es que al hilo de esa omisión acabó instaurándose una pauta, generalmente observada, en cuya virtud, acto continuo de interpelar al acusado acerca de si iba a prestar o no dicha conformidad y, justo es reconocerlo, en el común de las ocasiones, obviando ese trámite (pues de ordinario, el juez o tribunal, ya habrá sido previamente advertido por el letrado de la defensa de que el acusado no está dispuesto a «confesar» los hechos y a que no va a haber conformidad), se pasaba, sin solución de continuidad, a su interrogatorio cruzado. Cosa que sucedía porque lo que sí que establecía y establece ese artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), es el orden en que han de practicarse las pruebas en el plenario, indicándose que lo harán en el orden propuesto por las partes, principiando por la del Ministerio Fiscal y la del resto de acusadores y concluyendo con las de las defensas. Siendo que, en la medida en que, como práctica forense monolíticamente instaurada, el Ministerio Público en esa relación de pruebas de que pretende valerse en el acto del juicio, siempre acababa incluyendo en su escrito de calificación, como primera de las evidencias a practicar, el interrogatorio de acusado, la vista criminal siempre principiaba de facto con esa indagación.

A este respecto resulta interesante reproducir los argumentos vertidos sobre el particular por la STS núm. 259/2015, de 30 de abril (ECLI:ES:TS:2015:1718 (LA LEY 50342/2015)) que, a propósito de la respuesta a un motivo de casación fundado en una posible causación de indefensión por el hecho de que en la instancia no se autorizase la declaración del acusado en último lugar, recordaba que «con independencia de la valoración que pueda realizarse desde una perspectiva teórica o de "lege ferenda" sobre cuál debería ser el momento más adecuado para la declaración de los acusados en el juicio oral, lo cierto es que un "usus fori" muy consolidado sitúa esta declaración al comienzo del juicio, con el fin de precisar la versión de los acusados delimitando así las cuestiones fácticas controvertidas». Señalando a continuación, como fuente de «esta práctica judicial habitual», las SSTS de 19 de mayo, 28 y 30 de junio de 1883, así como la Instrucción n.o 51/1883, de la Fiscalía del Tribunal Supremo. Práctica que «trata de suplir una laguna apreciable en la LECrim. (LA LEY 1/1882) que no prevé expresamente un momento procesal para que los acusados puedan ejercer su derecho a declarar, salvo a través del ejercicio de su derecho a la última palabra, que constituye un trámite muy tardío, y escasamente determinante, que se produce cuando el juicio prácticamente ha terminado. En consecuencia, para evitar que el derecho de los acusados a expresarse y aportar su versión se demore a este tardío momento procesal, y teniendo en cuenta que el juicio debe comenzar en todo caso con la lectura de los hechos de la acusación y la pregunta a los acusados sobre su conformidad con los mismos, el "usus fori" determina que, en caso de respuesta negativa a dicha solicitud de conformidad, el juicio comience precisamente con las explicaciones y aclaraciones del acusado, contestando, si desea hacerlo, a las preguntas que le formulen la acusación y su propia defensa».

Y esta situación que, como se dice, era una constante en lo que hacía a la forma de desarrollarse los juicios en España antes la entrada en vigor de reforma operada por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero (LA LEY 20/2025), obedecía, en gran medida, al escaso uso que siempre se hizo de esa regla de excepción, comprendida en el tan traído artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), que permitía al Presidente, a instancia de parte o aun de oficio, apartarse del orden propuesto por las partes para la práctica de la prueba «cuando así lo considere conveniente para el mayor esclarecimiento de los hechos o para el más seguro descubrimiento de la verdad».

Salvedad, hasta el momento presente, puesta en práctica en muy contadas ocasiones y, usualmente, para salir al paso de contingencias menores que podían surgir en el devenir de un juicio, como por ejemplo y, sin ánimo de exhaustividad, la llegada con retraso de un testigo o un perito a la sede del tribunal que motivaba que el Presidente diese entrada a otro subsiguiente en la lista para evitar retrasos o la autorización a un adelantamiento en el orden propuesto en favor de algún interviniente apremiado por algún compromiso ineludible y estimado como justificado por el juez.

Ahora bien, con este panorama ya histórico que ha caracterizado hasta el momento el modo en que se han rendido las pruebas en el juicio oral en España (se reitera, por el orden propuesto por las partes y, dentro de éste, comenzando por las ofrecidas por el Ministerio Fiscal y el resto de acusadores y continuando con las de las defensas; y, a su vez, por ser la que constantemente encabeza los escritos de proposición de aquéllos, principiando con la declaración del acusado, acto continuo de su interpelación acerca de si se confiesa autor del delito y, lógicamente, en el caso de no hacerlo), justo es reconocer que en los últimos tiempos se adivinaba ya un cierto horizonte de cambio al respecto. Cambio que, si bien no en exclusividad, pues había existido algún pronunciamiento anterior que, siquiera sea tangencialmente, había abordado del tema, vino de la mano de la sentencia del Tribunal Supremo núm. 714/2023, de 28 de septiembre (ECLI:ES:TS:2023:3986 (LA LEY 245801/2023)).

V. Panorama a raíz de la STS núm. 714/2023, de 28 de septiembre (ECLI:ES:TS:2023:3986)

Como se decía el unívoco horizonte acerca de la producción de las pruebas en el acto del juicio oral, dentro del derecho español, hasta la resolución que se va a analizar en este epígrafe, sólo se había tambaleado por algún que otro pronunciamiento antecedente aislado, también del Alto Tribunal español que, eso sí, de modo menos directo y decidido que la sentencia de referencia, se había planteado o, por mejor decir, replanteado, la cuestión no sólo de si era más conveniente, sino jurídicamente posible, que fuese la declaración del acusado la que pusiese fin al «intercambio de golpes» que representa la práctica contradictoria de las pruebas personales en el seno del proceso penal.

Así, de entre los pronunciamientos que habían razonado con anterioridad al efecto, merece especial significación la sentencia del Tribunal Supremo núm. 259/2015 (ECLI:ES:TS:2015:1718 (LA LEY 50342/2015)), de 30 de abril, que ya se mencionó más arriba. Resolución ésta cuya relevancia radica no tanto en el hecho de lo didácticamente que aborda el estado de la cuestión en España (en el modo antes reproducido), que también, sino, sobre todo y especialmente, en el análisis que hace del particular a la luz del derecho de defensa, para concluir, verdad que en su no vulneración en un evento en que el juez de instancia no hubo lugar a que el acusado declarase en último lugar, pero ciñendo esa ausencia de causación de indefensión a ese caso concreto y, por lo tanto, abriendo la puerta, siquiera sea a efectos meramente intelectuales, a que con esa forma de producción de pruebas en el proceso, que comienza con la declaración del acusado, «en otro caso concreto», bajo otras premisas y con otras particularidades, sí que pudiese padecer el derecho de defensa.

También es digna de mención, dentro de esta corriente, la sentencia del Tribunal Supremo núm. 228/18, de 17 de mayo (ECLI:ES:TS:2018:1879 (LA LEY 51640/2018)) que, siquiera sea como obiter dictum, desliza el argumento de que «entra dentro de la lógica que si se concibe la declaración del acusado como un medio de defensa y no como una prueba de la acusación, aunque pudiera tener efectos incriminatorios, su interrogatorio se intente una vez practicadas las pruebas propuestas por esta última, de forma que pueda reaccionar, en ejercicio adecuado de su derecho de defensa, frente a los elementos incriminatorios que hubieran resultado de aquellas». Si bien que al igual que la resolución antecedente, acaba excluyendo la afectación del derecho de defensa al no haber concretado el recurrente «en qué extremo concreto, más allá del plano meramente teórico, se habría materializado la misma».

Asimismo, en este somero recorrido por el tratamiento de la cuestión por el Tribunal Supremo, conviene no pasar por alto la sentencia núm. 750/21 (ECLI:ES:TS:2021:3638 (LA LEY 163489/2021)), de 6 de octubre, cuya relevancia acerca del tema tratado no radica tanto en sus considerandos como en el dato de haber recaído en una «causa especial», de competencia por tanto del Tribunal Supremo, que sería el órgano ante el que se habría celebrado el juicio y, en cuyo acto, el propio Alto Tribunal habría autorizado la declaración del inculpado en último lugar.

Siendo así que, llegados a este punto, se impone ocuparse de la resolución que, como se avanzaba, más abiertamente abordó la cuestión objeto de análisis en esta comunicación, y que no es otra que la sentencia del Tribunal Supremo núm. 714/23, de 28 de septiembre (LA LEY 245801/2023), a que se alude como encabezamiento de este epígrafe. Y ello en la medida en que es este el pronunciamiento del Alto Tribunal español, al que, los que se adscribían a la corriente que propugnaba haber lugar a que la declaración del acusado se produjese tras la práctica del resto de las pruebas personales, se agarraban para sostener una cuasi obligatoriedad en que tal fuere la forma de rendición de dicha prueba, en el caso de que tal circunstancia fuese solicitada por la defensa.

Y es que, en efecto, cierto es que, aunque lo fuere «a mayor abundamiento» (puesto que la cuestión fue considerada de oficio por el propio Tribunal Supremo, a propósito de la consideración de un motivo de casación cifrado en la posible vulneración del principio de presunción de inocencia, mas sin que dicho extremo concreto hubiese sido plateado por un recurrente que, eso sí, en la vista oral ante la Audiencia Provincial, solicitó esa declaración del acusado en último lugar), en esta resolución, de entre las conclusiones que se fijaban sobre el particular (como eran la del derecho del letrado a solicitar del juez o Presidente del Tribunal que éste declare en último lugar tras concluir el resto de la práctica de la prueba admitida; la de que ésta petición se cursarse con sentido preclusivo al comienzo del juicio en el trámite del artículo 786.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), tanto en el sumario como en el procedimiento abreviado y resto de procedimientos penales; o la de que, en el caso de ser varios los acusados y alguno de ellos lo interesara que el juez o presidente del Tribunal pregunte al resto, para que, si no lo interesan todos, acordarlo con respecto a aquél o aquéllos que lo hubieren solicitado, declarando el resto al principio de la práctica de la prueba), se acababa sentando que, una petición en tal sentido, no impedía que el juez o presidente del tribunal siguiese interrogando al acusado al comienzo del juicio sobre si reconocía los hechos y se mostraba conforme con la más grave de las acusaciones y que a continuación comenzase su interrogatorio, salvo que el letrado del acusado solicitase que declarase tras la práctica del resto de la prueba. Lo que impulsó a cierto sector doctrinal y a una cada vez más extendida «jurisprudencia menor» a postular que, de esto último, se infería una suerte de derecho incondicionado a que si se formulaba dicha petición por la defensa el juez o tribunal debía acogerla de forma necesaria.

Y esa podía ser la interpretación unívoca, de no ser porque dicha resolución lejos de desvincularlo, volvía a anudar ese derecho o, por mejor decir, su negación, a la efectiva producción de indefensión. O, dicho de otra manera, a que en el caso de haberse inatendido una petición en tal sentido por parte de la asistencia letrada del acusado, le hubiese parado al mismo una merma, no formal, sino material en su derecho de defensa. Lo que, por tanto, entroncaba con los precedentes anteriores del propio Tribunal Supremo, cuales eran los sentados por las antes mencionadas sentencias núm. 259/2015 (ECLI:ES:TS:2015:1718 (LA LEY 50342/2015)), de 30 de abril, 228/18, de 17 de mayo (ECLI:ES:TS:2018:1879 (LA LEY 51640/2018)) y 750/2021, de 6 de octubre (ECLI:ES:TS:2021:3638 (LA LEY 163489/2021)).

Opiniones al margen, lo que sí que abocaba la resolución analizada es una definitiva reinterpretación del artículo 701.6 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), en el sentido de que el presidente del tribunal, a la hora de alterar el orden de la práctica de la prueba, conforme a la secuencia propuesta en los escritos de acusación y defensa, no sólo debía ya tomar en consideración el criterio expresamente explicitado en ese precepto relativo al «mayor esclarecimiento de los hechos o el más seguro descubrimiento de la verdad», sino que también debía tener en cuenta el de la protección frente a una material indefensión.

Circunstancia ésta que, sin ánimo de exhaustividad, podía darse en el caso de admitirse en trámite de «cuestiones previas» otras pruebas personales distintas de las que, a modo de diligencias de investigación, se hubieren practicado en la fase de instrucción y que, por consiguiente, al no estar incorporadas ya a los autos por esa vía, pudieran ser de contenido «sorpresivo» para el acusado y que, además (y de ahí la materialidad en la afectación al derecho de defensa), pudiesen servir de base para fundamentar un eventual fallo condenatorio.

VI. La cuestión tras la reforma del artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero

Después de la reforma operada en nuestro texto procesal penal por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero (LA LEY 20/2025), parece que los deseos de esa corriente de opinión que abogaba porque la declaración del acusado se pospusiese a la fase final del juicio, se habrían hecho realidad. Y se dice que «parece» porque en realidad la reforma se ha quedado a medio camino de colmar las expectativas de los que así pensaban y se manifestaban o, al menos, de los más exigentes dentro de esta corriente de opinión.

Así, es muy cierto que, en la nueva redacción de ese precepto, después de perseverar en la tradicional regla general según la cual «las pruebas de cada parte se practicarán según el orden con que hayan sido propuestas en el escrito correspondiente» y «los testigos serán examinados también por el orden con que figuren sus nombres en las listas», se significa literalmente que «no obstante lo anterior, si a propuesta de su defensa el acusado solicitara declarar en último lugar, el presidente así lo acordará expresamente» y que «sin perjuicio de lo previsto en el párrafo anterior, el presidente, podrá alterar el orden a instancia de parte y aun de oficio cuando así lo considere conveniente para el mayor esclarecimiento de los hechos o para el más seguro descubrimiento de la verdad, sin revocar el derecho del acusado a testificar en último lugar».

Dicción legal de la que se sigue, ahora sin ningún asomo de duda, que la declaración del acusado «en último lugar» será preceptiva para el juez o tribunal en el caso de que tal sea el criterio de la defensa, sin exigencia alguna de justificación al respecto y, lo que es más novedoso e importante, sin posibilidad de que quien preside el acto valore acerca de producción o no de una real indefensión material en el caso de no accederse a una petición en tal sentido.

Con ello se cierra la polémica acerca de la posibilidad de que dicha declaración ponga colofón al juicio; porque con la entrada en vigor de la nueva ley, siempre que lo pida la defensa habrá de procederse en tal sentido, sin margen alguno a la discusión. Pero (y de ahí el «medio camino» de que se hablaba en que se ha quedado la modificación legislativa), se hace a costa, por un lado, de dejar abiertas disfunciones que siguen manteniéndose dentro del sistema y que (¿oportunidad perdida?), no se han pulido aprovechando la reforma y, por el otro, de quedar irresueltos algunos interrogantes que se suscitaban cuando la cuestión era más teórica que práctica, y que cobran aún más trascendencia ahora que la cuestión se ha positivizado, con su «importación» a nuestro derecho.

Así continúan plenamente en vigor las críticas sistemáticas esbozadas más arriba, ninguna de las cuales se ha corregido con la nueva ley y, cuya reproducción, en aras a la brevedad, se va a obviar, con la sola excepción, dada su mayor esencialidad, de la que se contrae al hecho de que, al margen de su «confesión», continúa sin contemplarse expresamente en la legislación positiva la declaración del acusado, al menos, con este nomen iuris, como una de las pruebas que pueden practicarse en el plenario y, lo que es más grave y relevante, al régimen que deba presidir su práctica.

Y es que, es cierto que el artículo 24.2 de la Constitución Española (LA LEY 2500/1978) se hace eco de una serie de derechos que amparan al justiciable, fundamentalmente en el ámbito del proceso penal, tales como el de no declarar contra sí mismo y no confesarse culpable y que, estas garantías son indudablemente aplicables al acusado en un juicio oral por delito. Pero al igual que sucede con ocasión de su comparecencia como investigado o como detenido, en los artículos 118 (LA LEY 1/1882) y 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882), respectivamente, en que se reproducen tales derechos, junto con otros más específicos a la hora de intervenir en tales condiciones, no habría estado demás que un catálogo semejante, que contuviese expresamente facultades tales como la de guardar silencio, la de no contestar a todas las preguntas que se le formulen o la de hacerlo sólo a las de alguna o algunas partes, se hubiese explicitado respecto a quien se encuentra ante un riesgo más inminente, aunque sólo lo sea por lo más avanzado del proceso, de sufrir una condena criminal.

Como tampoco hubiese sobrado referirse a cuestiones como el «sí», el «cómo» y el «hasta dónde» de la facultad del presidente a la hora de dirigir preguntas al encausado una vez terminado el interrogatorio cruzado de las partes o la propia posibilidad o no de contrarréplica, normalmente de la defensa y «a través de su señoría», a esas aclaraciones solicitadas por el propio tribunal.

Ni hubiese sido excesivo aprovechar la ocasión para zanjar la que también empieza a ser una vexata cuestio a propósito del lugar que haya de ocupar el inculpado en la vista, a saber, si en el tradicional «banquillo» de los acusados o en los estrados y en comunicación directa con su letrado.

Y todo hasta llegar, en definitiva, a conformar un verdadero estatuto de la declaración del acusado en juicio. Un estatuto propio y separado de la testifical y de la pericial que hubiese elevado el rango de esta manifestación hasta el punto de erigirlo en un verdadero y exclusivo instrumento reglado al servicio del derecho de defensa; reforzado, si es que se quiere cerrar bien el círculo, por el hecho de que la efectiva práctica de una tal indagación respecto al encausado dependiese de la exclusiva voluntad en tal sentido del letrado encargado de velar por sus intereses en el proceso, quien sería el único habilitado para solicitarla y aun para retirar esa petición en función del propio desarrollo del juicio, con cierre de dicha posibilidad al Ministerio Fiscal y por supuesto que a los demás acusadores.

Además, como se decía, con la reforma no se ha salido al paso de los riesgos que podían y pueden materializarse por la práctica de esa declaración del acusado en el momento final del juicio y de los que alertaba sobre todo la jurisprudencia que había tenido la oportunidad de abordar el tema (y de la que son acusados exponentes las sentencias del Tribunal Supremo núm. 259/15, de 30 de abril — ECLI:ES:TS:2015:1718 (LA LEY 50342/2015)— y 228/18, de 17 de mayo (LA LEY 51640/2018) —CLI:ES:TS:2018:1879—).

Así, y dejando al margen el relativo al escaso valor y/o credibilidad que cabría dar a una tal manifestación de un acusado que, no obligado a decir verdad, podrá orientar su versión a salvar los escollos de corte incriminatorio que resultaren del resto de pruebas ya practicadas con antelación a su declaración, dado que dejaría de considerarse un riesgo al abrazar el cambio de paradigma que conlleva contemplar la declaración del acusado no como un medio más de prueba en el proceso penal, a situar en la balanza en pie de igualdad y para compensar el peso del resto de las evidencias de cargo, sino como un mecanismo sólo en pro de su derecho defensa; dichos peligros se concretarían, en primer término, en la mayor duración y complejidad del juicio y en lo fútil de muchas pruebas que habrían de practicarse al quedar peor enmarcado o más desenfocado el verdadero debate procesal, por no haberse depurado dicha vista de hechos que desde el primer momento podrían ser admitidos por el acusado. Y, en segundo lugar, en la mayor dificultad de las defensas a la hora de someter a contradicción la tesis de otro u otros acusados en el caso de que la declaración de alguno contenga elementos incriminatorios para otro u otros.

Riesgos que podían haberse siquiera orillado, el primero, incluyendo un mandato para que los escritos de defensa hubieran de contener un relato de hechos mínimamente circunstanciado y no pudieran limitarse, cual es la práctica usual en el foro, a la fórmula rituaria de «negar la correlativa».

Y, el segundo, estableciendo una norma similar a la del artículo 674.3 del antes referido anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020 (LA LEY 22837/2020), relativa a que las manifestaciones incriminatorias falsas del acusado que causaren perjuicio a terceros pudieran dar lugar a responsabilidad criminal con arreglo a lo establecido en el Código Penal; manifestaciones entre las que, ni que decir tiene, se comprenderían las vertidas en juicio frente a otros encartados.

VII. A modo de conclusión

Si bien es cierto que toda reforma legislativa que vaya en línea de configurar un proceso penal más tuitivo con cualquiera de las partes en él implicadas es digna de encomio, pues ello será garantía de que resolución que en definitiva se dicte, case más y mejor con la idea de justicia propia de un Estado democrático de derecho; y que, ni que decir tiene que la autorización para que, a instancia de la defensa, el acusado declare una vez que se hayan rendido a su vista el resto de pruebas personales que hayan de practicarse en el juicio, camina en esa dirección, al permitirle contradecir con más conocimiento de causa la tesis de las acusaciones, no lo es menos que la euforia decae cuando el avance no es todo lo completo que sería apetecible.

Siendo esto lo que ha sucedido con la reforma del artículo 701 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) operada por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero (LA LEY 20/2025), que si bien consagra esa opción, otrora sólo esbozada por una cierta jurisprudencia, ha dejado en el tintero otras varias cuestiones relacionadas con la toma de manifestación del inculpado en el plenario que continúan resolviéndose a través de inveterados usos forenses acogidos por la doctrina de nuestros más altos tribunales, a la que se deben los inferiores, pero carentes de apoyo legislativo, en un terreno en el que, al entrar en juego la imposición de la pena criminal, la seguridad jurídica debería ser, como en casi ningún otro, una exigencia ineludible.

Por tanto, es de esperar que esa reforma (que a nadie se le escapa que no tenía por objeto principal actualizar la legislación procesal penal, sino haber lugar a una profunda modificación en la organización de la administración de justicia con la instauración de los tribunales de instancia), no se agote en sí misma y que, antes al contrario, haya sido un anticipo, una primera parada y fonda en la senda de configurar legislativamente un auténtico estatuto jurídico del acusado en juicio. Un estatuto que comprenda una disciplina cumplida y completa acerca, por supuesto que del «cuándo», pero también del «sí» y del «cómo» de la declaración, en el sumo acto del proceso que es el plenario, de la persona sobre la que se ciñe esa amenaza de sufrir el castigo penal.

Otra cosa será una oportunidad perdida.

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