Al acabar los estudios de Derecho, creía que las leyes eran de quienes las hacían. Cuando entré en contacto como abogado con el Derecho práctico, comprobé que el verdadero dueño de las leyes es su intérprete. Desde entonces, he experimentado una dolorida melancolía cada vez que he oído o leído asegurar, con aparente convicción, que los jueces se limitan a aplicar las leyes. Los jueces aplican las leyes, sí. Pero las que su entendimiento recrea a partir de las promulgadas por el legislador. Es así y no puede ser de otra manera, en un régimen democrático. Por cierto, el más deseable de los experimentados.
Dos autos de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo han causado un cierto revuelo en los mentideros de internet. Ambos tienen que ver la Ley orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña (LA LEY 13393/2024). El primero —1 de julio de 2024 (1) — declara inaplicable la amnistía al delito de malversación del que fueron autoras cuatro personas condenadas con la sentencia 459/2019, dictada por la misma Sala el 14 de octubre de 2019 (2) . El segundo —30 de septiembre de 2024— desestima los recursos de súplica planteados frente al anterior. Ambos están enriquecidos con sendos votos particulares de un mismo miembro del tribunal.
Esos autos, con sus correspondientes botos particulares, son un buen ejemplo de cómo los jueces ejercen el dominio sobre las leyes. Antes de comentar la forma en que lo han puesto en práctica con la citada Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), recordaré unos pocos principios semiológicos y su aplicación a los textos legales.
I. Las leyes son mensajes lingüísticos
En la comunicación ordinaria, la que mantenemos tantas veces a lo largo del día sin darnos cuenta, el receptor del mensaje procura entender lo que el emisor le quiere decir con él. Si el cliente de una frutería pide manzanas porque quiere manzanas, se supone que el frutero debe entender manzanas y no peras y, en consecuencia, le venderá la fruta que el comprador desea.
Es responsabilidad del emisor cuidar la calidad del mensaje, para que éste cumpla su función comunicativa. La del receptor, poner atención para captarlo íntegro.
A pesar de los cuidados del emisor y del receptor, pueden producirse malentendidos. El frutero puede entender peras cuando el cliente ha pedido manzanas. Lo normal en esos casos es que se establezca una nueva comunicación entre los interlocutores con objeto de deshacer el equívoco.
Existen tipos de comunicación cuyo fin prioritario no es transmitir información referida a la realidad.
«¿Quién me dijera, Elisa, vida mía, cuando en aqueste valle al fresco viento andábamos cogiendo tiernas flores, que había de ver, con largo apartamiento, venir el triste y solitario día que diese amargo fin a mis amores?» (3)
No importa que Elisa exista o no, que se haya ido o quedado, que sola o en compañía de su amado recoja tiernas flores o cardos espinosos. El poeta no versifica realidades. Las alumbra imaginadas entre bellas palabras. Su único objetivo es producir placer estético. Por eso, una de las peculiaridades de la comunicación poética es que el lector se adueña de la obra que le ofrece el autor, y la disfruta como quiere.
Pues bien, las leyes son mensajes lingüísticos que su emisor dirige a todos —erga omnes—, pero especialmente a los jueces, garantes de su aplicación. Se supone que, como en la comunicación ordinaria, sus destinatarios procuran entender lo que el legislador les quiere decir con ellas. Simplificando mucho, lo esperable es que los jueces entiendan «no» donde el aquél quiere decir «no», y «sí», donde quiere decir «sí».
Pero, la comunicación basada en las leyes también puede dar lugar a malentendidos. Los jueces pueden entender en ellas algo distinto de lo que supuestamente quiso decir el legislador. Esas eventuales confusiones, frente a las surgidas en la comunicación común, tienen mal arreglo. Nuestro ordenamiento no prevé la posibilidad de que los magistrados pidan a los diputados que les aclaren qué han querido decir en tal o cual ley (4) . No dialogan, como hacen el frutero y su cliente.
Por eso, el principio semiológico de que el receptor procure conocer lo que el legislador quiere decirle, pierde fuerza en el caso de las leyes. Así, al menos, parece entenderlo el Tribunal Supremo. He aquí uno de los varios pasajes de su citado auto de 30 de septiembre de 2024 —en adelante, lo nombraré simplemente como auto de 30 de septiembre— en los que late esa idea.
«Cobra así especial significado la jurisprudencia de la Sala Civil del Tribunal Supremo cuando recuerda que "…la labor del intérprete no puede limitarse a identificar la voluntad del legislador, cuya actividad, por otro lado, quedó consumada con la objetiva creación del precepto, el cual pasa a ser el reflejo de aquella (…), sino que ha de averiguar la que se conoce como ‘voluntas legis’, esto es, la voluntad objetiva e inmanente en el texto promulgado" (STS, Sala Primera, núm. 564/2010, 29 de septiembre (LA LEY 195094/2010)).» (5)
Lo determinante en la comunicación establecida con las leyes no sería lo que el legislador quiere decir, sino lo que dice en ellas o, más exactamente, lo que el juez decide que ellas dicen.
Desde el punto de vista comunicativo, las leyes funcionan parecido a como lo hacen los textos poéticos. Los jueces las entienden como les parece.
Aunque la comparación quizá más apropiada habría de hacerse con los textos sagrados. La divinidad, por boca de los profetas, emite oráculos, cuyo significado es descifrado por los exégetas. Del mismo modo, el pueblo soberano, a través de sus representantes, promulga leyes, que personas ungidas para ello: los jueces, interpretan (6) .
La sacralidad de las leyes es algo más que un símil. La sociedad la ha interiorizado, y se manifiesta en la liturgia con que se administra la justicia. Las salas de vistas semejan capillas, con su presbiterio —el estrado— y su zona de bancos corridos para el pueblo fiel. La toga del juez y de los bogados es trasunto de los hábitos que visten el sacerdote y sus acólitos. La ritualización con que se llevan a cabo las intervenciones de los participantes, el silencio y la actitud reverentes, la solemnidad de los juicios, recuerdan las celebraciones religiosas. La primera vez que asistí a un juicio penal, revestido yo también con el traje ceremonial, tuve la sensación de participar en una misa laica.
Es como si la sociedad viese en las leyes, una especie de textos sagrados, cuya interpretación goza de patente divina, validada por reglas hermenéuticas que garantizan su objetividad.
«Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.» (7)
Pero esas reglas, a pesar de expresarse con forma de mandatos —«se interpretarán», futuro imperativo—, no funcionan como tales. Y tampoco garantizan la objetividad que supuestamente propician, puesto que los conceptos en los que se basan, carecen de ella.
¿Cuál es el sentido propio de las palabras? No les es propio ninguno. Tienen el que, en cada acto de comunicación, los interlocutores les atribuyen con base en convenciones aprendidas. El significado no es inmutable. Al contrario, es inestable, cambiante, adaptable a las circunstancias. Así pues, el sentido propio de las palabras que componen las leyes, es el que los jueces dicen que lo es.
Algo parecido ocurre con el contexto. ¿Qué entornos textuales o qué circunstancias habrán de tenerse en cuenta para entender las palabras de que constan las leyes? Los que los jueces deciden. ¿Y qué antecedentes históricos y legislativos? Los que los jueces elijen. ¿Y qué realidad social? La que consideran los jueces. ¿Y cuál es el espíritu —¡nada menos!— de la ley? El que se les aparece a los jueces. ¿Y la finalidad de la ley? La que los jueces identifican.
Las reglas hermenéuticas enunciadas en el artículo 3.1 del Código civil (LA LEY 1/1889) no pasan de ser otro emblema más de la sacralidad de les leyes, invocado a conveniencia por los jueces.
II. Voluntas legislatoris versus voluntas legis aut voluntas iudicis
Curiosamente, la averiguación de la voluntad del legislador —voluntas legislatoris, en el lenguaje litúrgico del foro— no figura entre las reglas hermenéuticas aludidas en ese artículo del Código civil.
El Tribunal Supremo, en el primer párrafo del fundamento de derecho 2 de su citado auto de 1 de julio de 2024 —en adelante, me referiré a él como auto de 1 de julio—, afirma:
«En la tarea hermenéutica que nos incumbe, la voluntad del legislador adquiere un significado especial.»
Tres párrafos después, añade:
«Sin embargo, incurríamos en un error metodológico si nuestra labor interpretativa se contentara con la indagación de lo que el legislador ha querido decir.»
Y en el párrafo siguiente, concluye:
«Indagar la voluntad del legislador es, por consiguiente, indispensable y sirve de pauta hermenéutica de primer orden. Pero esa voluntad no puede imponerse, sin más, al desafío interpretativo, hasta el punto de que el juez no tenga nada que interpretar porque el legislador ya ha dicho bien claro lo que quiere. La función jurisdiccional no tiene como única y exclusiva referencia la voluntad del legislador.»
Para el Tribunal Supremo, la voluntad del legislador es «especial,» y su averiguación, «indispensable». Pero, más allá de esas emotivas palabras, lo decisivo es la interpretación que el juez hace de la ley.
El fundamento de derecho 2.1 del auto de 30 de septiembre representa una apasionada declaración de principios relativos al dominio que los jueces ejercen sobre las leyes. Trascribo sólo algunos fragmentos.
«Solicitar de esta Sala que interpretemos la Ley de Amnistía sin otra referencia que la que proporciona la voluntad del legislador es pedir que abdiquemos de nuestra función como jueces.» (8)
«Los textos legales, en cuanto textos escritos, encierran un mandato que se encuentra inserto en su propia letra. De la voluntad del legislador no queda más que el lenguaje y los conceptos jurídicos mediante los que ha querido materializar su propósito. Por consiguiente, el imperio de la ley sólo puede garantizarse una vez el texto legal publicado es sometido a una interpretación judicial verificada conforme a las pautas hermenéuticas que definen el canon de racionalidad impuesto por el deber constitucional de motivación.» (9)
«La imagen del juez como "boca muda" que debe limitar su función a proclamar consecuencias jurídicas que fluyan de la literalidad de la norma representa una imagen trasnochada que los recurrentes presentan ahora como el ideal democrático de una justicia respetuosa con el poder legislativo.» (10)
«Los términos en que la Ley de Amnistía ha sido publicada no degradan a esta Sala a la condición de simple vehículo formal para una respuesta algorítmica, ajena al hábito argumentativo que preside sus deliberaciones.» (11)
El Tribunal Supremos parece, incluso, dar a entender que la interpretación de las leyes puede y hasta debe traspasar la literalidad de éstas.
«Pero tampoco una interpretación microliteral de la norma puede servir de apoyo exclusivo a la función interpretativa que el art. 117.3 de la CE (LA LEY 2500/1978) atribuye a los jueces y tribunales. Y es que la textura abierta del lenguaje de cualquier norma impide que el alcance de su ámbito aplicativo esté prefijado de antemano por la simple literalidad de sus palabras.» (12)
He leído con cuidado el apartado 3 del artículo 117 de la Constitución (LA LEY 2500/1978) y no he encontrado aludida expresamente la «función interpretativa» de los jueces ni nada parecido. Pero no dudo de que reposa en su interior, esperando que algún exégeta la patentice a conveniencia.
Me ha resultado muy poética y sugestiva la alusión a la «textura abierta del lenguaje de cualquier norma», aunque no sé muy bien a qué se refiere con ella su autor. Y la palabra «microliteral» me ha cautivado. Soy un enamorado de las palabras y ésta me ha parecido bellísima. ¡Microliteral! No la había oído ni leído antes. Tampoco la he encontrado en los diccionarios al uso (13) . El prefijo «micro-» se utiliza para crear nuevas palabras. Pero, por lo que sé, solamente unido a sustantivos: «microclima», «microalga», «microelectrónica», «microchip», «microestructura», «microcrédito», etc. No se combina con adjetivos para formar otros adjetivos (14) . Al menos, nunca he oído ni leído palabras del tipo *microencantador, *microcaliente, *microjurídico, *microasustado, *micrososo. Por eso «microliteral» me ha entusiasmado. Supongo que, con este eufónico, original y enigmático vocablo, el Tribunal Supremo pretende decir que la interpretación de las leyes no debe limitarse al pequeño recorrido de su literalidad, sino que puede e, incluso, debe escaparse de él por entre las rendijas de su textura abierta.
Así pues, de los textos transcritos y de otros cuya reproducción aquí alargaría en exceso este artículo, deduzco que lo prevalente en la interpretación de las leyes, no sería la voluntas legislatoris, sino la voluntas legis tal y como la entiende el juez, lo que equivale a la voluntas iudicis. Lo repito. Me parece una valiente declaración de dominio sobre las leyes. Es como si el Tribunal Supremo plantase su royo de señorío en el Corpus iuris.
Pero, aun en el supuesto de que a los jueces se les exigiese averiguar lo que el legislador quiere comunicar, la situación cambiaría poco. Al no ser posible entablar un diálogo entre uno y otros con el fin de determinar inequívocamente lo que aquél —el legislador— habría querido decir, son éstos —los jueces— quienes lo deciden. Y lo deciden, presumiblemente, como interpretan las leyes: «conforme a las pautas hermenéuticas que definen el canon de racionalidad impuesto por el deber constitucional de motivación» (15) . Preciosísimas palabras que equivalen, en lenguaje común, a «como les parece» o, más descarnadamente, «como quieren». ¿Cuál es el «canon de racionalidad impuesto por el deber constitucional de motivación»? Naturalmente, el que los jueces construyen al efecto.
Pero, se me dirá, esto supone entregar las leyes a la voluntad de los jueces. Pues, sí. Es eso. ¿Y qué problema hay? No es malo. Ni, bueno. Es la única opción posible en el régimen político democrático en el que nos encontramos. Insisto, el más apetecible de los conocidos.
El dominio de los jueces sobre las leyes es inherente al principio de división de poderes. Cada uno de los que forman la trinidad constitutiva del Estado, tiene asignadas funciones distintas y complementarias. La del legislador es promulgar y derogar las leyes. La de los jueces, interpretarlas y aplicarlas en la resolución de los conflictos que se sustancian ante ellos. Uno legisla: artículo 66.2 de la Constitución (LA LEY 2500/1978). Los otros juzgan: artículo 117.3 de la Constitución (LA LEY 2500/1978). Y de la misma manera que confiamos en que los representantes de los ciudadanos promulgan leyes justas, debemos confiar en que los jueces, también representantes, aunque de otra manera, de los ciudadanos, las interpretan y aplican con la misma probidad.
Se encuentra próximo el tiempo en el que la automatización de la justicia subvertirá esta situación. Aplicaciones informáticas decidirán los conflictos jurídicos con más rapidez, más eficacia, más precisión, más objetividad, más acierto y más previsibilidad, que los jueces analógicos de carne y hueso. El precio será el riesgo de que la llamada inteligencia artificial se utilice —jamás será autónoma— no para asegurar la libertad de los seres humanos, sino para tiranizarlos. La garantía de que eso no ocurra, estará en la confección de leyes y programas informáticos que potencien el bien y minimicen el mal, y, sobre todo, poner al mando del botón que arranque y pare la máquina, a personas buenas y honestas.
III. De la teoría a la práctica
Hasta aquí, la teoría. A continuación, la práctica. Veamos cómo opera el dominio de los jueces sobre las leyes, concretamente, cómo el Tribunal Supremo lo ejerce sobre la Ley orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña (LA LEY 13393/2024).
Ésta, como todas las demás leyes, es un mensaje lingüístico que el legislador dirige a todos. Pero, especialmente a los magistrados encargados de repartir el perdón que se regala en ella con prodigalidad. Y como en cualquier acto de comunicación, en éste se habría producido un malentendido.
Algunos recurrentes del auto de 1 de julio sostienen que el Tribunal Supremo ha entendido en esa ley algo distinto de lo que el legislador quiere decir en ella. No lo expresan exactamente así. Pero esa es, más o menos, la idea.
«La defensa del Sr. …, que atribuye a esta Sala la pérdida de cualquier auctoritas para resolver la petición que ahora hace valer, estima que hemos impuesto nuestra voluntad "… por encima del texto de una ley democrática y de facto derogarla en lo que respecta a la malversación. Como con todo acierto se afirma en el voto particular suscrito por la Magistrada Ana Ferrer, ‘cuando se prescinde manifiestamente de la voluntas legislatoris y de la voluntas legis en su interpretación, como ocurre de una manera tan significativa en el caso, la decisión no es interpretativa sino derogatoria'".» (16)
Los malentendidos en la comunicación ordinaria —lo he señalado más arriba— tienen fácil solución. Normalmente, los interlocutores los aclaran hablando entre ellos. Pero, cuando surgen dificultades de entendimiento de las leyes, no les es dado a los jueces pedir explicaciones al legislador. Además, no está claro que quisieran hacerlo, porque mermaría su dominio sobre ellas y, por extensión, sobre las vidas de los demás mortales, ultima ratio del poder.
El problema de los malentendidos es, sin duda, conocido para el autor de las leyes. Por eso, debería haber cuidado al máximo la calidad comunicativa de su mensaje, es decir, de su Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Como emisor responsable, tendría que haber velado por que hubiese llegado al BOE con una redacción clara y precisa. Lo suficiente, al menos, para evitar los indeseados malentendidos. Pero no ha observado sus obligaciones de buen comunicador.
Esa ley no cumple los estándares mínimos de calidad formal deseable; de los otros, mejor no hablar. Ya traté de ello en un artículo anterior (17) . Aquí, añadiré alguna consideración más. Sólo, como recordatorio de su descabalada redacción. El análisis lingüístico de toda ella daría para un abultado y negro estudio de posgrado, a caballo entre Derecho y Filología Hispánica.
Me fijaré en el párrafo identificado con la letra b) en el apartado 1 del artículo 1 de la ley. Valdría cualquier otro, porque, me temo, ninguno es inmaculado desde el punto de vista retórico.
«1.- Quedan amnistiados los siguientes actos …
"b) Los actos cometidos con la intención de convocar, promover o procurar la celebración de las consultas que tuvieron lugar en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017 por quien careciera de competencias para ello o cuya convocatoria o celebración haya sido declarada ilícita, así como aquellos que hubieran contribuido a su consecución.»
Ese párrafo está formado por dos sintagmas nominales. El primero va desde «Los actos cometidos …», hasta «… haya sido declarada ilícita». Su tamaño —50 palabras— es por sí solo un peligro para la buena comunicación. Quien escribe reflexivamente, sabe que, a más extensión de las unidades lingüísticas, mayor riesgo de complicación sintáctica y, por lo tanto, de difícil o mal entendimiento.
En el texto que acabo de transcribir, a la complejidad compositiva, se unen problemas de concordancia. ¿De qué palabra es complemento la frase «por quien careciera de competencias para ello»? El problema está en el deíctico «ello». ¿Cuál es su referente? Se dice en el texto: «para ello». ¿Pero, para qué? ¿Para realizar los actos?, ¿para convocar las consultas?, ¿para promoverlas?, ¿para procurar su celebración?, ¿para todo eso y más?
Otra complicación. Ésta, de coherencia. ¿A qué viene lo de las «competencias»? Supongamos que el pronombre «ello» se refiere a cualquiera de los infinitivos, o a todos juntos, contenidos en el sintagma «convocar, promover o procurar la celebración de las consultas que tuvieron lugar en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017». ¿Hubo algún protagonista de aquellas performances con «competencias» para convocarlas, promoverlas y procurar su celebración? Dado el subjuntivo hipotético «careciera», parece que sí, que lo hubo. Pero yo creía que las tales consultas fueron convocadas por quien o quienes carecían de competencia para hacerlo. ¿A qué viene, entonces, lo de «por quien careciera de competencias»?
¿Y qué es eso de «o cuya convocatoria o celebración haya sido declarada ilícita»? Daré por supuesto que el antecedente del adjetivo relativo «cuya», en simetría con el relativo «que» de «que tuvieron lugar …», es el sustantivo «consultas». O sea que, además de las escenificadas el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017, hubo otras consultas cuya convocatoria o celebración pudieron ser declaradas ilícitas. ¿Y cuáles fueron esas consultas? Porque digo yo que, después de tantos años, se tienen que conocer. Es como si el autor de la norma jugase al despiste con los lectores. Y eso no es bueno, nada bueno para una clara y precisa comprensión de la ley
En el caso del segundo sintagma del párrafo transcrito: «así como aquellos que hubieran contribuido a su consecución», ocurre algo parecido. ¿A quién o a qué señala ese «su»? ¿A la «consecución» de qué? ¿De los «actos», de la «convocatoria», de la «celebración», de las «consultas»? El escritor reflexivo sabe que, a poco que se descuide, los deícticos, del tipo que sean: adjetivos, pronombres, adverbio, emborronan la precisión de su texto. Además, según parece, no bastaba con «Los actos cometidos con la intención de convocar, promover o procurar la celebración …». Había que añadir «así como aquellos [¿actos?] que hubieran contribuido a su [¿de la convocatoria y celebración de las consultas?] consecución»? ¿Tanta diferencia hay entre «celebración» y «consecución» como para necesitar especificar la segunda?
Todo, en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), es materia confundible. Su calidad retórica no es buena. Nada buena. Así que, mejor quede su análisis lingüístico para quien guste de practicar la autoflagelación.
IV. El enriquecimiento, clave para la denegación de la amnistía
Pero la mala redacción de la ley que regala la amnistía sería sólo la causa remota del malentendido origen del desasosiego de los malversadores a quienes el Tribunal Supremo les ha denegado el perdón. La causa próxima se encontraría en el conflictivo entendimiento de una de las palabras que la componen: el sustantivo «enriquecimiento». Este vocablo ha resultado ser la llave que cierra la cancela de la aplicación de la indulgencia a los malversadores secesionistas del cuento, y, creo, un motivo de discordia en el seno del tribunal.
Transcribo, recortados, unos fragmentos del larguísimo —en torno a 1.000 palabras— artículo 1 de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Solamente, los que aluden a «enriquecimiento» y «malversación».
«1. Quedan amnistiados los siguientes actos determinantes de responsabilidad penal, …
a) Los actos cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña, así como los que hubieran contribuido a la consecución de tales propósitos.
"En todo caso, se entenderán comprendidos en este supuesto los actos tipificados como delitos de usurpación de funciones públicas o de malversación, … siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento, …
"b) Los actos cometidos con la intención de convocar, promover o procurar la celebración …
"En todo caso, se entenderán comprendidos en este supuesto los actos tipificados como delitos de usurpación de funciones públicas o de malversación, … siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento, …
"…
"4. No se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a las finalidades previstas en los apartados a) y b) cuando, independientemente de su adecuación al ordenamiento jurídico, no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial.»
Parece claro que las malversaciones secesionistas, también las usurpaciones de funciones públicas —¿las hubo?—, son susceptibles de ser perdonadas conforme a la ley, si y sólo si han cursado sin «enriquecimiento». De ahí la importancia que el Tribunal Supremo da a este vocablo.
«Se impone, en consecuencia, un esfuerzo interpretativo para determinar qué se entiende por enriquecimiento personal de carácter patrimonial.» (18)
Aunque ya antes que el tribunal, el propio legislador se había percatado del detalle, puesto que consideró necesario aclarar lo que debe entenderse por «enriquecimiento». Empaquetó la aclaración en el apartado 4 de dicho artículo. Lo dejo transcrito tres párrafos antes que éste.
La lectura de la presunta aclaración me ha sugerido algunas reflexiones, que paso a exponer.
La primera: sólo lo oscuro necesita ser iluminado. Si el legislador considera necesario precisar en qué no consiste «enriquecimiento», malo. Es porque se entiende poco bien. ¿No habría sido mejor expresar con claridad lo que fuese, para no necesitar explicaciones adicionales?
Segunda reflexión, el legislador ha preferido formular la aclaración en negativo: «No se considerará enriquecimiento …», en lugar de hacerlo en positivo; algo como: «Se considerará enriquecimiento a efectos de …». Un redactor experimentado sabe que las expresiones en negativo como ésta son más complicadas de entender y, por lo tanto, susceptibles de malentenderse.
Tercera reflexión, la aclaración no aclara nada o, como mucho, poco. La repito reducida.
«No se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos … cuando … no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial.»
El problema grave es semántico —hay otros sintácticos que paso por alto— y está causado por las palabras con que ha sido confeccionada.
V. Enriquecimiento personal de carácter patrimonial
El sustantivo «beneficio». E l legislador viene a decir: «no es enriquecimiento la no obtención de beneficio patrimonial». ¿Es que, acaso, hay enriquecimiento sin beneficio?
Pero —se me argüirá— la aclaración está en el adjetivo «patrimonial». Sí, ya sé. Sólo que ese adjetivo, en el contexto en que se encuentra, no aclara nada. He aquí, una vez más, una palabra semánticamente imprecisa.
«Patrimonial» es «perteneciente o relativo a patrimonio», aunque también, «perteneciente a alguien por razón de su patria, padre o antepasado’ (19) . Y «patrimonio» vale por «hacienda que alguien ha heredado de sus ascendientes». Pero, también «conjunto de los bienes y derechos propios adquiridos por cualquier título». Y, en Derecho, es decir, en el argot jurídico, «patrimonio» vale por «conjunto de bienes pertenecientes a una persona natural o jurídica, o afectos a un fin, susceptibles de estimación económica’ (20) . ¿Con cuál de esos significados ha de entenderse el «patrimonial» de la Ley orgánica 1/2024?
El Tribunal Supremo le atribuye, creo, el de «económico» o ´valorable económicamente», que tanto da. Las siguientes palabras así lo sugieren.
«Sin esta premisa impuesta por el concepto jurídico-económico de patrimonio, ....» (21)
¿Pero qué otra cosa puede significar «patrimonial» en la ley orgánica del perdón secesionista si no es «económico’? Y, de significar eso, la aclaración de marras sólo estaría justificada si el legislador, a efectos de aplicar su caritativa amnistía, quisiese evitar que los jueces se equivocasen interpretando que se trata de un enriquecimiento psicológico o moral o afectivo o cultural o, incluso, culinario.
Total, que el redactor de la ley del perdón ha aclarado el significado de la palabra «enriquecimiento» diciendo algo como: «no es enriquecimiento la no obtención de beneficio personal económico». Grullo, Pero Grullo, estaría encantado de atribuirse la autoría de ese aserto.
Lo que el legislador debió hacer es expresar con más claridad y exactitud lo qué quería que la norma dijese respecto a posibles condiciones para la concesión de la amnistía
Cuánto mejor habría hecho si se hubiese ahorrado semejante chafarrinón, que como poco, no añade nada, y, como mucho, embadurna de confusión la susodicha ley. Lo que el legislador debió hacer y no ha hecho es expresar con más claridad y exactitud lo qué quería que la norma dijese respecto a posibles condiciones para la concesión de la amnistía.
La imprecisión del término «enriquecimiento» parece tan evidente, que dudo si no habrá sido buscada de propósito. No me cabe en la cabeza que los juristas-lingüistas que asesoran al legislador —los tiene, supongo—, no le hayan advertido de lo poco que aclara el apartado 1.4 del artículo 1 de dicha ley, y lo confuso que, en conjunto, resulta lo del enriquecimiento. Y, ya de paso, podían haberle avisado también de la deplorable redacción de toda ella.
¿Y si el legislador, consciente de la vaguedad del término, ha buscado que sean los jueces quienes le atribuyan el significado que quieran, y, en consecuencia, repartan la dádiva del perdón como mejor les plazca? Ya sé que suena a conspiranoia. Pero, en el complicado contexto político en el que se ha promulgado la ley de la gracia secesionista, todo es posible.
De lo que no hay duda es de que el nebuloso «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) deja abierta la posibilidad de que los jueces entiendan en esa palabra lo que consideren oportuno. Y nuestro Tribunal Supremo lo ha hecho. En realidad, no le ha quedado más remedio que hacerlo. La imprecisión del término y el papel que le asigna el ordenamiento jurídico como intérprete supremo de las leyes —artículo 1.6 del Código civil (LA LEY 1/1889) (22) — no le daban otra opción.
Y lo primero que ha querido dejar claro es lo que no debe entenderse en ese vocablo.
«Enriquecerse no significa hacerse rico.» (23)
La contundencia de tal afirmación pone de manifiesto hasta qué punto el Tribunal Supremo es consciente de su dominio sobre las leyes y, por lo tanto, sobre la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). No vacila. No se plantea la duda de que su redactor haya querido dar a la palabra «enriquecimiento» (enriquecerse) ese significado que él repudia. Ni siquiera considera la necesidad de indagar la intención del legislador. Tampoco, de explicar por qué rechaza ese significado. Simplemente afirma que enriquecerse no significa hacerse rico, y no hay más que hablar. Se sabe, supongo, exégeta supremo del texto sagrado, el ungido para decir lo que el vocablo significa o, como en este caso, no significa.
Sin querer, me he fijado en que se refiere a «enriquecerse» y no a «enriquecer». «Enriquecerse» —reflexivo— es enriquecerse a sí mismo, procurar el enriquecimiento propio. Parece dar por sentado que la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) alude a «enriquecimiento propio». Pero ésta, salvo mala lectura por mi parte, no habla expresamente de enriquecerse a sí mismo.
En el artículo 1 de la ley, aparece dos veces el sustantivo «enriquecimiento» y, en ninguna, está calificado con el adjetivo «propio» o con un complemento de significación similar. Y en la fallida aclaración arrumbada en el apartado 4 de ese artículo 1, no se habla de «beneficio propio», sino de «beneficio personal». Siento tener que repetirla, aunque sea resumida.
«No se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos … cuando … no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial.»
La cosa es que el tribunal sabe que la ley no hace referencia al enriquecimiento propio.
«Cuando el legislador alude al «beneficio personal» no puntualiza si éste ha de proyectarse sólo respecto del autor que malversa los fondos o también puede afectar a un tercero.» (24)
Sin embargo, parecer olvidarlo, y, entiendo, da continuamente por sentado que se trata de enriquecimiento propio. De ahí lo de «enriquecerse», reflexivo. Es como si hubiese identificado «personal» —«beneficio personal»— con «propio».
Podía, perfectamente, haber interpretado «personal» como «individual, frente a «general», o como «privado», frente a «público», o como «específico», frente a «impersonal». Ello le habría permitido entender el «enriquecimiento» como referido también a los cónyuges de los malversadores o a sus hijos o a sus amigos o a sus vecinos o, incluso, a cualquier «persona». ¿Qué sentido tiene no perdonar al malversador por haberse enriquecido él, con el procés, y perdonar al que ha enriquecido con la misma disculpa, pongo por caso, a su amada o amado amante?
Bien es cierto que identificar «personal» con «propio» es una interpretación perfectamente coherente con la norma común del español. De hecho, el diccionario de la Real Academia propone «propio» como uno de los sinónimos de «personal.» (25) Así que, ¿quién mejor que el Tribunal Supremo —exégeta máximo de las leyes— para saber lo que las palabras de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) significan? Si le ha parecido bien «enriquecerse», pues «enriquecerse», reflexivo. Para ser sincero, cuando la leí por primera vez «beneficio personal» en la ley, entendí «beneficio propio».
VI. Enriquecerse no es hacerse rico
Como he señalado más arriba, el Tribunal Supremo ha interpretado que «enriquecerse» no significa «hacerse rico».
Pero, curiosamente, ese significado es el ofrecido como primera acepción del lema «enriquecer» en el diccionario de la Real Academia: «Hacer rica a una persona, comarca, nación, fábrica, industria u otra cosa. U. m. c. prnl.». (26) Las abreviaturas «U. m. c. prnl.» corresponden a «usado más como pronominal», es decir, «enriquecerse» se utiliza más frecuentemente que «enriquecer».
Esa acepción del verbo «enriquecer» —de él deriva el sustantivo «enriquecimiento»: «Acción y efecto de enriquecer» (27) — es la misma que, con una verbalización algo diferente, se recoge en la primera y la segunda entradas de dicha palabra en el Diccionario de autoridades (28) . El tomo en el que se encuentra —el tercero— apareció en el año 1732:
«Hacer rico y opulento á uno, darle o conferirle bienes abundantes, y que tenga riqueza.»
«Vale tambien hacerse rico y opulento. En este sentido es verbo neutro, y se suele usar como reciproco, diciendo Enriquecerse. »
O sea, durante casi 300 años, el verbo «enriquecer (se)» ha venido usándose con el significado de «hacer (se) rico», «hacer (se) opulento». Incluso, «enriquecer» ya figuraba, más de cien años antes —1611—, en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias. En la entrada «enriquecer», de ese glosario, se remitía a «riqueza», y en ésta, a «rico» (29) .
Salvo mala lectura por mi parte de sus autos, el Tribunal Supremo no ha explicado en ellos por qué ha desdeñado, para «enriquecer (se)», un significado tan castizo y de tan honda raigambre como es el de «hacer (se) rico».
Tal vez el motivo del rechazo esté en que lo de hacerse con un montón de dinero u otros bienes muy valiosos, no encajaría con la caridad practicada por el legislador. No tendría sentido negar la amnistía a quien ha obtenido, con ocasión de la secesión, un millón de euros —para mi modesta hacienda, eso sería hacerse riquísimo— y, en cambio, regalársela al que sólo se ha llevado quinientos. Esos pocos euros no sacan a nadie de pobre. Cuánto menos le hacen rico.
Además, si el tribunal hubiese entendido «enriquecimiento» con el significado de «acción y efecto de hacer (se) rico», se plantearía el problema de establecer un límite de la riqueza con el que decidir si el malversador secesionista debería beneficiarse o no del perdón. ¿Qué cantidad se fijaría para determinar si el malversador se había hecho rico o no? ¿Dos mil euros, cinco mil, veinte mil, cien mil? La hipotética fórmula sería: todo malversador que se haya enriquecido con más de … dos, cinco, veinte mil, cien mil euros —la cantidad que sea— se queda sin amnistía.
Pero la dificultad de fijar ese límite de la riqueza para aplicar la amnistía sería una disculpa insustancial. Estoy seguro de que los todopoderosos exégetas de las leyes podrían haber resuelto el problema, con un chasquido de dedos. Les habría bastado agitar alguna de las tríadas mágicas que manejan con eficaz destreza en casos parecidos. Quizá, la muy potente de la «idoneidad, necesidad y proporcionalidad». Perfectamente el Tribunal Supremo podía haber situado el límite de la riqueza como frontera de la amnistía, en los dos mil euros que he propuesto como ejemplo en el párrafo anterior, o en cinco o en veinte mil. ¿Qué más da? El fundamento racional para el número elegido podía haber sido que se trata de una cantidad idónea, necesaria y proporcional. Aunque también había cabido justificarlo a partir de una interpretación literal, sistemática y teleológica de la norma (30) . La jurisprudencia está llena de conceptos como esos, que, solos o combinados en tripletes e incluso dobletes, permiten a los jueces —valga la hipérbole— convertir el agua en vino.
Pero, aparte de la dificultad —pequeña, como he señalado— que supondría fijar un límite de la riqueza para aplicar la amnistía, habría otra más incómoda. Se necesitaría conocer cuál fue la cantidad exacta en la que se benefició cada uno de los malversadores con ocasión del procés secesionista, y determinar si sobrepasaba o no la establecida como frontera de la riqueza adquirida para no merecer la amnistía. Y ese dato, creo, no consta. Habría que investigarlo y, a estas alturas, sería un lío, sobre todo jurídico. No, no. Lo de «hacerse rico» funcionaría mal como criterio útil para negar la misericordia a los malversadores secesionistas. Así que mejor prescindir de él.
Aunque, bien mirado, quizá sea otro el motivo más potente por el que el Tribunal Supremo ha rechazado el significado de «hacerse rico». Lo de entender «enriquecerse» de esa manera sería poco técnico, muy vulgar, demasiado corriente, para la importancia de una amnistía regalada en un ambiente de extremada hostilidad política contra ella. No recuerdo si el CIS ha proporcionado datos estadísticos sobre la opinión de la ciudadanía respecto a regalar la amnistía a los delincuentes secesionistas.
Al teclear el punto final del párrafo anterior, me ha venido a la cabeza que el legislador, muy probablemente, ni se haya planteado esa sutileza. ¡Nada menos que el significado técnico de las palabras que componen la Ley orgánica 1/2024! Me extraña que, habiendo menospreciado la precisión semántica, digamos, general, se haya acordado de la precisión técnica de las palabras con que la ha fabricado, aunque ambas precisiones deberían ir correlacionadas. A saber lo que ha querido decir con el término «enriquecimiento», aclarado con la perogrullada de «no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial». Estoy convencido de que el redactor puso «enriquecimiento» porque fue lo primero que le vino a la cabeza y, además, no quería quebrársela buscando otra forma más precisa. Pero, en fin, esto no viene al caso. Interesa únicamente lo que el intérprete entiende que la ley dice. Así que, a lo nuestro.
VII. Un nuevo significado para el vocablo «enriquecimiento»
Quizá —no puedo asegurarlo— el Tribunal Supremo ha buscado para el «enriquecimiento» de la referida ley orgánica un significado con categoría, un significado con pedigrí jurídico. No lo dice así. Pero tal vez van por ahí los tiros.
Y lo cierto es que la palabra «enriquecimiento» goza de una larga tradición forense. Antes de su llegada al Diccionario de la lengua española editado por la Real Academia, circulaba ya en algunas sentencias del Tribunal Supremo. Bien es cierto que dictadas por una sala contigua a la autora de los autos de referencia.
He dicho más arriba que «enriquecer» se recoge en el Diccionario de autoridades. Su tomo correspondiente, el tercero, fue publicado en el año 1732. Y ese verbo siguió apareciendo en todas las ediciones del que, en un solo volumen, sustituyó los seis del de autoridades en 1780 (31) . Pero el sustantivo «enriquecimiento», derivado del verbo «enriquecer», no fue incluido en el diccionario monovolumen de la Academia hasta casi doscientos años después. Concretamente, en la decimoquinta edición, aparecida en 1925.
Para entonces, año 1925, el sustantivo «enriquecimiento» llevaba no menos de cincuenta luciéndose, aunque sin prodigarse, en las sentencias de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo. Pero —¡ojo!— no andaba desnudo. Iba siempre vestido con un complemento en forma de adjetivo o de sintagma preposicional. El primero con el que apareció en escena fue, salvo error, el calificativo «torticero» (32) . Y así, se hablaba de «enriquecimiento torticero», en correspondencia con lo dispuesto en la regla 17 del título 34 de la Séptima Partida, que decía:
«E aun dixeron [los sabios antiguos] que ningun non debe enriquecerse tortizeramente con daño de otro.» (33)
También ha girado —siempre en el ámbito del Derecho civil— con otros adjetivos o complementos preposicionales: «enriquecimiento injusto», «enriquecimiento injustificado», «enriquecimiento ilegítimo», «enriquecimiento sin causa», «enriquecimiento con perjuicio de otro» (34) .
El Diccionario panhispánico del español jurídico contiene las siguientes entradas —todas más o menos con el mismo significado—: «enriquecimiento indebido», «enriquecimiento injusto», «enriquecimiento privado no justificado», «enriquecimiento sin causa». En cambio, no incluye el lema «enriquecimiento», así, a secas (35) . Y no lo hace porque el sustantivo «enriquecimiento», sin complementos, carece de significado específico en el argot jurídico. Recuérdese que, en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), se utiliza sin ninguno de los complementos referidos. Lo cual da a entender que su significado nada tiene que ver con tales complementos. O sea, que ha de entenderse sin referencia a lo «injusto» que pueda ser.
Ese mismo diccionario panhispánico incluye también la expresión «enriquecimiento ilícito», como identificativo de cierto delito. Es decir, lo contextualiza en el ámbito del Derecho penal. Pero la localiza en el español de algunos países hispanoamericanos. Ofrece la siguiente definición como usual en Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras:
«Delito contra la Administración pública en el que el servidor público, durante su vinculación con la Administración, o quien haya desempeñado funciones públicas y en los dos años siguientes a su desvinculación, obtiene, para sí o para otro, incremento patrimonial injustificado, siempre que la conducta no constituya otro delito.» (36)
En España, por lo que sé, el concepto de «enriquecimiento injusto» nunca se ha utilizado en el ámbito del Derecho penal. Pero eso no quita para que sea conocido por todos los juristas. El «enriquecimiento injusto» es el perejil de, no digo todas, pero sí, muchas salsas procesales.
En el ámbito el civil, esa expresión y las sinónimas: «enriquecimiento sin causa», «enriquecimiento injustificado», etc., han ido ampliando su significado a medida que se han utilizado en distintas situaciones (37) . En un primer momento, hacían referencia a una transferencia de bienes materiales, dinero incluido, desde el patrimonio del despojado injustamente al del de otra persona. Luego, también se consideró enriquecimiento injusto, a efectos del eventual resarcimiento de daños, la adquisición sin causa de derechos ajenos, así como la posesión sin título que la justificase. Igualmente, fue tenido por enriquecimiento injusto, el aumento, sin motivo y a costa de otro, del valor de los bienes o los derechos ya existentes en el patrimonio del enriquecido. Y, en un nivel más sofisticado, se consideró que podía producirse enriquecimiento injusto con la obtención de beneficios mediante el empleo de bienes y servicios ajenos sin la disminución del patrimonio propio. Este último tipo es el que la doctrina ha denominado «enriquecimiento negativo». Concepto que Luis Díez-Picazo y Antonio Gullón definen así:
«El enriquecimiento negativo se da cuando es evitada una disminución del patrimonio. En este sentido, un no gasto es equivalente a un ingreso. Se comprenden aquí todos los casos en que hay consumo de cosas pertenecientes a otro o servicios recibidos o expensas hechas por un tercero, si el enriquecimiento ha evitado de esta forma un gasto.» (38)
La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, aparentemente, no se ha acordado del viejo concepto «enriquecimiento injusto». De hecho, no lo cita en ninguno de sus dos autos. Pero se trata de un una figura jurídica muy común y, como he dicho, conocida por todos los juristas. Por lo tanto, estoy casi seguro de que ha estado latente en la mente de los magistrados autores de los autos de referencia cuando buscaban el significado idóneo para el término «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). No parece casual que el que le han encontrado a esa palabra, sea parecido al que late en la lexía «enriquecimiento injusto» y que los civilistas denominan «enriquecimiento negativo».
Todo el fundamento de derecho 7.3 de su auto de 1 de julio está dedicado a explicar en qué consiste, en opinión del tribunal, el concepto «enriquecimiento» operativo en la referida ley orgánica. Reconozco que los razonamientos desarrollados en él me han resultado un tanto abstrusos. Por mi torpeza intelectual, sin duda. En cambio, los ejemplos propuestos en su auto de 30 de septiembre me han parecido muy ilustrativos. Se cumple, una vez más, la máxima de que un concepto se explica mejor con un buen ejemplo que con una larga disquisición.
El tribunal propone tres casos hipotéticos, de los cuales, he encontrado especialmente encantador el del padre que paga la boda de su hija o hijo con dinero ajeno. El tribunal lo cuenta de esta manera tan literaria:
«El funcionario que contrata la celebración del banquete de boda de su hija o hijo asume una obligación de pago de la misma, de modo que su importe incrementa su pasivo patrimonial. Su patrimonio resulta aminorado, en relación al momento anterior a la contratación, en el importe del banquete. Si abona el importe con fondos públicos, la obligación que se encontraba en el pasivo desaparece, el patrimonio (activo-pasivo) se incrementa y el funcionario se enriquece personalmente en ese importe.» (39)
No he podido evitar enredarme con los conceptos contables «activo» y «pasivo», presentes también en los otros dos ejemplos: el de un funcionario que, con dinero público, compra una casa para vivienda familiar, y el del alcalde que paga con igual tipo de dinero a un grupo musical para que amenice un mitin de su partido. Pero, a pesar del lío mental que me he montado, creo haber entendido en qué ha consistido el enriquecimiento del funcionario del cuento y, en general, el concepto «enriquecimiento» atribuido por el Tribunal Supremo al término «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024).
Dicho en román paladino y sin literatura contable, el cariñoso padre de familia, pero funcionario desafecto de lo público, se ha dado el gustazo de casar a su hija, o hijo, por todo lo alto o, al menos, por una altura media, además de comerse con los invitados, el menú del banquete, sin que le haya costado ni una perra gorda. Ha obtenido un beneficio con dinero ajeno, sin que su patrimonio haya disminuido. Por lo tanto, el funcionario se ha enriquecido, aunque no se ha hecho rico. Recuérdese: «Enriquecerse no significa hacerse rico». En terminología civilista, ha experimentado un «enriquecimiento negativo».
A partir de ese y de los demás ejemplos, cabe entender que, para la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, «enriquecimiento» es «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio». El tribunal no da esa definición, ni ninguna. Me he permitido componerla yo para formular, lo más sintéticamente posible, lo que, me parece, dice al respecto en sus sofisticados y prolongados autos de 1 de julio y 30 de septiembre. El beneficio determinante de enriquecimiento puede ser diverso, desde la obtención de una casa para vivienda familiar, hasta la actuación de un grupo musical para amenizar un mitin del partido, pasando por el banquete de la boda del hijo o la hija, y, por supuesto, por el montaje de un vodevil secesionista con urnas y todo.
¿El legislador quería que la palabra «enriquecimiento» funcionase con ese significado en su Ley orgánica 1/2024? ¿Es ése el significado que corresponde a la letra de la ley? Imposible saberlo. Lo que sí se sabe es que el Tribunal Supremo, como exégeta máximo de las leyes, dice que ése es el que le va bien al susodicho término y, por lo tanto, su significado es ese. La buena marcha del sistema exige que así se acepte.
VIII. Propósito de enriquecimiento
No obstante, la brillante interpretación del Tribunal Supremo ha hecho que se me planteen algunas dudas.
¿Qué papel desempeña la presencia del sustantivo «propósito» en las inmediaciones del sustantivo «enriquecimiento»? ¿Afecta a su flamante significado? Y, en todo caso, ¿resulta operativo para la aplicación del perdón secesionista? Creo que es la segunda vez que califico la amnistía de secesionista. Por favor, entiéndase bien. Nada de malos rollos.
Encontramos la expresión «propósito de» utilizada ocho veces en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Todas, en su artículo 1. Señalo sólo las apariciones que, creo, interesan ahora.
«…siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento …» (40) y
«… cuando … no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial …» (41)
Recuérdense las palabras del Tribunal Supremo transcritas más arriba:
«Se impone, en consecuencia, un esfuerzo interpretativo para determinar qué se entiende por enriquecimiento personal de carácter patrimonial.» (42)
Cuando, leyendo el auto de 30 de septiembre, llegué a este versículo, no pude evitar carraspear. ¿Por qué —pensé— no dice «… determinar qué se entiende por propósito de enriquecimiento …»? ¿Por qué prescinde de la palabra «propósito» a la hora de interpretar la ley en este aspecto?
Desde el punto de vista lingüístico, cabe preguntar: ¿la presencia del sustantivo «propósito» en el sintagma «propósito de enriquecimiento» significa algo sustancial o es sólo un adorno? En términos técnicos: ¿aporta significado denotativo o sólo, connotativo? Dicho de otra manera: ¿es sustancialmente lo mismo «propósito de enriquecimiento» que «enriquecimiento» a secas? El legislador podía haber dicho: «… siempre que no haya existido enriquecimiento …» y «… cuando … no haya obtenido un beneficio personal de carácter patrimonial…». O sea, sin «propósito de» en ninguno de los dos casos. ¿Por qué añadió esa palabra?
Dada la desmeritada calidad retórica de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), me inclino a malpensar que su autor incluyó «propósito de» por puro gusto de amontonar palabras. Hay quien cree que los mensajes dicen más y mejor si se los llena de ellas. Y, sin embargo, suele ser al revés. Lo único que se consigue atiborrando los escritos de palabras es, normalmente, emborronarlos. Nos pasa a todos. Incluso, a los eximios escritores de sentencias y resoluciones forenses varias.
De hecho, el redactor de la referida alhaja orgánica del perdón utiliza la expresión «con el propósito de» como sustituta de la preposición «para», en cuatro de las ocho ocasiones en que aparece: «… con el propósito de —para— permitir la celebración de …», «… con el propósito de —para— permitir, favorecer o coadyuvar …», «… con el propósito de —para— mostrar apoyo …», «… con el propósito de —para— favorecer, procurar o facilitar …». O sea, utiliza cuatro palabras: «con el propósito de», para decir lo que se puede con una: «para». No resulta, pues, temerario sospechar que le encanta la expresión «propósito de» y que la ha esparcido en el artículo 1 por el puro placer de llenar de faralaes un ley tan rumbosa como la de la amnistía. Por lo tanto, el vocablo «propósito» bien pudiera estar de adorno en el sintagma «propósito de enriquecimiento».
Pero si biempensamos y admitimos que el legislador ha añadido la palabra «propósito» con cuenta y razón, en los dos fragmentos transcritos más arriba, quizá debamos concluir que ese vocablo aporta algo al significado de «enriquecimiento» y, en todo caso, al de la ley. ¿Pero, qué?
¿Cabría la posibilidad de que no existiese propósito de enriquecimiento por parte de los malversadores, aunque se hayan enriquecido por no haber gastado de lo suyo? A lo peor, no tenían intención de evitarse el gasto. Es más, a lo mucho peor, ni se les ocurrió que podían gastar lo propio antes que lo ajeno. Quizá esa —casi se me escaba buena— gente no sabía que «enriquecimiento» es «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleado bienes y servicios ajenos sin gasto propio».
¿Si los secesionistas malversadores, realmente, hubieran padecido esa ausencia de ocurrencias, les habría faltado el «propósito» y, por lo tanto, no se habría materializado el veto impuesto por la ley de la amnistía para excepcionar su aplicación? ¡Qué horrible me ha quedado eso! Intento decirlo de forma más simple: ¿los malversadores secesionistas pudieron carecer de propósito de enriquecerse? ¿Pudo ocurrir que se enriqueciesen sin darse cuenta? Que se enriquecieron, parece claro, a partir del significado que el Tribunal Supremo atribuye al término «enriquecimiento». ¿Pero cabe la posibilidad de que ni se enterasen de que se estaban enriqueciendo, aunque —eso, sí— sin hacerse ricos?
No habría enriquecimiento sin propósito
Me inclino a pensar que el tribunal entiende el «propósito» utilizado en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) como inherente al enriquecimiento. O sea, que el «propósito de» estaría ínsito en el «enriquecimiento». Se trataría de una especie de propósito objetivo. Esto vendría a significar que, cuando uno se enriquece, es porque tiene, entre otros factores determinantes de la voluntad, el propósito de hacerlo, aunque no sea consciente de ello. O sea otra vez, nadie se enriquece por casualidad y menos por descuido. No habría enriquecimiento sin propósito. Incluso cuando a uno le toca la lotería, es porque ha comprado el boleto o ha aceptado que se lo regalen, con el propósito —ilusión lo llaman algunos—, de que le toque. Así que, cuando los secesionistas malversadores utilizaron bienes ajenos para pasárselo de miedo con la charlotada secesionista, lo hicieron siempre con el propósito de enriquecerse, es decir, de obtener beneficio a cuenta de otros.
Eso es, más o menos, lo que creo que considera el Tribunal Supremo respecto al «propósito». No obstante, echo en falta que lo hubiese explicado con algún detalle. Aunque cabe la posibilidad de que lo haya hecho y yo no me haya enterado, perdido como estaba, mientras los leía, en el bosque de palabras que son los autos de referencia.
IX. Amnistía para unos malversadores y no para otros
El significado atribuido por el Tribunal Supremo al vocablo «enriquecimiento» —de lo más oportuno en el contexto de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024)— me suscita otra duda.
Entiendo que el «enriquecimiento» adaptado a la ley del perdón secesionista por el tribunal sería inherente a la malversación, consustancial, con ella. No se me ocurre ninguna que se cometa con perjuicio para su autor, si no es el de ser condenado en caso de que lo pillen. Por lo que sé, todas las malversaciones cursan con satisfacción y, por lo tanto, beneficio para el delincuente. Y como esa satisfacción o beneficio es conseguida empleando bienes o servicios ajenos, o lo que es lo mismo, sin disminución del patrimonio propio, supone un enriquecimiento.
La idea de que la malversación conlleva en sí misma enriquecimiento no sería una ocurrencia mía. Creo que la Comisión de Venecia la ha tenido —la idea—, sin duda antes que yo. Esto dice al respecto el Tribunal Supremo.
«… la Comisión [de Venecia] entendía que la malversación implica un enriquecimiento personal» (43) .
De donde se deduce que todo malversador, por serlo, se enriquece y que, por lo tanto, el enriquecimiento es inherente a la malversación.
Ojo, no confundir «inherente» con «necesario». Esto dice el Tribunal Supremo:
«Carece de toda lógica deducir de ese pasaje, en el que nos limitamos a proclamar que el enriquecimiento no es requisito necesario de la malversación, que el enriquecimiento no concurrió en los hechos por los que fueron condenados.» (44)
Supongo que, con ese «el enriquecimiento no es requisito necesario de la malversación», quiere dar a entender que el enriquecimiento no es un elemento constitutivo del tipo penal.
Ciertamente, en la descripción que se hace de las distintas variedades de malversación en los artículos 432 y siguientes del Código penal (LA LEY 3996/1995), no se alude expresamente al enriquecimiento. Sí, al «ánimo de lucro». Pero, únicamente en el apartado 1 del artículo 432, que describe el tipo de malversación consistente en la apropiación de patrimonio público (45) . Por cierto, ¿la fórmula «propósito de enriquecimiento» puede haberse utilizado en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) como réplica del archifamoso «ánimo de lucro»? ¿Uno y otro son la misma cosa? El Tribunal Supremo los considera, creo, conceptos distintos. Luego me referiré a ello.
Pero el hecho de que el delito de malversación no requiera enriquecimiento para existir, no significa que éste no se produzca al cometerla. Supuesto que enriquecimiento es la acción y el efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin merma del patrimonio propio, el malversador obtiene beneficio malversando los bienes públicos, aunque sólo sea el placer que ese delito aporta.
Una aclaración. Habrá quien piense que según que satisfacciones no son un beneficio patrimonial. Mal pensado. Lo patrimonial está en el dinero que se ahorra en obtenerlas. El beneficio, en el placer psicológico que obtiene al gastar lo ajeno. Ese placer es idéntico al que, en la dimensión física, obtiene el político que paga, con dinero de su negociado, la factura de los servicios carnales proporcionados en clubes existentes al efecto. Puede, incluso, ser más intenso el primero que el segundo. Estoy convencidos de que hay malversadores viciosos del dispendio de dineros públicos.
Toda malversación implica enriquecimiento
Sigo. Por lo tanto, toda malversación implica enriquecimiento. No sólo la tipificada en el artículo 432 del Código penal (LA LEY 3996/1995), sino cualquiera de las demás, porque todas suponen utilizar bienes públicos y, por lo tanto, ajenos, para obtener alguna satisfacción, algún gusto, algún placer. No digamos si es el de segregar una región de la unidad nacional, que, por lo que cuentan, supone alcanzar el éxtasis. Además, la Comisión de Venecia dice bien claro, por teclado del Tribunal Supremo, que «la malversación implica enriquecimiento personal». Y la de Venecia es mucha comisión.
A partir de ahí, me surge la duda anunciada hace unos párrafos. ¿Por qué el Tribunal Supremo ve inviable la concesión de la amnistía para unos malversadores secesionistas, y perfectamente viable, para otros? A esta pregunta, que él no formula exactamente así, ofrece dos respuestas indirectas.
En el auto de 1 de julio dice:
«… son perfectamente imaginables supuestos que sí quedarían amparados por la ley y, por consiguiente, serían susceptibles de ver extinguida la responsabilidad criminal. Así acontecería, por ejemplo, con otros acusados que, sin tener disponibilidad de esos fondos, participaron en la ejecución y materialización del gasto. En la realización de tales mandatos o encargos derivados de esa inicial disposición, el propósito de enriquecimiento no podría ser afirmado.» (46)
Pero, si «no podría ser afirmado» el propósito de enriquecimiento, es decir, de gastar bienes ajenos en «su» procés, ¿cuál fue, o pudo ser el que determinó a esos «otros acusados» a participar en la malversación secesionista? ¿La obediencia debida, el miedo insuperable de perder la canonjía, el qué dirán, la amistad, el descuido, la pereza de oponerse, la rutina? ¿Cuál? Porque asco no creo que les diese, malversar para la secesión.
El Tribunal Supremo afina la respuesta en su auto de 30 de septiembre.
«La interpretación que proclamamos en la resolución recurrida [el auto de 1 de julio de 2024] —como anticipamos— no cierra la posibilidad de aplicación de la amnistía a toda clase de malversación relacionada con el procés. Son perfectamente imaginables supuestos que sí quedarían cubiertos en el ámbito de la norma extintiva. Piénsese, por ejemplo, en otros acusados o condenados que sin tener disponibilidad de esos fondos participaron en la ejecución y materialización del gasto. Así ha sido correctamente entendido por al auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 9 de julio de 2024, que, en aplicación de nuestro criterio, ha negado enriquecimiento personal en la conducta del Secretario General del Departamento de Vicepresidencia, Economía y Hacienda y del Secretario de Hacienda, acusados de malversación, porque "la intensidad del quebrantamiento de los deberes de custodia exigibles a los miembros del Govern de la Generalitat no puede concurrir en quienes no formaban parte de aquel Govern ni, por ende, pudieron participar en la adopción del Decreto y del Acuerdo de Gobierno detonantes de la malversación".» (47)
Confieso que me ha costado entender este párrafo, si es que he llegado a entenderlo, que lo dudo. A decir verdad, ha habido otros muchos párrafos —¡tienen tantos!— de los dos autos comentados, que también me ha costado leer. Siempre he pensado que los textos de difícil entendimiento transmiten ideas con mala salud lógica, aunque no descarto que sea mi inteligencia la que la padece.
He creído deducir del texto transcrito, que los presuntos —su procesamiento, al parecer, no ha llegado todavía a término— malversadores secesionistas amnistiados con intervención del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, no se habrían enriquecido porque —lo repito tal cual, para intentar entenderlo— «la intensidad del quebrantamiento de los deberes de custodia exigibles a los miembros del Govern de la Generalitat no puede concurrir en quienes no formaban parte de aquel Govern ni, por ende, pudieron participar en la adopción del Decreto y del Acuerdo de Gobierno detonantes de la malversación».
He vuelto a leer por lo bajo este fragmento otras tres veces. Pero he seguido sin entender qué tienen que ver tanto «la intensidad —¿en qué grado concreto?— del quebrantamiento de los deberes de custodia», como la participación «en la adopción del Decreto y del Acuerdo de Gobierno detonantes de la malversación», con el hecho de que no haya enriquecimiento. Entendería que esos aspectos influyan en la existencia o no de la malversación y, en su caso, en el grado de participación en ella. ¿Pero, cómo influyen en el enriquecimiento?
Se supone que, de acuerdo con la interpretación del Tribunal Supremo, se produce enriquecimiento al experimentar el inmenso placer de participar en el carísimo melodrama secesionista representado en el otoño de 2017, al pagarlo con dinero público. Desde luego, aparentemente, no con el de los protagonistas de nuestro cuento.
Por lo que sé, los presuntos malversadores tampoco gastaron el suyo en el procés, con el que, se supone, disfrutaron de lo lindo. O sea, también se enriquecieron. ¿Qué diferencia hay entre su enriquecimiento, que no impide la amnistía, y el de los malversadores mayores, que sí la impide?
El veto del enriquecimiento debería operar para todos los malversadores, grandes y pequeños, más activos o menos, con mayor o menor implicación en el delito
El Tribunal Supremo, dueño de la ley como su intérprete máximo que es, ha decidido que los malversadores de mayor nivel procesal se enriquecieron porque no gastaron su dinero en «su» procés. Y ha decidido igualmente que los presuntos malversadores de menor nivel procesal no se enriquecieron, aunque, presumiblemente, tampoco gastaron su dinero en el mismo procés, que también era suyo. Profeso un profundo respeto a nuestro supremo tribunal. Por lo tanto, a mí, esa diferencia de trato me va bien. Pero sigo pensando que el veto del enriquecimiento debería operar para todos los malversadores, grandes y pequeños, más activos o menos, con mayor o menor implicación en el delito.
X. Amnistía para nadie
El significado atribuido por el Tribunal Supremo al vocablo «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) me suscita aún otra duda.
¿Si los malversadores hubiesen empleado todo su patrimonio y el crédito que los bancos les hubiesen concedido al efecto, antes de utilizar el ajeno, en preparar aquel dislate secesionista que tanto placer les produjo, se habrían enriquecido, o no se habrían enriquecido? ¿Se les habría exigido haber vendido hasta los zapatos que calzaban o el lecho en el que dormían, y emplear en el procés el dinero obtenido, para titular como merecedores del magnánimo perdón? ¿O bastaba con que hubiesen dispuesto sólo de ciertos bienes, para obtenerlo? Y en ese caso, ¿de cuáles?
Y ya puestos, ¿un malversador pobre de solemnidad, carente de patrimonio y crédito, se habría enriquecido malversando? ¿O no? Sin ir más lejos, en el supuesto del funcionario que pagó el banquete de boda de su hija o hijo con fondos públicos, ¿si vivía en un piso como okupa, no tenía ni siquiera teléfono móvil y el saldo de su única cuenta bancaria no llegaba ni a la simbólica cifra de 40 euros, se enriqueció o no se enriqueció?
En fin, plantearé la cuestión de manera más general: ¿en las malversaciones, sólo los malversadores ricos experimentan enriquecimiento al no gastar de lo propio, que tienen, o los pobres también lo experimentan, aunque no tengan de dónde gastar?
Sospecho que el concepto «enriquecimiento» que el Tribunal Supremo ha diseñado para la generosísima ley del perdón secesionista, es un enriquecimiento ideal. Se produciría sólo por el mero hecho de gastar, en obtener beneficio, dineros y bienes ajenos, aunque no se tuviese ninguno propio. Alargando el razonamiento, en el caso de un malversador pobre, se enriquece no por no gastar el dinero que no tiene, sino por no gastar el dinero que podría llegar a tener.
Pero es que, además, el concepto de «enriquecimiento», tal y como lo ha diseñado, en mi opinión, el Tribunal Supremo —«acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio»—, es independiente del de malversación. Es decir, que también se produce aunque no haya acción delictiva de por medio o, más genéricamente, no sea un enriquecimiento injusto.
Imaginemos al ministro del ramo correspondiente que, de conformidad con lo legalmente presupuestado, levanta un ambulatorio médico con dinero del Estado, al que él mismo acudirá —algo, pensarán otros, insólito— en caso de necesitar servicios sanitarios. Según el nuevo significado de «enriquecimiento», ese ministro se enriquece porque no ha gastado ni un céntimo de su peculio en la construcción del centro de salud de cuyos servicios se beneficia.
Y, en buena lógica, si ese ministro se enriquece con el uso del ambulatorio, se enriquecen también todos cuantos acuden a recibir la asistencia sanitaria que en él se dispensa.
En realidad, todos nos enriquecemos cada vez que usamos de los bienes que se han conseguido con dinero ajeno. Por ejemplo, nos enriquecemos cuando circulamos por las carreteras o las aceras de las calles, o cuando cruzamos los puentes sobre los caudalosos ríos, o cuando entramos a un establecimiento de El Corte Inglés en verano para refrescarnos con el aire acondicionado. Nos beneficiamos de algo que ha costado mucho dinero. Pero, no el nuestro.
Esta idea de que todo el mundo se enriquece al obtener beneficio con los bienes ajenos, impediría aplicar la amnistía de marras a cualquier persona metida a delincuente por su afición al secesionismo.
He llegado a esta conclusión a partir de la siguiente interpretación semiológica, incluso microliteral —¡mira que me gusta esta palabra!— de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), en relación con el nuevo significado de «enriquecimiento». Vayamos al párrafo segundo del apartado 1.a) del artículo 1.
«En todo caso, se entenderán comprendidos en este supuesto [el de la amnistía de los actos cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña, así como los que hubieran contribuido a la consecución de tales propósitos] los actos tipificados como delitos de usurpación de funciones públicas o de malversación, únicamente cuando estén dirigidos a financiar, sufragar o facilitar la realización de cualesquiera de las conductas descritas en el primer párrafo de esta letra, directamente o a través de cualquier entidad pública o privada, siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento, así como cualquier otro acto tipificado como delito que tuviere idéntica finalidad.»
Tras embaularnos ese texto de difícil digestión, saltemos al segundo párrafo del apartado 1.b) del mismo artículo, que es prácticamente melgo del que acabo de transcribir, pero igual de indigesto:
«En todo caso, se entenderán comprendidos en este supuesto [el de la amnistía de los actos cometidos con la intención de convocar, promover o procurar la celebración de las consultas que tuvieron lugar en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017 por quien careciera de competencias para ello o cuya convocatoria o celebración haya sido declarada ilícita, así como aquellos que hubieran contribuido a su consecución] los actos tipificados como delitos de usurpación de funciones públicas o de malversación, únicamente cuando estén dirigidos a financiar, sufragar o facilitar la realización de cualesquiera de las conductas descritas en el párrafo anterior, siempre que no haya existido propósito de enriquecimiento, así como cualquier otro acto tipificado como delito que tuviere idéntica finalidad.»
Enfoquemos la última frase de ambos fragmentos: «así como cualquier otro acto tipificado como delito que tuviere idéntica finalidad.»
Ante de seguir, un pequeño excurso. No he podido evitar dar un traspié al leer la forma verbal «tuviere» en ambos párrafos. No entiendo qué pinta un futuro, aunque sea de subjuntivo, en una ley de amnistía. Se supone que se perdonan actos ya realizados: pasados, no, actos por realizar: futuros. Que yo sepa, en la larga historia de las innumerables amnistías patrias repartidas como los caramelos en los bateos, nunca se han amnistiado delitos futuros. Claro que, todo es empezar. ¡Qué desastre de ley! No hay por dónde cogerla. Desde el punto de vista retórico, bueno, y desde el otro.
Pero sigamos. Estábamos en la última frase de los textos transcritos: «así como cualquier otro acto tipificado como delito que tuviere —¿haya tenido?— idéntica finalidad.» Ábrase un poco más el zoom y enfóquese el sustantivo «finalidad». Resulta que, en cada uno de los fragmentos reproducidos, hay, al menos, dos «finalidades», o mejor, dos expresiones que implican finalidad. Una: «estén dirigidas a». Lo que está «dirigido a», tiene un objetivo, una finalidad. Y otra: «propósito de». Un propósito conlleva un objetivo, una finalidad.
¿A cuál de esas dos «finalidades» alude el legislador cuando, al final de ambos párrafos, dice «que no tuviere idéntica finalidad»? ¿Se refiere a la implicada en «estén dirigidas a» o a la de «propósito de»? Leer la malhadada Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) es como bailar un vals en un montón de patatas. No queda más remedio que leerla con los ojos cerrados, para no sufrir algún colapso mental.
Supongamos que «tuviere idéntica finalidad» se refiere a «propósito de enriquecimiento», por ser la más próxima. Si es así, cabe deducir que, de acuerdo con el significado adjudicado por el Tribunal Supremo a la palabra «enriquecimiento», «cualquier otro acto tipificado como delito» dejaría de ser amnistiable.
Aplíquese, al efecto, la lógica escolástica. Los secesionistas autores de cualquier tipo de delito disfrutaron del muy costoso procés sin gastar un euro de su dinero. La ley excluye de la amnistía, cualquier delito cometido con el propósito —finalidad— de enriquecimiento. El propósito es inherente al enriquecimiento. El enriquecimiento se produce, sin más, al obtener beneficio con bienes ajenos sin gasto propio. Luego, quedarían excluidos del beneficio de la amnistía los secesionistas delincuentes de cualquier tipo que, al no gastar de lo suyo para poner en marcha «su» procés, se enriquecieron y, por ello, tuvieron propósito de hacerlo.
Para ser exactos, todos los secesionistas se enriquecieron con el dinero público gastado en su amado procés. Sólo que no todos pueden ser excluidos de la amnistía. Únicamente pueden serlo los que delinquieron. Ahora, eso sí, todos, no sólo los malversadores.
¿Que la ley no dice eso? ¿Y qué es lo que dice? Porque no hay quien lo sepa, con una redacción tan desastrosa.
En todo caso, la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) dice lo que decida su intérprete que dice. El Tribunal Supremo aplica la amnistía a otros delitos distintos de la malversación —la desobediencia, concretamente—, luego se supone que no contempla la interpretación que acabo de exponer. Así que, santo y bueno. ¡Larga vida al Tribunal Supremo! Pero sigo pensando que la amnistía no se le debe aplicar a ningún delincuente secesionista.
XI. ¿Qué se hizo de las reglas hermenéuticas para la interpretación de las leyes?
Llegados a este punto y para poner otro poco de manifiesto cómo funciona el dominio de los jueces sobre las leyes, planteo la siguiente cuestión: ¿el Tribunal Supremo ha seguido las pautas hermenéuticas establecidas en el artículo 3.1 del Código civil (LA LEY 1/1889), para interpretar la palabra «enriquecimiento» como lo ha hecho?
En su auto de 30 de septiembre, invoca varias veces ese artículo. Incluso, estoy seguro, con sincera devoción.
«Se da la circunstancia, además, de que, frente a lo que se argumenta por los recurrentes, es la literalidad de la Ley de Amnistía, integrada conforme al canon constitucional de interpretación de las normas penales (art. 3.1 del Código Civil (LA LEY 1/1889)), la que conduce a la exclusión del delito de malversación de caudales públicos.» (48)
«Para la interpretación de las normas jurídicas, el art. 3.1 del título preliminar del Código Civil (LA LEY 1/1889) fija unas pautas hermenéuticas a las que la dogmática atribuye no sólo un carácter interdisciplinar —son criterios válidos para todos los órdenes jurisdiccionales—, sino una naturaleza preterconstitucional en la medida en que sientan las bases interpretativas de la propia norma constitucional.» (49)
«En definitiva, no existe razón alguna que admita una interpretación extensiva de los mandatos de la Ley de Amnistía, más allá de su estricto contenido y del significado que se infiere de sus enunciados, valorados a partir de las pautas metodológicas que ofrece el art. 3.1 del Código Civil (LA LEY 1/1889).» (50)
Pero no he visto —quizá debido a mi ceguera intelectual— que haya practicado lo que se prescribe en la norma evocada. Desde luego, no ha ido aplicando una por una las reglas hermenéuticas contenidas en ella. Al menos, no, de manera expresa y sistemática.
Respecto al sentido propio de la palabra «enriquecimiento», salvo error mío de lectura, el Tribunal Supremo no habla para nada del de esa ni del de ninguna otra. Y hace muy bien porque, como manifesté más arriba, las palabras carecen de significado propio.
Lo que sí podría haber explicado es cómo la palabra «enriquecerse» ha gozado del significado de «hacerse rico» desde hace más de 300 años hasta hoy, y por qué lo ha rechazado a la hora de aplicar la amnistía. Aunque sólo fuese por su longevidad, el significado de «acción y efecto de hacer (se) rico» sería el mejor candidato para ocupar la plaza del sentido propio del que habla el 3.1 del Código civil. El tribunal no habría hecho nada de más si nos hubiese ilustrado al respecto.
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado la regla hermenéutica del sentido propio de las palabras que componen la ley.
Respecto al contexto, aludido también en el artículo 3.1 del Código civil (LA LEY 1/1889), ¿cuál es el que específicamente ha considerado el tribunal, para asignar el significado que ha asignado al vocablo «enriquecimiento»? No lo sé.
Ha efectuado —y es muy de agradecer— un minucioso análisis de la gestación de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) en lo atinente al «enriquecimiento» (51) . Ha dejado meridianamente claro que el legislador perfectamente podía haber amnistiado cualquier malversación sin hacer referencia a ese concepto, y que, si se ha metido en ese jardín de cardos borriqueros —la metáfora es mía—, ha sido porque ha querido. Pero, ¿qué tiene eso que ver con que el vocablo «enriquecimiento» signifique lo que he definido, en el convencimiento de traducir el criterio del tribunal, como «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio’?
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado también la regla hermenéutica del contexto.
Tampoco dice nada de los antecedentes históricos y legislativos. Podía haber citado normas que hayan contenido en su articulado el término «enriquecimiento». Pudo, por ejemplo, buscar entre el montón de leyes, reales decretos, decretos a secas y órdenes que, en la larga historia patria, regalaron amnistías a troche y moche, y rastrear en ellas la presencia del término «enriquecimiento». Aparentemente, no lo ha buscado. Aunque sospecho que, si lo hubiese hecho, tampoco lo habría encontrado.
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado también la regla hermenéutica de los antecedentes históricos y legislativos.
En cuanto a la realidad social del tiempo en que se aplica la ley que contiene la palabra interpretada, es decir, la del momento actual, ¿qué explicaciones ofrece el tribunal al respecto para fundamentar con ellas el significado que atribuye al sustantivo «enriquecimiento»? ¿Qué circunstancias sociales le han permitido deducir que ese significado le va bien a esa palabra? No las señala. Al menos, yo no he sabido identificarlas.
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado también la regla hermenéutica de la realidad social.
El espíritu de la ley. ¡Ay, el espíritu de la ley! ¿Qué es eso? Supongo que, como todos los espíritus, es invisible, intangible, imperceptible. El Tribunal Supremo no habla de él y, en mi opinión, hace muy bien. El mundo de los espíritus es más fantasmagórico e incierto. Mejor no adentrarse en él.
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado la regla del espíritu de la ley.
Quedaría la consideración de la finalidad de la ley como regla hermenéutica para interpretar los textos legales. En el párrafo último del fundamento de derecho 4 del auto de 1 de julio, el tribunal precisa cuál es la finalidad que atribuye a la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) respecto a la amnistía.
«La lectura de estos preceptos [apartados 1.a) y 1.b) del artículo 1 de la ley] advierte del inequívoco objetivo legislativo de amnistiar la aplicación de fondos públicos a la celebración de los referéndums que tuvieron lugar en Cataluña en los años 2014 y 2017 y, con carácter general, todos los gastos asumidos por el erario público siempre que buscaran hacer realidad lo que el legislador denomina «el proceso independentista catalán»».
Intérprete autorizado de la ley que es, le ha encontrado ese objetivo o finalidad. ¿Pero cómo, a partir de él, ha llegado a la conclusión de que «enriquecimiento» significa lo que he definido, a partir de la lectura de los autos comentados, como «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio’? No lo dice. Al menos, yo no he encontrado la respuesta en sus dos resoluciones de referencia.
Creo, pues, que el Tribunal Supremo se ha saltado también la regla hermenéutica de la finalidad de la ley.
¿Y qué relevancia tienen todos esos saltos por encima del artículo 3.1 del Código civil? Ninguna. Absolutamente, ninguna. En mi opinión, naturalmente.
Estoy convencido de que todas esas reglas del citado artículo se han puesto para que los jueces las invoquen a conveniencia. Prueba de ello es que, en este caso, no resultan operativas. Por más vueltas que se les dé, no aclaran nada respecto al significado que le vaya bien al sustantivo «enriquecimiento» en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Habrá quien las retuerza y, con ellas, se monte un constructo argumental, incluso aparente. Pero, de él, no deducirá un significado, el que sea, con la misma consistencia lógica que se deduce el resultado de sumar dos y dos. Da igual las reglas hermenéuticas que se apliquen. No hay manera de saber qué significa la palabra «enriquecimiento» en la susodicha ley, sin lucubrar, quiero decir, sin buscarlo a tientas, vaya, sin inventarlo.
Sería, pues, desleal exigir al Tribunal Supremo que aplique unas reglas hermenéuticas que, al menos en este caso, no sirven para nada. Y es que, cuando se necesita someter la interpretación de una ley a las reglas del artículo 3.1 del Código civil (LA LEY 1/1889), o a cualesquiera otras, es porque está mal redactada (52) . Y, si una ley está mal redactada, ninguna regla puede ayudar a averiguar lo que dice. Como mucho, las reglas serán disculpas para que el intérprete entienda lo que quiera.
Hechas esas aclaraciones, cabe preguntar: ¿pues, de dónde el tribunal ha sacado, para el vocablo «enriquecimiento», el significado tantas veces referido?
Al leer el auto de 1 de julio, me pareció como que hubiese buscado su origen en relación con el concepto de «ánimo de lucro». Prueba de ellos es que lo cita 16 veces en esa resolución. Pero llega a lo conclusión de que son conceptos diferentes.
«El Ministerio Fiscal incorpora en su informe una relación detallada de precedentes en los que esta Sala ha rechazado la identificación entre ánimo de lucro y propósito de enriquecimiento.
"…
"En anteriores resoluciones hemos expresado —y ahora reiteramos— que no son identificables el ánimo de lucro y el enriquecimiento.» (53)
Idea que reitera en el auto de 30 de septiembre.
«Frente a lo que alegan los recurrentes, el auto que es objeto de recurso no ha identificado ni confundido, en ningún momento, el propósito de enriquecimiento con el ánimo de lucro. Tampoco lo habíamos hecho en anteriores resoluciones. Basta remitirnos al informe del Ministerio Fiscal, de 19 de junio de 2024, que muestra numerosos precedentes en esta dirección.
"En el ATS 20107/2023, 13 de febrero (LA LEY 8620/2023), dictado en respuesta a la petición de revisión de las condenas impuestas en la presente causa, a raíz de la reforma operada en el delito de malversación por la LO 14/2022, de 22 de diciembre (LA LEY 26573/2022), razonábamos que "…el concepto de ánimo de lucro no puede obtenerse mediante su identificación con el propósito de enriquecimiento. Baste para respaldar esta idea la cita de la STS 1514/2003, 17 de noviembre (LA LEY 992/2004), en la que ya subrayábamos que ‘... la jurisprudencia viene sosteniendo, desde hace más de medio siglo, que el propósito de enriquecimiento no es el único posible para la realización del tipo de los delitos de apropiación’"» (54)
No entiendo, pues, a qué viene tanto dar vueltas al «ánimo de lucro», si no sirve para deducir de él el significado de «enriquecimiento» o, si se quiere, de «propósito de enriquecimiento». Lamentablemente, las resoluciones judiciales adolecen, más veces de las deseadas, de exceso de palabras. Malo. Cuando hay que explicarlo mucho es porque no es algo evidente. Pero, por favor, no se entienda estas afirmaciones de otra manera que no sea la de una respetuosa opinión.
He buscado un texto breve y claro que, en los autos de referencia, permita identificar el origen del significado atribuido por el Tribunal Supremo al vocablo «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). No lo he encontrado, aunque no descarto que haya sido, una vez más, por causa de mi torpeza.
Tras varias lecturas de ambas resoluciones, he llegado a la conclusión de que el tribunal ha entendido el término «enriquecimiento» de dicha ley como ha querido, digo, como le ha parecido más razonable. La verdad es que no podía hacer otra cosa con una ley tan mal redactada.
Se necesitaba encontrarle un significado preciso al impreciso «enriquecimiento» y lo ha hecho. Le ha encontrado uno muy razonable y, además, emparentado con un concepto de larga tradición jurídica como es del de «enriquecimiento injusto», incluida su versión de «enriquecimiento negativo». Quien come y bebe a cuenta de otro, se enriquece porque no gasta de lo suyo, independientemente de que el gasto sea o no legítimo. Los secesionistas que montaron su procés, que les costó a los españoles muchas docenas, se enriquecieron porque no emplearon sus bienes en esa ridícula comedia, independientemente de que, además, cometieron el delito de malversación.
Reto a cualquiera a que me diga qué significado es el que le corresponde a la palabra «enriquecimiento» en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), sin inventárselo. Apuesto lo que haga falta, a que nadie lo sabe. Y no lo sabe, ni lo puede saber, porque esa ley es un desastre desde el punto de vista comunicativo.
El Tribunal Supremo es el intérprete máximo de las leyes y, por lo tanto, también de la orgánica 1/2024. Ha entendido que el término «enriquecimiento» de esa ley significa, creo, «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio», y ese significado es el que vale.
XII. El voto particular
Este comentario, que ya va más largo de lo que la prudencia aconseja, quedaría descompensado si no lo extendiese a los votos particulares que los autos de 1 de julio y 30 se septiembre llevan unidos. Ambos votos han sido formulados por el mismo miembro del tribunal. No cito su nombre, como no he citado los de los demás magistrados, para despersonalizar mi comentario a sus resoluciones. Hacia todos guardo un profundo respeto y una admiración sincera. ¡Qué derroche de talento verbal!
Hay quien dice que, en general, los votos particulares son los que aciertan. Pues no sé si los de referencia lo hacen, y tampoco me interesa. Aquí no trato de aciertos o desaciertos. No soy quién. Además, las decisiones de los órganos jurisdiccionales, mayoritarias o minoritarias, son resultado de reflexiones subjetivas y, por lo tanto, falibles. En todo caso, respetables y, lo que aquí más me interesa, merecedoras de estudio.
La autora de los votos particulares considera, frente a la opinión mayoritaria de sus compañeros, que la amnistía concedida por la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) debe aplicarse también al delito de malversación. Creo que, como los demás miembros de la Sala, da por supuesto que la aplicación de la gracia del perdón a los autores de tal delito depende del significado que se le atribuya a la palabra «enriquecimiento».
Y, aunque no lo dice expresamente, parece estar de acuerdo con la mayoría en que «enriquecerse» no debe entenderse como «hacerse rico». Para ella, y para sus compañeros, el hecho de que la Real Academia haya acreditado ese significado como el común durante casi 300 años, carece de relevancia a efectos de la aplicación de la amnistía. Y, como hace bastantes párrafos, sigo sin entender por qué ni ella ni ellos han explicado el motivo para desecharlo.
La magistrada discrepante no explicita qué entiende por «enriquecimiento». Pero creo que se deduce de lo manifestado en el primer párrafo del apartado 7 de su voto particular correspondiente al auto de 30 de septiembre.
Por eso persisto en mi consideración: la única interpretación razonable de la Ley que ahora aplicamos nos lleva a entender que ese beneficio orientado a procurar el proyecto independentista catalán, es precisamente el que la Ley quiere amnistiar. Ese es el sentido que surge de la letra de la norma, que excluye los casos en los que en el curso de ese proyecto hubieran podido producirse desviaciones hacia supuestos de corrupción personal. Es decir, hipotéticos supuestos en los que, aprovechando esa derivación de los fondos a favor del proyecto político independentista, alguno de los actores hubiera procurado un acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero. En definitiva, una ventaja económicamente evaluable que apartara los fondos de esa finalidad secesionista.
De la penúltima oración de ese texto, se infiere que, para su autora, «enriquecimiento» es el «acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero». La misma fórmula que utilizó en el voto particular integrante del auto de 1 de julio:
Es decir, hipotéticos supuestos en los que, aprovechando esa derivación de los fondos a favor del proyecto político independentista, alguno de los actores hubiera procurado un acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero. En definitiva, una ventaja económicamente evaluable que apartara los fondos de esa finalidad secesionista (55) .
Confieso que no he entendido muy bien eso del «acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero». Me ha parecido precioso, casi poético. Pero no sé si me he enterado. A ver. He identificado «netamente monetario» como dinero contante y sonante, por lo de «netamente». ¿Qué puede haber «monetario» que no lo sea «netamente» más que dinero, como dicen por aquí, en ganso? Respecto a «de uso y disfrute», he entendido que se refiere a bienes usables y disfrutables: un Ferrari 250 GTO, un ático en la quinta avenida de Nueva York, un yate en Bermudas, un Rolex Split Seconds Chronograph. Esas cosas. El «acrecentamiento patrimonial» sería el aumento de patrimonio, o sea, del conjunto de bienes materiales, incluido el dinero y valores monetizables. El sintagma «para sí o para un tercero» pide un verbo o un sustantivo derivado de un verbo, así que he pensado que complementa los sustantivos «uso y disfrute», o sea, «uso y disfrute para sí o para un tercero», sin la coma.
De la preciosa fórmula referenciada por la magistrada discrepante como significado del sustantivo «enriquecimiento» presente en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), la parte más interesante es, creo, el «acrecentamiento patrimonial». Y así, el «enriquecimiento» de la ley sería un «enriquecimiento positivo», es decir, el correspondiente al aumento producido por la llegada, al patrimonio del enriquecido, de bienes materiales o dinero. No sería «enriquecimiento» a efectos de la susodicha ley, lo que los civilistas consideran «enriquecimiento negativo». Es decir, la obtención de servicios y satisfacciones varias a cuenta de otros y sin merma del patrimonio propio, no contaría, en este caso, como enriquecimiento. El alcalde que pagó al grupo musical con dinero del ayuntamiento y el funcionario que pagó el banquete nupcial de su hijo/a no tuvieron enriquecimiento porque no tuvieron «acrecimiento patrimonial», es decir, su patrimonio no se incrementó con dinero ni con ningún bien usable y disfrutable. En cambio, sí se enriqueció el funcionario que compró, con dinero público, una casa como vivienda.
Desde el punto de vista semiológico, me parece una interpretación perfecta del término legal «enriquecimiento». Tan buena, como la de la mayoría de magistrados. Y tan buena, como la de cualquier lector de la ley que quiera entender en esa palabra lo que mejor le parezca. Por ejemplo, la que considere que «enriquecimiento» es únicamente hacerse con dos millones de euros. O ya puestos, con veinte. La cantidad que quiera.
La magistrada puede entender ese y cualquier otro vocablo de la ley como le plazca, y deducir de ellos que la amnistía debe aplicarse a los malversadores secesionistas. Lo que no tengo tan claro es la oportunidad de la fundamentación.
Invoca la «interpretación razonable de la Ley», «que la Ley quiere amnistiar», la «letra de la norma», la «normalidad lingüística». Preciosismos verbales, muy comunes en las resoluciones judiciales al uso, que envuelven conceptos espumosos.
Supongo que la expresión «letra de la norma» de la que habla la magistrada, coincide con la «literalidad de la Ley de Amnistía» que invoca la mayoría de magistrados. Esto dicen en su auto de 30 de septiembre:
«Se da la circunstancia, además, de que, frente a lo que se argumenta por los recurrentes, es la literalidad de la Ley de Amnistía, integrada conforme al canon constitucional de interpretación de las normas penales (art. 3.1 del Código Civil (LA LEY 1/1889)), la que conduce a la exclusión del delito de malversación de caudales públicos.» (56)
¿Cómo es posible que una misma realidad permita deducir cosas diferentes? La «letra de la norma» —se supone, la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024)— lleva a la magistrada discrepante a entender una cosa en la palabra «enriquecimiento» y en la aplicación de la amnistía. Mientras, la «literalidad de la Ley de Amnistía» —la orgánica 1/2024— lleva a la mayoría de magistrados a entender otra cosa en ese mismo vocablo y a deducir de él un criterio distinto respecto a la aplicación de la amnistía. ¿Cómo es posible que una misma realidad permita entender cosas tan diferentes?
¿Cuál es la «letra», la «literalidad» concretas de las que la magistrada y la mayoría de magistrados han deducido sus respectivos criterios? Por favor, señálenla con el dedo en la ley de marras.
La lingüística enseña que la «letra» o la «literalidad» o el «tenor», que vienen a ser la misma cosa, de cualquier texto, incluidos los legales, expresan lo que el lector entiende en ellos. La invocación de la letra o la literalidad o el tenor de la ley, tan frecuente en las resoluciones judiciales, no es más que un trampantojo de la voluntad del exégeta. Las leyes, como mensajes lingüísticos que son, dicen lo que sus intérpretes deciden que dicen. La letra, la literalidad, el tenor de las leyes no es una categoría absoluta. Es relativa y los jueces no se atienen a una realidad objetiva cuando invocan esos conceptos como argumentos determinantes de sus resoluciones. Esgrimen sus pareceres. Digan simplemente que deciden conforme a lo que entienden en la ley. El dominio sobre las leyes que les otorga el ordenamiento jurídico, los exime de tener que hacer trampas dialécticas. Pueden recordar, si los hay, otros casos idénticos en los que ellos o cualesquiera otras personas con parecida categoría intelectual y profesional, entendieron esa misma ley en el mismo sentido. Pueden, incluso, intentar una explicación si es la primera vez que se produce la interpretación que proponen. Pero, en mi opinión, nunca deberían invocar la letra, la literalidad, el tenor de la ley, porque eso es como construir palacios con viento. Insisto una vez más: la ley dice lo que ellos deciden que dice.
En cuanto a la «interpretación razonable de la Ley», aludida también por la magistrada en su voto particular, no necesariamente lo es porque la califique de tal. Cada quien considera razonable lo que quiere. Entiendo que este tipo de referencias afirman el poder que los jueces ostentan sobre las leyes: «Mi interpretación es la razonable», «La más razonable». Pero no hace falta que lo pregonen. Es suficientemente sabido que se lo otorga el ordenamiento jurídico y el régimen político democrático en el que felizmente, al parecer, se organiza nuestra sociedad.
Igual de conflictivo que la «letra de la ley» es el concepto «voluntad de la ley». La magistrada dice, en su voto particular, «que la Ley quiere amnistiar». Atribuir voluntad a realidades inanimadas es una figura retórica: la personificación, que, en el caso de la interpretación de las leyes, puede utilizarse para imponer la del juez. ¿Cómo ha sabido la magistrada discrepante que la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) «quiere» que su vocablo «enriquecimiento» signifique «acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero»? Es una forma de hablar, ya lo sé. Pero, propia de la literatura, donde la personificación puede resultar muy sugestiva. No, de resoluciones judiciales, se supone, ajenas a la fantasía. En mi opinión, los jueces deberían olvidarse de la «voluntad de la ley» y más, de la «voluntas legis». No la necesitan para argumentar sus resoluciones. Y si la necesitan, quizá sea porque éstas carecen de soporte argumental.
Respecto a la «normalidad lingüística», ¿qué entiende por tal la magistrada? Los lingüistas operan con el concepto de «norma», integrado en la tríada «sistema, norma y habla». Podría decirse que «norma», en lingüística, es el conjunto de características que permiten identificar la forma en que un grupo de personas utiliza un mismo idioma, como única y diferente de las de otros grupos. Se habla de «normas» diversas: norma culta, norma vulgar, normas dialectales, argots, lenguajes profesionales, etc.
Para referirse al uso «normal» de cualquier expresión, será necesario identificar la norma lingüística de que se trate y referenciarlo —el uso— a datos estadísticos absolutos y relativos. Las alusiones a la normalidad lingüística, sin esos datos, son —también en el caso que nos ocupa— puro impresionismo intelectual. ¿Cuál es el grado de «normalidad» correspondiente al significado de «acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero», que la magistrada, creo, tribuye al vocablo «enriquecimiento»? En lo que a mí respecta, nunca antes de ahora lo había leído ni oído.
Si algún significado de «enriquecer (se)» habría de vincularse a la «normalidad lingüística» del español común, sería el de «hacer (se) rico». El dato que lo avala son los 300 años durante los que la Real Academia se lo ha atribuido a esa palabra. Y si la «normalidad lingüística» es la del lenguaje jurídico, el «enriquecimiento» más común, desde hace casi 100 años, es el derivado de la lexía «enriquecimiento injusto» y expresiones sinónimas, después de despojarlas del componente referido a la injusticia. Sin embargo, ninguno de los dos parece haberle gustado a la autora del voto particular.
Pero da igual cuales sean los pilares racionales en los que la magistrada autora de los votos particulares ha basado su parecer sobre el concepto «enriquecimiento» operativo en la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Se los podía haber ahorrado todos. Lo mismo que se los pudieron ahorrar sus compañeros, para atribuir al «enriquecimiento» de la ley el significado que, creo, le han encontrado. El fundamento racional de sus interpretaciones, de una y otros, es que han entendido ese vocablo como les ha parecido y que el ordenamiento les ha investido como exégetas máximos de las leyes.
Ahora bien, el hecho de que todas las interpretaciones de las leyes sean válidas desde el punto de vista semiológico, no significa que todas produzcan el mismo efecto. Es lo mismo que ocurre con los significados que los receptores de mensajes entienden en ellos. Cada quien puede entender lo que quiera o pueda, por ejemplo, en una alarma gubernamental referida a un fenómeno meteorológico. Las consecuencias derivadas de lo que cada quien haya comprendido en ella, serán eventualmente distintas.
Pues, en el caso de las distintas interpretaciones del término «enriquecimiento» hechas por la mayoría de magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y por la magistrada autora de los votos particulares, los efectos jurídicos de una y otra son diferentes. La de la mayoría prevalece y de ella derivan las consecuencias que el ordenamiento jurídico le atribuye, mientras que la de la magistrada discrepante queda relegada a la condición de voto particular.
Pero, insisto, ambas interpretaciones son semiológicamente igual de válidas.
XIII. Los jueces son dueños sólo temporales de las leyes
El auto de 30 de septiembre recoge los reproches que las partes interesadas han formulado contra el auto de 1 de julio, por el que se les denegó la amnistía a algunas de ellas. He aquí el que hace una de esas partes, tal y como lo resume el Tribunal Supremo:
«La defensa de la Sra. …, en la misma línea, apunta que el auto recurrido [el de 1 de julio] "…socava los límites de la potestad jurisdiccional y se adentra peligrosamente en el terreno de la función legislativa, porque interpretar de manera tan amplía la Ley conlleva en este caso su práctica derogación".» (57)
Si no he entendido mal, según la recurrente, el tribunal habría casi suplantado —¿«peligrosamente», por qué?— al legislador, hasta el punto de haberse producido la «práctica» derogación de la ley amnistiadora.
La magistrada discrepante viene a decir algo parecido en esta preciosa oración casi lapidaria, adornada incluso con latines, que cierra su voto particular incluido en el auto de 30 de septiembre.
«Cuando se prescinde manifiestamente de la voluntas legislatoris y de la voluntas legis en su [de la ley] interpretación, como ocurre de una manera tan significativa en el caso, la decisión no es interpretativa sino derogatoria, en la medida que deja la norma vacía de contenido.»
Dado el calamitoso estado retórico de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), lo procedente habría sido devolverla a la fábrica, para que hubiese sido redactada como dios manda. Pero eso no era posible, y los magistrados tampoco podían negarse a aplicarla por imprecisa (58) . Se han visto, pues, compelidos a remendarla. Y lo han hecho. Han atribuido un significado preciso a una imprecisa palabra, en la que se funda la concesión del perdón a los condenados. Y, de ese significado, han deducido las consecuencias que han estimado oportunas, de acuerdo al resto de la ley. ¿Que a eso quieren llamarlo derogar la ley? Yo diría que ha sido, más bien, «colegislar». Pero eso es lo que los jueces hacen más veces de las deseables. En todo caso, da igual cómo se le llame. Han hecho lo que tenían que hacer.
Y las dos interpretaciones de la mayoría de magistrados y de la magistrada discrepante son, insisto, semiológicamente igual de válidas, sólo que la seguridad jurídica exige la prevalencia de sólo una de ellas. Lógico parece que sea la de la mayoría.
Aparentemente, ésta —la interpretación de la mayoría— no ha gustado a los malversadores que pedían se les aplicase la clemencia ansiada y no la han obtenido. Normal. A nadie le agrada verse contrariado en sus pretensiones. Aunque estoy seguro de que minimizarán las consecuencias adversas, como hacen los miles de personas que todos los días ven desestimadas las demandas que formulan a los órganos jurisdiccionales. Sólo que éstos tienen un hándicap importante. De los ciudadanos que acuden a los juzgados y salen de ellos trasquilados, prácticamente ninguno posee el poder real que los malversadores secesionistas tienen para configurar su destino, incluido el penal. ¿Quién dispone de un grupo parlamentario en el Congreso con el que presionar?
Peor sería que el disgustado fuese el legislador. La tranquilidad y el bienestar social estarían en riesgo si los jueces y los representantes de los ciudadanos se llevan institucionalmente mal. Y eso sí es grave.
Puede que el legislador se haya visto contrariado por la interpretación que la mayoría de los magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha hecho de su mal redactada Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Aunque, quizá, quienes peor se lo han tomado, hayan sido los promotores de la norma. Si uno y otros: legislador y promotores, consideran que el intérprete de la susodicha ley la ha entendido mal, lo tienen muy, muy fácil. Propongan y promulguen otra que subsane el supuesto malentendido. El poder de los jueces sobre las leyes dura lo que éstas mantienen su vigencia. Pero, eso sí, redacten la nueva de forma que exprese con concisión, claridad y exactitud lo qué quieren decir en ella.
El propio Tribunal Supremo les ha dado pistas para salir airosos del aprieto que ha supuesto lo del enriquecimiento en relación con la aplicación de la amnistía a los malversadores. En su comentado auto de 30 de septiembre, dice:
«… el dictamen [de la Comisión de Venecia ] aceptaba la posibilidad de amnistiar delitos de malversación con ánimo de enriquecimiento …» (59)
«… la Comisión no hacía ninguna referencia al enriquecimiento personal de carácter patrimonial.» (60)
A buen entendedor, no le hacen falta más palabras. Según las pocas que acabo de transcribir, queda claro que la malversación es amnistiable, independientemente de que se haya producido enriquecimiento, el cual es inherente a ese delito.
Si el legislador y sus partenaires quieren amnistiar a los malversadores y demás delincuentes secesionistas porque de ello se deriva el fomento de la secesión —sin duda un importante beneficio para la res publica—, háganlo sin condiciones. Y, si imponen alguna, exprésenla con precisión, para que no suscite malentendidos. Por cierto, la precisión no necesita muchas palabras. Cuantas más se utilicen, más posibilidades hay de confusión en su entendimiento. Así que, pocas y bien elegidas.
XIV. Eventual intervención del Tribunal Constitucional
Del texto trascrito a continuación, extraído del auto de 30 de septiembre, deduzco que, en el culebrón procesal de la denegación de la amnistía a los malversadores secesionistas, no se ha emitido aún el último episodio.
«La defensa de los Sres. … y …, anticipa que "… la finalidad última del presente recurso no es tanto convencer a la Sala de nuestra posición, sino agotar la vía interna (doméstica) que se erige como requisito para la fiscalización que habrá de hacer el Tribunal Constitucional".» (61)
Al parecer, los interesados en beneficiarse de la amnistía regalada por la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) y no aplicada a consecuencia del veto impuesto en ella, confiaban poco en su capacidad de convicción y en la flexibilidad intelectual del Tribunal Supremo para dejarse convencer por razones convincentes. Anunciaron su intención de llegar al Tribunal Constitución. Supongo que, después del auto de 30 de septiembre, los no amnistiados habrán acudido a dicho órgano —he leído en internet que lo han hecho (62) —, convencidos de que éste hará lo posible para que se les aplique el perdón. Y supongo, igualmente, que habrán organizado el acceso a él mediante la formulación de un recurso de amparo. No conozco otra vía.
Quienes hayan tenido ocasión de llegar al umbral del Templo de la Justicia Constitucional —calle Domenico Scarlatti, número 6, Madrid— y llamar a sus puertas para pedir amparo, habrán comprobado que éstas sólo se abren previo pronunciamiento del correspondiente salvoconducto. Se trata de uno muy especial. Los convencionales son facilitados por el titular del sitio de destino. El de acceso a la tramitación de los recursos de amparo, ha de inventarlo el propio recurrente, con suficientemente buena mano para que coincida con el imaginado, a posteriori, por el órgano. Esa original llave no es otra que la justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso de amparo.
El artículo cuarenta y nueve de la Ley orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (LA LEY 2383/1979), la exige.
«Uno. El recurso de amparo constitucional se iniciará mediante demanda en la que se expondrán con claridad y concisión los hechos que la fundamenten, se citarán los preceptos constitucionales que se estimen infringidos y se fijará con precisión el amparo que se solicita para preservar o restablecer el derecho o libertad que se considere vulnerado. En todo caso, la demanda justificará la especial trascendencia constitucional del recurso.»
Y el artículo cincuenta de la misma ley orgánica impone, implícitamente, la coincidencia con la especial trascendencia pensada por el tribunal.
«1. El recurso de amparo debe ser objeto de una decisión de admisión a trámite. La Sección, por unanimidad de sus miembros, acordará mediante providencia la admisión, en todo o en parte, del recurso solamente cuando concurran todos los siguientes requisitos:
"…
"b) Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional, que se apreciará atendiendo a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales.»
Me gusta comparar el funcionamiento de la justificación de la especial trascendencia constitucional con el de la clave de un teléfono móvil. Imaginemos que alguien pide a un amigo que le preste el suyo para hacer una llamada de emergencia y éste se lo facilita apagado sin decirle la clave de acceso. El prestatario deberá encenderlo y, cuando el sistema se la pida, teclear la contraseña. La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo funciona de forma parecida. Pero, con una diferencia importante. En el caso del teléfono móvil, el usuario dispondría de otras dos oportunidades para proponer una contraseña distinta de la primera fallida, antes de que el aparato se bloquee. En el caso del recurso de amparo, el justificante debe acertar a la primera con la especial trascendencia constitucional.
En el año 2023, fueron admitidos a trámite 87 recursos de amparo —más o menos 1 por cada 3 días hábiles del año—, e inadmitidos, 11.415 —más o menos unos 30 por cada día hábil e inhábil del año—. O sea, los rechazados fueron en torno a 130 veces más que los aceptados a trámite (11.415/87). Respecto del total: 11.502 (87 + 11.415), los admitidos supusieron en torno al 0,75 % (87 / 11.502 * 100).
Los motivos de inadmisión fueron, en 691 casos —el 6,05 % del total de inadmitidos—, la falta de justificación de la especial trascendencia constitucional; en 2.558 casos —el 22,42 % de inadmitidos—, la insuficiente justificación de la especial trascendencia constitucional; en 5.219 casos —el 45,73 % de inadmitidos—, la falta de especial trascendencia constitucional. Es decir, la especial trascendencia constitucional intervino de forma directa en el 74,19 % de las inadmisiones de recursos de amparo. Prácticamente, las tres cuartas partes.
Pero eso no significa que la otra cuarta parte de recursos de amparo rechazados sí iban provistos de una especial trascendencia constitucional. No, no. Los recursos de esa fracción adolecían de otras tachas que los hacían inaceptables para ser resueltos, sin necesidad de examinar su especial trascendencia constitucional. A unos les faltaba el agotamiento de la vía judicial previa: 1.207 casos, el 10,57 % del total de los inadmitidos. Otros carecían de subsanación de defectos procesales: 597 casos, el 5,23 % de los inadmitidos. En otros, no existía vulneración del derecho fundamental invocado: 820 casos, el 7,18 % de los inadmitidos. Los pocos recursos de amparo restantes fueron inadmitidos por extemporaneidad del recurso: 261, el 2,29 %; por falta de denuncia de la vulneración del derecho fundamental: 33, el 0,29 %; por varios motivos: 15, el 0,13 %; y por otros motivos: 14, el 0,12 % (63) .
Es altamente probable que, de no haber existido esas otras causas de inadmisión para los 2.947 recursos de amparo enfermos de las dolencias enumeradas en el párrafo anterior, habrían sido rechazados por alguna relacionada con la especial trascendencia constitucional. Y es que pasar la prueba de la especial trascendencia constitucional para acceder al juicio del Tribunal Constitucional en los recursos de amparo, es casi tan difícil como hacer cumbre en el Everest.
¿Qué a qué viene tanto dato deprimente? Viene a que, sabedor de lo difícil que es encontrarle alguna procesalmente eficaz trascendencia constitucional a los recursos de amparo, ni me he molestado en buscársela para los de autos. ¿Para qué? Lo primero, no son mis recursos. Lo segundo, no creo que la tengan. Y lo tercero, aunque, rebuscando mucho, les encontrase una de aliño, es estadísticamente casi seguro que la mía no le gustaría al Tribunal Constitucional.
Pero los malversadores recurrentes y sus asesores, quieran que no, habrán tenido que devanarse los sesos para descubrir alguna especial trascendencia constitucional a sus recursos de amparo, si es que los han interpuesto, que parece ser que sí. Y cabe la posibilidad —habrá quien piense que muy probable, a pesar de las estadísticas— de que el Tribunal Constitucional tenga la cerradura en la que encaje esa especial trascendencia. No en vano es el dueño de la Constitución y, por lo tanto, de las especiales trascendencias constitucionales de los recursos de amparo. El artículo 1.1 de la Ley orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (LA LEY 2383/1979), lo consagra como su dueño. Literalmente dice «intérprete supremo de la Constitución», que viene a ser lo mismo:
«El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales …»
Lógico parece, pues, que pueda atribuir a los eventuales recursos de amparo aludidos, la especial trascendencia constitucional que necesitan para traspasar la puerta de la admisión. Eso sí, en beneficio de la Constitución.
Supongamos, pues, que los recurrentes encuentran un resquicio en la concertina que valla la admisión a trámite de los recursos de amparo, por el que los suyos accedan al edén de la tramitación. Habrán de haber alegado la vulneración de alguno o algunos de sus derechos fundamentales. Tal y como lo veo, da igual qué derechos de esos invoquen. La eventual concesión del perdón que piden, depende del significado que se asigne a la palabra «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) y al papel que se le encomiende en el reparto de la gracia. Sólo un significado o una interpretación distintos de los atribuidos por el Tribunal Supremo, posibilitarían la aplicación de la amnistía a los malversadores secesionistas.
¿Puede el Tribunal Constitucional encontrar un significado al sustantivo «enriquecimiento» de dicha ley orgánica y una interpretación de ella distintos de los propuestos por el Tribunal Supremo? Desde el punto de vista semiológico, puede. Claro que puede. Exactamente igual que cualquier lector de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) puede entenderla como le plazca.
Pero, desde el punto de vista jurídico, dudo que esté facultado para sustituir por «su» significado y «su» interpretación, los considerados por el Tribunal Supremo para no aplicar la amnistía a los malversadores secesionistas. Soy un jurista de más o menos y lo que estoy escribiendo en este momento no creo que pase de una opinión de un aficionado.
El Tribunal Constitucional tiene atribuida por el ordenamiento jurídico la potestad de interpretar la Constitución. Recuérdese el citado artículo 1.1 de la Ley orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional (LA LEY 2383/1979). Y el Tribunal Supremo tiene atribuida, por el mismo ordenamiento jurídico, la potestad de interpretar las leyes. Recuérdese lo dispuesto en la Ley orgánica 6/1985, del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985) y en el artículo 1.6 del Código civil (LA LEY 1/1889). Ambos órganos son exégetas máximos ungidos como tales para interpretar leyes. Pero uno, unas, y otro, otras.
La seguridad jurídica y la fiabilidad del sistema político basado en la Constitución y en todas las demás leyes parecen exigir que esa distribución de funciones se respete. El Tribunal Constitucional podría, aunque no sé muy bien cómo, declarar inconstitucionales el significado atribuido al vocablo «enriquecimiento» y su consideración como impedimento para aplicar la amnistía a los malversadores secesionistas. Pero si así lo hiciese, el asunto debería volver al Tribunal Supremo para que interpretase nuevamente la ley.
Y estaría, además, lo referente a la posibilidad de plantear la cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a la que se alude en el auto de 30 de septiembre.
«No procede, en este momento concreto, formular cuestión de prejudicialidad ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, pues no resulta de aplicación norma alguna que deje desprotegidos los intereses financieros de la UE.»
El Tribunal Supremo podría formularla si, como consecuencia de una eventual sentencia del Tribunal Constitucional que declarase inconstitucionales los autos de 1 de julio y 30 de septiembre, tuviese que aplicar la amnistía a los malversadores secesionistas.
Aparecido el auto de 30 de septiembre, el Gobierno, por boca de uno de sus ministros, vaticinó que «La ley de Amnistía se abrirá paso» (64) . Entiendo que en lo referente a la aplicación del perdón a los malversadores secesionistas. No se me ocurre otra forma de abrirse paso que cabalgando en la correspondiente estimación por parte del Tribunal Constitucional, de los recursos de amparo formulados por los desfavorecidos de las decisiones del Tribunal Supremo. Me admiran los profundos conocimientos del ordenamiento jurídico y del talante del Tribunal Constitucional que ese ministro parece tener. ¡Quién pudiera gozar de ellos!
Si el Tribunal Constitucional resolviese que la malversación es amnistiable, me interesará mucho saber cómo lo ha hecho a partir de la imprecisa Ley orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña (LA LEY 13393/2024). Leeré su sentencia con fruición y, eventualmente, la comentaré desde mi rincón de lingüista frustrado y jurista apenas.
XV. Interpretación mística de la ley
Si fuese consciente de las consecuencias derivadas de escribir un artículo tan largo como éste a efectos de su lectura, no añadiría el capítulo que acabo de comenzar. El párrafo anterior es suficientemente redondo para funcionar como punto final. Pero me he emocionado con lo del dominio sobre las leyes.
Me apetece despedirme jugando a ser, yo también, dueño de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024). Aclaro algo. Nunca he pretendido ser juez. Nunca me presenté ni pensé presentarme a las oposiciones que habilitan para serlo. Me ha parecido siempre una profesión de riesgo. Psicológico, no físico. Pero ahora me apetece imaginar que lo soy. Total, no pierdo nada. Si acaso, los pocos lectores que me queden.
Voy a proponer una interpretación de la famosa ley del perdón secesionista que cohonesta —¡qué palabra tan honrada!— el concepto «enriquecimiento» utilizado por la mayoría de magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y el criterio de la magistrada autora de los votos particulares según el cual la amnistía debe aplicarse también a la malversación. ¿Y eso es posible? Naturalmente que lo es. Para el dueño de las leyes, no hay nada imposible. Un exégeta de fuste puede interpretarlas como quiera, esgrimiendo, además, en argumentos con una sólida apariencia de razonabilidad.
Mi interpretación goza de los mismos avales semiológicos que las de la magistrada discrepante y de la mayoría de los magistrados. Las tres son el resultado de la capacidad reconocida a todos los lectores de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), para entenderla como quieran. Dicho ásperamente, las tres son inventadas. Y lo son, en buena medida, porque esa ley, como he señalado en muchas ocasiones, tiene una muy mala redacción.
El fundamento racional para la interpretación que voy a hacer, lo he encontrado en el espíritu de la ley. Sí, ya sé que, muchos párrafos antes que éste, dediqué uno a poner de manifiesto lo inútil que me parece acudir al espíritu de la ley como regla hermenéutica. Pero lo que estoy haciendo aquí es un juego y, por lo tanto, es lícito operar con fantasías.
Empiezo. La mayoría de magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo considera que el vocablo «enriquecimiento» de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) tiene el significado que he definido como «acción y efecto de obtener beneficio para sí o para un tercero empleando bienes o servicios ajenos sin gasto propio».
Ese significado implica, como creo haber puesto de manifiesto más arriba, que el «enriquecimiento» es inherente a la malversación, es decir, que toda malversación conlleva «enriquecimiento». Recuérdese, además, que lo ha dicho la Comisión de Venecia.
La existencia de «enriquecimiento», por imperativo de la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024), es impedimento para que se aplique la amnistía a los actos delictivos de malversación.
Convenientemente fusionadas, esas tres proposiciones permiten concluir que esa ley orgánica concede y niega, al mismo tiempo, la amnistía a los malversadores secesionistas. Es decir, el delito de malversación es y no es amnistiado. En uno de sus párrafos, la ley concede la amnistía a la amnistía, para, en el siguiente, supeditarla a la no existencia de un aspecto inherente a ese delito, como es el enriquecimiento. Dicho en lenguaje coloquial, el legislador con una mano da la amnistía a los malversadores secesionistas, y con la otra se la quita.
Pero eso es absurdo. ¿Qué ley que se precie de tal, otorga un privilegio y, al mismo tiempo, impide sus efectos? Es de locos.
Podría achacarse la absurdez al significado que el Tribunal Supremo ha atribuido a «enriquecimiento». Pero, en mi opinión, se trata de un significado muy lógico. Si uno lo mira bien, el que se paga un capricho, tanto da gastronómico, pongo por caso, como secesionista, con dinero ajeno, obtiene un beneficio en cuanto que se administra una satisfacción totalmente gratis, o sea, sin que le cueste nada. Y ese no gastar de lo propio supone hacerse algo rico. No digo rico del todo. Pero sí, un poco, porque no se empobrece al no gastar lo que tiene. Uno también se hace rico procurando no ser pobre. A eso, los civilistas lo llaman, creo, «enriquecimiento negativo».
La absurdez de que la Ley orgánica 1/2024 (LA LEY 13393/2024) conceda y no conceda la amnistía a los malversadores deriva de lo mal, requetemal redactada que está. Impide aplicará la amnistía a los malversadores que hayan tenido «propósito de enriquecimiento» —cuánto mejor habría hecho si les hubiese exigido «propósito de la enmienda»— y no especifica, con suficiente claridad y precisión, cuál es el significado de ese «enriquecimiento». Los jueces han necesitado buscarle uno, y lo han hecho acudiendo al que, probablemente sin ser conscientes de ello, bulle en la cabeza de todo buen jurista: el asociado al «enriquecimiento injusto», que incluye el «enriquecimiento negativo».
¿Pero cómo salvar ese que parece obstáculo insalvable, para entender que los malversadores secesionistas son también merecedores de ser agraciados con la generosísima y gratuita amnistía de la Ley orgánica 1/2024?
No hay problema. Ahora es cuando entra en juego el espíritu de la ley. El legislador puede ser un mal redactor. Pero no, un lunático productor de leyes absurdas como la orgánica 1/2024, que concede la amnistía a los malversadores e impide que se les aplique. Algo tiene que haber fallado. Y aquí, el exégeta, o sea, yo, comienza hacer que funcione la magia.
Lo que ha fallado, dice el intérprete de juguete, ha sido su redacción, o sea, el cuerpo de la ley, porque su alma, su espíritu se encuentra en armoniosa sintonía con la idea de que, a los bonachones, aunque no arrepentidos, malversadores separatistas, se les conceda la amnistía.
Llegados a este punto del razonamiento, el exégeta vuelve a agitar su varita mágica.
Compatible con el espíritu de la ley es que se distingan enriquecimientos, de tal forma que haya unos impeditivos de la aplicación de la amnistía y otros que no la impidan.
Y, de nuevo, el espíritu de la ley determina que la variable por la que se diferencien los enriquecimientos, sea el fin con que se ejecutaron los actos constitutivos del delito de malversación. De esta forma, habrá enriquecimientos asociados a malversaciones cometidas con el fin de segregar Cataluña de España, y enriquecimientos asociados a malversaciones cometidas con otros fines. Los primeros de esos enriquecimientos no impedirán la aplicación de la amnistía y los segundos, sí la impedirán. Un ejemplo ilustrará, creo, el razonamiento.
Supongamos que un o una separatista funcionario con disponibilidad de coche oficial para los fines que le son inherentes a su puesto laboral, lo utilizó en la movida del procés para ir a visitar a su novia o novio desde Barcelona a una localidad gerundense (65) . Esa persona se habría beneficiado con el uso y disfrute de un vehículo ajeno por cuanto obtuvo con ello una satisfacción: gozar un rato en él de la compañía de su amado o amada, sin gasto por su parte. Por lo tanto, se habría enriquecido.
Supongamos igualmente que otro, u otra, separatista empleó otro vehículo oficial de la misma marca y modelo que el del párrafo anterior, pero para ir desde la capital a un pueblo del Ampurdán a predicar el secesionismo de sus amores. Esa persona también se habría beneficiado con el uso y disfrute de un vehículo ajeno por cuanto obtuvo con ello una satisfacción: gozar un rato con el juego erótico de la secesión, sin gasto por su parte. Por lo tanto, se habría enriquecido también.
Tendríamos, pues, dos tipos de enriquecimiento: el no cesionista y el secesionista. Conforme al espíritu de la ley que se le ha aparecido a su exégeta —servidor—, el enriquecimiento de la segunda parte del ejemplo no impediría la aplicación de la amnistía, mientras que el de la primera, sí la impediría.
La interpretación resulta coherente. ¿A que sí? No es por echarme flores. Pero me ha quedado genial. Seguro que muchos —no creo que tantos hayan llegado a leer este capítulo del artículo— piensan que eso es lo que quiere la ley, porque era lo que quería el legislador. Justo eso: amnistiar a los malversadores que lo habían sido para obtener un beneficio secesionista, y negarles la clemencia a los malversadores que lo fueron para conseguir un beneficio no secesionista. Lo duro es que, quizá, en estos tiempos de convulsión política, sí es eso realmente lo que quería el legislador y que no supo o no quiso expresar en su ley.
Sólo hay un problema: la mal redactada Ley orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña (LA LEY 13393/2024), no dice con palabras inteligibles que se concede la amnistía a unos malversadores secesionistas, y a otros, no. Me lo he inventado yo, con ejemplo y todo, basándome en un espíritu muy, muy impuro de esa ley.